jueves, 28 de abril de 2016

Adiós hermano paraguas


Adiós hermano paraguas. Al fin nos has dejado para siempre. Ya no permanecerás olvidado en casa durante los días de lluvia, ni nos acompañarás, con el maletín, el abrigo, el impermeable, las hojas sueltas y las muestras gratis en las largas caminatas bajo el sol inclemente.

Se acabaron esas búsquedas en buses, oficinas, salas de cine, museos, restaurantes y cafeterías donde en más de una ocasión quisiste iniciar vida independiente, y me abandonaste de momento, pero siempre esperaste paciente que te recogiera de nuevo.

Terminaron esas maravillosas sesiones de lucha libre en plena calle, cuando yo deseaba abrirte y tu te oponías de manera contumaz v agresiva, aunque, no lo puedo negar, recursiva.
           
Entonces torcías tus alambres, enredabas tu mecanismo o te abrías improvisando formas nuevas con trozos de tela colgante, los cuales, aunque innegablemente creativos, eran absolutamente inútiles para protegerse de la lluvia.

Porque, ¿recuerdas? eso siempre lo hacías cuando había lluvia de por medio. Y también es mérito elogiar tu personalidad, pues pese a la gran cantidad de insultos e imprecaciones (algunos de ellos no publicables) que lanzaba en tu contra, no te amilanabas, seguías enredado tercamente hasta que la lluvia amainaba.
           
Entonces era cuando, con una increíble docilidad reasumías tu posición oficial..

Claro que tus habilidades para el combate no se limitaban al anterior aspecto. También, cuando eras utilizado por la pequeña Yineth, te convertías en el terror de ojos ajenos. Era entonces cuando tus salientes atacaban sin compasión las caras de desprevenidos transeúntes.

Pero ya llegó tu hora final. La tela ya no da para más remiendos, los alambres, viejos y oxidados, no resisten un refuerzo más. El mango está descascarado hasta tal punto que ya la abuela no puede usarlo para amenazar a los nietos que se portan mal.

Así que serás reemplazado por un joven de esos made in Taiwan. Y descansarás en paz en la caneca de la basura. Hermano paraguas, solo resta desearte que asumas la cobertura de la eternidad.


martes, 26 de abril de 2016

Sí se lo puede perder


Alex –como lo llaman sus hermanos–  no estuvo en el concierto de los Rolling Stones. Curiosamente, todavía respira. Sigue madrugando puntualmente para ir a trabajar, paga sus cuentas, vive en el mismo lugar y desayuna, almuerza y come todos los días.

Don Alejandro –tratamiento respetuoso de los novios de sus hijas– nunca va a las ferias del libro. Tampoco asiste a las funciones del festival de teatro salvo algún encuentro no planeado en centro comercial. O en parque público. Sin embargo, la información disponible señala que sus signos vitales permanecen estables. Además, no han ocurrido situaciones negativas en su entorno familiar que guarden relación directa comprobada con su reticencia frente a estos eventos.

Alejo –denominación tradicional del grupo de amigos con quienes periódicamente comparte billar y una que otra cerveza– brilla por su ausencia en los restaurantes de moda. En fines de semana o circunstancias especiales ordena domicilio de algún negocio cercano a su casa. Puede ser la versión local de alguna cadena internacional, o un restaurante independiente de comida china.  Pese a eso, su círculo cercano de vecinos  y amigos ha permanecido más o menos estables a lo largo de los años.

El ingeniero Alejandro –como se refieren a él en su entorno laboral-  ignora de manera constante y sistemática los eventos, espectáculos, festivales, presentaciones artísticas, exposiciones que se programan en la ciudad, simplemente porque él usa su tiempo libre de otra  manera. Tampoco incluye en su guardarropa esas prendas que de acuerdo con los mensajes publicitarios o recomendaciones autorizadas no pueden faltar en el closet del hombre actual. Aun así, observaciones empíricas permiten asegurar que su estatura no  ha  variado, su rostro sigue siendo reconocible y todavía tiene dos piernas, dos  brazos, una nariz, dos orejas y un ombligo.

Ale –apelativo cariñoso que data de sus tiempos de novios, de uso exclusivo por parte de su esposa- escucha radio, consulta información en internet durante la semana e impresos los sábados y domingos. Ve el noticiero de televisión por la noche cuando su horario se  lo permite. Un cuidadoso seguimiento a sus actividades diarias permite afirmar que estas no guardan relación con aquellas que son calificadas como imperdibles por esos medios de comunicación. Y no hay consecuencias visibles o evidentes. Ni de las otras.

Esos eventos, productos, lugares o acciones que no forman parte de las rutinas de Alejandro son, -de de acuerdo con los informadores, expertos o publicistas de turno- esenciales. Indispensables, ineludibles, forzosas, necesarias.  Constantemente advierten que no se las puede perder. Que tiene que asistir. Que son oportunidades que no es aceptable desaprovechar. Que hay que ir. Sí o sí.

Que vaina que existan tipos como Alex, quienes ignoran estos parámetros fundamentales para una vida feliz. Son inaceptables personajes como el ingeniero Alejandro, los cuales se nieguen a dejarse guiar sobre lo que es básico para ellos. Pero lo más incoherente del comportamiento de Alejo es que su actitud irresponsable y gregaria parece no tener consecuencias. De hecho, no las tiene.

Él no es del tipo que se complica la vida con disquisiciones profundas. Pero es demostrable y verificable que no importa lo que digan las redes sociales, los  periodistas, los locutores, los personajes de moda, los noticieros y los intelectuales.

Usted sí se puede perder lo que “nadie se puede perder”.

Y no pasa nada.


jueves, 21 de abril de 2016

Jose Amílcar y Jairo me persiguen


Apareció por primera vez hace 18 años, cuando yo dictaba clases de Normas Técnicas. El centro docente respectivo decidió prescindir de mis servicios, y, para evitarme el impacto de una notificación cara a cara, tuvo el detalle de informarme su determinación mediante carta.  Sin embargo tuve que acudir a la venerable institución para confirmar mi despido, porque el destinatario de la misiva resultó ser un tal Jose Amílcar.

Y yo me llamo Jaime Amílcar. Jaime en homenaje a un tío materno, y Amílcar por cuenta de un primo de mi papá, quien se perdió en la selva en vísperas de mi nacimiento. Su desaparición es algo que debo agradecer, porque me cuentan que la idea era bautizarme Sixto (disculpe usted don Sixto, pero me quedo con Amílcar).

Durante muchos años compartir nombre con Amílcar Barca, padre de Aníbal (legendario guerrero de tiempos antiguos) no me avergonzaba, pero tampoco lo promocionaba mientras no fuera absolutamente necesario.  Pero alguna vez se me ocurrió firmar una nota periodística con mi segundo nombre. Y de ahí en adelante usé los dos, cada uno por su lado o combinados.

Otro tanto hacen mis conocidos, quienes insisten en sumar a mis apelativos el Jose Amílcar. Lo invocan personas que no se conocen entre ellos –y posiblemente jamás lo harán–. Pero de manera espontánea llaman a mi teléfono y preguntan “¿Hablo con Jose Amílcar?  Así pasó con el científico que entrevisté. O el celador de un edificio donde viví. (Don Jose Amilcar, le llegó este sobre). O el jefe que habló media hora de lo que tenía que hacer Jose, lo cual no me  importaba, hasta que caí en cuenta de que Jose era yo. 

La  distorsión nominal es un efecto inmediato. Saludo, me presento con mis dos nombres, y tres minutos después el interlocutor de turno se dirige a mí como Jose Amílcar. Sin dudarlo. Le hago la corrección y días después recibo un correo electrónico que comienza, “Hola Jose Amilcar, necesito que…”

Jairo, por lo menos, tiene una explicación fonética. ¿Cuál Jairo? Vengan les explico. Me pasa mucho que me preguntan mi nombre y solo doy el primero… mejor escuchemos una conversación que empieza así:

- Hola, por favor me comunica con el doctor.
- Quien lo llama.
- Jaime.
- Claro que sí don Jairo, espere un momento.
- Jaime.
- ¿Qué?
- Que yo me llamo Jaime.
- Ah, disculpe don Jairo.

Eso pasa por teléfono y en persona. Reconozco que la vocalización no es mi fuerte, pero he hecho pruebas y puedo dar fe de que con los dientes apretados, la boca semicerrada, la lengua pegada al paladar: con diferentes interferencias como ruido ambiente, zumbidos en el teléfono o cantantes de rock ensayando al fondo Jaime puede sonar como Jairo, pero como Jose, nunca.

Ni Jose como Jaime. Así que solo me queda preguntar.

¿Quién carajos es Jose Amílcar?

jueves, 14 de abril de 2016

El sublime arte de no ceder la silla


Él es un joven de esos que llaman milennial. Ella es una  madre trabajadora que reparte su vida entre obligaciones laborales y deberes domésticos. El tercero labora en construcción, desde bolear ladrillo hasta nivelar, empañetar y pintar. La otra ella no trabaja, pero pasa el día por la ciudad apoyando a sus hijos y nietos en diligencias personales. El que sigue es mucho más joven, aún no ha terminado colegio y todo su mundo pasa por el teléfono móvil. Más o menos por su rango de edad está ella, quien utiliza la tecnología para comunicarse pero, sobre todo, para escuchar música.

Pongámosles nombres. Al primero lo llamaremos Lector. A la segunda Pensadora. Al tercero Trabajador. A la cuarta Mensajera. Al quinto Joven y a la sexta Chica. Tienen un elemento en común: todos usan el transporte público.

Hablamos de la versión moderna. Transmilenios es el nombre genérico, con variantes en cada ciudad: Transmetro, Metrolínea, Metrocali… Buses elegantes, carriles exclusivos o semiexclusivos, paraderos fijos, pago con tarjeta y sillas marcadas, identificadas con un color diferente, para poblaciones en condiciones especiales. Incluyen a mujeres embarazadas, usuarios de tercera edad, personas con discapacidades, y niños de brazos acompañados del dueño o dueña de los brazos.

Los seis de esta historia no entran en ninguna de las categorías. Sin embargo, otro elemento común es que al subirse su respectivo bus se sientan en la primera silla que encuentran. Sin mirar color o destinación específica. Y cuando esa silla es de color especial, hacen todo lo que está a su alcance para no cederla. No es que sean patanes  o groseros. Ante una sugerencia o solicitud directa, se ponen de pie. Su estrategia consiste en aislarse del universo para que nadie les haga la propuesta, o para poder alegar de forma razonable que no se dieron cuenta.

Nunca miran el pasillo. Sus ojos se fijan en un frente incierto o en el panorama al otro lado de la ventana. Se enfrascan en alguna actividad que los desconecta del mundo real de manera evidente, para desalentar a quienes reclamen su derecho a la silla especial, o a los espontáneos que claman por “¡una silla para la señora con el bebé!”.

Lector, por supuesto, está concentrado en algún libro, generalmente con títulos relacionados con solidaridad, responsabilidad social o vida en comunidad. Pensadora tiene el don de estar ahí pero transmitir la imagen clara de que se encuentra en otra parte mientras reflexiona sobre lo poco comprensivos que son su jefe y sus hijos.

Trabajador, en cambio, está sentado en la silla especial y claramente no le importa hasta que alguien le diga lo contrario. Mensajera aprovecha su aspecto externo para alegar tácitamente derecho a la silla especial. Joven chatea rabiosamente desde su smartphone, muchas veces ejerciendo como indignado ante alguna tragedia ocurrida en el otro lado del mundo y Chica vive en el planeta del sonido,  sorda ante cualquier estímulo externo.

Su capacidad de aislamiento es envidiable. La viejita de turno cargada de paquetes, la  señora con mellizos en brazos,  el anciano con caminador, el accidentado con muletas y brazo en cabestrillo, la barriga de 7 meses pueden estar justo a su lado pero, mientras no haya petición directa,  no habrá reacción.  No son malos. Simplemente llevan al extremo su comportamiento distraído ignorando este deber cívico, responsabilidad social o acto de elemental urbanidad porque, en el bus, es mejor estar sentado que de pie.

martes, 12 de abril de 2016

Historias de películas lejos de casa. Las buenas noticias


Años atrás, ir a cine era uno de los mejores programas. Al traspasar el umbral de la sala, solo o acompañado, la realidad desaparecía durante tres horas mientras el asistente se sumergía en un mundo de sueños, de aventuras, de humor, de romance. Era un ambiente diseñado para establecer la relación ideal con la historia en pantalla. Oscuro, silencioso y personal.

Ah, y muy barato. Durante mucho tiempo estuvo sometido a control de precios. Esto significa que el gobierno de turno definía el precio de la boleta. La memoria de quien escribe esto (modelo 62) recuerda entradas de 5.50  (sí, cinco pesos con cincuenta centavos) que tuvieron un alza “escandalosa” a 6.60.

Igual que ahora, los teatros contaban con ventas internas de pasabocas, a precios ubicados en algún punto entre caros, especulativos y abusivos. Pero no había problema. Un personaje infaltable en la puerta de los teatros era el puesto de dulces que le montaba  competencia a la tienda interna.  Todos “sabíamos” que ese era más barato que comprar  adentro. Ahora que lo pienso, no recuerdo nunca haber comparado precios, o alguna investigación que sustentara dicha afirmación. Pero lo que sí tengo claro es que no existía ese letrero medio amenazante  que nos  ha convertido a algunos en traficantes de chocolatinas y paquetes. Me  refiero  al de “Prohibido entrar comida”.

Las películas duraban semanas, y hasta meses, en cartelera.  No cómo ahora, cuando promocionan una película seis meses y permanece dos días en exhibición.
  
Sí, había filas  gigantescas. Existían porque los teatros eran gigantescos. Algunos fueron convertidos, con el paso del tiempo, en multiplex con cinco o seis salas. Circularon leyendas sobre espacios que más allá de la popularidad de la película o la abundancia de público jamás se llenaron, porque no había gente pa tanta cama.

El barrio tenía su propio cine. Ideal en horarios complicados como la nocturna o como alternativa pantallera para la vida de calle, junto con el partido de banquitas, la conversación en la esquina y las empanadas de la tienda de doña Ruth.

Todas las vitrinas de los teatros exhibían en fotos escenas de las películas. Incluso de aquellas dirigidas al público adulto, lo cual permitió a mi generación asomarse al mundo prohibido antes de tiempo, hasta que alguna ministra de Comunicaciones cortó de raíz ese espectáculo indecente y, lo más peligroso, gratuito.

Ese cine para adultos –“por no” dejar de mencionar el tema- generalmente compartía modalidad con otros espectáculos más familiares: era rotativo. Esto significaba que por el precio de una boleta, podíamos  pasar el día completo en la respectiva sala, viendo, generalmente, dos películas –o hasta tres, no estoy seguro–. La oferta normalmente contaba historias de un personaje o grupo social  (karatecas, vaqueros, romanos, soldados,  policias), que intercambiaban golpes y municiones con algún equivalente (karatecas, vaqueros, romanos, soldados, ladrones) con suficiente saña y constancia como para que las tres primeras filas tuvieran que esquivar balas y golpes.

Al final ganaban los  buenos que, por cierto, solían estar claramente diferenciados de los malos. Al final ganaban los asistentes que, pese a las largas filas, a los problemas para obtener un buen puesto, o a las salidas en pareja con una tercera persona se gozaban el filme de turno.

Esas eran las historias de película lejos de casa

jueves, 7 de abril de 2016

Historias de películas lejos de casa. De profesión candelero


Un personaje común entre el público de las películas de antes hoy, a duras penas, forma parte del recuerdo. Pista. Era el número tres. Para ubicarlo, es importante señalar que las visitas del novio a su pareja no siempre fueron como actualmente. Es decir, a cualquier hora. Y en la habitación. Y con la puerta cerrada. Hubo un tiempo en el que esas mismas visitas implicaban horarios estrictos bajo supervisión directa de los padres o su delegado. Las demostraciones de cariño se limitaban a castos besos de saludo y despedida. Y cogida de mano. A veces.

Para acceder a algo más interesante había dos opciones. Casarse o buscar un ambiente que proporcionara cierta intimidad. Ahí volvemos a las salas de cine. Ir a ver una película y cuando apagaran la luz… era todo un proceso. Primero,  la invitación. El que invitaba era el novio. Luego la novia pedía permiso a sus padres. Existía un modelo donde se integraban los pasos y el novio invitaba a los padres… a que le dieran permiso a la hija.

Con la petición podían pasar tres cosas. La peor era una negativa. La más peor era que los padres respectivos se  interesaran en ver la película y convirtieran la cita de pareja en paseo.  Novio y novia terminaban compartiendo oscuridad con papá, mamá, hermanos, hermanas, primas, tías y tíos. Y de aquello, nada.

Pero no siempre la solicitud se convertía en plan familiar sino en actividad de pareja. De pareja de tres. Alguien debía acompañarlos. El candelero. Presupuestalmente no había problema. El respectivo padre, de buena gana, asumía los costos. Pero eso le generaba fama de tacaño al novio así que lo recomendable era presupuestar este gasto. Además, a veces incluía  rubros adicionales, por ejemplo el soborno, como veremos más adelante.

La nómina directa de candeleros de tiempo completo eran los hermanos o hermanas. También estaba siempre disponible la tía que había alcanzado cierta edad sin contraer matrimonio. La nómina variable –el outsourcing– incluía primos y primas, otros parientes y, en estratos sociales altos, empleados o empleadas que prestaban servicios en el hogar.

Para efectos de los intereses de la pareja, la nómina variable era la más conveniente. Se trataba de personas que, de un momento para otro, se ganaban la opción de ver una película  gratis y que, una vez dentro del teatro, poca atención le prestaban a su entorno.

Con la tía célibe no había términos medios. O guardiana implacable, o alcahueta. Los hermanos contemporáneos o mayores podían ignorar ciertas cosas,  en proporción directa a su simpatía hacia el novio de turno.  Las hermanas normalmente ignoraban todo, porque hoy por ti, mañana por mí.

El más complicado era el hermano menor. Este venía previamente entrenado por los padres sobre lo que debía evitar y, más importante aún, notificar. La buena noticia era que este vigilante implacable era fácilmente sobornable. Una chocolatina, unos dulces, una buena dosis de crispetas, (y en casos extremos ropa, juguetes o hasta efectivo) garantizaban ceguera selectiva y, más importante aún, silencio.

El mundo evoluciona, lo que la moral antes sancionaba hoy en día forma parte del paisaje. Ya no existen aquellos enviados especiales a las salas de cine para garantizar, con su presencia, que las cosas no pasaran a mayores entre las parejas cuando se apagaba la luz. Y hablando de luz, les decían “candeleros”.

martes, 5 de abril de 2016

Historias de películas lejos de casa. La batalla de los puestos


Antes de que el cine desarrollara sus versiones caseras, la gran mayoría de los usuarios iba a los teatros. Esto implicaba dos filas, una para comprar boletas y otra para entrar. En ellas no faltaba un curioso personaje. Hacía la cola de entrada. Comenzaba a moverse con todos cuando habilitaban el ingreso pero,  justo cuando llegaba a la puerta se hacía a un lado, dejando pasar a quienes venían detrás. Algunas veces permanecía ahí, a un ladito y en otras se iba hasta el final de la hilera y repetía el proceso.

Se trataba del respaldo de la fila de entrada. Mientras sus coequiperos libraban la batalla para adquirir tiquetes, él iba ganando tiempo con el fin de poder entrar rápidamente al teatro. Pero como cada cola tenía su propio ritmo, solía pasar que mientras él alcanzaba su meta, los de las boletas a duras penas avanzaban. Así que la opción era, como se dice ahora, dar un paso al costado.

Esta combinación de formas de lucha tenía una justificación. No existían las localidades numeradas. Quien entraba primero cogía las mejores ubicaciones. Como los teatros eran gigantescos, las sillas que casi todo el mundo anhelaba estaban lejos de la pantalla,  hacia el centro. El “casi” eran los novios que aprovechaban la oscuridad para expresiones de cariño de esas que hoy en día se hacen a plena luz del día en cualquier sitio público. Ellos optaban por los rincones discretos y alejados.

Pero volvamos al grueso de la  población. En ese tiempo al cine se iba en patota. Y entre más grande era el grupo, más complicada la ubicación. Porque cuando la zona VIP se ocupaba, antes de irse para los puntos de baja visibilidad el plan B era  aprovechar  los claros.  Entonces papá quedaba en la silla de la izquierda, mamá a cuatro asientos de distancia, los hermanos dos filas atrás, el amigo colado arriba y a la salida nos vemos.

Claro que existía la posibilidad de reservar ubicaciones. Era un territorio semisalvaje. Los primeros que llegaban ocupaban una o dos sillas con personas y 10 más con sacos, carteras, maletines, bufandas o cualquier señal no verbal que, se supone, expresaba claramente que dicha  ubicación estaba “ocupada”.

Pero cuando el cuidador era demasiado joven, se veía demasiado débil o se distraía, no faltaba el grupo que quitaba bufandas, sacos, carteras o lo que fuera y se sentaba. Y cuando llegaban los que habían “reservado” comenzaba la batalla verbal. Que los puestos estaban guardados. Que usted no es la dueña del teatro. Que las sillas son para sentarse, no para poner cosas. Que yo llegué primero. Que páreme si puede.

La discusión podía prolongarse hasta cuando las luces se apagaban. Si en ese momento ninguno de los dos contendores había cedido, entraba en acción la presión social. El resto del teatro empezaba a chiflar a  los opositores hasta que, resignado, alguno de los dos grupos tenía que reubicarse en esos sitios donde nadie quería ubicarse.

Hablamos de los últimos lugares de los niveles superiores (había teatros con dos, incluso tres pisos). Allí  donde uno se sentía viendo televisión, y en un televisor de los pequeños. Hablamos de las primeras filas, -donde uno no veía la película, la película lo veía a uno- Hablamos de los costados y rincones donde, en el mejor de los casos, se podía ver media película por el precio de una.

Hablamos del espacio reservado a quienes habían perdido la batalla de los puestos.