(Primer acto)
No, a entierros yo no voy.
No me mire así. Puede ser la persona que yo más haya querido en la vida, pero desde hace algún tiempo tengo absolutamente claro que solo pienso asistir a un funeral, ...al mío.
Pues claro que hay una razón. Mire, le voy a contar y después usted yo creo que me va a entender. El último o, para ser preciso y exacto, el penúltimo velorio que contó con mi presencia fue el 12 de julio de 2003.
Era como mi noveno entierro, uno no lleva esas cuentas, pero también era mi primer carro. Y eso uno sí lo tiene completamente claro. Un modelo de esos con poco tamaño por fuera pero mucho espacio interior, como dicen los publicistas. Me lo habían entregado una semana antes y, por supuesto, era mi máximo orgullo.
Por esa época yo le estaba caminando a Angie, una secretaria de la oficina de arquitectos que quedaba al lado de nuestra empresa. Teníamos la representación en Colombia de unos plaguicidas alemanes. Y ahora que tenía carro ya había concertado tremenda cita con la chica.
Todo parecía perfecto. Pero no. Justo el día en el que íbamos a salir, o para ser precisos y exactos, un día antes, se murió don Pérez. El viejo era algo así como el cuñado de un medio hermano de una prima de la mamá de Angie, pero en cierto momento de la vida las dos familias habían sido muy cercanas. Y cuando ella me dijo que aplazáramos el encuentro porque tenía que ir primero al velorio y luego al entierro a mí se me ocurrió la idea genial. “Tranquila, yo te llevo”.
Y ahí llegamos. Yo creo que usted la conoce. Es una capilla no muy grande, pero bonita y bien decorada. Queda en el barrio de las funerarias y precisamente por su ubicación se ha especializado en honras fúnebres.
Como es la única iglesia de los alrededores a veces se presenta un fenómeno bien curioso, y es que a los muertos les toca hacer fila... Llegan varios velorios más o menos al tiempo y mientras le dan la bendición a uno de los fallecidos los demás esperan afuera. Ese día había cinco entierros, contando el de Don Pérez.
Me enteré de un par de datos de la vida del viejo. Tenía como 100 años, una viuda más o menos de su edad y un reguero gigantesco de hijos, nietos, bisnietos y hasta uno que otro tataranieto. Eso era un gentío enorme al que seguían llegando y llegando personas, incluso en la iglesia. Nosotros éramos la tercera ceremonia y a la primera le ocurrió algo inusual. El motor de la carroza fúnebre se fundió.
A ellos, al igual que a nosotros, los atendía la Funeraria Rendón, que no son ningunos novatos en el negocio. Así que mientras seguían las ceremonias dentro de la iglesia inmediatamente despacharon otra carroza debidamente organizada. ¿Qué por qué le cuento esto? Ya verá.
Todo confluye hacia la siguiente situación. Cuando terminó nuestro rito y arrancamos para el cementerio, en ese mismo momento concluyó el cambio de carroza y el otro entierro también se movió.
Pero déjeme comentarle lo que pasó antes. Resulta que la viuda de Don Pérez, como ya le dije, era una señora como de 100 años y obviamente tiene muchos problemas para movilizarse. Y ni modo de subirla a un bus. La habían acomodado en otro carro pero con todas las dificultades del mundo para subirla y bajarla. Y ahí fue cuando vieron mi nuevecito. Mucho espacio interior, poca distancia entre la carrocería y el suelo, cuatro puertas.
Uno de los hijos (o un nieto, o un bisnieto, de verdad en esto no puedo ser preciso y exacto) habló con Angie, quien no dudo en decir que sí, que ni más faltaba, que por supuesto. Entonces me acomodaron en la parte de atrás a la viejita y a la solterona de la familia, quien ejercía como escolta personal de Doña Pérez.
Ese fue el momento cuando todos los motores se encendieron al tiempo y comenzó la procesión tras la carroza. Yo no sé bien qué pasó, pero el asunto es que Angie terminó subiéndose a otro vehículo, y a mi lado resultó un tipo gordo que yo nunca había visto y... arrancamos.
(Continuará)