sábado, 28 de agosto de 2010

Los invencibles del B

Para El Último Esfuerzo, goleador de almas
Perdidos en el desván de la memoria, debajo de la primera borrachera, al lado del primer amor y en medio de esa película que no nos dejó dormir un mes, todo ser humano tiene tres recuerdos que periódicamente bajan al corazón. Un barrio, una tienda y un equipo de algo.

En un país de futbolistas, cualquier hombre tiene una historia sobre esos 11 aguerridos luchadores que conquistaron la gloria detrás de un balón, en el memorable recreo durante el cual, por primera vez, un curso cualquiera ganó el campeonato del colegio

Los imberbes atletas de aquel entonces hoy son una partida de barrigones con calvicie incipiente, repletos de hijos y deudas, cuyo único contacto con el fútbol consiste en atiborrarse de cerveza y crispetas frente a un televisor.

Pero a veces, cuando están solos, a escondidas de su mujer agarran la vieja camiseta que han rescatado cuatro veces de la caneca y recuerdan que ellos, los viejos, formaban parte del mismo equipo de:

N… quien ocupaba el arco. De él se decían muchas cosas en voz baja por la nunca aclarada profesión de su padre, y por ser el único niño que almorzaba caviar y entraba a clase con guardaespaldas.

En la defensa formaban 4 en línea. El "Potro", único ser humano capaz de correr con los dos pies en el aire al mismo tiempo sin caerse. El "Chiverudo” quien ostentaba orgullosamente sus 8 pelos colgantes - contados e inventariados - en la papada, con apenas 13 años. Y el pequeño, ínfimo, mínimo y, y ágil "A…", quien no paraba a los delanteros enemigos, pero por lo menos les echaba la madre. Cerraba la "Vaca". Grande, lento y torpe, aunque asustador.

En el medio, estaba el menor de los V…, conocido entre sus rivales como una especie de "motosierra” por su inmensa capacidad de producir leña y el “Gordo”, quien no jugaba muy bien al fútbol, pero cumplía eficazmente la labor de busca bonches derecho.

El eje era el K. La leyenda. Aunque apenas iba en segundo bachillerato corría más que los de cuarto, y le hacia túneles a los de sexto. Sus taponazos eran el terror de todos los arqueros, desde quinto primaria hasta quinto bachillerato. Le ganaba en cuerpo a los profesores, y en una sola tarde había hecho una 21 de 2 mil 343, mientras se tomaba una gaseosa.

Era el mejor. El mejor futbolista de esas aulas. El que había roto el vidrio de la rectoría con un taponazo desde mitad de cancha.

Adelante jugaban la "Pepa", llamado así por sus músculos precoces, quien era capaz de pasarse al equipo contrario en pleno, para luego, romper la ventana del salón de música. El “Mono”, adorado tormento de todas las alumnas de sexto para abajo y su eterna llave con el balón, "J" un pequeño y corajudo puntero derecho.

Parodiando al maestro Barros, muchos de ellos, ahora viejos, ya no
juegan.

Aunque todavía se sienten los taponazos en el alma.