miércoles, 3 de abril de 2024

Higiene bucal y pedagogía tradicional


Nota de la redacción. Retomo (con algunos ajustes de forma) un texto escrito en el año 2000 que recordaba tiempos donde el verbo educar se conjugaba de una forma muy diferente a la que se aplica en la actualidad)  

Los que pasamos de determinada edad conocemos el sabor del jabón. Nuestra progenitora se encargó de promover un aseo concienzudo de dientes, boca, lengua y paladar con una pasta perfumada —en el mejor de los casos—  o una barra azul recién salida del lavadero.

El jabón no formaba parte de la dieta diaria. Estaba reservado para ocasiones especiales. Concretamente, para ese momento en el cual, inocentemente, repetíamos aquella palabra (o palabras) que le habíamos oído al tío, al abuelo, al amigo, al personal de servicio o reparaciones locativas o,  muchas veces, al papá o hasta a la mamá.

Hoy, cuando sin distinción de género hasta el ser más inmaculado suelta periódicamente adjetivos de grueso calibre (puede medir su propio vocabulario aquí)  sin que pase nada, suenan extrañas las historias de la primera expresión pública de una grosería.

Pero la verdad es que era un momento traumático. Los presentes hablaban animadamente, hasta que, con absoluta inocencia nuestras cuerdas vocales reproducían el sonido de lo que se escribe con inicial más puntos suspensivos o con una sucesión de signos incoherentes. Silencio total. En cámara lenta, todos dirigían los ojos hacia el pequeño bocón. En un principio este se sentía especialmente elogiado, pero el tono grave de las miradas cambiaba la sensación de orgullo por la de miedo.

Y a propósito de miedo, era buen momento para tenerlo. Porque la madre ponía cara de ejercicio legítimo de autoridad, y, si era en casa y se trataba de una mamá de reacción inmediata, un bofetón expresaba con claridad que esas cosas no se decían.

En otros casos, la acción de hecho cambiaba por una orden. Como solía ser hora de comida, alguien se quedaba sin postre y debía irse para el cuarto, con un “después hablamos”.

Cuando el pronunciamiento ocurría en casa ajena, había que agregarle la diplomacia. En efecto, pasado el impacto inicial, todos los presentes trataban de actuar como si nada... menos uno. La progenitora, que optaba por un discreto pellizco, o la frase más temida por cualquier niño travieso “espere a que lleguemos a la casa”.

Una vez allí, el proceso continuaba. Primero se indagaba cuidadosamente donde habíamos aprendido palabrotas. Curiosamente, cuando la evidencia señalaba que había sido durante algún momento de extroversión verbal de nuestro padre o de parientes consanguíneos por línea materna, la investigación precluía inmediatamente.

Y la sentencia... abra la boca y mastique jabón. Para que aprenda que esas cosas no se dicen. Y para que limpie esa jeta.

...digo, esa boca.