Hace muchos, muchos años, Claudia Patricia persiguió a
Guillermo con intenciones romántico-afectivas. Con entusiasmo y perseverancia,
pero sin éxito. Guillermo resultó ser un chico difícil. También había algo de
instinto de conservación. Aunque en esos tiempos no les decían así, Claudia
Patricia era intensa. Tirando a obsesiva. Lo suficiente para que una distancia
prudente fuera lo recomendable.
La persecución nunca terminó oficialmente. Pero un día ella
consiguió trabajo en otra ciudad. Hubo despedida en tono de tragedia (o de alivio, según la versión de Guillermo).
Y se fue. No había celulares, no había comunicación instantánea. Lo de la
distancia era en serio. Y se desconectaron.
En tiempo más recientes,
Guillermo se enamoró de Luisa. Ella ni se dio cuenta. O le importó un
rábano. El hombre insistió, intentó todas las estrategias del libro pero
nada. Hasta que la razón se la ganó al
sentimiento y el tipo optó por bajarse del bus. Como cualquiera sabe, una cosa
es decirlo y otra hacerlo. Pero poco a poco sacó a Luisa de su vida, o se salió
de la vida de Luisa, o todas las anteriores. Y ese mutis por el foro incluyó
los escenarios virtuales, léase redes sociales, correo electrónico y demás.
Sumemos otro par de años a la historia. Una mirada
coincidencial al perfil de Luisa en la red para profesionales. Luego un mensaje
completamente antiséptico y esterilizado, algo así como “Me encontré tu nombre
y quise saber de ti”. Y una respuesta de trámite: “Hola, saludos”.
Así que la puerta se abría de nuevo. Guillermo no vio nada
de malo en tratar de establecer un diálogo por correo electrónico, reconectarse
en la red social clásica, empezar el seguimiento en la de los 140 caracteres,
en la de las fotos y en todas las posibilidades virtuales. Tampoco consideró fuera de lo común empezar a comentar cualquier publicación de la susodicha
¿Problema? Si son para eso. Además, él tenía claro que solo se trataba de
amistad. ¿Ilusiones románticas? ¿Yo? Por favor.
Y un día acababa de mandarle un correo preguntándole por qué
no le habían respondido el anterior. Y también acababa de comentar una foto. Y
de reenviar un comentario. Entonces vio una solicitud de contacto en su red
para profesionales.
De entrada no la recordó. Hasta que vio en el perfil esa
empresa donde había trabajado años antes. Claro, Claudia Patricia. Casi en
automático, le dio el sí. Minutos después recibió un entusiasta mensaje de
saludo. Y en los días siguientes versiones similares, cada vez más entusiastas,
inundaron los ámbitos virtuales de Guillermo.
Todos. La red social clásica, la de los 140 caracteres, la de las fotos
y el correo electrónico. Hasta ese grupo medio pirata que integraba a los
aficionados a la cocina pakistaní.
No era la única particularidad cibernética de Guillermo.
Hace pocos días se había conectado a un círculo de admiradores del cine malayo.
Lo conoció gracias a Luisa. Al círculo. Y al cine malayo. Y a Malasia. Y su
interés reciente en el tema era
sospechosamente parecido al de Claudia Patricia en la cocina pakistaní.
Y en casi todas las expresiones virtuales de nuestro protagonista.
Guillermo se dio cuenta de que era oficial: él era un
acosado virtual.
Y, sobre todo, un acosador.