miércoles, 1 de marzo de 2023

Letras malvadas

Wilfredo tiene una deuda impagable con el personal pedagógico que acompañó sus primeros años de infancia. El hombre, que no tuvo hijos, ignora como funciona eso de la letra en los colegios del siglo XXI. Pero en los del siglo XX, que le tocaron a él, era una especie de obsesión académica. Los renglones torcidos, los caracteres chuecos, la desproporción entre la altura de las vocales, o los parámetros diferenciales entre mayúsculas y minúsculas estaban en posición privilegiada dentro de las prioridades educacionales.

El problema es que Wilfredo nunca compró ese discurso. O no lo compró la parte del cerebro, de la mano, o de la coordinación cerebro-mano que debía hacerlo. Por eso los garabatos amorfos y desproporcionados con los que inició su proceso de deserción del analfabetismo evolucionaron hacia otros garabatos... más amorfos y más desproporcionados.

Pero los educadores y educadoras no se iban a rendir tan fácil. Así que acudieron a todo. Algunos recursos que ya perdieron vigencia, como el uso de instrumentos de medición a manera de estímulo físico (Wilfredo no sabe cuantos reglazos recibió en las manos, incluso con regla metálica, pero la A y la R seguían torcidas).

Como la letra – literalmente - con sangre no entró, el turno fue para la práctica. Las planas. Cuadernos interminables que debió llenar con abecedarios, palabras y frases sospechosamente conectadas al complejo de Edipo (“mi mamá me ama”); animales de comportamientos extraños (“ese oso pisa mi masa); y actividades cotidianos o no tan cotidianas (mi papá rema rápido, esa señora pone un mono a mi muñeca cada mañana).

Más allá del mensaje, el asunto era de estética. Las letras no debían torcerse y, sobre todo, no debían salirse del renglón. Como la primera hoja del primer cuaderno estaba llena de caracteres deformes y desubicados y en cambio la última también, la profesora cambió la cancha. Las planas siguieron ahí, pero en cuadernos ferrocarril, aquellos que tenían lineas impresas de distinta altura. 

Se trataba de un recurso diseñado para desarrollar la habilidad de escribir adecuadamente respetando la proporción entre mayúsculas y minúsculas, y nivelar la altura de las letras. Así que Wilfredo llenó uno tras otro de esos cuadernos de letras tan proporcionadas como incomprensibles. Y a medida que pasaron los años de las planas repetitivas se pasó a la transcripción de párrafos, páginas y hasta capítulos de libros, pero letra que nace torcida, jamas su trazo endereza.

Como el departamento de planas no dio mayores resultados, el siguiente paso fue la psicología. Conversaciones en el aula y en entornos más personalizados sobre lo que una buena letra reflejaba de una persona, sobre la importancia de que los demás vieran la pulcritud y cuidado a la hora de escribir. Observaciones de las que Wilfredo tomó atenta nota con sus torcidos y desproporcionados caracteres.

La batalla duró casi toda la primaria e incluso el bachillerato, con observaciones tipo “no entiendo lo que dice ahí” en los previos, quizes, parciales y trabajos a mano. Pero aquello de despacito y buena letra solo se quedó en el primer enunciado para Wilfredo. 

Hoy son tiempos de teclados, pantallas e impresoras y presentar textos con una buena caligrafía está al alcance de cualquiera. Sin embargo, cuando Wilfredo garabatea cualquier cosa en un papel y revisa sus notas, no puede evitar pensar en profesoras y profesores que tanto tiempo y esfuerzo dedicaron a una causa perdida.

Esta gente solo quería hacer su trabajo. Pero fracasaron. Dieron su mejor esfuerzo sin siquiera acercarse a la meta. Esa letra no la entiende nadie.