La cafetería-restaurante ubicada a pocos
metros del almacén de telas donde él trabaja es territorio vedado para Honorio.
Por decisión de sus dueños no puede disfrutar de la sazón del medio día, el
café nocturno, o las pandeyucas recién salidas del horno.
Y todo por Lucrecia. Ella y María son las
vendedoras del almacén, Blanca es la cajera-administradora y Honorio el
“muchacho oficios varios”.
Pero lo importante de Lucrecia es “ESE NOVIO”.
Aunque nadie conocía sus facciones, era omnipresente. A razón de 4 a 5 veces
por día estaba allí. En la llorada de la mañana, la llorada de después de
almuerzo, la conversación dramática vía celular del descanso y, muy de vez en
cuando, la exhibición ostentosa de alguna pieza de fantasía barata con la que
se conjugaba el verbo reconciliar antes de la siguiente pelea.
Uno de los varios oficios que atendía Honorio era
el departamento de mandados. En la
tarde, le hizo un pequeño favor a Lucrecia. Anotemos que ese día “ESE
NOVIO” estaba haciendo horas extras. Lucrecia llegó con ojos enrojecidos, cada
20 minutos se metía al baño con cara de tragedia y salía con cara de desastre y
a la hora del descanso mañanero su conversación vía celular fue una sucesión de
reclamos y sollozos.
Con todo el mensajero no le vio problema al
mandado hasta que Blanca le preguntó. “Es que Lucrecia me encargó un veneno
para ratones”… Como en ese momento la nombrada atendía un cliente, no vio la
cara de susto en sus dos compañeras de almacén. Tampoco escuchó el regaño a dos
voces contra Honorio de “¡Cómo se le ocurre!”, “¡Quítele eso antes de que pase
alguna desgracia!”.
La desgracia ya había ocurrido, pero no
incluía el consumo de veneno. Este había quedado en la parte baja del
mostrador, invisible para los clientes, pero bajo control visual del resto del
personal. La desgracia era que la situación entre “EL NOVIO ESE” y Lucrecia
empeoraba a cada hora, hasta que llegó el momento de cerrar.
Honorio hizo su ronda final dentro del almacén
y comprobó con tranquilidad que el veneno seguía en su lugar… un momento, el
paquete estaba abierto y faltaba una pastilla.
El joven cerró el local –otro de
sus oficios-. En la distancia Lucrecia se encontró con un hombre y entraron a
la cafetería. A través de la vitrina se veían dos cafés servidos. El hombre se
distrajo, ella le echó algo en el café…
La versión del dueño del negocio incluye un
grito desgarrador, (¡No se lo tomeeeee!) y alguien entrando como loco hasta la
mesa 4 donde empujó al cliente y lo arrojó al suelo junto con pocillo, cuchara,
silla y mesa. Dentro de la evidencia del ataque en el piso también quedó una cajita
de azúcar para diabéticos. La que Lucrecia había utilizado para endulzar el
café de su hermano.
El tipo loco –Honorio, por supuesto- quedó
vetado hasta pagar los daños. Y como recordatorio del heroico malentendido en
la parte inferior del mostrador del almacén de telas hay un paquete con raticida.
En medio del despelote, Lucrecia olvidó consultar a su compañero de mesa si era
ese el que necesitaban para la plaga en la bodega.
¿Y qué pasó con “ESE NOVIO”? Sigue por ahí.