jueves, 31 de marzo de 2016

Historias de película lejos de casa. La fila


Cuando la tecnología para ver cine en casa no existía, o era privilegio de multimillonarios,  el séptimo arte se veía en los teatros. Con dos filas previas. Una para comprar boletas y otra para entrar. Suena sencillo. Era una pesadilla.

Si se trataba de plan familia, lo primero era  poner de acuerdo a padres, hijos, hermanos, hermanas, primos y amigo colado sobre la película elegida. La decisión debía tomarse en casa porque no había multiplex. Había un teatro donde pasaban una película. Existían tres horarios que aplicaban todos los teatros: matiné, de 3 a 3.30; vespertina, de 6 a 6.30 y noche, de 9 a 9.30. Algunas salas ofrecían un matinal entre 11 y 12 de la mañana los domingos, solo para niños. Enfatizamos lo del horario porque estaba diseñado para que en circunstancias normales cambiar de teatro fuera demasiado complicado.

Circunstancias normales eran una ¡FILA! (léase filotota) Perdón, dos ¡FILAS! La de comprar boletas y la de entrar. Los teatros daban directo a la calle. No estaban dentro de un centro comercial. Las colas respectivas estaban expuestas a los elementos, por lo que podía ser un grupo de personas al borde de la insolación o una seguidilla interminable de paraguas e impermeables improvisados. Aunque el cigarrillo ya estaba erradicado del interior de las salas, todavía no miraban feo al que fumaba en la calle. Quién sabe cuantos cánceres se forjaron en medio de una espera a que abrieran la taquilla mientras delante y detrás del abstemio los potenciales espectadores echaban humo.

Las filas se formaban mucho antes de abrir las taquillas.  Y entre más taquillera era la película, más temprano comenzaba el calvario.  Hubo filas históricas con vuelta completa a  la cuadra y doble vuelta completa a la cuadra. Hubo quienes llegaron con la intención de entrar a matiné y terminaron ingresando a vespertina.  O a noche. O  no ingresaron ese día.  Cuando los tiquetes para la función de las tres se terminaban, cerraban la taquilla y solo volvía a abrirse, digamos, a las 5.30. Y entre tanto fila y cigarrillo. Sin smartphones para consultar facebook. Tampoco había facebook.

La congestión generó el mercado negro. Hubo quienes se especializaron en madrugar con el fin de coger los primeros puestos, hacer compras masivas  y luego dedicarse a la reventa a precios exorbitantes. Algunos teatros creyeron solucionar el problema mediante la restricción a dos boletas  por persona. Lo cual sirvió... para crearle variantes al negocio especulativo. Madrugadores que no vendían boletas, vendían el puesto. Otros armaban el carrusel de colados gracias al cual, compraban boleta, salían, se colaban, compraban boletas y así sucesivamente hasta acaparar la totalidad de las entradas disponibles.

La fila era un territorio civilizado mientras la taquilla estuviera cerrada, pero cuando comenzaban las ventas se volvía el reino de los colados. A medida que la distancia entre taquilla y comprador se iba reduciendo, venía la metamorfosis. El usuario de los últimos puestos hacía comentarios indignados en voz baja. El que se acercaba empezaba a gritar ¡colaaa! ¡hagan fila! o *%&//, de acuerdo con el estrato social y el nivel de exasperación.  Ya a pocos metros de la baranda que limitaba el   acceso a la taquilla el sujeto o sujeto mutaba en un energúmeno o energúmena que, a punta de codazos, empujones y adjetivos, rechazaba colados potenciales mientras se abría paso hasta el punto de venta.  Cuando finalmente lo lograba, era una especie de orgasmo. Solo  faltaba entrar y, ahora sí, a disfrutar de la película

Falso, todavía faltaba la  batalla de los  puestos.

(Continuará) 

martes, 29 de marzo de 2016

Historias de película lejos de casa


Esos tipos que manejan el mercadeo de la distribución de películas son realmente buenos en lo suyo. Hay que reconocerlo. Hacen bien su trabajo, hoy en día  cuando, objetivamente, ir a cine parece una especie en vías de extinción. Quien querría ir hasta un multiplex en tiempos de blue ray,  streaming, televisores de 40 pulgadas y más y, sobre todo, piratería para todos los gustos.

Además, pagar por ver una película sin poder congelarla mientras se atienden diligencias personales en el baño no suena muy sexy que digamos. Pero llegaron los duros del marketing y vendieron eso que ahora llaman concepto. El concepto que compraron las nuevas generaciones es que ir a cine –sobre todo estrenos–, es un acto social de esos que “no se pueden perder”. A las  necesidades básicas de respirar, comer, vestirse se sumó la premiere del filme de moda.

Los  jóvenes asistentes se sienten heroicos mientras hacen fila en el centro comercial respectivo ante el estreno de turno. Y  da  como pena desilusionarlos, pero su esfuerzo no tiene mayor mérito si se le compara con épocas pasadas. Porque –lo que sigue  a continuación puede herir sensibilidades, así que se recomienda leerlo sentado– hubo una época en la única opción para ver cine era ir a cine.

Es en serio. No había video casero. Más claro, no existían el Blue Ray, el DVD,  ni otros  aparatos que tal vez han oído mencionar como el VHS o el betamax. Lo único en línea era uno mismo mientras hacía fila en alguna parte –un teatro, por ejemplo– y para tener un computador personal hubiera sido  necesario desocupar  la casa, porque ese era el tamaño promedio de un aparato de estos.  Y no hablemos del precio. Y tampoco hubiera servido para ver cine, porque  no tenía pantalla.

En televisión sí pasaban películas, cuya edad mínima desde su estreno en sala  hasta el momento de emitirse por algunos de los dos o máximo tres canales disponibles era de 20 años. Tal vez algunas personas tenían una pequeña sala de  proyección en su casa. Digamos que son el equivalente a aquellas personas que hoy tienen un jet propio.

De manera que si usted quería ver el estreno más reciente, su única opción era comprar la boleta e ingresar al respectivo teatro. Comprar la boleta  no es como ahora, que uno simplemente se conecta a la Internet y hace una transacción electrónica, o llama a un número telefónico y espera cómodamente en su casa. No. Podía escoger entre ir hasta  la taquilla y comprarla, o se tenía algún problema con esos, siempre podía  ir hasta la taquilla y comprar la boletas. Allí sería atendido por un taquillero dotados de un gigantesco rollo del cual iría rasgando tiquetes, La máxima innovación tecnológica la tenia algún teatro donde los tiquetes los rasgaba una máquina.  Y era altamente recomendable llevar sencillo porque –algunas cosas nunca cambian- jamás había vueltas.

Pero ya estamos en la taquilla. Ese era el premio de montaña. Y para llegar a él había que pasar por  una epopeya digna de héroes. La ¡FILA! Así, en mayúsculas y con exclamación. Porque, con el respeto que nos merece quienes hoy en día hacen guardia  dentro del centro comercial a la espera de un estreno, eso es un paseo comparado con lo que era acceder a la taquilla en tiempos pasado. La cosa era  tan dramática que amerita texto aparte. Así que nos vemos el jueves.
(Continuará)

jueves, 24 de marzo de 2016

Qué programita


Hoy es fácil. Cuando no hay más que hacer basta con conectarse a Internet y empezar a quemar  tiempo navegando en el ciberespacio. Pero no siempre se puede. Las conexiones fallan. No todo el mundo dispone del respectivo aparato disponible las 24 horas. Como nada es gratis en la vida,  a  veces el problema es carencia de datos u otras carencias. Carencia de plata para comprar más datos o carencia de medios para hacer efectiva la transacción.

Cuando estas  y circunstancias similares se presentan, hombres y mujeres se reencuentran con una antigua maldición de la especie. Quedan desprogramados.  En 1994 (sí, me estoy autoplagiando) escribí un texto sugiriendo algunas alternativas para aprovechar, o por lo menos sobrevivir, a esta incómoda abundancia de tiempo libre.

Teniendo en cuenta la fecha me parece una lectura pertinente. Tiene un valor  agregado, se trata de (a partir de este momento retomó con algunos ajustes el texto mencionado) actividades que ya han sido realizadas, en determinados momentos, por alguna persona interesada en innovar sus ratos de ocio.

- Preferiblemente para calentanos. Jugar un partido de microfútbol a las 9 de la noche y rematar con una sesión de piscina, de 10 a 12.
- Contar los escalones de ascenso al monumento del Pantano de Vargas.
- Arrancar una hoja, machacarla y oler cada una de las especies del Jardín Botánico  (aplica para parques de barrio).
- Contar las piedras de la Calle de las Trampas de Honda.
- Definir cuantas aspiradas consumen un cigarrillo.
- Observar durante horas una fila de hormigas a orillas de Pozo Azul en San Gil.
- Contar las culebras muertas en la carretera Marginal de la Selva, o en la troncal del Magdalena Medio.
- Tratar de determinar, al gusto, los minerales existentes en una piscina de aguas termales.
- Contar las papas del sancocho.
- Calcular la cantidad de parcelas que se divisan desde un punto determinado en la campiña boyacense.
- Identificar - sin mirar la placa - todos los santos de una iglesia estilo catedral.
- Determinar la profundidad de un río arrojando una piedra desde el puente.
- Establecer empíricamente cuantas calles en subida y cuantas en bajada tiene Manizales.
- Definir cuantos cruces de carretera se llaman La Ye en diversos puntos de  Colombia.
- Contar los monolitos en San Agustín.
- Definir cuantas y cuales variantes tiene la bandeja paisa en los restaurantes de Colombia.
- Contabilizar el tiempo que demora una cerveza en bajar la espuma.
- Buscar relaciones matemáticas en los números telefónicos.
- Barrer detrás de la nevera.
- Cotizar ese producto o servicio con el que siempre hemos soñado pero al que no tendremos acceso a menos que haya un incremento significativo en nuestro nivel de ingreso.
- Leer la traducción del punto anterior. Ver cuanto vale eso que queremos, pero  no podemos tener por  falta de plata. 
- Buscar algo que hacer en este texto.

martes, 22 de marzo de 2016

Pesadilla de cinco estrellas (Segunda de dos partes)

Repasábamos la vez pasada la historia de esos usuarios del transporte aéreo que jamás pasan de la sala de espera, o que pasan a un avión que jamás despega, o que vuelan en un avión que termina aterrizando en el mismo punto de donde despegó o en un aeropuerto alterno. Esos personajes, cansados, frustrados y hambrientos reciben alrededor  de medianoche una noticia mala y otra buena. La mala es que el vuelo ha sido cancelado definitivamente. La “buena” es que la aerolínea les brindará alojamiento por esta noche, para que puedan tomar el mismo vuelo u otro al día siguiente.

Ese anuncio conlleva la primera de muchas filas. Porque hay que confirmar de una vez el vuelo en el que terminarán su periplo. Y ahí es cuando aparecen esas ofertas tentadoras de que si viajan tarde les regalan millas, les regalan el almuerzo en el hotel, les dan un pase para sala VIP. Opciones maravillosas, atrayentes y seductoras que apenas son aprovechadas por una minoría, (cuando les resulta cliente) porque si uno iba a viajar, digamos, el miércoles, es porque necesita estar allá el jueves a primera hora.

Así que hay que pelearse los cupos en los primeros vuelos del día siguiente. Primera fila. Hay que registrarse en un listado para tener acceso al servicio de alojamiento. Segunda fila. Hay que reclamar el equipaje. Tercera fila. A estas alturas, ya es de madrugada. Una fila adicional (más por cansancio que por disciplina) recorrerá el solitario aeropuerto en las primeras horas del día. Finalmente se detiene donde un eficiente pero pequeño transporte llevará a los pasajeros a su anhelado lugar de descanso. En varios viajes, por cierto.

Llegan al hotel. Tremendo hotel, por lo general. Grande, elegante, cómodo. Con múltiples servicios. Pero lo único tremendo que notan los viajeros es la tremenda fila en el área de registro. Cancelación de vuelo que se respete nunca es la única. Cuando finalmente termina el papeleo, (mínimo 1.30 de  la mañana) un funcionario invita cordialmente a pasar a manteles. No importa el cansancio, esa puede ser la primera comida decente de las últimas 18 horas, así que el comedor respectivo se congestiona (y más de un estómago delicado también).

Termina la comida, hora de pasar a la habitación. Cama gigante, televisor idem, baño bonito y amplio. Pero esos detalles suelen pasar desapercibidos porque a esas alturas ya son más de las 2 de la mañana y como toca estar en el aeropuerto a las 6 (primer  vuelo) y en recepción a las 5 (desayuno), lo prioritario es dormir.

Así que el sujeto o la sujeta se pone su piyama, -si aplica- o se quita los zapatos, afloja la ropa, se acuesta y… no hay sueño. El corre-corre de las filas, la comida, las emberracadas y demás alborotaron la adrenalina, así que pasará un rato largo antes de poder conciliar el sueño. Pero al fin el organismo se encuentra dispuesto a dormir, así sea por unos pocos minutos. Ese momento coincide con aquel en que celular, televisor despertador o llamada de recepción informa al pasajero que es hora de  levantarse.

Un desayuno reforzado le dará la bienvenida a los que sí se levantaron, porque habrá quienes prefieren dormir, y terminan saliendo contrarreloj, despeinados y en ayunas para no perder su vuelo. Todos se encontrarán en la sala de embarque, cansados y ojerosos. Y así estarán todo el día en su respectivo destino, donde no faltará el tipo desinformado que, conocida la circunstancia, haga el inevitable comentario.

“Semejante hotel y gratis. ¡Buenísimo!

((Fin))

jueves, 17 de marzo de 2016

Pesadilla de cinco estrellas (Primera de dos partes)


Descrito sin entrar en detalles parece un plan perfecto. Una noche en un hotel con todos  los juguetes, con derecho a comida y desayuno, sin tener que pagar un peso. Pero como suele pasar en estos y otros casos, las apariencias engañan.

Un primer detalle es que los beneficiarios no están ahí por voluntad propia, sino por obligación. Ellos no escogieron pernoctar en el alojamiento elegante, a ellos les tocó hacerlo. Son víctimas de diferentes circunstancias, aunque la mayoría de las veces el villano de turno es el clima.

Y es que la lluvia, la neblina, el viento, la  nieve,  cuando alcanzan determinadas magnitudes afectan directamente el transporte aéreo. Los aviones. Y por supuesto, a los pasajeros. Entonces vienen las historias de aviones que nunca despegan, o que despegan pero no pueden aterrizar y terminan en su punto de partida o en algún aeropuerto alterno sin ninguna relación con el destino inicial.

Hay que decirlo. En ocasiones el problema  no se debe al clima sino a una extraña conjunción de elementos que nadie explica bien (sistema caído, daños  en la pista, congestión en la pista, ausencia inesperada del piloto, problemas técnicos del avión, cambio de peinado de las azafatas o chulos cerca del aeropuerto). Normalmente uno nunca se entera bien de lo que pasó.  Lo único claro es que, muy cerca o pasada la medianoche alguien da la noticia: el vuelo ha sido cancelado.

Porque las aerolíneas siempre esperan hasta el último minuto del día o el primero del día siguiente. Nunca cancelan vuelos a las 8 o 9 de la noche. No, la decisión siempre se divulga en un aeropuerto semivacío, donde el auxiliar de turno anuncia a los agotados pasajeros que ese día ya no se conjugará el verbo volar.

Agotados es una forma  generosa de describirlo. Los  pasajeros, a esas alturas, suelen ser piltrafas humanas que han pasado de 6 a 12 horas en las sillas de aeropuerto.  Sillas que, como todos sabemos, están diseñadas para verse cómodas y no serlo.  Su dieta ha oscilado entre el ayuno absoluto, el tinto que alborota úlceras o, en el mejor de los  casos, pasabocas de aeropuerto. Pasabocas que son iguales a los normales pero tres veces más caros. Aunque tener plata no ayuda mucho, porque si hay restaurantes son inalcanzables por  aquello de “favor no retirarse la sala de embarque”.

Los viajeros han pasado por el proceso de buscar información con un funcionario desinformado, otro malencarado, y otro con cara de  bueno y disposición de colaborar pero sin mucho que decir. Algunos estuvieron una hora o más tiempo a bordo de una aeronave que nunca se movió de su punto de parqueo. O por mucho los llevó a  pasear por la pista.  Otros decolaron, volaron, llegaron, alcanzaron a ver su ansiado destino pero nunca aterrizaron y tuvieron que hacer el mismo trayecto en sentido contrario.

Ese grupo de hombres mujeres y niños cansados, frustrados y desilusionados es el que recibe la  noticia de que el vuelo ha sido cancelado y de que esa noche la aerolínea les brindará alojamiento. En ese momento, por primera vez desde cuando comenzó el frustrado viaje una sensación de alivio se siente en el ambiente.

Vana  esperanza, como veremos en la próxima entrega.


martes, 15 de marzo de 2016

Insisto, yo no soy un tipo serio


Cada vez que Gonzáles habla o escribe, alguien reacciona. Recibe apoyos o rechazos, algunos argumentados, otros pasionales. Sus  ideas, planteamientos, propuestas o comentarios nunca pasan inadvertidos.  Siempre hay personas que consideran seriamente sus tesis, bien sea para compartirlas o para rebatirlas. Esta situación sería muy positiva, si no fuera por un pequeño detalle. Lo que él busca es exactamente lo contrario. Hacer reír a la gente.

Esa es la idea: la realidad es que nadie entiende sus chistes.  O siempre lo malinterpretan. Desde cuando era el niño que quería ser chistoso. Mientras las payasadas de sus primos y amiguitos eran celebradas, las suyas inevitablemente  preocupaban a los mayores.  De esa  manera, se volvió cliente habitual del psicólogo del colegio por querer imitar parientes o profesores (¿problemas de personalidad?). Si hacía alguna cabriola de esas que ponían a sonreír a los grandes, repetirla era automáticamente interpretado como tic nervioso, síntoma de un síndrome de nombre raro o posesión demoniaca (siguiente paso: psicólogo, médico o exorcista)  Y cuando contaba  un chiste, las reacciones no eran de risa sino de un compasivo “pobrecito…”

A medida que creció su público cambió, pero el efecto risa siguió ausente. El chiste que,  narrado por un vecino, había hecho desternillar de risa a los amigos del barrio, se tornaba incomprensible cuando él lo repetía frente a sus compañeros de colegio. En tiempos en que no existía lo políticamente correcto, abundaban los comentarios discriminatorios contra grupos poblacionales específicos (melenudos, calvos, usuarios de bota campana…). Comentarios que causaban risa siempre y cuando no los dijera Gonzáles, porque si él lo decía sonaba en serio y “huy, esto está muy pasado mano”.

En tiempos de universidad el esquema evolucionó al nivel academia. Cuando el proceso de aprendizaje lo ponía frente a sus compañeros de aula, intentaba un chiste para distensionar el ambiente que, siempre, terminaba por tensionar el ambiente. Los demás estudiantes no lo entendían, uno o varios lo asumían como ofensa personal y el profesor de turno ponía cara de seriedad y advertía al expositor que se limitara al tema planteado.

Llegó el momento en que Gonzáles se declaró oficialmente incomprendido y dejó de lado su jocosa carrera. Pero la tecnología llegó al rescate. Internet. La posibilidad de mostrarle al mundo esa vena cómica que su círculo cercano se negaba a reconocer. Así que comenzó un blog para socializar sus habilidades burlescas y divertidas.

Ha tenido algún éxito, atrajo un número respetable de lectores. Lectores que comentan en línea. Esos comentarios evidencian la profundidad, trascendencia, alcance e importancia de unas palabras cuya única intención es hacer reír.

Pero no. Cuando Gonzáles intenta hacer una ironía, el mundo cree que es en serio. Cuando exagera algo para tornarlo risible, lo insultan por distorsionar la realidad. Las historias inventadas con finales graciosos se asumen como anécdotas reales con desenlaces  dramáticos.  Sin importar que tanto se esfuerce por evitar herir susceptibilidades, siempre que pone un protagonista en sus historias alguien se siente insultado y reacciona.


Gonzáles vive una tragedia. O en su caso, habría que decir que es una tragicomedia. Porque el hombre es un humorista al que todo el mundo se toma en serio.

jueves, 10 de marzo de 2016

Ventajas de ser hombre en el Día de la Mujer


Para ellas, el reconocimiento es más que justo. Eso es  lo primero que se debe decir sobre el tema. Y no es cierto que no exista su equivalente para el gremio masculino. Lo que pasa es que el Día de la Mujer recibe amplio despliegue, mientras que el Día del Hombre es medio clandestino. Y los  hombres deberían estar agradecidos. Porque esa clandestinidad los mantiene a salvo de una serie de efectos secundarios medio complicados que se derivan de la celebración de marras.

Por  ejemplo, al terminar el día no tienen que andar enhuesados con un montón de rosas envueltas en papel transparente, todas  iguales. Y digo enhuesados porque trate de cargar una rosa en un bus durante las horas pico sin que se desbarate. O consiga un taxi en similares circunstancias. O ande en bicicleta, moto o cualquier transporte individual. Y eso que no falta el creativo que introduce variantes peligrosas como dejar las espinas, o cambiar el solitario por un ramo. Y la homenajeada es la que debe lidiar con su cargamento vegetal en medio del transporte público.

Y hablando de creativos en materia de floricultura, una tendencia  más peligrosa ha ido haciendo carrera. Las rosas son frágiles, pero por lo menos son pequeñas.  Algún genio tuvo la idea de pasar a las ligas mayores como los crisantemos, los lirios o los girasoles. Y sí, con tallo y todo. Para  aquellos cuyo fuerte no está en la botánica, les recuerdo que cada flor de las mencionadas tiene tremendo tallo, cuya extensión es comparable a la de un brazo humano. Ese es el regalito que se debe cargar en un bus atestado camino a casa, junto con la cartera, el paraguas y el celular.

Otra ventaja de los hombres en materia de regalos encartadores tiene que ver con los donantes. Ellos no deben lidiar con los (bueno, para su caso sería las) oportunistas del Día de la Mujer. Aquellos compañeros de planta, oficina, taller, aula, cocina o similares cuyas intenciones trascienden lo laboral pero no clasifican para la dama de turno. Ellos  aprovechan la fecha para invadir las zonas de seguridad. Ese día dan regalos, mandan mensajes, hacen invitaciones, ponen a consideración propuestas decentes e incluso de las otras. Cualquier otro día, para la homenajeada en mención es fácil ignorar, poner en su sitio o deshacerse del sujeto. Pero cada 8 de marzo toca aguantárselos.

A los hombres tampoco les organizan eventos diseñados con la mejor intención, pero no siempre con los mejores resultados. No tienen que asistir a almuerzos demasiado  elegantes para su gusto tradicional, o demasiado típicos para su gusto  elegante. No deben aguantarse ni el discurso de ese jefe excesivamente creativo mientras se enfría la sopa, ni el acoso camuflado en homenaje de algún mando medio pasado de tragos, ni ciertos espectáculos artísticos de bajo presupuesto y discutible gusto.

Tampoco es común que al final del día, -independientemente de la floricultura comentada  en los primeros párrafos- dispongan de una dotación de dulces, chocolates, colombinas, chicles, maní, caramelos que atentan tanto contra sus niveles de glucosa, como contra aquella dieta que bastante esfuerzo les ha costado.

Así que, como hombre, con algo de retraso, le deseo a todas las lectoras de este blog un Feliz Día de  la Mujer, que de manera justa e inobjetable reconoce el maravilloso aporte que como amigas, compañeras, parejas, madres le hacen a la vida, y al personal ubicado  al otro lado de la cuestión de género.


Y, por favor, no me lo vayan a retribuir. 

martes, 8 de marzo de 2016

La ciencia según Martínez


En tiempos en los que la juventud permitía los excesos, Martínez esbozó la primera de sus teorías. Como el hombre se pasó de tragos en más de una ocasión,  muchas veces terminó “arrojando violentamente por la boca lo contenido en el estómago”.

Para precisión de los lectores el acto descrito corresponde al verbo vomitar. Sin entrar en descripciones detallada del resultado, hay que mencionar una constante. Pequeños trozos  de zanahoria  aparecían en el producto de la desagradable acción. Como en muchas ocasiones Martínez no recordaba haber consumido el susodicho vegetal horas, días, semanas o meses antes de la  juerga alcohólica respectiva, la presencia de la raíz comestible le agregaba un toque de misterio al asunto.

Pero este caballero solucionó el enigma con una hipótesis radical. Si el vómito siempre contiene  zanahoria es porque tenemos un cultivo de zanahoria en el estómago. Así nació la “Martinología”, disciplina científica que mediante afirmaciones tan concluyentes como especulativas descifra los fenómenos inexplicables de la vida cotidiana. A continuación, algunas de sus premisas.

1.- Los duendes existen y se manifiestan escondiendo las llaves de la casa o el carro cuando tenemos afán por salir hacia alguna parte.

2.- Los seres humanos poseemos un magnetismo que atrae de manera inexorable justo a las personas que no queremos ver.

3.- Dejar el paraguas en la  casa genera lluvias. Sacarlo atrae el sol.

4.- Los teléfonos celulares tienen un circuito integrado que  agota la batería los días en que esperamos una comunicación urgente o tenemos que hacer una llamada ídem.

5.- Los  almacenes cuentan entre su personal con un equipo de funcionarios cuyo trabajo consiste en: 1.- Establecer nuestras necesidades. 2.- Asegurarse de que el día que vayamos a hacer una compra haya un solo producto en existencia y 3-. Traer un cliente que adquirirá ese único producto justo antes que nosotros.

6.- Los documentos pueden, por lo menos una vez durante su existencia, moverse por sí mismos. Y utilizan esta facultad para deslizarse por fuera del maletín el día que debemos presentarlos para cerrar un negocio.

7.- Los ingenieros a  cargo de las redes internas de los bancos y otras  instituciones donde se hacen diligencias manejan un programa que detecta cuando visitamos sus instalaciones o nos conectamos a su red de servicios en línea, con el fin de que justo en ese momento se caiga el sistema.

8.- Cada vez que llueve  con suficiente fuerza, el conductor de una camioneta se parquea a dos cuadras de un sitio por el que usualmente pasamos. Tiene un cómplice que le avisa cuando  nos dirigimos al punto en mención para que se ponga en movimiento y pase a toda velocidad sobre un charco para salpicarnos.

9.- El día en que nacimos, se abrió un expediente que se distribuiría  en todas las instituciones educativas por las que pasamos con el fin de asegurarse que habría algún conocimiento específico que  nunca recibiríamos adecuadamente. La copia final de ese expediente se le entregará al encargado de escoger el personal de la empresa que nos ofrecerá  el mejor empleo de nuestra vida, con el fin de que incluyan el  conocimiento mencionado dentro de los criterios de selección.

10.- Los despachadores de las rutas de buses reciben un memorando en el cual se detallan las rutas que nosotros vamos a utilizar, con el fin de reducir su frecuencia al mínimo posible.

11.- Algunos amigos, el psicólogo, los compañeros de oficina, los profesores y la pareja de Martínez se reúnen periódicamente para decidir cuál le dirá, y en qué tono, que sus teorías son un poco paranoicas.


jueves, 3 de marzo de 2016

Ojala hubiera sido así


Son adolescentes. Se les ocurre una de esas ideas cuya estupidez solo se hace evidente a medida que pasan los años. Volarse del colegio durante el recreo por la cerca ubicada detrás del salón de música . Y así lo hacen: primero el Gordo, luego el Flaco Barinas, después el Feo Calero. Pero cuando le toca el turno a  Bonilla, algo lo detiene.

Nunca se supo quien los había delatado, pero la siguiente escena es en la rectoría, con padres a  bordo. El prefecto de  disciplina enumera la larga lista de violaciones al reglamento; salir del colegio, invadir propiedad ajena,… Y cuando algún progenitor intenta defender a su hijo, pone como ejemplo a Bonilla: “Ellos sabían lo que hacían. Y pudieron echarse para atrás, como lo hizo este muchacho”.

A este muchacho no lo dejan hablar para explicar por qué no atravesó la cerca. Justo en ese momento se le cayeron las gafas y, mientras las buscaba, llegó el prefecto.  Tampoco es que se esfuerce mucho por decirlo, pero si le hubieran preguntado hubiera dicho la verdad.  Pero como los adultos presentes no necesitan verdades sino ejemplos, nadie parece interesado en conocer detalles.

Muchos  años después, en la universidad, un pequeño grupo de estudiantes protesta. La intervención de la Policía termina con detenciones, que a la vez convierten en masiva la pequeña manifestación. A la causa terminan adhiriendo jóvenes de múltiples facultades e instituciones, grupos políticos y organizaciones, mientras que la opinión pública se inclina mayoritariamente a favor de los detenidos. Uno de ellos es Bonilla, quien llegó al sitio para cobrarle a uno de los protestantes la plata que le debía por la venta de una bicicleta. Justo en ese momento apareció la Policía y se llevó a todos los presentes. Y aunque Bonilla le cuenta eso a todos los que preguntan, quienes no lo hacen siempre son más, de manera que su nombre queda inscrito en la lista de los valientes.

Esta aureola de héroe para quien simplemente está en el lugar equivocado a la hora precisa reaparece periódicamente.  Hay algo mítico en la manera como Bonilla "prefirió" quedarse trabajando con el proyecto social de una ONG, pese a la jugosa oferta económica de una multinacional. Principios antes que dinero, dicen sus admiradores cuando narran la historia. Si él está presente, narra lo que de verdad pasó. Estaba listo para firmar pero faltaban documentos, y mientras fue por ellos le dieron el puesto a un recomendado. Pero, nuevamente, pocos quieren escuchar esos detalles.

Como el día en que se quedó dormido y no llegó a firmar la carta de apoyo al alcalde corrupto, promovida con fines políticos. O cuando se equivocó de fecha y no fue a la fiesta de bienvenida al nuevo jefe, situación interpretada por los demás como un ejemplo de dignidad.  Una vez abandonó la sala de reuniones para ir al baño antes de que el líder, en tono dictador y prepotente, advirtiera que quien no estuviera con él debía retirarse. Y para ratificar su punto de vista –equivocado, como lo demostraron los hechos– cerró la puerta con llave. Bonilla no pudo entrar, el error le costó millones a la empresa y él quedó como el único que se había atrevido a cuestionar la decisión errónea.

Hay que repetirlo, él nunca ha distorsionado la realidad cuando le han consultado sobre los hechos. Ahora,  ya jubilado, de vez en cuando se encuentra con alguien que lo felicita en tono entusiasta por alguno de los mitos que se han forjado alrededor de su persona. Consciente de que está a punto de traumatizar a su interlocutor, toma aire, lo mira directo a los ojos y le dice: “Ojala hubiera sido así, pero la verdad es que"...

    

martes, 1 de marzo de 2016

Ella se acariciaba el cabello


Guillermo el Conquistador lo reconoció, tiempo después, mientras discutía detalles técnicos con el dermatólogo. Existían antecedentes (*), por supuesto. Pero no sabía donde.  ¿Dónde que? Donde había  leído que si una  mujer jugaba con su cabello, era una actitud consciente o inconsciente de coquetería.

Alguien podría decir que si el hombre creía eso, era porque quería creerlo. Sin esa creencia, y en un bus tradicional, nada hubiera pasado. Como ya hablamos de la parte sicológica, pasemos al diseño automotriz. El vehiculo de transporte masivo tenía parte de su silletería en desorden. Gracias  a esta disposición, cuando Guillermo se sentó quedó justo frente a la  joven dama.

Joven, bonita, sexy… ¿Era necesario decirlo?  Él la miró y después desvió sus ojos para evitar situaciones incómodas. Sin embargo, la visión periférica le permitió captar una especie de patrón.  Ella jugueteaba constantemente con su…¡sí! con su cabello.

No era solo la mano apartando los rizos de los ojos. Era la caricia en la coronilla, el movimiento de cabeza, el peinado simulado que recorría la melena desde la raíz hasta  la punta. Y por el particular diseño del bus, Guillermo notó que si había un destinatario del espectáculo capilar, tenía que ser él.

Así que todo estaba dado para lanzar el contraataque. Lo primero que se le ocurrió fue  utilizar el mismo código. Desafortunadamente, autoacariciar su cabeza no se veía muy seductor que digamos. Lo siguiente fue sacar pecho en la silla, hasta que un bache en la ruta le sacó el aire y lo dejó con un largo acceso de tos.  Intentó una sonrisa seductora que no percibió respuesta, aunque tampoco rechazo.

La viejita llegó al rescate. Se acababa de subir al bus. A un bus lleno de puestos vacíos. Guillermo insistió en cederle el suyo. Bueno, la agarró del brazo y la arrastró para que se sentara donde él estaba. Una vez de pie,  miró a todos  lados como quien no quiere  la cosa hasta "notar" el espacio libre –espacio libre  previamente detectado– en la silla ocupada por la mujer del cabello coqueto . Puso cara de “ve, sí había puestos” y se sentó al lado de la dama de marras.

Lo siguiente era iniciar conversación. Parecía fácil.  No lo era.  No se le ocurría qué decir. Mientras  tanto,  el conductor cayó en cuenta de que estaba colgado de tiempo y aceleró, con la consiguiente sucesión de frenazos que acercaron brevemente a los compañeros de silla. Finalmente se le ocurrió el comentario adecuado, pero segundos  antes de hablar ella hizo lo que tenía que hacer. Se bajó del bus. Mientras se alejaba por la calle, Guillermo la siguió con la mirada. Seguía jugueteando con su cabello. ¿O se estaba rascando?

Sí, se estaba rascando. Como lo había hecho de la manera más disimulada posible mientras estuvo en el automotor. Como empezó a hacerlo un par de horas más tarde Guillermo, cuando los piojos comenzaron a hacerse sentir.  Los mismos bichos que en la mañana invadieron la cabellera de la dama en mención, y se pasaron a donde Guillermo durante el breve momento en que compartieron silla y frenazos.

No era una cuestión de coquetería. Era un problema de dermatología. 


                          Tres son confusión