Me acabo de enterar que yo soy un lumbersexual de camisa
equivocada y barba imperfecta. Primero las aclaraciones capilares. Desde la
adolescencia libré una tenaz batalla contra el vello. El vello que no salía. En
tiempos en los que la masculinidad era directamente proporcional a los hombres
de pelo en pecho, a mí me tocó ser una especie de depilado precursor. Y con
respecto al bigote pasaron muchos años antes de que la sombra debajo de mi
nariz fuera visible sin necesidad de lupa. O microscopio. Y ese tono mono que
tiende a confundirse con la piel todavía no desaparece del todo.
Sobre la barba, después de 30 años sin afeitarme finalmente algo comenzó a notarse colgando de la cumbamba. Que pareciera un ratón muerto por efectos de una aplanadora era secundario. A medida que pasaron los años la melanina hizo mutis por el foro, con lo que ha habido un cambio fundamental. Ahora lo que remata la quijada parece un ratón albino muerto. Y sucio.
De patillas y el resto de la cara se habla en chino. Aquí
chi y aquí no. Y asimétrica. Las veces que he intentado clasificar como barbudo
el resultado ha sido un archipiélago irregular de manchas capilares dispersas
por la cara. Que además tienden a crecer irregularmente. Es como si una parte
fuera pasto de estadio y otra maleza de monte.
Ni modo. En nombre de una estética mínima, toca conformarse con el
roedor fallecido.
Hablando de estética, carezco de toda autoridad moral para
referime al tema. Sobre todo en la parte de vestuario. Vivo afectado por
situación similar a la de aquel hombre al que todas las mujeres quieren vestir.
No por intereses erótico afectivos, sino sencillamente ornamentales.
No es solo por la tendencia a andar descachalandrado, por el
nulo interés en que las prendas utilizadas combinen entre sí, por el rincón
donde yace olvidada la plancha y por la práctica sistemática de remiendos con
esparadrapo. Es porque a todo lo largo de mi vida he considerado que la
obligación de vestirse queda despachada con unos requisitos mínimos de proteger
y tapar. Proteger el cuerpo del clima y los elementos, proteger a los demás de
olores molestos, y tapar lo que por ley, convenciones sociales o sentido
práctico debe estar tapado.
Y resulta que eso que yo llevo haciendo no sé cuántos años
tiene nombre, tendencia, etiqueta, tribu urbana, hashtag, grupos en redes
sociales y justificación sociológica. Que, y esta es la parte interesante, se
supone que todas esas cosas les encantan a las mujeres. Por cierto que tengo
que averiguar dónde hago el reclamo, porque mis índices de popularidad con las
damas no han registrados mayores variaciones en los últimos tiempos.
Claro que justo es reconocer que no se cumplen todos los
requisitos. Se supone que hay que usar camisa de leñador. Leñador canadiense, o
sea de cuadros y de un paño grueso. Y de esas no tengo yo. En cambio sí
dispongo de una abundante dotación de las que usan los que tumban monte por
estos lares, que es básicamente cualquier prenda de vestir (camisa, camiseta,
suerter, chaqueta) cuyo propietario no tiene la más mínima intención de volver
a lavar, coser o someter a cualquier tratamiento higiénico o de mantenimiento.
Y que pese a esos, se niega a hacer el tránsito a trapo.
La idea es que los lumbersexuales se llaman así porque en
algún idioma - podría buscar el dato preciso en internet pero me da pereza-
lumber significa leñador. Y que surgieron como una reacción a esa tendencia de
la que se habló hace alguno tiempo, los metrosexuales, donde los caballeros se
cuidaban tanto, más o mucho más en su aspecto personal que cualquiera de las
damas. Que por esos retomaron un esteorotipo de macho machote. Y que como pasa
con cualquier tendencia, antes, durante o después sirvió para que los vendedores de camisas de leñador, los
vendedores de jeans desgastados, los vendedores de botas y los expertos en
peluquear barbas se llenaran de plata vendiéndole exclusividad a los cada vez
más abundantes leñadores que no han
tumbado un árbol en su vida.
Y parece que yo soy uno de esos. Pero de bajo presupuesto.