Cuando la tecnología para ver cine en casa no existía, o era
privilegio de multimillonarios, el
séptimo arte se veía en los teatros. Con dos filas previas. Una para comprar
boletas y otra para entrar. Suena sencillo. Era una pesadilla.
Si se trataba de plan familia, lo primero era poner de acuerdo a padres, hijos, hermanos,
hermanas, primos y amigo colado sobre la película elegida. La decisión debía
tomarse en casa porque no había multiplex. Había un teatro donde pasaban una
película. Existían tres horarios que aplicaban todos los teatros: matiné, de 3
a 3.30; vespertina, de 6 a 6.30 y noche, de 9 a 9.30. Algunas salas ofrecían un
matinal entre 11 y 12 de la mañana los domingos, solo para niños. Enfatizamos
lo del horario porque estaba diseñado para que en circunstancias normales
cambiar de teatro fuera demasiado complicado.
Circunstancias normales eran una ¡FILA! (léase filotota)
Perdón, dos ¡FILAS! La de comprar boletas y la de entrar. Los teatros daban
directo a la calle. No estaban dentro de un centro comercial. Las colas respectivas estaban expuestas a los elementos, por lo que podía ser un grupo de
personas al borde de la insolación o una seguidilla interminable de paraguas e
impermeables improvisados. Aunque el cigarrillo ya estaba erradicado del
interior de las salas, todavía no miraban feo al que fumaba en la calle. Quién
sabe cuantos cánceres se forjaron en medio de una espera a que abrieran la
taquilla mientras delante y detrás del abstemio los potenciales espectadores
echaban humo.
Las filas se formaban mucho antes de abrir las taquillas. Y entre más taquillera era la película, más
temprano comenzaba el calvario. Hubo
filas históricas con vuelta completa a
la cuadra y doble vuelta completa a la cuadra. Hubo quienes llegaron con
la intención de entrar a matiné y terminaron ingresando a vespertina. O a noche. O
no ingresaron ese día. Cuando los
tiquetes para la función de las tres se terminaban, cerraban la taquilla y solo
volvía a abrirse, digamos, a las 5.30. Y entre tanto fila y cigarrillo. Sin
smartphones para consultar facebook. Tampoco había facebook.
La congestión generó el mercado negro. Hubo quienes se
especializaron en madrugar con el fin de coger los primeros puestos, hacer compras
masivas y luego dedicarse a la reventa a
precios exorbitantes. Algunos teatros creyeron solucionar el problema mediante
la restricción a dos boletas por
persona. Lo cual sirvió... para crearle variantes al negocio especulativo.
Madrugadores que no vendían boletas, vendían el puesto. Otros armaban el
carrusel de colados gracias al cual, compraban boleta, salían, se colaban,
compraban boletas y así sucesivamente hasta acaparar la totalidad de las
entradas disponibles.
La fila era un territorio civilizado mientras la taquilla
estuviera cerrada, pero cuando comenzaban las ventas se volvía el reino de los
colados. A medida que la distancia entre taquilla y comprador se iba
reduciendo, venía la metamorfosis. El usuario de los últimos puestos hacía
comentarios indignados en voz baja. El que se acercaba empezaba a gritar
¡colaaa! ¡hagan fila! o *%&//, de acuerdo con el estrato social y el nivel
de exasperación. Ya a pocos metros de la
baranda que limitaba el acceso a la
taquilla el sujeto o sujeto mutaba en un energúmeno o energúmena que, a punta
de codazos, empujones y adjetivos, rechazaba colados potenciales mientras se
abría paso hasta el punto de venta.
Cuando finalmente lo lograba, era una especie de orgasmo. Solo faltaba entrar y, ahora sí, a disfrutar de la
película
Falso, todavía faltaba la
batalla de los puestos.
(Continuará)