domingo, 20 de diciembre de 2015

Cuento de Navidad (1 de 5 partes)


La verdad es que el niño ve demasiada televisión. Vive con los ojos en el aparato ese todo el día. Y para rematar, la abuela Mariela le compró un sistema satelital, que son como 300 canales, así que todo el tiempo es dele, zaping; dele, zaping; dele zaping. Y ni modo de decirle que no. Porque con el tal síndrome de cómo se llame, la vida no le da para entretenerse de la misma manera que los demás.

Es un problema de nacimiento. Mi Adriana se lo dejó de recuerdo, antes de morirse en la sala de partos. El médico dice que si se cuida no lo va a matar. Y cuidarse implica evitar los ejercicios fuertes, no exponerse demasiado a los elementos externos, consumir puntualmente la droga. Aún así le han dado ataques. ¡Eso ha sido cada susto! Se va poniendo verde, pierde el habla, los ojos se van perdiendo y claro, corra para donde el médico. Afortunadamente ya tenemos la intravenosa esa para aplicarle en caso de emergencia.

Por eso es que podemos tener vacaciones como la gente normal, es decir, saliendo de la ciudad. Y le aceptamos la invitación al cuñado Leonardo, el de la finca en los llanos. El hombre aseguró que eso no era mundo salvaje, que tenía todas las comodidades de la civilización, que disponía de teléfono, celular, radioteléfono, carretera y señales de humo en caso de necesidad. ¡Ah! Y no había televisor.

Pero el viaje lo hicimos un 15 de diciembre y el alud de películas navideñas había comenzado desde el 1. Yo creo que ahí fue donde conoció la historia de Rudolph, o Rodolfo. El reno de la nariz roja. Se trata de un bicho de esos que tenía la naríz como bombillo de Navidad. Pues claro, todos sus congéneres se burlaban de él hasta que una noche de tormenta Papa Noel estuvo a punto de perderse. Y fue el reno de la nariz roja el que con su luz incorporada salvó la patria. O algo así.

Pues bien. El hecho es que dos días después de haber llegado a la finca fuimos al pueblo a comprar no sé qué cosas. Y estando allá se aparece un cazador con un venado inusualmente grande que había agarrado por allá cerca a un estero. Para ser preciso, era un cazador y como cuatro ayudantes, porque el bicho ese era bien difícil de controlar. Miren, yo no soy un tipo de campo, pero por lo que sé de venados, ese se veía muy grande. Y además estaba como peludo para ese calor de los demonios que hace en la región. Y pataleaba y bufaba como loco mientras los hombres trataban de arrastrarlo hasta un poste, donde finalmente lo amarraron.

Al cazador le pareció tan raro el animal, que no lo mató sino que se lo trajo para el pueblo a ver si le aparecía dueño. Un par de semanas antes había pasado un circo, con algunos animales raros. La gente recordaba un par de cebras escuálidas, un león viejo y perezoso y algunos burros, caballos y perros, pero el venado peludo no aparecía en las evocaciones. Cabía la posibilidad de que el animal se les hubiese fugado antes de llegar, aunque comentarios no hubo.

De todas formas, en ese pueblo nunca pasaba nada, así que “El Peludo” -así lo bautizó alguien- pasó a ser el centro de atención. Y mientras los adultos miraban, recordaban, evocaban y aplicaban su experiencia en la llanura los niños se dedicaban a acosar al pobre animal.

Un niño, sin embargo, no lo molestaba. Solo miraba y daba vueltas. Era, -pues claro- mi Pedrito. Como se había pasado la vida viendo televisión y alejado del aire libre se veía flaco, medio pálido y con cara de genio, complementada con sus enormes gafas. También hablaba poco, y con seriedad de cura. Tenía la costumbre de lanzar, sin previo aviso, solemnes bobadas en tono de frases célebres. Como por ejemplo ¡Es Rudolph!

- ¿Quién?

- Rudolph papá. El reno de la nariz roja.