Como la casa tenía patio y los papás eran modernos pero no tanto, apenas Paquito creció lo suficiente le organizaron cama en ese lugar. Hablo de tiempos pasados, cuando animales y humanos compartían vida, pero no cama, ni habitación. Es bueno precisar que parte del patio disponía de una marquesina, la cual protegería a su residente oficial de la lluvia y de otros fenómenos climáticos.
El morador, por cierto, era una combinación genética digna de tesis de doctorado. Cuando llegó a la casa familiar, Paquito parecía una especie de cruce entre pastor collie, bulldog, pequinés, huskie y perro de taller. De su origen solo se conocía la llamada anónima que advirtió sobre la camada dejada en un basurero, donde fueron rescatados por voluntarios de cierta ONG que salvaba perritos abandonados.
Una donación en efectivo le permitió a la familia pasar de cero a uno en su componente canino. Como solía pasar —y creo que aún pasa— los hijos pidieron mascota y se comprometieron a cuidarla. Cumplieron su promesa… unas dos semanas. A la tercera empezaron a delegar responsabilidades y más o menos a la quinta era problema de los papás, con algún aporte ocasional de los pequeños, sobre todo para juegos.
En ese contexto vino el trasteo al patio. Una vieja caja de madera, y una selección de cobijas igualmente viejas pasaron a ser casa y cama para el can. Este tomó posesión de sus dominios, acomodó las cobijas a su conveniencia y pronto definió hora fija para acostarse y para levantarse.
El final feliz vino a dañarse por cuenta de la naturaleza. El animal comenzó a crecer, con una particularidad. Al parecer tenía algún gen de salchicha (la raza, no el alimento), porque si bien su lomo no se alejó mucho del suelo, la distancia entre cabeza y cola aumentaba día tras día.
Pronto se evidenció que la caja de madera no tenía espacio suficiente para el alargado personaje. Y entonces intervino tío multitarea. Ese pariente poseía taller propio y, más importante, la habilidad de reparar, construir, desbaratar y volver a armar una enorme gama de objetos. Y aunque nunca había hecho algo parecido, se ofreció para fabricarle a Paquito una casa acorde con su nueva anatomía.
Cuando vieron que la mascota había alcanzado su máxima extensión, el hombre puso manos a la obra. Quince días después se apareció con una especie de vagón sin ruedas ni ventanas, techo a dos aguas y una sola entrada. Un “hábitat” con espacio suficiente para que el perro se acomodará cuan largo era (literalmente). El problema no era la longitud, ni la altura, sino el ancho. Porque el constructor dejó en esa dimensión el espacio justo para que el ocupante entrara pero, una vez dentro, no tenía como cambiar de posición. De ahí en adelante Paquito pasaría sus noches viendo una pared oscura y dándole la espalda al mundo exterior.
Multitarea y Padre se dedicaron a tremenda discusión —eran hermanos, así que no era ni la primera ni la última—. El más sensible de los niños se puso a llorar y pronto fue seguido por sus hermanos. Mamá no sabía a quien tratar de calmar primero y pensó, como estrategia, que los pequeños sacaran a la mascota al parque. Así que buscó a Paquito y lo encontró estrenando domicilio, observando el mundo con su cabeza justo a la entrada de la casa.
El misterio solo se vino a resolver por la noche, porque después de su paseo diario el perro no volvió a ocupar su nueva habitación. Pero ya con la oscuridad, al acercarse la hora fija en la que siempre pasaba al mundo de los sueños repitió el ritual inventado horas antes. Ese que mantendría hasta el final de sus días.
Paquito se ubicó frente a su casa, giró con las cuatro patas 180 grados y entró, en reversa, hasta quedar perfectamente acomodado.