Para que yo exista solo se requieren unos marcadores
borrables. Y alguien con letra aceptable. Puede ser mesero, cocinero, pariente,
propietario o administrador. Vale combinar. Una buena ortografía es deseable
pero no obligatoria. El cliente sabe que la “abichuela”, la “aullama” y la
“enzalada” son iguales a la habichuela, la auyama y la ensalada. Se ven igual,
saben a lo mismo y, lo más importante, cuestan igual.
Puedo estar colgado de una puntilla en la fachada. O
invadiendo el poste de enfrente. O atravesado en medio del andén en algún
soporte ingenioso diseñado por mis propietarios. Cuando no invado el espacio público paso las noches en un rincón
al lado de la cocina. Me renuevan dos veces al día. A veces tres. En la
mañana, temprano, me llenan de caldo con costilla, huevos al gusto, café,
chocolate, tamal y combinaciones por un precio módico que se actualiza más o
menos cada seis meses.
Mi momento estelar es poco antes del mediodía. Primero hay
que borrar –casi nunca con borrador, más bien con trapo de cocina–. Entonces
comienza el llenado con la lista de las carnes. Pollo, carne y lo demás. Las
dos sopas del día, los principios (frijoles y otros dos), y el jugo ocupan mi
superficie, terminando en el precio. A veces incluyo los infaltables (papa, arroz, plátano y ensalada) según el
espacio disponible.
Clasifico para la tercera edición cuando ofrezco servicio de
comida. O cuando en las tardes pongo a disposición de mi hambrienta clientela
papa rellena, empanada, buñuelo, pandebono –con o sin bocadillo– pastel de hojaldre o algún otro alimento
ligero, dietético y saludable.
Tengo lo que llaman una familia extensa. En todos los
estratos. Mis primos de estrato 6 son los menús –o cartas– de los restaurantes
elegantes. Publicaciones con tremenda portada, hermoso diseño, color, fotos y
muchísimas páginas. A medida que los
precios bajan la presencia del menú también, hasta llegar a la fotocopia del
restaurante del chino de la esquina. En el medio está la hoja plastificada y la
elegante carpeta con páginas intercambiables que le ahorran al negocio nuevas
portadas cuando se modifica el menú.
Otros parientes son los avisos ubicados sobre la cabeza del
despachador en restaurantes de lo que llaman comida rápida. Con la foto que
jamás se parece a la comida real, el nombre rimbombante y, por supuesto, el
precio.
El primo desechable es la cartulina que normalmente contiene
la misma información que yo, pero al terminar el día termina también su vida
útil. La versión de larga vida son siete carteleras diferentes, una para cada
día de la semana, que rotan constantemente hasta que haya cambios dramáticos en
el menú, o el papel ya no dé más.
Dicen –a mí no me consta– que a la familia han llegado
versiones de alta tecnología. Que la gente se conecta en sus dispositivos
móviles para ver la oferta del día, y hacer la petición respectiva sin
intervención directa del ser humano. Allá ellos. Yo seguiré trabajando para los
que no tienen la tecnología, el tiempo, el estómago o la disposición mental o
la plata para restaurantes elegantes, de cadena o, como dicen ahora, de autor.