Ojos fijos en la pantalla. El movimiento de las pupilas revela interés. El rostro se ve serio, algo tenso. De vez en cuando una ceja se arquea en señal de preocupación. Es posible que golpee furiosamente el teclado, o que mueva el mouse sin quitar la vista del monitor. Periódicamente mira una libreta de notas, una hoja suelta y hace alguna anotación.
Los que pasan frente a él –o ella- solo ven la cabeza que sobresale detrás del monitor. Y el cabello, desordenado. Resultado lógico porque a veces pasa la mano por la testa de manera inconsciente, como señal de trascendencia. Tras ella -¿él?- hay pared, a veces ventana. Su concentración solo se ve interrumpida por el teléfono, el celular, el blackberry, el avantel. Sea cual sea tiene que sonar dos o tres veces para llamar su atención, y cuatro o cinco para merecer contestación.
Los conocemos. Claro que sí. Los hemos visto. No importa su profesión. No importa si manejan un portátil de esos que casi cabe en un bolsillo, un aparatoso equipo de escritorio con su maraña de cables, o un práctico mac de última generación. No sabemos qué hace, pero es claro que está ocupado. Es el trabajador productivo del siglo XXXI. El que integra cerebro y máquina. El sistema nervioso unido al chip para generar respuestas a las necesidades empresariales…
O el vago que se aprovecha de la tecnología para parecer ocupado.
Porque se la concedo. Aunque la tecnología es un asco. Aunque nos complica la vida. Aunque cada vez que creemos haberla dominado se inventan una versión más compleja. Aunque convirtió el trabajo en una maldición portátil tiene una ventaja incuestionable. Permite, como nunca en la historia, ese estado ideal para el empleado y satisfactorio para el jefe. Parecer ocupado trabajando.
Parecer ocupado trabajando. Maravillosa trilogía. Veamos. Si decimos parecer, puede ser o no ser, pero a primera vista el observador desprevenido dice: ese está haciendo algo. Y sabemos que el jefe nunca le dedica a uno más de una vista a menos que le vaya a poner más trabajo o lo vaya a regañar. Pero si uno se ve ocupado, tal vez el jefe le ponga el trabajo a otro. Más cuando la ocupación aparente tiene suficientes características para ser considerada trabajo.
Y ahí es cuando entra en juego la tecnología. Ubíquese detrás de una pantalla de computador. Qué ve al otro lado. Un hombre o mujer teclean furiosamente, mueven el mouse y ponen cara de circunstancia frente a la pantalla. Se colocan el índice derecho bajo la nariz e inclinan ligeramente el hombro ídem mientras apoyan el codo en el descansa brazos. De vez en cuando, miran un cuaderno o una hoja suelta sobre el escritorio.
En esa pantalla puede haber cualquier cosa. Una foto de la familia, un video musical, alguna animación, una red social, un trino, un correo con chismes. nada... Gracias a todo ese cuento de la multimedia y la teleconferencia incluso es admisible –y a veces obligatorio- portar una diadema con micrófono y audífonos.
Así, detrás de la parodia laboral es altamente probable la presencia de una actividad tan gratificante a nivel personal como improductiva para propósitos corporativos.
El jefe de turno de repente cree que a punta de arquitectura se soluciona el problema, De hecho, en el planeta de los cubículos la intimidad laboral escasea. Las pantallas están a la vista de todos. Problema solucionado.
¿Problema solucionado? No. La tecnología, bendita sea, ofrece todas las opciones improductivas para llenar el monitor. Una página de Excel en la que vean filas y columnas de cualquier cosa. Unos gráficos. Incluso el mismo correo electrónico. O un texto con letra lo suficientemente pequeña para que el lector de paso no alcance a captar su contenido.
Y si el empleado de turno tiene suficientes reflejos, solo se trata de rotar ventanas. Viene el jefe, paso a excel, se va el jefe, paso a youtube, messenger, juegos gratis. O al último power point de chistes verdes, reflexiones espirituales, recomendaciones saludables, paisajes espectaculares, fotos turísticas, fotos prohibidas y esa interminable lista de etcéteras que conforman las cadenas de correo.
Nos tocó un mundo donde el trabajo persigue al hombre –y a la mujer– a través de una inacabable colección de dispositivos. Donde gracias a celulares aislarse es una utopía, y gracias a portátiles y blacberrys las tareas viajan por el ciberespacio. Donde el derecho a alegar desconocimiento se perdió porque siempre te habrán mandado un correo electrónico. Pero aún así, siempre existen opciones.
La improductividad tiene sus pantallazos.