Era, por decirlo de una manera sencilla, una cuestión de principios. Aunque también incidía el factor plata. Pero lo importante en este asunto era la dignidad. Y la autoestima. Y la autodeterminación. Y el smoking.
De entrada, le parecía una prenda inútil. Ese pedazo de tela sobre la barriga, por ejemplo, no tenía razón de ser. Y ni hablar de camisas sin cuello. La humanidad había demorado siglos en ponerle cuello a las camisas, entonces, ¿Para que quitárselo?
Tampoco era lógico. Si nadie - o casi nadie - tenía smoking, ¿por qué todos, o casi todos, debían ir disfrazados de meseros a esa fiesta? Él ya estaba viejo para que le anduvieran imponiendo maneras de vestir. Él no iba a ponerse un trapo de esos.
- ¿Estás conmigo mi amor?
- Déjese de tanta pendejada y alquile ese smoking, que yo quiero ir al matrimonio de Clemencia.
+-+-+-+-+-+
Perdida la primera batalla, se evidenció la ignorancia, Ni él, ni el Flaco Maldonado, ni siquiera el Jefe sabían cómo o dónde se alquilaba un smoking. Así que el siguiente paso fue organizar un paseo sabatino.
El Flaco, como siempre, se tomaba el asunto con filosofía. Era el único soltero del grupo, la plata le sobraba - las malas lenguas decían que sostenía dos amigas para las noches solitarias - y aún era flaco. Y tenía pelo. Y estrenaba varias veces al año.
El Jefe y él, en cambio, eran barrigones, calvos, repletos de obligaciones familiares y patéticamente fieles. Pero el Jefe... era el Jefe. En cambio él... nada.
Por lo menos lo dejaban manejar el carro de su superior. Y por eso iba al volante en la sesión previa al desfile de modas. Tres hombres maduros camino a un almacén de ropa. Y de alquiler. Qué horror.
El dependiente resultó afeminado. Pero lo que en realidad le molestaba a él no era el amaneramiento, sino la evidente intención del encargado del almacén. Recordarles a cada momento que ellos en smoking... jejiju. Y dale con la risita.
- Jejiju. A ver joven - se dirigió al Flaco - usted puede utilizar fajín de colores. Es lo que recomienda la etiqueta para la gente de su edad.
- ¿Y nosotros?
- Jejiju. ¿Ustedes? Pues negro y blanco. Pero tranquilos, que también hay tallas grandes.
Era obvio que necesitaban tallas grandes. No había que decirlo.
- Jejiju. Le queda realmente bien - hablaba con El Flaco - Y - miró de reojo al Jefe y a él. Sí, son sus tallas.
Deseosos de acabar lo más rápido posible, pidieron precios, pagaron y retornaron al vehículo. Mientras iban hacia la casa del Jefe este puso el tema.
- ¿Y esto con que zapatos se usa?
+-+-+-+-+-+
Todas las noches, él seleccionaba el par del otro día, y sacaba la vieja caja de embolar. Tampoco era tan pobre, pero le gustaba el olor del betún, y la forma como lo opaco iba adquiriendo brillo. Era una especie de terapia.
Lo de selección era una manera de decirlo, porque se trataba de escoger entre los viejos cafés, y los viejos negros. Cuatro cueros sobrevivientes de incontables remontas. Eran buenos para el diario. ¿Pero cuales quedarían mejor con el smoking?
Primero, obvio, la atención se centró en los negros. Y empezaron las imperfecciones. Las arrugas del cuero cuarteado, que ni siquiera la más gruesa de las capas de betún podía disimular. El tacón izquierdo gastado en la parte de atrás, reflejo de esa maña de marcar ritmos imaginarios para sobrellevar el día. Los cordones deshilachados. No. Esos no.
Y los cafés. Más o menos lo mismo, con el agravante de que eran cafés. El smoking era negro, Los zapatos eran cafés.
Para el Flaco era tan fácil. Iba a comprar zapatos nuevos. Él podía hacerlo también, pero era una cuestión de principios. Ya era suficiente con alquilar un pedazo de paño por una noche para, además, terminar con un par de zapatos que no iba a usar, y no necesitaba, arrumados en el closet.
¿Y el Jefe? El asunto era de índole práctico. Por eso era jefe. Así, había decidido usar sus zapatos de siempre. Es decir, de dobladillo para abajo, iba a ser un tipo común y corriente. Común y corriente...
+-+-+-+-+-+
- ¿Qué hubo Flaco, compró zapatos?
- Si compadre, vea, los tengo puestos para domesticarlos un poco. Es que eso de bailar estrenado es muy duro.
Eran unos mocasines de marca. Cuero fino, diseño anatómico, tacón de neolite. Se veían bonitos. Pero corrientes. Los dos hombres que eran lo que él no era, iban a llevar zapatos corrientes a la fiesta. Comunes y corrientes.
+-+-+-+-+-+
-Jejiju... Pues, el charol.
Tal vez - y no era que estuviera muy seguro - cuando niño le habían puesto unos zapatos de charol. Tal vez fue junto con unos pantalones cortos de terciopelo verde, una camisa abombada, un corbatín y un chaleco de terciopelo. Había por ahí una fotografía. No se veían los pies, pero qué ridículo se veía el resto.
-Jejiju. Mira, para que la elegancia quede completa, se deben usar zapatos de charol. ¿Has visto militares en uniforme de gala?
El se perdió momentáneamente en una escena de fantasía. Vio sus hombros rodeados de charreteras, y su pecho ungido de medallas. Se terció dos cartucheras cruzadas y colgó un sable a su derecha, y a su izquierda una miniuzi. Hombres con radioteléfonos vigilaban su entorno mientras desde el piso, refulgentes, dos brillantes zapatos de charol anunciaban la llegada del general. De él, General.
- Yo, jejiju, se los puedo conseguir.
- Como así, es que no los tiene?
- No, pero tranquilo. Yo se los consigo. Son como estos.
Eran dos diamantes negros. Dos obras perfectas de artesanía rematadas en una capa brillante y homogénea que lo iban a diferenciar a él. Es iba a ser su noche. El Flaco podía ser joven. El Jefe podía tener poder. Pero nadie iba a pisar como él.
+-+-+-+-+-+
Fueron juntos a recoger su respectivo disfraz. Una medida rápida confirmó lo evidente. El Flaco se veía juvenil, el Jefe maduro y él normal. Aprovechando un momento de distracción le preguntó al dependiente
- ¿Y mis zapatos?
- Jejiju, esta tarde, no se preocupe.
+-+-+-+-+-+
La ceremonia empezaba a las seis. Eran las cinco y no había
salido de casa. Tampoco había pasado por los zapatos porque su mujer, cosa rara, había invertido media tarde en el salón de belleza. El sí se preocupaba.
- ¿Lista mi amor?
- En 20 minutos.
Dios se apareció en forma de Flaco. Mejor, llamó por teléfono. Como vivían relativamente cerca, le propuso que tomaran el mismo taxi. El tuvo una idea mejor. Que se fueran adelante el Flaco y su esposa, mientras él recogía algo pendiente. No, era una sorpresa.
El primer contingente partió hacia la Iglesia. El iba por los zapatos. Entonces cayó en cuenta que no era muy elegante llegar con un paquete en la mano. Ya sé. Me llevo las abuelitas, que se doblan y caben en un bolsillo. No, mejor las chancletas de viaje.
El del taxi no se dio cuenta, pero él estaba seguro que todo el mundo andaba pendiente de sus pies. De esas chanclas transparentes de plástico que un remataban el smoking. Era de noche cuando llegó al almacén. Dios mío, está cerrado.
-Jejiju, tranquilo que no me he ido.
No había tiempo para cambiar de taxi. Recibió la caja por la ventanilla. Revisó rápidamente su contenido y arrancaron hacia la Iglesia. Era tanta la emoción que botó por la ventana las chanclas. Se colocó primero el zapato derecho...
+-+-+-+-+-+
- Oiga mijo, pero deje el mal genio.
- No estoy bravo, solo adolorido.
- Eso le pasa por andar de afán y con secretos, si me hubiera dicho.
- Mi amor, no me regañe más. Hola Flaco. No, es que no quiero bailar. Jefe, después hablamos, ahora, estoy ocupado.
Claro que lo estaba.
Era una cuestión de principios.
Es muy complicado andar -ni qué decir de bailar- con dos zapatos del pie derecho.
Maldito marica.
viernes, 29 de enero de 2010
sábado, 23 de enero de 2010
La mancha que nunca ocurrió
- En realidad no sabemos que es. Y tampoco es importante. Lo cierto es que nunca hemos podido quitar esa mancha.
Me hice el pendejo. Al fin y al cabo el origen de la mancha en la pared detrás de los baños era - se supone - un misterio. Pocos sabíamos la verdad. Y a este que le iba a importar. Es que la versión oficial dice que los hechos jamás ocurrieron.
Todavía me acuerdo de la reunión a la salida de clase. Nunca había visto al prefecto tan serio. Estaba toda la plana mayor. El rector, la secretaria, los jefes de área. Y nadie se reía.
Prohibieron cualquier comentario alrededor del tema. Amenazaron con expulsión a quien hiciera algún chiste, o tratara de burlarse de Polanía. Convirtieron en tema tabú lo que pasó después de almuerzo, entre el salón de 10b y el baño de hombres.
Y sin embargo, 15 años después, la mancha seguía allí. El nuevo administrador apenas llevaba 5 años en el Liceo Panamericano, así que ignoraba muchas cosas. Como por ejemplo, que yo era egresado de la misma institución. Cuando era más popular, claro. Ahora ni pensar que uno de sus ex alumnos fuera maestro de obra.
El colegio había cambiado mucho. Le calculo unas cinco remodelaciones. Lo que no había cambiado era la batería de baños. Era una cosa muy bien hecha, estilo cuartel. Así que únicamente había que echarle pintura de vez en cuando. Y para eso me habían llamado.
Mientras daba una vuelta, vi a la profesora de dibujo. Nada que ver con doña Gloria. Esta era una joven bonita, como simpática, que conversaba animadamente con unos pelados. Doña Gloria era vieja, amargada, fea y, sobre todo, autoritaria. Además, se la tenía velada al Gordo Polanía.
Eso parecía cuestión del destino. Polanía era el peor dibujante del mundo. Sus planas eran chuecas, sus planchas manchadas, sus figuras deformes. No era falta de voluntad, sino carencia absoluta de capacidad. Pero eso no lo entendía Doña Gloria, que lo tenía como el ejemplo perfecto de todo lo que no se debía hacer.
Para rematar, está el asunto de las tizas. Nadie supo quien mandó el tizaso, pero lo cierto es que Doña Gloria entró al salón en plena guerra. Y el golpe fue justo encima de ella. Y Polanía estaba allí, con las tizas en la mano. No lo echaron, por que no había pruebas concluyentes. Pero quedó en capilla.
Ese jueves teníamos parcial de dibujo después del almuerzo. Había que hacer una plancha en papel milimetrado con lápiz extradelgado. Cuando había evaluación Doña Gloria era más estricta todavía. Ella creía que uno podía copiarse. Sí, en clase de dibujo. ¿Qué cómo? Nunca se supo.
Nadie le prestaba atención a los demás. Polanía tenía la silla a mi izquierda, contra la pared. Yo estaba con los ojos en mi plancha cuando lo vi. Respiraba profundo y de forma irregular. Los ojos le lloroseaban. Sudaba.
Siempre se ponía nervioso en las evaluaciones, pero ese día se veía realmente grave. Aprovechando un descuido de la profesora le hice una seña, en respuesta, él se colocó las manos en el estómago.
- ¿Que le ocurre, señor Polanía?
Doña Gloria tenía el radar activado contra el Gordo. Este abrió los ojos como queriendo decir algo, pero el miedo pudo más y se quedó callado. Era tanto el terror que le tenía, que ni siquiera coordinaba sus frases cuando hablaba con ella.
Diez minutos después, para sorpresa del salón en pleno, Polanía hizo lo que nadie se atrevía. En pleno parcial de dibujo, levantó la mano.
- Doña Gloria....
- ¡Que!
- Tengo que decirle algo.
- Dígalo.
- No, tiene que ser en secreto.
- ¡Que qué!
Polanía se había vuelto loco. No solo hablaba en los exámenes, sino que le ponía condiciones a Doña Gloria. La vieja lo miró con odio y contestó.
- Después de clase.
Cinco minutos después la mano se levantó, temblorosa.
- Doña Gloria
- ¿Ahora que?
- Es urgente.
- No moleste Polanía.
No habían pasado tres minutos cuando, sin levantar la mano, y en tono suplicante, habló el Gordo.
- ¡Doña Gloria!
- Polanía, una interrupción más y lo mandó adonde el prefecto.
- ¡Gloria!
El salón enteró quedó paralizado. Ni siquiera el descarado de González se atrevía a llamar a los profesores por su nombre. Y Polanía lo había hecho con su peor enemiga. Sin decir una palabra nos repartimos el mensaje. El Gordo era un cadáver.
Los ojos de la maestra de dibujo se llenaron de odio. En un momento fue policía, juez, jurado y verdugo. En un procedimiento sumario se analizaron los cargos, para pronunciar sentencia.
- Polanía, váyase para donde el prefecto....
Contuvimos la respiración, con la esperanza de que hubiera algo de compasión en la educadora. Pero la suerte estaba echada.
-... ¡Ya!
Mínimo matrícula condicional. Volteé adonde el Gordo que se levantó muy despacio. Seguía sudando y caminaba como raro. Mientras se desplazó hacia la puerta parecieron siglos. En que estaba ese tipo. Desafiar así a doña Gloria.
Cuando Polanía salió todo respiramos tranquilos. Las cosas volvían a la normalidad. Bueno, eso pensamos, por que 15 minutos después se abrió la puerta y entró... el rector en persona.
Algo le dijo a doña Gloria en tono bajo y salieron de afán. Nadie entendía nada. Ese día no hubo más clases. Cuando llegaron los buses, íbamos a salir pero no nos dejaron. Y entonces entró al salón toda la plana mayor. El rector, la secretaria, los jefes de área.
Nunca había visto al prefecto tan serio. Nadie se reía.
Comenzaron con una orden terminante. Bajo pena de expulsión, quedaba prohibida cualquier alusión o comentario a lo ocurrido. Más claro. Eso jamás había pasado. Ni en las casas, ni entre nosotros, pero, sobre todo, frente a Polanía nadie debía hablar del tema. ¿Quedaba claro?
Pues claro que claro no estaba pero dijimos que sí. Tanto misterio por una expulsión. Salimos a los buses y nos fuimos a casa. Al otro día Polanía regresó a clase y la vida prosiguió, sin que se hablara del tema.
No volví a saber nada de Polanía, aunque creo que es médico, o algo así. Doña Gloria tiene ahora una academia de dibujo, y yo estoy aquí, frente a la mancha de la parte de atrás de la batería de baños.
Voy a poner todos mis conocimientos para quitarla, pero sé que es imposible, a menos que tumbe el muro.
Aunque nunca hablamos del tema. 15 años atrás, apenas vimos la mancha, entendimos lo que había pasado.
Polanía se cagó en los pantalones antes de llegar al baño.
Me hice el pendejo. Al fin y al cabo el origen de la mancha en la pared detrás de los baños era - se supone - un misterio. Pocos sabíamos la verdad. Y a este que le iba a importar. Es que la versión oficial dice que los hechos jamás ocurrieron.
Todavía me acuerdo de la reunión a la salida de clase. Nunca había visto al prefecto tan serio. Estaba toda la plana mayor. El rector, la secretaria, los jefes de área. Y nadie se reía.
Prohibieron cualquier comentario alrededor del tema. Amenazaron con expulsión a quien hiciera algún chiste, o tratara de burlarse de Polanía. Convirtieron en tema tabú lo que pasó después de almuerzo, entre el salón de 10b y el baño de hombres.
Y sin embargo, 15 años después, la mancha seguía allí. El nuevo administrador apenas llevaba 5 años en el Liceo Panamericano, así que ignoraba muchas cosas. Como por ejemplo, que yo era egresado de la misma institución. Cuando era más popular, claro. Ahora ni pensar que uno de sus ex alumnos fuera maestro de obra.
El colegio había cambiado mucho. Le calculo unas cinco remodelaciones. Lo que no había cambiado era la batería de baños. Era una cosa muy bien hecha, estilo cuartel. Así que únicamente había que echarle pintura de vez en cuando. Y para eso me habían llamado.
Mientras daba una vuelta, vi a la profesora de dibujo. Nada que ver con doña Gloria. Esta era una joven bonita, como simpática, que conversaba animadamente con unos pelados. Doña Gloria era vieja, amargada, fea y, sobre todo, autoritaria. Además, se la tenía velada al Gordo Polanía.
Eso parecía cuestión del destino. Polanía era el peor dibujante del mundo. Sus planas eran chuecas, sus planchas manchadas, sus figuras deformes. No era falta de voluntad, sino carencia absoluta de capacidad. Pero eso no lo entendía Doña Gloria, que lo tenía como el ejemplo perfecto de todo lo que no se debía hacer.
Para rematar, está el asunto de las tizas. Nadie supo quien mandó el tizaso, pero lo cierto es que Doña Gloria entró al salón en plena guerra. Y el golpe fue justo encima de ella. Y Polanía estaba allí, con las tizas en la mano. No lo echaron, por que no había pruebas concluyentes. Pero quedó en capilla.
Ese jueves teníamos parcial de dibujo después del almuerzo. Había que hacer una plancha en papel milimetrado con lápiz extradelgado. Cuando había evaluación Doña Gloria era más estricta todavía. Ella creía que uno podía copiarse. Sí, en clase de dibujo. ¿Qué cómo? Nunca se supo.
Nadie le prestaba atención a los demás. Polanía tenía la silla a mi izquierda, contra la pared. Yo estaba con los ojos en mi plancha cuando lo vi. Respiraba profundo y de forma irregular. Los ojos le lloroseaban. Sudaba.
Siempre se ponía nervioso en las evaluaciones, pero ese día se veía realmente grave. Aprovechando un descuido de la profesora le hice una seña, en respuesta, él se colocó las manos en el estómago.
- ¿Que le ocurre, señor Polanía?
Doña Gloria tenía el radar activado contra el Gordo. Este abrió los ojos como queriendo decir algo, pero el miedo pudo más y se quedó callado. Era tanto el terror que le tenía, que ni siquiera coordinaba sus frases cuando hablaba con ella.
Diez minutos después, para sorpresa del salón en pleno, Polanía hizo lo que nadie se atrevía. En pleno parcial de dibujo, levantó la mano.
- Doña Gloria....
- ¡Que!
- Tengo que decirle algo.
- Dígalo.
- No, tiene que ser en secreto.
- ¡Que qué!
Polanía se había vuelto loco. No solo hablaba en los exámenes, sino que le ponía condiciones a Doña Gloria. La vieja lo miró con odio y contestó.
- Después de clase.
Cinco minutos después la mano se levantó, temblorosa.
- Doña Gloria
- ¿Ahora que?
- Es urgente.
- No moleste Polanía.
No habían pasado tres minutos cuando, sin levantar la mano, y en tono suplicante, habló el Gordo.
- ¡Doña Gloria!
- Polanía, una interrupción más y lo mandó adonde el prefecto.
- ¡Gloria!
El salón enteró quedó paralizado. Ni siquiera el descarado de González se atrevía a llamar a los profesores por su nombre. Y Polanía lo había hecho con su peor enemiga. Sin decir una palabra nos repartimos el mensaje. El Gordo era un cadáver.
Los ojos de la maestra de dibujo se llenaron de odio. En un momento fue policía, juez, jurado y verdugo. En un procedimiento sumario se analizaron los cargos, para pronunciar sentencia.
- Polanía, váyase para donde el prefecto....
Contuvimos la respiración, con la esperanza de que hubiera algo de compasión en la educadora. Pero la suerte estaba echada.
-... ¡Ya!
Mínimo matrícula condicional. Volteé adonde el Gordo que se levantó muy despacio. Seguía sudando y caminaba como raro. Mientras se desplazó hacia la puerta parecieron siglos. En que estaba ese tipo. Desafiar así a doña Gloria.
Cuando Polanía salió todo respiramos tranquilos. Las cosas volvían a la normalidad. Bueno, eso pensamos, por que 15 minutos después se abrió la puerta y entró... el rector en persona.
Algo le dijo a doña Gloria en tono bajo y salieron de afán. Nadie entendía nada. Ese día no hubo más clases. Cuando llegaron los buses, íbamos a salir pero no nos dejaron. Y entonces entró al salón toda la plana mayor. El rector, la secretaria, los jefes de área.
Nunca había visto al prefecto tan serio. Nadie se reía.
Comenzaron con una orden terminante. Bajo pena de expulsión, quedaba prohibida cualquier alusión o comentario a lo ocurrido. Más claro. Eso jamás había pasado. Ni en las casas, ni entre nosotros, pero, sobre todo, frente a Polanía nadie debía hablar del tema. ¿Quedaba claro?
Pues claro que claro no estaba pero dijimos que sí. Tanto misterio por una expulsión. Salimos a los buses y nos fuimos a casa. Al otro día Polanía regresó a clase y la vida prosiguió, sin que se hablara del tema.
No volví a saber nada de Polanía, aunque creo que es médico, o algo así. Doña Gloria tiene ahora una academia de dibujo, y yo estoy aquí, frente a la mancha de la parte de atrás de la batería de baños.
Voy a poner todos mis conocimientos para quitarla, pero sé que es imposible, a menos que tumbe el muro.
Aunque nunca hablamos del tema. 15 años atrás, apenas vimos la mancha, entendimos lo que había pasado.
Polanía se cagó en los pantalones antes de llegar al baño.
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lunes, 18 de enero de 2010
Un tipo aburridor
Está, por supuesto, el buen conversador. Otro pisco clave es el que hace aportes inteligentes en momentos claves del diálogo. Todos siguen al líder, al que plantea el tema. Y se ríen de las ocurrencias del payaso de turno. Son los ingredientes fundamentales de una buena plática. O botadera de corriente. O conversada. O tertulia.
El papel de Delio, sin embargo, es diferente. Él es el encargado oficial de aburrir a los demás. El protagonista oficial de los silencios incómodos. El rey del monosílabo. El tipo aburridor.
Su rol no es tarea fácil ni el resultado de la improvisación. Requiere años de preparación y experiencia. Eso de nunca tener algo interesante que decir no se logra de la noche a la mañana. Y mucho menos cuando tiene un ingrediente adicional. No es intencional.
Porque Delio quiere ser ameno. Quiere integrarse al grupo. Quiere participar. Pero esas intenciones loables se estrellan con la habilidad innata para fastidiar, cansar, molestar, disgustar, importunar y/o contrariar –y se acabaron los sinónimos de Word- al más emocionado.
Ejemplo 1. Tras años de separación, viene el reencuentro con el viejo amigo, compañero, vecino. En una primera etapa la conversación gira alrededor de ponerse al día. Su vida, la del otro, los parientes cercanos, los amigos comunes y…
Se acaba el tema.
A Delio no se le ocurre qué decir, no se le ocurre qué preguntar, no ve ningún tema común de conversación.
Y es contagioso. El amigo, compañero o vecino (¿examigo, excompañero, exvecino?) también sufre un bloqueo mental. Vienen dos o tres intentos fallidos de poner tema –política, fútbol, religión, colores, lucha libre, marsupiales- y luego la lánguida despedida.
El “nos vemos” en este caso es literal. Porque hablarse es comprobadamente difícil.
Ejemplo 2. Dicen que una buena pregunta encarrila cualquier conversación. Creo que yo soy el que lo digo, pero para el efecto es lo mismo. Esto para señalar que hay quienes mantienen el diálogo vivo a punta de interrogantes. Hasta que se encuentran con tipos como Delio.
Porque para ser aburrido y aburridor, hay que tener una vida idem. Y esa vida idem implica no tener nada que contar.
Entonces el repertorio de respuestas ante cualquier pregunta es…
Bien…
Más o menos…
Lo de siempre…
Entonces los intentos de diálogo son algo como esto
Interlocutor (educado) ¿Y usted que ha hecho?
Delio: Bien…
Interlocutor (interesado) ¿Y el trabajo que tal?
Delio: Más o menos…
Interlocutor (dispuesto) ¿Y eso por qué?
Delio: Lo de siempre…
Interlocutor (intrigado) ¿Como así?
Delio: Bien…
Interlocutor (resignado) Ah, pero bien la cosa
Delio: Más o menos…
Interlocutor (desesperado) Y qué más…
Delio: Lo de siempre…
Ejemplo 3. Otra formula un poco más expresiva –como si eso tuviera algún mérito- es la infinidad de variantes alrededor de la misma acción. En este caso, el diálogo anterior se realiza más o menos así:
Interlocutor (educado) ¿Y usted que ha hecho?
Delio: Ahí, en el trabajo.
Interlocutor (interesado) ¿Y el trabajo que tal?
Delio: Ahí, trabajando.
Interlocutor (dispuesto) ¿Y eso por qué?
Delio: Mucho trabajo.
Interlocutor (intrigado) ¿Como así?
Delio: El trabajo, usted sabe…
Interlocutor (resignado) Ah, pero bien la cosa
Delio: Desde que haya trabajo…
Interlocutor (desesperado)¿Y qué más?
Delio: Trabajar mano.
Ejemplo 4. Claro que existen interlocutores (sobre todo interlocutoras) que no se rinden tan fácil. Entonces se encuentran con que Delio es un tipo que se mueve entre gustos tan, pero tan variados; o tan, pero tan indefinidos …que no hay nada de que hablar con él.
Delio: De todo un poco.
Ella: ¿Dónde vas a pasar las fiestas?
Delio: No sé.
Ella: ¿Qué música te gusta?
Delio: De toda un poco.
Ella: ¿Qué te gusta tomar?
Delio: No sé.
Ella: ¿Y te gusta bailar?
Delio: De todo un poco.
Ella: ¿Vas a votar?
Delio: No sé
Ella: ¿Y qué películas has visto?
Delio: De todas.
Ella: ¿Como te parece el último chisme de…?
Delio: No sé
Ella: ¿Y ves televisión?
Delio: De toda.
Ella: ¿Qué te gusta comer?
Delio: No sé, de todo un poco.
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sábado, 16 de enero de 2010
Descanse en paz, Don Pérez (versión completa)
(Primer acto)
No, a entierros yo no voy.
No me mire así. Puede ser la persona que yo más haya querido en la vida, pero desde hace algún tiempo tengo absolutamente claro que solo pienso asistir a un funeral, ...al mío.
Pues claro que hay una razón. Mire, le voy a contar y después usted yo creo que me va a entender. El último o, para ser preciso y exacto, el penúltimo velorio que contó con mi presencia fue el 12 de julio de 2003.
Era como mi noveno entierro, uno no lleva esas cuentas, pero también era mi primer carro. Y eso uno sí lo tiene completamente claro. Un modelo de esos con poco tamaño por fuera pero mucho espacio interior, como dicen los publicistas. Me lo habían entregado una semana antes y, por supuesto, era mi máximo orgullo.
Por esa época yo le estaba caminando a Angie, una secretaria de la oficina de arquitectos que quedaba al lado de nuestra empresa. Teníamos la representación en Colombia de unos plaguicidas alemanes. Y ahora que tenía carro ya había concertado tremenda cita con la chica.
Todo parecía perfecto. Pero no. Justo el día en el que íbamos a salir, o para ser precisos y exactos, un día antes, se murió don Pérez. El viejo era algo así como el cuñado de un medio hermano de una prima de la mamá de Angie, pero en cierto momento de la vida las dos familias habían sido muy cercanas. Y cuando ella me dijo que aplazáramos el encuentro porque tenía que ir primero al velorio y luego al entierro a mí se me ocurrió la idea genial. “Tranquila, yo te llevo”.
Y ahí llegamos. Yo creo que usted la conoce. Es una capilla no muy grande, pero bonita y bien decorada. Queda en el barrio de las funerarias y precisamente por su ubicación se ha especializado en honras fúnebres.
Como es la única iglesia de los alrededores a veces se presenta un fenómeno bien curioso, y es que a los muertos les toca hacer fila... Llegan varios velorios más o menos al tiempo y mientras le dan la bendición a uno de los fallecidos los demás esperan afuera. Ese día había cinco entierros, contando el de Don Pérez.
Me enteré de un par de datos de la vida del viejo. Tenía como 100 años, una viuda más o menos de su edad y un reguero gigantesco de hijos, nietos, bisnietos y hasta uno que otro tataranieto. Eso era un gentío enorme al que seguían llegando y llegando personas, incluso en la iglesia. Nosotros éramos la tercera ceremonia y a la primera le ocurrió algo inusual. El motor de la carroza fúnebre se fundió.
A ellos, al igual que a nosotros, los atendía la Funeraria Rendón, que no son ningunos novatos en el negocio. Así que mientras seguían las ceremonias dentro de la iglesia inmediatamente despacharon otra carroza debidamente organizada. ¿Qué por qué le cuento esto? Ya verá.
Todo confluye hacia la siguiente situación. Cuando terminó nuestro rito y arrancamos para el cementerio, en ese mismo momento concluyó el cambio de carroza y el otro entierro también se movió.
Pero déjeme comentarle lo que pasó antes. Resulta que la viuda de Don Pérez, como ya le dije, era una señora como de 100 años y obviamente tiene muchos problemas para movilizarse. Y ni modo de subirla a un bus. La habían acomodado en otro carro pero con todas las dificultades del mundo para subirla y bajarla. Y ahí fue cuando vieron mi nuevecito. Mucho espacio interior, poca distancia entre la carrocería y el suelo, cuatro puertas.
Uno de los hijos (o un nieto, o un bisnieto, de verdad en esto no puedo ser preciso y exacto) habló con Angie, quien no dudo en decir que sí, que ni más faltaba, que por supuesto. Entonces me acomodaron en la parte de atrás a la viejita y a la solterona de la familia, quien ejercía como escolta personal de Doña Pérez.
Ese fue el momento cuando todos los motores se encendieron al tiempo y comenzó la procesión tras la carroza. Yo no sé bien qué pasó, pero el asunto es que Angie terminó subiéndose a otro vehículo, y a mi lado resultó un tipo gordo que yo nunca había visto y... arrancamos.
((Segundo acto))
Carros van, carros vienen. Se cruzaron los dos entierros saliendo simultáneamente. Yo dudaba un poco, pero el gordo me ayudó y me dijo con toda seguridad: “Váyase detrás de este”.
Y eso hice. Arranqué detras de una camioneta verde. En momentos como esos no es mucho lo que a uno se le ocurre para decir, así que todos íbamos en silencio. La caravana marchaba lentamente, como corresponde a su solemnidad y gravedad.
Doña Pérez mantenía una actitud digna y estoica mientras la solterona apretaba su mano. El tipo gordo miraba enfrente y yo pensaba que era una situación muy irónica trabajar toda la vida para terminar en un carro gris camino al cementerio.
Por supuesto, me refería a don Pérez, ese que iba adelante en la carroza negra que acaba de tomar la curva. Usted sabe que a uno se le graban detalles secundarios. Cuando llegamos a la iglesia, vimos el carro mortuorio de Don Pérez. Yo tenía la idea de que todas los vehículos que se dedicaban a esos eran negros, pero no, este era gris. Y el que iba adelante de nuestra caravana era negro. Claro, habían sido muchos funerales, de repente no recordaba bien. Y ni modo de decirle algo a la viejita.
¿Qué hacer?... Sí, lo hice. Espere a que nos parara un semaforo, me abrí a la izquierda y aceleré hasta llegar a la cabecera del cortejo donde trasladábamos los restos mortales de "María yo no sé que" a su última morada.
El conductor del carro que estaba justo detrás de la carroza nos miró con cara de extrañeza, mientras el gordo le hacía una especie de saludo antes de voltear a preguntarme que por qué me había adelantado así. Pero antes de que yo respondiera, la solterona dictaminó en voz alta.- “Nos equivocamos de entierro”.
El gordo replicó: “Como así, ahí va mi tía”.
Exacto. En el caos de la salida de las exequias, el gordo... Déjeme tratar de ser preciso y exacto. Digamos que había un entierro A y un entierro B. Doña Pérez, la solterona y yo éramos deudos del entierro A. El gordo era deudo del entierro B. Como el entierro A y el entierro B salieron al tiempo, El gordo creyó que nosotros eramos del entierro B y se subió a nuestro carro. Yo pensé que el gordo era del entierro A y por eso confié cuando me señaló el cortejo equivocado para nosotros, pero correcto para él.
Empezamos a discutir, primero sin mayor lógica, pero poco a poco se fueron definiendo las posiciones. La solterona exigía que partiéramos de inmediato en busca de Don Pérez. El gordo pedía que alcanzáramos la caravana para que él pudiera subirse a un bus de sus honras fúnebres. Yo intenté dar mi opinión pero ya el asunto se había reducido a un enfrentamiento entre dos.
Y Doña Pérez no decía nada.
No tengo idea de cuanto tiempo pasó. pero un pitazo nos devolvió a la realidad. Estábamos en el carril izquierdo de una calle, bloqueando el tráfico y mientras discutíamos la caravana de la tía del gordo se había ido. Yo era el conductor y el dueño del carro, así que decidí poner orden y mandé callar a la solterona y al gordo. Luego le dije que lo dejaríamos en algún sitio donde pudiera alcanzar su entierro mientras nosotros buscábamos el nuestro. “¡Y punto!”
“Ahora Gordo- en algún momento había empezado a llamarlo así - dónde es su entierro”.
“No sé”.
De las cosas que se entera uno. El hombre había sido llamado a última hora, apenas había tenido tiempo de llegar a la iglesia y nadie le había dicho en que cementerio iban a sepultar a la tía.
“Bueno, bueno. Señora -me dirigía a la solterona- dónde es el de ustedes”.
- “No sé”.
Resulta que la solterona había estado tan ocupada cuidando a doña Pérez que no había averiguado en que Parque Cementerio iban a enterrar a don Pérez.
Última esperanza. “¡Doña Pérez, donde van a enterrar a su marido”: “Pérez debe andar por allá en la finca. Nosotros tenemos una finca, sabe” y siguió hablando.
Claro, por eso estaba como tan tranquila. La viejita tenía Alzheimer y no era consciente de lo que pasaba a su alrededor.
Usted me dirá. ¿Y por qué no llamaron al celular de alguien? ¿Se acuerda que el carro nuevo era mío? Cuando uno compra carro se queda sin plata para otras cosas, comprar minutos adicionales, por ejemplo. La solterona no usaba celular y el gordo se hizo el pendejo. Y en medio de la ofuscación a ninguno se le ocurrió buscar algún vendedor de minutos.
La solterona estaba segura de algo. A Don Pérez lo iban a llevar a un parque cementerio. Recordaba que unos años antes él había bromeado con el cuento de que al fin tenía finca raíz, pues siempre había vivido en arriendo cuando compró el lote para su tumba. El asunto era en cual parque cementerio, el del norte, o el del sur.
¿Qué el gordo que? A esas alturas ya se había resignado. Total era una tía lejana que no le importaba. Además, miraba constantemente por el retrovisor a la solterona.
La única esperanza era Doña Pérez. El asunto es que ella parecía un viajero del tiempo, porque cada vez que abría la boca estaba en una época diferente. A veces era una niña, otras una adolescente, otras la recien casada en un monólogo inconexo en el que, milagrosamente, aparecieron en una sola frase dos palabras mágicas, lote y norte.
((Tercer acto))
Así que arranqué a toda velocidad para el Parque Cementerio del Norte. A estas alturas el gordo y la solterona habían bajado el tono, doña Pérez seguía hablando de la finca de sus papás donde iba a pasar las próximas vacaciones del colegio y yo corría, corría, corría, miraba al policía de tránsito que me perseguía y minutos después mi vida tenía algo nuevo. Un parte. El primer parte para mi primer carro.
Retomé la ruta, esta vez respetando los límites de velocidad. Doña Pérez ya no era una niña sino una joven a la que cortejaban varios contemporáneos, entre ellos cierto muchacho pobre, pero de buena familia. De los Pérez, por supuesto.
Como los otros dos ocupantes del carro habían armado conversación propia, la señora se dedicó a hablarme a mí. Mientras cogía carretera (el cementerio, usted sabe, queda en las afueras de la ciudad) me contó sin rebajar un solo detalle lo maravilloso que había sido su matrimonio ocurrido días antes, en la finca de sus papás, a la que cariñosamente llamaban “El Lote del Norte”.
Dos palabras. Lote y Norte en una sola frase. Y no tenían nada que ver con entierros. Podíamos estar equivocados. Claro, había un 50 por ciento de posibilidades... Y ahí empezó a sonar “Que será lo que quiere el negro”.
Era mi “ringtone”. Era, como no, Angie. Bueno, era el celular de ella, porque el que habló fue un nieto de doña Pérez que estaba entre molesto y asustado. “Donde carajos está mi abuelita”.
“Ya vamos llegando al Parque Cementerio del Norte”, respondí con austosuficiencia.
“Y qué se fueron a hacer allá, si estamos en el del sur” dijo la voz al otro lado de la línea.
Sí, para ser precisos y exactos teníamos un 50 por ciento de posibilidades de equivocarnos. Y nos habíamos equivocado. Vuelta de campana y una advertencia perentoria de la viejita.
“Quiero ir al baño”.
Yo no soy médico, pero sí he leído en alguna parte que las personas que llegan a cierta edad se comportan como niños en todo, y pensando en mi carro nuevo aceleré buscando urgentemente un sitio donde parar antes de que la viejita hiciera ciertas cosas. Pero la Policía llegó primero.
Otro exceso de velocidad, otro parte y otro salto temporal en la mente de doña Pérez. Ese desagradable episodio del atraco revivió justo en aquel momento. 30 años antes, ella había gritado. En ese momento, ella empezó a gritar.
El policía se asustó y nos hizo sair del carro. Llegó la patrulla. Doña Pérez aseguraba que jamás nos había visto y que la íbamos a robar. La solterona intentaba dar explicaciones, y el Gordo trataba de pasar desapercibido.
Usted sabe que los policías ahora se modernizaron. Le piden a usted la cédula y verifican si uno tiene o no tiene antecedentes con computadores o por radio. La solterona no tenía problema, yo tampoco. El Gordo sí.
Jalador de carros. Después, cuando nos llevaron a la permanente, me comentó que había sido solo una vez cuando estaba en problemas económicos, y que lo habían cogido y había pagado un par de años en la cárcel, pero siempre tenía problema en los retenes de la Policía. Por eso carecía de carro propio.
Pero yo sí tenía carro, nuevo. Sospechoso. La viejita dio otro salto temporal y exigió de nuevo un baño. Los policías entendieron como era el asunto y la treparon junto con la solterona a su patrulla y arrancaron no sé para donde. A mí y al gordo nos mandaron para la permanente mientras verificaban antecedentes y el carro fue remitido a los patios.
Al otro día me soltaron despues de pasar la noche entre hampones y travestis, que me quitaron la poca plata que tenía y el celular, aunque, hay que reconocerlo, me dejaron los dos partes. Al salir me enteré que tenía que hacer un gigantesco papeeleo para recuperar mi carro, ese que encontraría desvalijado en un patio de tránsito dos meses después.
Angie tardó mucho tiempo en volverme a hablar, pero cuando al fin cedió me enteré que la solterona se había fugado con el Gordo, y que Doña Pérez nunca había sido consciente de nada, aunque a veces mencionaba un paseo con dos señores y una señora muy simpática. El único problema de ese paseo, en la versión de ella, era que a veces los otros gritaban mucho.
Por eso, mi estimado amigo, a entierros yo no voy.
((Final, final))
No, a entierros yo no voy.
No me mire así. Puede ser la persona que yo más haya querido en la vida, pero desde hace algún tiempo tengo absolutamente claro que solo pienso asistir a un funeral, ...al mío.
Pues claro que hay una razón. Mire, le voy a contar y después usted yo creo que me va a entender. El último o, para ser preciso y exacto, el penúltimo velorio que contó con mi presencia fue el 12 de julio de 2003.
Era como mi noveno entierro, uno no lleva esas cuentas, pero también era mi primer carro. Y eso uno sí lo tiene completamente claro. Un modelo de esos con poco tamaño por fuera pero mucho espacio interior, como dicen los publicistas. Me lo habían entregado una semana antes y, por supuesto, era mi máximo orgullo.
Por esa época yo le estaba caminando a Angie, una secretaria de la oficina de arquitectos que quedaba al lado de nuestra empresa. Teníamos la representación en Colombia de unos plaguicidas alemanes. Y ahora que tenía carro ya había concertado tremenda cita con la chica.
Todo parecía perfecto. Pero no. Justo el día en el que íbamos a salir, o para ser precisos y exactos, un día antes, se murió don Pérez. El viejo era algo así como el cuñado de un medio hermano de una prima de la mamá de Angie, pero en cierto momento de la vida las dos familias habían sido muy cercanas. Y cuando ella me dijo que aplazáramos el encuentro porque tenía que ir primero al velorio y luego al entierro a mí se me ocurrió la idea genial. “Tranquila, yo te llevo”.
Y ahí llegamos. Yo creo que usted la conoce. Es una capilla no muy grande, pero bonita y bien decorada. Queda en el barrio de las funerarias y precisamente por su ubicación se ha especializado en honras fúnebres.
Como es la única iglesia de los alrededores a veces se presenta un fenómeno bien curioso, y es que a los muertos les toca hacer fila... Llegan varios velorios más o menos al tiempo y mientras le dan la bendición a uno de los fallecidos los demás esperan afuera. Ese día había cinco entierros, contando el de Don Pérez.
Me enteré de un par de datos de la vida del viejo. Tenía como 100 años, una viuda más o menos de su edad y un reguero gigantesco de hijos, nietos, bisnietos y hasta uno que otro tataranieto. Eso era un gentío enorme al que seguían llegando y llegando personas, incluso en la iglesia. Nosotros éramos la tercera ceremonia y a la primera le ocurrió algo inusual. El motor de la carroza fúnebre se fundió.
A ellos, al igual que a nosotros, los atendía la Funeraria Rendón, que no son ningunos novatos en el negocio. Así que mientras seguían las ceremonias dentro de la iglesia inmediatamente despacharon otra carroza debidamente organizada. ¿Qué por qué le cuento esto? Ya verá.
Todo confluye hacia la siguiente situación. Cuando terminó nuestro rito y arrancamos para el cementerio, en ese mismo momento concluyó el cambio de carroza y el otro entierro también se movió.
Pero déjeme comentarle lo que pasó antes. Resulta que la viuda de Don Pérez, como ya le dije, era una señora como de 100 años y obviamente tiene muchos problemas para movilizarse. Y ni modo de subirla a un bus. La habían acomodado en otro carro pero con todas las dificultades del mundo para subirla y bajarla. Y ahí fue cuando vieron mi nuevecito. Mucho espacio interior, poca distancia entre la carrocería y el suelo, cuatro puertas.
Uno de los hijos (o un nieto, o un bisnieto, de verdad en esto no puedo ser preciso y exacto) habló con Angie, quien no dudo en decir que sí, que ni más faltaba, que por supuesto. Entonces me acomodaron en la parte de atrás a la viejita y a la solterona de la familia, quien ejercía como escolta personal de Doña Pérez.
Ese fue el momento cuando todos los motores se encendieron al tiempo y comenzó la procesión tras la carroza. Yo no sé bien qué pasó, pero el asunto es que Angie terminó subiéndose a otro vehículo, y a mi lado resultó un tipo gordo que yo nunca había visto y... arrancamos.
((Segundo acto))
Carros van, carros vienen. Se cruzaron los dos entierros saliendo simultáneamente. Yo dudaba un poco, pero el gordo me ayudó y me dijo con toda seguridad: “Váyase detrás de este”.
Y eso hice. Arranqué detras de una camioneta verde. En momentos como esos no es mucho lo que a uno se le ocurre para decir, así que todos íbamos en silencio. La caravana marchaba lentamente, como corresponde a su solemnidad y gravedad.
Doña Pérez mantenía una actitud digna y estoica mientras la solterona apretaba su mano. El tipo gordo miraba enfrente y yo pensaba que era una situación muy irónica trabajar toda la vida para terminar en un carro gris camino al cementerio.
Por supuesto, me refería a don Pérez, ese que iba adelante en la carroza negra que acaba de tomar la curva. Usted sabe que a uno se le graban detalles secundarios. Cuando llegamos a la iglesia, vimos el carro mortuorio de Don Pérez. Yo tenía la idea de que todas los vehículos que se dedicaban a esos eran negros, pero no, este era gris. Y el que iba adelante de nuestra caravana era negro. Claro, habían sido muchos funerales, de repente no recordaba bien. Y ni modo de decirle algo a la viejita.
¿Qué hacer?... Sí, lo hice. Espere a que nos parara un semaforo, me abrí a la izquierda y aceleré hasta llegar a la cabecera del cortejo donde trasladábamos los restos mortales de "María yo no sé que" a su última morada.
El conductor del carro que estaba justo detrás de la carroza nos miró con cara de extrañeza, mientras el gordo le hacía una especie de saludo antes de voltear a preguntarme que por qué me había adelantado así. Pero antes de que yo respondiera, la solterona dictaminó en voz alta.- “Nos equivocamos de entierro”.
El gordo replicó: “Como así, ahí va mi tía”.
Exacto. En el caos de la salida de las exequias, el gordo... Déjeme tratar de ser preciso y exacto. Digamos que había un entierro A y un entierro B. Doña Pérez, la solterona y yo éramos deudos del entierro A. El gordo era deudo del entierro B. Como el entierro A y el entierro B salieron al tiempo, El gordo creyó que nosotros eramos del entierro B y se subió a nuestro carro. Yo pensé que el gordo era del entierro A y por eso confié cuando me señaló el cortejo equivocado para nosotros, pero correcto para él.
Empezamos a discutir, primero sin mayor lógica, pero poco a poco se fueron definiendo las posiciones. La solterona exigía que partiéramos de inmediato en busca de Don Pérez. El gordo pedía que alcanzáramos la caravana para que él pudiera subirse a un bus de sus honras fúnebres. Yo intenté dar mi opinión pero ya el asunto se había reducido a un enfrentamiento entre dos.
Y Doña Pérez no decía nada.
No tengo idea de cuanto tiempo pasó. pero un pitazo nos devolvió a la realidad. Estábamos en el carril izquierdo de una calle, bloqueando el tráfico y mientras discutíamos la caravana de la tía del gordo se había ido. Yo era el conductor y el dueño del carro, así que decidí poner orden y mandé callar a la solterona y al gordo. Luego le dije que lo dejaríamos en algún sitio donde pudiera alcanzar su entierro mientras nosotros buscábamos el nuestro. “¡Y punto!”
“Ahora Gordo- en algún momento había empezado a llamarlo así - dónde es su entierro”.
“No sé”.
De las cosas que se entera uno. El hombre había sido llamado a última hora, apenas había tenido tiempo de llegar a la iglesia y nadie le había dicho en que cementerio iban a sepultar a la tía.
“Bueno, bueno. Señora -me dirigía a la solterona- dónde es el de ustedes”.
- “No sé”.
Resulta que la solterona había estado tan ocupada cuidando a doña Pérez que no había averiguado en que Parque Cementerio iban a enterrar a don Pérez.
Última esperanza. “¡Doña Pérez, donde van a enterrar a su marido”: “Pérez debe andar por allá en la finca. Nosotros tenemos una finca, sabe” y siguió hablando.
Claro, por eso estaba como tan tranquila. La viejita tenía Alzheimer y no era consciente de lo que pasaba a su alrededor.
Usted me dirá. ¿Y por qué no llamaron al celular de alguien? ¿Se acuerda que el carro nuevo era mío? Cuando uno compra carro se queda sin plata para otras cosas, comprar minutos adicionales, por ejemplo. La solterona no usaba celular y el gordo se hizo el pendejo. Y en medio de la ofuscación a ninguno se le ocurrió buscar algún vendedor de minutos.
La solterona estaba segura de algo. A Don Pérez lo iban a llevar a un parque cementerio. Recordaba que unos años antes él había bromeado con el cuento de que al fin tenía finca raíz, pues siempre había vivido en arriendo cuando compró el lote para su tumba. El asunto era en cual parque cementerio, el del norte, o el del sur.
¿Qué el gordo que? A esas alturas ya se había resignado. Total era una tía lejana que no le importaba. Además, miraba constantemente por el retrovisor a la solterona.
La única esperanza era Doña Pérez. El asunto es que ella parecía un viajero del tiempo, porque cada vez que abría la boca estaba en una época diferente. A veces era una niña, otras una adolescente, otras la recien casada en un monólogo inconexo en el que, milagrosamente, aparecieron en una sola frase dos palabras mágicas, lote y norte.
((Tercer acto))
Así que arranqué a toda velocidad para el Parque Cementerio del Norte. A estas alturas el gordo y la solterona habían bajado el tono, doña Pérez seguía hablando de la finca de sus papás donde iba a pasar las próximas vacaciones del colegio y yo corría, corría, corría, miraba al policía de tránsito que me perseguía y minutos después mi vida tenía algo nuevo. Un parte. El primer parte para mi primer carro.
Retomé la ruta, esta vez respetando los límites de velocidad. Doña Pérez ya no era una niña sino una joven a la que cortejaban varios contemporáneos, entre ellos cierto muchacho pobre, pero de buena familia. De los Pérez, por supuesto.
Como los otros dos ocupantes del carro habían armado conversación propia, la señora se dedicó a hablarme a mí. Mientras cogía carretera (el cementerio, usted sabe, queda en las afueras de la ciudad) me contó sin rebajar un solo detalle lo maravilloso que había sido su matrimonio ocurrido días antes, en la finca de sus papás, a la que cariñosamente llamaban “El Lote del Norte”.
Dos palabras. Lote y Norte en una sola frase. Y no tenían nada que ver con entierros. Podíamos estar equivocados. Claro, había un 50 por ciento de posibilidades... Y ahí empezó a sonar “Que será lo que quiere el negro”.
Era mi “ringtone”. Era, como no, Angie. Bueno, era el celular de ella, porque el que habló fue un nieto de doña Pérez que estaba entre molesto y asustado. “Donde carajos está mi abuelita”.
“Ya vamos llegando al Parque Cementerio del Norte”, respondí con austosuficiencia.
“Y qué se fueron a hacer allá, si estamos en el del sur” dijo la voz al otro lado de la línea.
Sí, para ser precisos y exactos teníamos un 50 por ciento de posibilidades de equivocarnos. Y nos habíamos equivocado. Vuelta de campana y una advertencia perentoria de la viejita.
“Quiero ir al baño”.
Yo no soy médico, pero sí he leído en alguna parte que las personas que llegan a cierta edad se comportan como niños en todo, y pensando en mi carro nuevo aceleré buscando urgentemente un sitio donde parar antes de que la viejita hiciera ciertas cosas. Pero la Policía llegó primero.
Otro exceso de velocidad, otro parte y otro salto temporal en la mente de doña Pérez. Ese desagradable episodio del atraco revivió justo en aquel momento. 30 años antes, ella había gritado. En ese momento, ella empezó a gritar.
El policía se asustó y nos hizo sair del carro. Llegó la patrulla. Doña Pérez aseguraba que jamás nos había visto y que la íbamos a robar. La solterona intentaba dar explicaciones, y el Gordo trataba de pasar desapercibido.
Usted sabe que los policías ahora se modernizaron. Le piden a usted la cédula y verifican si uno tiene o no tiene antecedentes con computadores o por radio. La solterona no tenía problema, yo tampoco. El Gordo sí.
Jalador de carros. Después, cuando nos llevaron a la permanente, me comentó que había sido solo una vez cuando estaba en problemas económicos, y que lo habían cogido y había pagado un par de años en la cárcel, pero siempre tenía problema en los retenes de la Policía. Por eso carecía de carro propio.
Pero yo sí tenía carro, nuevo. Sospechoso. La viejita dio otro salto temporal y exigió de nuevo un baño. Los policías entendieron como era el asunto y la treparon junto con la solterona a su patrulla y arrancaron no sé para donde. A mí y al gordo nos mandaron para la permanente mientras verificaban antecedentes y el carro fue remitido a los patios.
Al otro día me soltaron despues de pasar la noche entre hampones y travestis, que me quitaron la poca plata que tenía y el celular, aunque, hay que reconocerlo, me dejaron los dos partes. Al salir me enteré que tenía que hacer un gigantesco papeeleo para recuperar mi carro, ese que encontraría desvalijado en un patio de tránsito dos meses después.
Angie tardó mucho tiempo en volverme a hablar, pero cuando al fin cedió me enteré que la solterona se había fugado con el Gordo, y que Doña Pérez nunca había sido consciente de nada, aunque a veces mencionaba un paseo con dos señores y una señora muy simpática. El único problema de ese paseo, en la versión de ella, era que a veces los otros gritaban mucho.
Por eso, mi estimado amigo, a entierros yo no voy.
((Final, final))
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Yo narrador
viernes, 15 de enero de 2010
Descanse en paz, Don Pérez (3 de tres)
((Tercer acto))
Sinopsis. Iban para un entierro. cada uno por sus razones personales. Pero el protagonista, la viuda del difunto y la tía solterona, a causa de un tipo gordo, están en el cortejo fúnebre equivocado. Ninguno sabe para donde va el correcto. Sin embargo, parece que al fin la viuda se acordó donde es.
Así que arranqué a toda velocidad para el Parque Cementerio del Norte. A estas alturas el gordo y la solterona habían bajado el tono, doña Pérez seguía hablando de la finca de sus papás donde iba a pasar las próximas vacaciones del colegio y yo corría, corría, corría, miraba al policía de tránsito que me perseguía y minutos después mi vida tenía algo nuevo. Un parte. El primer parte para mi primer carro.
Retomé la ruta, esta vez respetando los límites de velocidad. Doña Pérez ya no era una niña sino una joven a la que cortejaban varios contemporáneos, entre ellos cierto muchacho pobre, pero de buena familia. De los Pérez, por supuesto.
Como los otros dos ocupantes del carro habían armado conversación propia, la señora se dedicó a hablarme a mí. Mientras cogía carretera (el cementerio, usted sabe, queda en las afueras de la ciudad) me contó sin rebajar un solo detalle lo maravilloso que había sido su matrimonio ocurrido días antes, en la finca de sus papás, a la que cariñosamente llamaban “El Lote del Norte”.
Dos palabras. Lote y Norte en una sola frase. Y no tenían nada que ver con entierros. Podíamos estar equivocados. Claro, había un 50 por ciento de posibilidades... Y ahí empezó a sonar “Que será lo que quiere el negro”.
Era mi “ringtone”. Era, como no, Angie. Bueno, era el celular de ella, porque el que habló fue un nieto de doña Pérez que estaba entre molesto y asustado. “Donde carajos está mi abuelita”.
“Ya vamos llegando al Parque Cementerio del Norte”, respondí con austosuficiencia.
“Y qué se fueron a hacer allá, si estamos en el del sur” dijo la voz al otro lado de la línea.
Sí, para ser precisos y exactos teníamos un 50 por ciento de posibilidades de equivocarnos. Y nos habíamos equivocado. Vuelta de campana y una advertencia perentoria de la viejita.
“Quiero ir al baño”.
Yo no soy médico, pero sí he leído en alguna parte que las personas que llegan a cierta edad se comportan como niños en todo, y pensando en mi carro nuevo aceleré buscando urgentemente un sitio donde parar antes de que la viejita hiciera ciertas cosas. Pero la Policía llegó primero.
Otro exceso de velocidad, otro parte y otro salto temporal en la mente de doña Pérez. Ese desagradable episodio del atraco revivió justo en aquel momento. 30 años antes, ella había gritado. En ese momento, ella empezó a gritar.
El policía se asustó y nos hizo sair del carro. Llegó la patrulla. Doña Pérez aseguraba que jamás nos había visto y que la íbamos a robar. La solterona intentaba dar explicaciones, y el Gordo trataba de pasar desapercibido.
Usted sabe que los policías ahora se modernizaron. Le piden a usted la cédula y verifican si uno tiene o no tiene antecedentes con computadores o por radio. La solterona no tenía problema, yo tampoco. El Gordo sí.
Jalador de carros. Después, cuando nos llevaron a la permanente, me comentó que había sido solo una vez cuando estaba en problemas económicos, y que lo habían cogido y había pagado un par de años en la cárcel, pero siempre tenía problema en los retenes de la Policía. Por eso carecía de carro propio.
Pero yo sí tenía carro, nuevo. Sospechoso. La viejita dio otro salto temporal y exigió de nuevo un baño. Los policías entendieron como era el asunto y la treparon junto con la solterona a su patrulla y arrancaron no sé para donde. A mí y al gordo nos mandaron para la permanente mientras verificaban antecedentes y el carro fue remitido a los patios.
Al otro día me soltaron despues de pasar la noche entre hampones y travestis, que me quitaron la poca plata que tenía y el celular, aunque, hay que reconocerlo, me dejaron los dos partes. Al salir me enteré que tenía que hacer un gigantesco papeeleo para recuperar mi carro, ese que encontraría desvalijado en un patio de tránsito dos meses después.
Angie tardó mucho tiempo en volverme a hablar, pero cuando al fin cedió me enteré que la solterona se había fugado con el Gordo, y que Doña Pérez nunca había sido consciente de nada, aunque a veces mencionaba un paseo con dos señores y una señora muy simpática. El único problema de ese paseo, en la versión de ella, era que a veces los otros gritaban mucho.
Por eso, mi estimado amigo, a entierros yo no voy.
Sinopsis. Iban para un entierro. cada uno por sus razones personales. Pero el protagonista, la viuda del difunto y la tía solterona, a causa de un tipo gordo, están en el cortejo fúnebre equivocado. Ninguno sabe para donde va el correcto. Sin embargo, parece que al fin la viuda se acordó donde es.
Así que arranqué a toda velocidad para el Parque Cementerio del Norte. A estas alturas el gordo y la solterona habían bajado el tono, doña Pérez seguía hablando de la finca de sus papás donde iba a pasar las próximas vacaciones del colegio y yo corría, corría, corría, miraba al policía de tránsito que me perseguía y minutos después mi vida tenía algo nuevo. Un parte. El primer parte para mi primer carro.
Retomé la ruta, esta vez respetando los límites de velocidad. Doña Pérez ya no era una niña sino una joven a la que cortejaban varios contemporáneos, entre ellos cierto muchacho pobre, pero de buena familia. De los Pérez, por supuesto.
Como los otros dos ocupantes del carro habían armado conversación propia, la señora se dedicó a hablarme a mí. Mientras cogía carretera (el cementerio, usted sabe, queda en las afueras de la ciudad) me contó sin rebajar un solo detalle lo maravilloso que había sido su matrimonio ocurrido días antes, en la finca de sus papás, a la que cariñosamente llamaban “El Lote del Norte”.
Dos palabras. Lote y Norte en una sola frase. Y no tenían nada que ver con entierros. Podíamos estar equivocados. Claro, había un 50 por ciento de posibilidades... Y ahí empezó a sonar “Que será lo que quiere el negro”.
Era mi “ringtone”. Era, como no, Angie. Bueno, era el celular de ella, porque el que habló fue un nieto de doña Pérez que estaba entre molesto y asustado. “Donde carajos está mi abuelita”.
“Ya vamos llegando al Parque Cementerio del Norte”, respondí con austosuficiencia.
“Y qué se fueron a hacer allá, si estamos en el del sur” dijo la voz al otro lado de la línea.
Sí, para ser precisos y exactos teníamos un 50 por ciento de posibilidades de equivocarnos. Y nos habíamos equivocado. Vuelta de campana y una advertencia perentoria de la viejita.
“Quiero ir al baño”.
Yo no soy médico, pero sí he leído en alguna parte que las personas que llegan a cierta edad se comportan como niños en todo, y pensando en mi carro nuevo aceleré buscando urgentemente un sitio donde parar antes de que la viejita hiciera ciertas cosas. Pero la Policía llegó primero.
Otro exceso de velocidad, otro parte y otro salto temporal en la mente de doña Pérez. Ese desagradable episodio del atraco revivió justo en aquel momento. 30 años antes, ella había gritado. En ese momento, ella empezó a gritar.
El policía se asustó y nos hizo sair del carro. Llegó la patrulla. Doña Pérez aseguraba que jamás nos había visto y que la íbamos a robar. La solterona intentaba dar explicaciones, y el Gordo trataba de pasar desapercibido.
Usted sabe que los policías ahora se modernizaron. Le piden a usted la cédula y verifican si uno tiene o no tiene antecedentes con computadores o por radio. La solterona no tenía problema, yo tampoco. El Gordo sí.
Jalador de carros. Después, cuando nos llevaron a la permanente, me comentó que había sido solo una vez cuando estaba en problemas económicos, y que lo habían cogido y había pagado un par de años en la cárcel, pero siempre tenía problema en los retenes de la Policía. Por eso carecía de carro propio.
Pero yo sí tenía carro, nuevo. Sospechoso. La viejita dio otro salto temporal y exigió de nuevo un baño. Los policías entendieron como era el asunto y la treparon junto con la solterona a su patrulla y arrancaron no sé para donde. A mí y al gordo nos mandaron para la permanente mientras verificaban antecedentes y el carro fue remitido a los patios.
Al otro día me soltaron despues de pasar la noche entre hampones y travestis, que me quitaron la poca plata que tenía y el celular, aunque, hay que reconocerlo, me dejaron los dos partes. Al salir me enteré que tenía que hacer un gigantesco papeeleo para recuperar mi carro, ese que encontraría desvalijado en un patio de tránsito dos meses después.
Angie tardó mucho tiempo en volverme a hablar, pero cuando al fin cedió me enteré que la solterona se había fugado con el Gordo, y que Doña Pérez nunca había sido consciente de nada, aunque a veces mencionaba un paseo con dos señores y una señora muy simpática. El único problema de ese paseo, en la versión de ella, era que a veces los otros gritaban mucho.
Por eso, mi estimado amigo, a entierros yo no voy.
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jueves, 14 de enero de 2010
Descanse en paz,don Pérez (2 de 3)
((Segundo acto))
Sinopsis. El protagonista fue en su carro nuevo al entierro del pariente lejano de la mujer que quiere conquistar. Tras la misa arrancan hacia el cementerio, y en medio del desorden a bordo se su carro quedan la viuda, la solterona de la familia y el gordo desconocido. Arranca el cortejo.))
Carros van, carros vienen. Se cruzaron los dos entierros saliendo simultáneamente. Yo dudaba un poco, pero el gordo me ayudó y me dijo con toda seguridad: “Váyase detrás de este”.
Y eso hice. Arranqué detras de una camioneta verde. En momentos como esos no es mucho lo que a uno se le ocurre para decir, así que todos íbamos en silencio. La caravana marchaba lentamente, como corresponde a su solemnidad y gravedad.
Doña Pérez mantenía una actitud digna y estoica mientras la solterona apretaba su mano. El tipo gordo miraba enfrente y yo pensaba que era una situación muy irónica trabajar toda la vida para terminar en un carro gris camino al cementerio.
Por supuesto, me refería a don Pérez, ese que iba adelante en la carroza negra que acaba de tomar la curva. Usted sabe que a uno se le graban detalles secundarios. Cuando llegamos a la iglesia, vimos el carro mortuorio de Don Pérez. Yo tenía la idea de que todas los vehículos que se dedicaban a esos eran negros, pero no, este era gris. Y el que iba adelante de nuestra caravana era negro. Claro, habían sido muchos funerales, de repente no recordaba bien. Y ni modo de decirle algo a la viejita.
¿Qué hacer?... Sí, lo hice. Espere a que nos parara un semaforo, me abrí a la izquierda y aceleré hasta llegar a la cabecera del cortejo donde trasladábamos los restos mortales de "María yo no sé que" a su última morada.
El conductor del carro que estaba justo detrás de la carroza nos miró con cara de extrañeza, mientras el gordo le hacía una especie de saludo antes de voltear a preguntarme que por qué me había adelantado así. Pero antes de que yo respondiera, la solterona dictaminó en voz alta.- “Nos equivocamos de entierro”.
El gordo replicó: “Como así, ahí va mi tía”.
Exacto. En el caos de la salida de las exequias, el gordo... Déjeme tratar de ser preciso y exacto. Digamos que había un entierro A y un entierro B. Doña Pérez, la solterona y yo éramos deudos del entierro A. El gordo era deudo del entierro B. Como el entierro A y el entierro B salieron al tiempo, El gordo creyó que nosotros eramos del entierro B y se subió a nuestro carro. Yo pensé que el gordo era del entierro A y por eso confié cuando me señaló el cortejo equivocado para nosotros, pero correcto para él.
Empezamos a discutir, primero sin mayor lógica, pero poco a poco se fueron definiendo las posiciones. La solterona exigía que partiéramos de inmediato en busca de Don Pérez. El gordo pedía que alcanzáramos la caravana para que él pudiera subirse a un bus de sus honras fúnebres. Yo intenté dar mi opinión pero ya el asunto se había reducido a un enfrentamiento entre dos.
Y Doña Pérez no decía nada.
No tengo idea de cuanto tiempo pasó. pero un pitazo nos devolvió a la realidad. Estábamos en el carril izquierdo de una calle, bloqueando el tráfico y mientras discutíamos la caravana de la tía del gordo se había ido. Yo era el conductor y el dueño del carro, así que decidí poner orden y mandé callar a la solterona y al gordo. Luego le dije que lo dejaríamos en algún sitio donde pudiera alcanzar su entierro mientras nosotros buscábamos el nuestro. “¡Y punto!”
“Ahora Gordo- en algún momento había empezado a llamarlo así - dónde es su entierro”.
“No sé”.
De las cosas que se entera uno. El hombre había sido llamado a última hora, apenas había tenido tiempo de llegar a la iglesia y nadie le había dicho en que cementerio iban a sepultar a la tía.
“Bueno, bueno. Señora -me dirigía a la solterona- dónde es el de ustedes”.
- “No sé”.
Resulta que la solterona había estado tan ocupada cuidando a doña Pérez que no había averiguado en que Parque Cementerio iban a enterrar a don Pérez.
Última esperanza. “¡Doña Pérez, donde van a enterrar a su marido”: “Pérez debe andar por allá en la finca. Nosotros tenemos una finca, sabe” y siguió hablando.
Claro, por eso estaba como tan tranquila. La viejita tenía Alzheimer y no era consciente de lo que pasaba a su alrededor.
Usted me dirá. ¿Y por qué no llamaron al celular de alguien? ¿Se acuerda que el carro nuevo era mío? Cuando uno compra carro se queda sin plata para otras cosas, comprar minutos adicionales, por ejemplo. La solterona no usaba celular y el gordo se hizo el pendejo. Y en medio de la ofuscación a ninguno se le ocurrió buscar algún vendedor de minutos.
La solterona estaba segura de algo. A Don Pérez lo iban a llevar a un parque cementerio. Recordaba que unos años antes él había bromeado con el cuento de que al fin tenía finca raíz, pues siempre había vivido en arriendo cuando compró el lote para su tumba. El asunto era en cual parque cementerio, el del norte, o el del sur.
¿Qué el gordo que? A esas alturas ya se había resignado. Total era una tía lejana que no le importaba. Además, miraba constantemente por el retrovisor a la solterona.
La única esperanza era Doña Pérez. El asunto es que ella parecía un viajero del tiempo, porque cada vez que abría la boca estaba en una época diferente. A veces era una niña, otras una adolescente, otras la recien casada en un monólogo inconexo en el que, milagrosamente, aparecieron en una sola frase dos palabras mágicas, lote y norte.
(Continuará)
Sinopsis. El protagonista fue en su carro nuevo al entierro del pariente lejano de la mujer que quiere conquistar. Tras la misa arrancan hacia el cementerio, y en medio del desorden a bordo se su carro quedan la viuda, la solterona de la familia y el gordo desconocido. Arranca el cortejo.))
Carros van, carros vienen. Se cruzaron los dos entierros saliendo simultáneamente. Yo dudaba un poco, pero el gordo me ayudó y me dijo con toda seguridad: “Váyase detrás de este”.
Y eso hice. Arranqué detras de una camioneta verde. En momentos como esos no es mucho lo que a uno se le ocurre para decir, así que todos íbamos en silencio. La caravana marchaba lentamente, como corresponde a su solemnidad y gravedad.
Doña Pérez mantenía una actitud digna y estoica mientras la solterona apretaba su mano. El tipo gordo miraba enfrente y yo pensaba que era una situación muy irónica trabajar toda la vida para terminar en un carro gris camino al cementerio.
Por supuesto, me refería a don Pérez, ese que iba adelante en la carroza negra que acaba de tomar la curva. Usted sabe que a uno se le graban detalles secundarios. Cuando llegamos a la iglesia, vimos el carro mortuorio de Don Pérez. Yo tenía la idea de que todas los vehículos que se dedicaban a esos eran negros, pero no, este era gris. Y el que iba adelante de nuestra caravana era negro. Claro, habían sido muchos funerales, de repente no recordaba bien. Y ni modo de decirle algo a la viejita.
¿Qué hacer?... Sí, lo hice. Espere a que nos parara un semaforo, me abrí a la izquierda y aceleré hasta llegar a la cabecera del cortejo donde trasladábamos los restos mortales de "María yo no sé que" a su última morada.
El conductor del carro que estaba justo detrás de la carroza nos miró con cara de extrañeza, mientras el gordo le hacía una especie de saludo antes de voltear a preguntarme que por qué me había adelantado así. Pero antes de que yo respondiera, la solterona dictaminó en voz alta.- “Nos equivocamos de entierro”.
El gordo replicó: “Como así, ahí va mi tía”.
Exacto. En el caos de la salida de las exequias, el gordo... Déjeme tratar de ser preciso y exacto. Digamos que había un entierro A y un entierro B. Doña Pérez, la solterona y yo éramos deudos del entierro A. El gordo era deudo del entierro B. Como el entierro A y el entierro B salieron al tiempo, El gordo creyó que nosotros eramos del entierro B y se subió a nuestro carro. Yo pensé que el gordo era del entierro A y por eso confié cuando me señaló el cortejo equivocado para nosotros, pero correcto para él.
Empezamos a discutir, primero sin mayor lógica, pero poco a poco se fueron definiendo las posiciones. La solterona exigía que partiéramos de inmediato en busca de Don Pérez. El gordo pedía que alcanzáramos la caravana para que él pudiera subirse a un bus de sus honras fúnebres. Yo intenté dar mi opinión pero ya el asunto se había reducido a un enfrentamiento entre dos.
Y Doña Pérez no decía nada.
No tengo idea de cuanto tiempo pasó. pero un pitazo nos devolvió a la realidad. Estábamos en el carril izquierdo de una calle, bloqueando el tráfico y mientras discutíamos la caravana de la tía del gordo se había ido. Yo era el conductor y el dueño del carro, así que decidí poner orden y mandé callar a la solterona y al gordo. Luego le dije que lo dejaríamos en algún sitio donde pudiera alcanzar su entierro mientras nosotros buscábamos el nuestro. “¡Y punto!”
“Ahora Gordo- en algún momento había empezado a llamarlo así - dónde es su entierro”.
“No sé”.
De las cosas que se entera uno. El hombre había sido llamado a última hora, apenas había tenido tiempo de llegar a la iglesia y nadie le había dicho en que cementerio iban a sepultar a la tía.
“Bueno, bueno. Señora -me dirigía a la solterona- dónde es el de ustedes”.
- “No sé”.
Resulta que la solterona había estado tan ocupada cuidando a doña Pérez que no había averiguado en que Parque Cementerio iban a enterrar a don Pérez.
Última esperanza. “¡Doña Pérez, donde van a enterrar a su marido”: “Pérez debe andar por allá en la finca. Nosotros tenemos una finca, sabe” y siguió hablando.
Claro, por eso estaba como tan tranquila. La viejita tenía Alzheimer y no era consciente de lo que pasaba a su alrededor.
Usted me dirá. ¿Y por qué no llamaron al celular de alguien? ¿Se acuerda que el carro nuevo era mío? Cuando uno compra carro se queda sin plata para otras cosas, comprar minutos adicionales, por ejemplo. La solterona no usaba celular y el gordo se hizo el pendejo. Y en medio de la ofuscación a ninguno se le ocurrió buscar algún vendedor de minutos.
La solterona estaba segura de algo. A Don Pérez lo iban a llevar a un parque cementerio. Recordaba que unos años antes él había bromeado con el cuento de que al fin tenía finca raíz, pues siempre había vivido en arriendo cuando compró el lote para su tumba. El asunto era en cual parque cementerio, el del norte, o el del sur.
¿Qué el gordo que? A esas alturas ya se había resignado. Total era una tía lejana que no le importaba. Además, miraba constantemente por el retrovisor a la solterona.
La única esperanza era Doña Pérez. El asunto es que ella parecía un viajero del tiempo, porque cada vez que abría la boca estaba en una época diferente. A veces era una niña, otras una adolescente, otras la recien casada en un monólogo inconexo en el que, milagrosamente, aparecieron en una sola frase dos palabras mágicas, lote y norte.
(Continuará)
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miércoles, 13 de enero de 2010
Descanse en paz, Don Pérez (1 de tres)
(Primer acto)
No, a entierros yo no voy.
No me mire así. Puede ser la persona que yo más haya querido en la vida, pero desde hace algún tiempo tengo absolutamente claro que solo pienso asistir a un funeral, ...al mío.
Pues claro que hay una razón. Mire, le voy a contar y después usted yo creo que me va a entender. El último o, para ser preciso y exacto, el penúltimo velorio que contó con mi presencia fue el 12 de julio de 2003.
Era como mi noveno entierro, uno no lleva esas cuentas, pero también era mi primer carro. Y eso uno sí lo tiene completamente claro. Un modelo de esos con poco tamaño por fuera pero mucho espacio interior, como dicen los publicistas. Me lo habían entregado una semana antes y, por supuesto, era mi máximo orgullo.
Por esa época yo le estaba caminando a Angie, una secretaria de la oficina de arquitectos que quedaba al lado de nuestra empresa. Teníamos la representación en Colombia de unos plaguicidas alemanes. Y ahora que tenía carro ya había concertado tremenda cita con la chica.
Todo parecía perfecto. Pero no. Justo el día en el que íbamos a salir, o para ser precisos y exactos, un día antes, se murió don Pérez. El viejo era algo así como el cuñado de un medio hermano de una prima de la mamá de Angie, pero en cierto momento de la vida las dos familias habían sido muy cercanas. Y cuando ella me dijo que aplazáramos el encuentro porque tenía que ir primero al velorio y luego al entierro a mí se me ocurrió la idea genial. “Tranquila, yo te llevo”.
Y ahí llegamos. Yo creo que usted la conoce. Es una capilla no muy grande, pero bonita y bien decorada. Queda en el barrio de las funerarias y precisamente por su ubicación se ha especializado en honras fúnebres.
Como es la única iglesia de los alrededores a veces se presenta un fenómeno bien curioso, y es que a los muertos les toca hacer fila... Llegan varios velorios más o menos al tiempo y mientras le dan la bendición a uno de los fallecidos los demás esperan afuera. Ese día había cinco entierros, contando el de Don Pérez.
Me enteré de un par de datos de la vida del viejo. Tenía como 100 años, una viuda más o menos de su edad y un reguero gigantesco de hijos, nietos, bisnietos y hasta uno que otro tataranieto. Eso era un gentío enorme al que seguían llegando y llegando personas, incluso en la iglesia. Nosotros éramos la tercera ceremonia y a la primera le ocurrió algo inusual. El motor de la carroza fúnebre se fundió.
A ellos, al igual que a nosotros, los atendía la Funeraria Rendón, que no son ningunos novatos en el negocio. Así que mientras seguían las ceremonias dentro de la iglesia inmediatamente despacharon otra carroza debidamente organizada. ¿Qué por qué le cuento esto? Ya verá.
Todo confluye hacia la siguiente situación. Cuando terminó nuestro rito y arrancamos para el cementerio, en ese mismo momento concluyó el cambio de carroza y el otro entierro también se movió.
Pero déjeme comentarle lo que pasó antes. Resulta que la viuda de Don Pérez, como ya le dije, era una señora como de 100 años y obviamente tiene muchos problemas para movilizarse. Y ni modo de subirla a un bus. La habían acomodado en otro carro pero con todas las dificultades del mundo para subirla y bajarla. Y ahí fue cuando vieron mi nuevecito. Mucho espacio interior, poca distancia entre la carrocería y el suelo, cuatro puertas.
Uno de los hijos (o un nieto, o un bisnieto, de verdad en esto no puedo ser preciso y exacto) habló con Angie, quien no dudo en decir que sí, que ni más faltaba, que por supuesto. Entonces me acomodaron en la parte de atrás a la viejita y a la solterona de la familia, quien ejercía como escolta personal de Doña Pérez.
Ese fue el momento cuando todos los motores se encendieron al tiempo y comenzó la procesión tras la carroza. Yo no sé bien qué pasó, pero el asunto es que Angie terminó subiéndose a otro vehículo, y a mi lado resultó un tipo gordo que yo nunca había visto y... arrancamos.
(Continuará)
No, a entierros yo no voy.
No me mire así. Puede ser la persona que yo más haya querido en la vida, pero desde hace algún tiempo tengo absolutamente claro que solo pienso asistir a un funeral, ...al mío.
Pues claro que hay una razón. Mire, le voy a contar y después usted yo creo que me va a entender. El último o, para ser preciso y exacto, el penúltimo velorio que contó con mi presencia fue el 12 de julio de 2003.
Era como mi noveno entierro, uno no lleva esas cuentas, pero también era mi primer carro. Y eso uno sí lo tiene completamente claro. Un modelo de esos con poco tamaño por fuera pero mucho espacio interior, como dicen los publicistas. Me lo habían entregado una semana antes y, por supuesto, era mi máximo orgullo.
Por esa época yo le estaba caminando a Angie, una secretaria de la oficina de arquitectos que quedaba al lado de nuestra empresa. Teníamos la representación en Colombia de unos plaguicidas alemanes. Y ahora que tenía carro ya había concertado tremenda cita con la chica.
Todo parecía perfecto. Pero no. Justo el día en el que íbamos a salir, o para ser precisos y exactos, un día antes, se murió don Pérez. El viejo era algo así como el cuñado de un medio hermano de una prima de la mamá de Angie, pero en cierto momento de la vida las dos familias habían sido muy cercanas. Y cuando ella me dijo que aplazáramos el encuentro porque tenía que ir primero al velorio y luego al entierro a mí se me ocurrió la idea genial. “Tranquila, yo te llevo”.
Y ahí llegamos. Yo creo que usted la conoce. Es una capilla no muy grande, pero bonita y bien decorada. Queda en el barrio de las funerarias y precisamente por su ubicación se ha especializado en honras fúnebres.
Como es la única iglesia de los alrededores a veces se presenta un fenómeno bien curioso, y es que a los muertos les toca hacer fila... Llegan varios velorios más o menos al tiempo y mientras le dan la bendición a uno de los fallecidos los demás esperan afuera. Ese día había cinco entierros, contando el de Don Pérez.
Me enteré de un par de datos de la vida del viejo. Tenía como 100 años, una viuda más o menos de su edad y un reguero gigantesco de hijos, nietos, bisnietos y hasta uno que otro tataranieto. Eso era un gentío enorme al que seguían llegando y llegando personas, incluso en la iglesia. Nosotros éramos la tercera ceremonia y a la primera le ocurrió algo inusual. El motor de la carroza fúnebre se fundió.
A ellos, al igual que a nosotros, los atendía la Funeraria Rendón, que no son ningunos novatos en el negocio. Así que mientras seguían las ceremonias dentro de la iglesia inmediatamente despacharon otra carroza debidamente organizada. ¿Qué por qué le cuento esto? Ya verá.
Todo confluye hacia la siguiente situación. Cuando terminó nuestro rito y arrancamos para el cementerio, en ese mismo momento concluyó el cambio de carroza y el otro entierro también se movió.
Pero déjeme comentarle lo que pasó antes. Resulta que la viuda de Don Pérez, como ya le dije, era una señora como de 100 años y obviamente tiene muchos problemas para movilizarse. Y ni modo de subirla a un bus. La habían acomodado en otro carro pero con todas las dificultades del mundo para subirla y bajarla. Y ahí fue cuando vieron mi nuevecito. Mucho espacio interior, poca distancia entre la carrocería y el suelo, cuatro puertas.
Uno de los hijos (o un nieto, o un bisnieto, de verdad en esto no puedo ser preciso y exacto) habló con Angie, quien no dudo en decir que sí, que ni más faltaba, que por supuesto. Entonces me acomodaron en la parte de atrás a la viejita y a la solterona de la familia, quien ejercía como escolta personal de Doña Pérez.
Ese fue el momento cuando todos los motores se encendieron al tiempo y comenzó la procesión tras la carroza. Yo no sé bien qué pasó, pero el asunto es que Angie terminó subiéndose a otro vehículo, y a mi lado resultó un tipo gordo que yo nunca había visto y... arrancamos.
(Continuará)
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sábado, 9 de enero de 2010
El balón no caerá
Uno
Primer golpe. Comenzamos a contar.
Dos
Dos
El balón es de voleibol… casi siempre. No tiene dueño. Alguien dejó el carnet para que lo prestaran.
Tres
En tiempos de fiesta es una bomba –un globo, para evitar confusiones de seguridad democrática–. En momentos heroicos, un balón de fútbol o uno de baloncesto.
Cuatro
La cancha es cualquier parte. Requisito ignorable: que haya pasto.
Cinco
Cuando hay bomba, el aula sirve. Normalmente es la cancha bajo techo. También cuando llueve.
Seis
Tres
En tiempos de fiesta es una bomba –un globo, para evitar confusiones de seguridad democrática–. En momentos heroicos, un balón de fútbol o uno de baloncesto.
Cuatro
La cancha es cualquier parte. Requisito ignorable: que haya pasto.
Cinco
Cuando hay bomba, el aula sirve. Normalmente es la cancha bajo techo. También cuando llueve.
Seis
Ellas se quitan el saco y se lo amarran a la falda, a menos que estén con el uniforme de educación física.
Siete
Siete
Ellos, a veces se remangan el saco, cuando lo tienen puesto.
Ocho
Es un círculo irregular. Tiene vida propia. Tiene movimiento. Se traslada de un lugar a otro. Crece, disminuye, se contrae, se alarga. Cambia de forma a medida que avanza el juego.
Nueve
El reglamento que nadie escribió pero todos conocen dice que manos y cabeza. En casos extremos los pies.
Diez
No hay discriminación. De dos en adelante pueden jugar todos. Todos. Todo el curso, por ejemplo. Se admiten patos.
Once
Son 15, 20, 30 personas unidas por un solo objetivo. No se caerá. El balón no caerá
Doce
Cada golpe se cuenta. Se corea.
Trece
Ocho
Es un círculo irregular. Tiene vida propia. Tiene movimiento. Se traslada de un lugar a otro. Crece, disminuye, se contrae, se alarga. Cambia de forma a medida que avanza el juego.
Nueve
El reglamento que nadie escribió pero todos conocen dice que manos y cabeza. En casos extremos los pies.
Diez
No hay discriminación. De dos en adelante pueden jugar todos. Todos. Todo el curso, por ejemplo. Se admiten patos.
Once
Son 15, 20, 30 personas unidas por un solo objetivo. No se caerá. El balón no caerá
Doce
Cada golpe se cuenta. Se corea.
Trece
A medida que avanzan los números, el tono cambia. Del uno despreocupado se pasa al 10 concentrado. El 15 es tenso. El 20 es alegre, el 30 suena a victoria.
Catorce
Acrobacias. Zambullida estilo voleibol. Carrera larga con manotazo o chilena. Rescate ante distracción momentánea. Todo vale. Ese balón no se puede caer.
Quince
Venganzas. Se aprovecha la circunstancia para cobrar deudas pendientes a punta de balonazos. Chiflada general.
Dieciséis
Torpezas. Golpes sin ninguna dirección. Memorables descachadas. Descachadas memorables. Sobredosis de fuerza.
Diecisiete
Círculo social. Ella siempre se lo manda a él. O viceversa. ¿Segundas intenciones? El tiempo confirmará.
Dieciocho
Y se cayó. No importa, vuelve y juega. ¡Uno!
Diecinueve
Más allá del claustro. Un paseo, una piscina, una pelota de playa ¡uno! ¡Waterpolo a la criolla!
Veinte
Catorce
Acrobacias. Zambullida estilo voleibol. Carrera larga con manotazo o chilena. Rescate ante distracción momentánea. Todo vale. Ese balón no se puede caer.
Quince
Venganzas. Se aprovecha la circunstancia para cobrar deudas pendientes a punta de balonazos. Chiflada general.
Dieciséis
Torpezas. Golpes sin ninguna dirección. Memorables descachadas. Descachadas memorables. Sobredosis de fuerza.
Diecisiete
Círculo social. Ella siempre se lo manda a él. O viceversa. ¿Segundas intenciones? El tiempo confirmará.
Dieciocho
Y se cayó. No importa, vuelve y juega. ¡Uno!
Diecinueve
Más allá del claustro. Un paseo, una piscina, una pelota de playa ¡uno! ¡Waterpolo a la criolla!
Veinte
Sin límite de tiempo. Puede ser una sola ronda o la tarde completa.
Veintiuno
Dos cuerpos con los ojos en el mismo objetivo. En el mismo balón. Curso de colisión. Auch… Eso dolió ¿Se caería?
Veintidós
Chepazos. No juega voleibol. No juega fútbol. No juega a nada. Pero nunca es el que la deja caer.
Veintitrés
Veintiuno
Dos cuerpos con los ojos en el mismo objetivo. En el mismo balón. Curso de colisión. Auch… Eso dolió ¿Se caería?
Veintidós
Chepazos. No juega voleibol. No juega fútbol. No juega a nada. Pero nunca es el que la deja caer.
Veintitrés
Mucho estilo. Mirada de águila. Manos en posición de juego. Antecedentes de gran deportista… se descachó.
Veinticuatro
Opción uno. El que la deja caer va saliendo.
Veinticinco
Opción dos. Penitencia para el que la deje caer tres veces.
Veintiseis
Veinticuatro
Opción uno. El que la deja caer va saliendo.
Veinticinco
Opción dos. Penitencia para el que la deje caer tres veces.
Veintiseis
Mafia. Dos o tres se confabulan para ir sacando a los demás.
Veintisiete
Veintisiete
La memoria dice que este deporte no tiene nombre.
Ventiocho
Ventiocho
Un curso. Ellos y ellas. Un espacio. Un balón, un globo, una pelota.
Veintinueve
Un tiempo lejano. Ese momento en que la niñez se queda atrás y entra la adolescencia.
Treinta
Veintinueve
Un tiempo lejano. Ese momento en que la niñez se queda atrás y entra la adolescencia.
Treinta
Lazos de esos que solo se viven en el mundo alrededor del aula de clase.
Treinta y uno
Treinta y uno
Vamos a jugar todos. Somos un curso. El A, el B, el C… Somos un grupo. Somos un equipo. ¡Somos uno!
Treinta y dos
Mientras crecemos, estamos unidos por algo que es indefinible, pero que quedó incrustado en el corazón.
Treinta y tres
Recuerdos de momentos intrascendentes de esos que te marcan para toda la vida.
Treinta y cuatro
Siempre lo llevamos en el corazón.
Treinta y cinco
¡Y ese balón no se va a caer!
Treinta y dos
Mientras crecemos, estamos unidos por algo que es indefinible, pero que quedó incrustado en el corazón.
Treinta y tres
Recuerdos de momentos intrascendentes de esos que te marcan para toda la vida.
Treinta y cuatro
Siempre lo llevamos en el corazón.
Treinta y cinco
¡Y ese balón no se va a caer!
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