martes, 31 de mayo de 2011

Concierto en "mi" vecino

El universo no existe. Solo estoy yo. Es un momento revelador. Un ritual individual. Introspección. Reflexión, Silencio. (…) Por un instante queremos contactar lo que hay en el fondo de nuestro ser. Solo necesitamos captar el sonido del alma. Y captamos algo. En un breve intervalo es confuso. Pero en cuestión de segundos el cerebro lo identifica y nos manda de un solo golpe al mundo real. No es la voz interior. Es el ruido exterior. El del vecino.

Los vecinos, dice la tarjeta. Hombres, mujeres, niños, familias, jóvenes, viejos y especies menores con un elemento común. Ondas sonoras –muchas- emitidas en actos conscientes o inconscientes. Esas que atraviesan cualquier barrera, llegan a nuestro oído externo, luego al interno y finalmente al cerebro con tres noticias tan claras como contundentes. La primera, no estás solo. La segunda: no estás sordo. La tercera, a veces quisieras estarlo.

Hay un clásico. Es joven o veterano. Y un día pudo comprar ese equipo de sonido con el que había soñado toda la vida. Pero no es egoísta. Quiere compartir. Y en cualquier momento lo hace. Pone su música a un volumen tal que nadie en el edificio, la cuadra, el barrio o el municipio se la pierde. Más ahora cuando la definición de equipo de sonido es un parlante, y una cable conectado al blackberry,

Tiene fama de patán. Calumnias. Su actitud es completamente lógica. Ha trabajado duro para tener casa y equipo, o para pagar arriendo y tener equipo, o para alquilar pieza y tener equipo. ¿Por qué no puede usarlo? Además, lo que está transmitiendo es alegría. Y la alegría, literalmente, no tiene horario ni fecha en el calendario.

Positivismo, dicen los optimistas. A veces coinciden los gustos musicales. No pasa lo mismo con el más natural de todos los sonidos ambientales. En justicia, nadie tiene autoridad moral para hacerle reclamos. Todos pasamos por ahí. Y todos nos hacemos la misma pregunta. ¿Llorábamos tanto? Y, sobre todo ¿Tan duro?

Porque en alguna casa o apartamento hay un pequeño (incluye pequeña) poseedor de un par de pulmones con amplificador incorporado. Y en circunstancias que nunca son del todo claras, empieza. Son gritos sobrecogedores, berridos espeluznantes, sollozos sobredimensionados intercalados con intentos maternales de detener el concierto. Intentos que pueden ser comprensivos (Yaa, yaa, mi amor), pedagógicos (tranquila bebé), desesperados (¡Pero qué es lo que quiere!) Indiferentes (¡Siga llorando!) o santandereanos (¡le voy a pegar para que sí tenga algo porque llorar!).

Ya que cambiamos el rango de edad, quitemos a los niños y dejemos los adultos. Parejas. Todas tienen diferencias. Todas discuten. La que vive en nuestro rango auditivo tiende a hacerlo en horas de la noche. Altas horas de la noche. Nunca entendemos la letra, pero sí conocemos la melodía. Comienza suave y monocorde. Lentamente va aumentando el tono, ya no son una sino dos voces, primero intercaladas, luego en competencia por imponerse la una sobre la otra. Finalmente una de las dos asume un timbre de martirio, de víctima, que dura largo rato. Los finales ofrecen variantes, hay uno que es un golpe seco de puerta y pasos que se alejan apresurados. Otro da paso a un repentino silencio. Y otro se parece muchísimo al protagonista del párrafo anterior.

Esta gama de sonidos urbanos puede tener la más noble de las motivaciones. Aprendizaje, crecimiento, personal, acumulación de conocimientos. Así, el joven de origen caribe rinde homenaje a sus ancestros con práctica diaria de caja, acordeón, guacharaca o maracas. El aspirante a Plácido Domingo recibe la mañana con el interminable do re mi fa sol la si de los ejercicios de solfeo, y el roquero del futuro hace temblar el presente por cuenta de su guitarra.

Y cuando no son los seres humanos, el turno es para la fauna urbana. Ese french poodle incomprendido que chilla todo el día por cuenta del abandono de sus despiadados amos. Las múltiples y no siempre armónicas -pese a su fama de cantoras- formas de expresión de las aves domésticas y semisalvajes. Y en la noche, patrimonio exclusivo de climas cálidos, el interminable -insoportable- canto de los grillos enamorados.

Todos ellos, racionales e irracionales, proclaman su presencia en el universo rompiendo el infinito silencio de la existencia.

Y usted y yo somos el público.

Bienvenido al Concierto en mi vecino.

lunes, 9 de mayo de 2011

Diatriba por el derecho a la amargura.

A ver. Cómo le digo. Es que… yo soy así.

Yo no veo el brillo en la más oscura de las superficies. En medio de la fría y tenebrosa noche tirito y me asusto, no mantengo la esperanza del amanecer. Yo no miro al porvenir pensando que siempre habrá un mañana. Mi problema se llama hoy. Yo no inició mi día con una actitud positiva, pensando que soy el dueño de mi destino.

Cuando estoy mal no estoy bien, ni pretendo modificar mi condición mediante algún juego de palabras. Si digo varias veces en voz alta cosa como “soy el mejor”, “hoy es el mejor día de mi vida” o “estoy bien” me siento y veo como un loco que habla solo. Si las grito, me veo y siento como un loco que grita incoherencias.

Yo creo que no existen fórmulas mágicas para salir adelante en cualquier circunstancia, por negativa que esta sea. Yo veo fracasos en los fracasos, no oportunidades. Cuando digo no puedo, es porque ya traté y no pude. Sé que el más duro de los esfuerzos muchas veces no lleva a ninguna parte. Envejezco cada vez que cumplo años. Los problemas me generan más problemas. Cuando llueve me mojó. Cuando pierdo un empleo me convierto en desempleado y cuando sueño, es porque estoy dormido.

Las situaciones complejas genera dificultades, no retos. No necesito amar mi trabajo para hacerlo bien. De hecho, ni siquiera me tiene que gustar. De hecho, es perfectamente factible que lo odie. El sol va a salir mañana y eso no hace ninguna diferencia en nada.

Los aparatos con los que trabajo y manejo mis actividades diarias son solo máquinas, pero cuando se dañan afectan mi rutina, rendimiento y humor. Aunque no puedo controlar los factores externos, estos sí generan consecuencias sobre mi rendimiento laboral, mi salud y mi calidad de vida.

Asumir una actitud no cambia los hechos. La plata no es esencial pero sin ella no se puede vivir. De hecho, con ella se vive mucho mejor. Las parábolas e historias ejemplares suenan bonito, pero no tienen utilidad real. Cuando me enfermo me siento mal. Si me levanto temprano paso el día bostezando. Al terminar un trabajo duro la única satisfacción que siento es haber salido de eso.

Yo no escojo mis batallas, ellas me escogen a mí. Sé que el jefe siempre tiene la razón aunque esté equivocado, y que la independencia laboral equivale a que cada cliente es un jefe. Y, sobre todo, sé que nadie “es” feliz. Uno está feliz algunas veces, otras está triste y otras se decide a hablar con usted.

Porque sí, ya sé. Ya sé que usted siempre tiene a la mano un creativo y estimulante discurso. Ya sé que dispone de un disco duro repleto de historias de superación. Ya sé que no cree en los límites de la capacidad humana. Ya sé que ha aprendido a dar gracias por cada día que tiene el privilegio de vivir, y que siempre está muy, pero muy, pero muy bien.

Pero es en serio. No. No me compare con otros para darme razones de gratitud con la existencia. No me inste a buscar en mi interior la fuerza que me permitirá superar cualquier obstáculo, no me invite a participar en una rutina de actuaciones simbólicas para demostrar lo lejos que puedo llegar.

No me hable de lo bonita que es la vida, de que hoy puede ser un gran día, de la fuerza que nace del corazón, de las segundas oportunidades, de la actitud positiva ante la existencia, del valor de las cosas pequeñas, de las anécdotas que mostraron la grandeza de los hombres, de levantarse de nuevo, de sonreírle a la adversidad.

Déjeme solo en mis momentos de desengaño, depresión, abatimiento, amargura, desánimo y aburrimiento. Déjeme equilibrar mi existencia entre triunfos y fracasos, entre momentos duros y estimulantes, entre el blanco y el negro. Déjeme llorar mis derrotas para sentir diferencia cuando celebro mis victorias. Déjeme lamentarme en la desgracia para poder regocijarme en la fortuna. Déjeme andar por el mundo con cara de escopeta para poder saborear los momentos en que hago mutación a cara de ponqué.

Aunque yo soy consciente de que este tipo de afirmaciones produce en usted el mismo efecto del agitar del trapo rojo en el toro de lidia, de que su discurso optimista es una especie de apostolado ad honorem, de que considera una obligación moral levantarle la ídem al resto del universo quiero pedirle; mejor, rogarle; no, mejor exigirle una sola cosa.

Por favor. No me motive.