martes, 25 de octubre de 2016

La comida pasa al tablero

Para que yo exista solo se requieren unos marcadores borrables. Y alguien con letra aceptable. Puede ser mesero, cocinero, pariente, propietario o administrador. Vale combinar. Una buena ortografía es deseable pero no obligatoria. El cliente sabe que la “abichuela”, la “aullama” y la “enzalada” son iguales a la habichuela, la auyama y la ensalada. Se ven igual, saben a lo mismo y, lo más importante, cuestan igual.

Puedo estar colgado de una puntilla en la fachada. O invadiendo el poste de enfrente. O atravesado en medio del andén en algún soporte ingenioso diseñado por mis propietarios. Cuando no invado el espacio público paso las noches en un rincón al lado de la cocina. Me renuevan dos veces al día. A veces tres. En la mañana, temprano, me llenan de caldo con costilla, huevos al gusto, café, chocolate, tamal y combinaciones por un precio módico que se actualiza más o menos cada seis meses.

Mi momento estelar es poco antes del mediodía. Primero hay que borrar –casi nunca con borrador, más bien con trapo de cocina–. Entonces comienza el llenado con la lista de las carnes. Pollo, carne y lo demás. Las dos sopas del día, los principios (frijoles y otros dos), y el jugo ocupan mi superficie, terminando en el precio. A veces incluyo los infaltables  (papa, arroz, plátano y ensalada) según el espacio disponible.

Clasifico para la tercera edición cuando ofrezco servicio de comida. O cuando en las tardes pongo a disposición de mi hambrienta clientela papa rellena, empanada, buñuelo, pandebono –con o sin bocadillo–  pastel de hojaldre o algún otro alimento ligero, dietético y saludable.

Tengo lo que llaman una familia extensa. En todos los estratos. Mis primos de estrato 6 son los menús –o cartas– de los restaurantes elegantes. Publicaciones con tremenda portada, hermoso diseño, color, fotos y muchísimas páginas. A medida que  los precios bajan la presencia del menú también, hasta llegar a la fotocopia del restaurante del chino de la esquina. En el medio está la hoja plastificada y la elegante carpeta con páginas intercambiables que le ahorran al negocio nuevas portadas cuando se modifica el menú.

Otros parientes son los avisos ubicados sobre la cabeza del despachador en restaurantes de lo que llaman comida rápida. Con la foto que jamás se parece a la comida real, el nombre rimbombante y, por supuesto, el precio.

El primo desechable es la cartulina que normalmente contiene la misma información que yo, pero al terminar el día termina también su vida útil. La versión de larga vida son siete carteleras diferentes, una para cada día de la semana, que rotan constantemente hasta que haya cambios dramáticos en el menú, o el papel ya no dé más.

Dicen –a mí no me consta– que a la familia han llegado versiones de alta tecnología. Que la gente se conecta en sus dispositivos móviles para ver la oferta del día, y hacer la petición respectiva sin intervención directa del ser humano. Allá ellos. Yo seguiré trabajando para los que no tienen la tecnología, el tiempo, el estómago o la disposición mental o la plata para restaurantes elegantes, de cadena o, como dicen ahora, de autor.

Soy un guerrero. Trabajo para un negocio de combate. Soy la vitrina del menú del día.  Le anuncio al mundo el ejecutivo, el corriente y el especial. Soy un tablero de restaurante.