La escena ocurre un domingo de ciclovía. Mujer y niño andan en sus respectivas bicicletas, cada una acorde al tamaño del usuario. Se presume que son madre e hijo. El niño intenta un giro, cae al piso y reacciona. Se levanta furioso y empieza a insultar y golpear la bicicleta. Casi todos los testigos ocasionales del hecho sonríen mientras la dama, en tono maternal, le dice algo así como “la bicicleta no tiene la culpa”.
El “casi” es un caballero, veterano él, al que llamaremos RMJ para proteger su identidad. También intenta sonreír pero el departamento de vergüenza propia lo detiene. Y es que RMJ carece de enemigos o conflictos con representantes la especie humana. Pero cuando se trata de objetos, eso es otra cosa.
Para no ir muy lejos, tiene entre su anecdotario una escena muy similar a la del niño con tres diferencias. La primera, que la caída no fue por un giro sino por un inesperado daño mecánico; la segunda, que los insultos fueron en un tono mucho más adulto (máquina #$%&/(/&%$#); y la tercera, que el hecho ocurrió mucho tiempo después de que RMJ abandonara su condición de niño (este año, para ser precisos).
A cualquiera le pasa. Pero no tan seguido. Y no con tan variada gama de artefactos diseñados para facilitar la vida del ser humano. Como las impresoras. Aparatos creados para poner en el papel el trabajo realizado en los computadores. En teoría. Porque en la práctica son unas máquinas #$%&/(/&%$# que se traban, se tragan el papel, se quedan sin tinta en el momento más inoportuno, no se conectan con el computador y un montón de etcéteras. Etcéteras que se han traducido en épicas batallas verbales de RMJ contra el artefacto de turno. Uno de las cuales, por cierto, transcurrió de madrugada en un apartaestudio y se prolongó tanto que el vecino debió intervenir amenazando con llamar a la autoridad competente.
Y es que cuando RMJ se emociona, desaparece cualquier noción de respeto por su entorno. Por su entorno físico, como lo atestigua el agujero de esa puerta de madera. Se encuentra en una vieja casa que alguna vez fue aquella empresa donde el sujeto comenzó su vida laboral. Eran tiempos de primeros computadores, con tecnologías incipientes que a veces se trababan, por lo que los ingenieros de turno recomendaban: guarden lo que vayan haciendo, guarden, guarden, guarden.
RMJ no guardaba, no guardaba, no guardaba y un día, justo al poner el punto final de un extenso y complejo trabajo la máquina de turno sencillamente se bloqueó. Además del acostumbrado tratamiento de máquina #$%&/(/&%$#, en algún momento la furia contra la tecnología fue tal que se desahogó con una patada en la puerta de madera. Sí, la del hueco. De allí el misterioso origen del mismo que, hasta hoy, había permanecido en secreto
Por cierto, el tema fue confidencial porque RMJ estaba solitario ese día. Porque cuando hay otras personas… da igual. Sus ocasionales compañeros laborales pronto se resignan al derroche de adjetivos contra sillas graduables que no se dejan graduar, cosedoras trabadas, cajones con problemas de cierre o apertura, ascensores que no llegan, programas de computador que no hacen aquello que se supone deben hacer y demás máquinas #$%&/(/&%$#, contra las que el tipo desahoga verbalmente sus fracasos.
Para desgracia del jefe de turno, RMJ es bueno en lo que hace. En el balance costo beneficio, aguantarse las pataletas es mejor negocio que prescindir de sus servicios. Así que como los llamados de atención simplemente aplazan la reacción ante la siguiente máquina #$%&/(/&%$#, cuando existen oficinas lejanas, aisladas y en lo posible insonorizadas, el hombre termina reubicado.
No se acaban los insultos, pero por lo menos suenan más pasito.