miércoles, 29 de mayo de 2024

Ergonomía para cuatro patas


Como la casa tenía patio y los papás eran modernos pero no tanto, apenas Paquito creció lo suficiente le organizaron cama en ese lugar. Hablo de tiempos pasados, cuando animales y humanos compartían vida, pero no cama, ni habitación. Es bueno precisar que parte del patio disponía de una marquesina, la cual protegería a su residente oficial de la lluvia y de otros fenómenos climáticos.

El morador, por cierto, era una combinación genética digna de tesis de doctorado. Cuando llegó a la casa familiar, Paquito parecía una especie de cruce entre pastor collie, bulldog, pequinés, huskie y perro de taller. De su origen solo se conocía la llamada anónima que advirtió sobre la camada dejada en un basurero, donde fueron rescatados por voluntarios de cierta ONG que salvaba perritos abandonados.

Una donación en efectivo le permitió a la familia pasar de cero a uno en su componente canino. Como solía pasar  —y creo que aún pasa— los hijos pidieron mascota y se comprometieron a cuidarla. Cumplieron su promesa… unas dos semanas. A la tercera empezaron a delegar responsabilidades y más o menos a la quinta era problema de los papás, con algún aporte ocasional de los pequeños, sobre todo para juegos.

En ese contexto vino el trasteo al patio. Una vieja caja de madera, y una selección de cobijas igualmente viejas pasaron a ser casa y cama para el can. Este tomó posesión de sus dominios, acomodó las cobijas a su conveniencia y pronto definió hora fija para acostarse y para levantarse.

El final feliz vino a dañarse por cuenta de la naturaleza. El animal comenzó a crecer, con una particularidad. Al parecer tenía algún gen de salchicha (la raza, no el alimento), porque si bien su lomo no se alejó mucho del suelo, la distancia entre cabeza y cola aumentaba día tras día.

Pronto se evidenció que la caja de madera no tenía espacio suficiente para el alargado personaje. Y entonces intervino tío multitarea. Ese pariente poseía taller propio y, más importante, la habilidad de reparar, construir, desbaratar y volver a armar una enorme gama de objetos. Y aunque nunca había hecho algo parecido, se ofreció para fabricarle a Paquito una casa acorde con su nueva anatomía.

Cuando vieron que la mascota había alcanzado su máxima extensión, el hombre puso manos a la obra. Quince días después se apareció con una especie de vagón sin ruedas ni ventanas, techo a dos aguas y una sola entrada. Un “hábitat” con espacio suficiente para que el perro se acomodará cuan largo era (literalmente). El problema no era la longitud, ni la altura, sino el ancho. Porque el constructor dejó en esa dimensión el espacio justo para que el ocupante entrara pero, una vez dentro, no tenía como cambiar de posición. De ahí en adelante Paquito pasaría sus noches viendo una pared oscura y dándole la espalda al mundo exterior.

Multitarea y Padre se dedicaron a tremenda discusión —eran hermanos, así que no era ni la primera ni la última—. El más sensible de los niños se puso a llorar y pronto fue seguido por sus hermanos. Mamá no sabía a quien tratar de calmar primero y pensó, como estrategia, que los pequeños sacaran a la mascota al parque. Así que buscó a Paquito y lo encontró estrenando domicilio, observando el mundo con su cabeza justo a la entrada de la casa.

El misterio solo se vino a resolver por la noche, porque después de su paseo diario el perro no volvió a ocupar su nueva habitación. Pero ya con la oscuridad, al acercarse la hora fija en la que siempre pasaba al mundo de los sueños repitió el ritual inventado horas antes. Ese que mantendría hasta el final de sus días. 

Paquito se ubicó frente a su casa, giró con las cuatro patas 180 grados y entró, en reversa, hasta quedar perfectamente acomodado.

miércoles, 22 de mayo de 2024

Herencia


Tengo una teoría. Lo que nos hacía reír cuando éramos niños, nos parecía ridículo durante nuestra adolescencia, nos avergonzó públicamente en nuestra juventud y permaneció olvidado en la primera fase de nuestra madurez forma parte de lo que somos ahora... o de lo que seremos en algún tiempo.

Obviamente, hablo de las mañas paternales, heredadas de algún abuelo, que las heredó del bisabuelo y así sucesivamente hasta algún chibcha o chapetón de milenios pasados que también tenía la costumbre de rascarse detrás de la oreja mientras conversaba.

Y es que en materia de herencias, uno puede perder la casa, el carro y los muebles, pero nunca dejará de recibir las mañas. Por eso es que discutimos de una manera terca y atravesada con el terco y atravesado de papá; y nos divierte la manía de mamá de reutilizar el papel de regalo, aunque en la casa tenemos una caja alimentada por envoltorios de las pasadas cuatro navidades.

A continuación una lista, claro que incompleta, de comportamientos que vimos, rechazamos, olvidamos, y, sin darnos cuenta, incluimos en nuestro diario vivir, muchas veces adaptados a los tiempos modernos.

1. Sorber la sopa o soplar la cuchara cuando está muy caliente para nuestro paladar.

2. Regañar en la mesa a quienes sorben la sopa o asumen cualquier comportamiento similar que tuvimos, tenemos o —ténganlo por seguro—, tendremos.

3. Hablar mientras se ven programas de televisión en familia, actividad que, si bien se ha reducido por cuenta de las pantallas individuales, al mismo tiempo se ha ampliado con opciones como tvcable, video doméstico,  streaming y las diversas y creativas formas de piratear señales o contenidos.

4. Salir a hacer compras cerca de la casa en pantuflas. Versión moderna: en esas piyamas que no se parecen a las piyamas pero después de un sesudo análisis no permiten conclusión diferente a “eso tiene que ser una piyama”.

5. Sacar la lengua mientras escribe a mano. Y sí, la gente hoy casi no escribe a mano, pero chatea todo el tiempo… y saca la lengua.

6. Pasar el pan por el plato para aprovechar los últimos residuos de la grasita del alimento respectivo, de la salsa o del sudado.

7. Hablarle a los bebés en media lengua con frases que el pequeño receptor ni entiende, ni  le importan. Claro que tampoco las iba a entender si se pronunciaran con una dicción perfecta.

8. Sobarse la barriga porque está doliendo, porque acabamos de almorzar, porque vamos a consumir alguna golosina, porque estamos preocupados o porque sí.

9. Guardar las bolsas plásticas usadas, una medida altamente ecológica que aplicaban nuestros ancestros con fines meramente económicos antes de que existiera la ecología. Lo que ahora es para salvar el planeta, en otros tiempos era para ayudar al bolsillo. 

10. Darse la bendición cuando relampaguea o truena, independientemente de nuestra condición de agnósticos, librepensadores, ateos o teosóficos.

11. Comerse los sobrados de otros en la mesa familiar.

12. Usar palillo de dientes (exactamente para aquello que corresponde a su nombre) y guardarlo en un bolsillo al terminar la faena. 

13. Hablar con alguien sin mirarlo. Y sí, eso también pasaba antes de que existieran los teléfonos inteligentes, lo cual demuestra que para ser descortés no se necesita tecnología. 

14. Apagar luces y desconectar aparatos eléctricos. En otros tiempos la motivación era el ahorro de energía. Hoy es lo mismo con argumento ambiental. Curiosamente, en ambos casos es una manía que se desarrolla cuando el heredero empieza a pagar la factura de la luz.

Para terminar, o comenzar, se agradecen los aportes para ampliar la lista en los comentarios.  

miércoles, 15 de mayo de 2024

Un eslogan incomprendido


Se trataba de una institución con aportes estatales y particulares. Nació como un esfuerzo público-privado para promover los productos nacionales. Operaba en diversos frentes, uno de los cuales eran las fechas comerciales. Navidad, Amor y Amistad, temporada escolar, Día del Padre, Día de las Brujas formaban parte de la lista de retos anuales, donde reinaba, muy por encima de los demás, el Día de la Madre.

Con la debida anticipación, el equipo multidisciplinario esbozaba el presupuesto, la estrategia, las acciones y las piezas multimedia destinadas a motivar a los colombianos a priorizar bienes y servicios locales en sus adquisiciones para el evento respectivo. Con algunos ajustes derivados de la experiencia, la primera actividad siempre era una “tormenta de ideas” donde publicistas, comunicadores, diseñadores, líderes, psicólogos y uno que otro colado planteaban iniciativas.

La verdad es que Hermenegildo (Hermi, para los compañeros de labores) llegó tarde y medio enguayabado a esa reunión del Día de la Madre. Optó por el bajo perfil, pero el líder de turno —la presencia estatal generaba mucha rotación en ese cargo— lo "fusiló". Como el tipo tenía fama de creativo el disparo fue directo y a la cabeza. ¿Y usted qué eslogan propone?

El hombre lo reconoce. Soltó lo primero que se le ocurrió. Carcajada general. Pero en medio de las risas la idea no le pareció tan mala. De hecho, superado el momento alegre, racionalizó, explicó y argumentó... pero no convenció. Es más, ni siquiera convenció a la mesa de que se trataba de una propuesta seria. 

Pasó un año y Hermi seguía con esa espinita clavada en el ideódromo. Así que esta vez se preparó a conciencia para defender el mismo arrebato creativo. Llevaba varios argumentos debidamente sustentados en una presentación y hasta una estrategia para justificar el uso del refuerzo audiovisual.

La líder —recién posesionada— venía de una consultora especializada en metodologías participativas y aplicó sus conocimientos. Convocó a todo el que pudo, los dividió en grupos, les repartió papelitos de colores, los instó a poner sus ideas en los mismos y a pegarlos en las paredes. Luego utilizó un complejo sistema de rotación de personal y de grupos para hacer una preselección. Hermi quedó al otro lado del salón, sin posibilidad de defender su idea aunque, eso sí, con amplio panorama visual para notar como el papelito con su letra fue uno de los primeros en pasar a la caneca.

Al año siguiente el directivo era un tipo joven, quien anunció énfasis en redes sociales por lo que el punto de partida debía ser un hashtag. Hermi vio la oportunidad. Su idea era una frase corta, contundente y pegajosa, con ese tono heterodoxo que convocaba a la viralidad. Se puso de pie, fue al frente y la escribió, antecedida, como no, del signo #… Esta vez no hubo risas, solo un silencio sepulcral roto por el líder y dos frases. En tono diplomático: “Gracias Hermenegildo”. En tono suplicante: “¿Alguien tiene otra idea?” 

Por suerte de la buena para el líder y de la mala para Hermi sí había más propuestas, de las cuales surgió la etiqueta utilizada como eje en la campaña de ese periodo.

Hermenegildo continuó con su relato —Durante un par de años adicionales le hice sendos intentos pero no, siempre la rechazaban. Hasta que me salió otro puesto donde el tema ya no era relevante.

— Bueno Hermi, y cuál era ese eslogan, lema, hashtag o etiqueta que nunca se pudo utilizar.

— Uno espectacular. Hasta se le puede poner música. Escúchelo “¡CÓMPRELE COLOMBIANO A SU MADRE!” 

miércoles, 8 de mayo de 2024

Yo no corro ni ruego


El tema de la conversación llegó al transporte público. Para quienes no vivieron esos tiempos, antes de paraderos fijos y estaciones, existió (¿existe?) un escenario donde buses, busetas, micros y similares recogían y dejaban pasajeros dosledalga sc (donde se le daba la gana al señor conductor). 

Casi todos los contertulios tenían su anécdota. Las carreras cuando le sacaron la mano al vehículo, y este paró… 50 o 100 metros adelante. El aviso de “timbre una vez, una cuadra antes”. Él o la pasajera timbraban, el bus no paraba. Timbraban otra vez y tampoco. Después del tercer o cuarto intento cambiaban la modalidad de aviso a gritos que hoy en día son clásicos. Desde “¡Señor, pare por favor!”, hasta “¡Me va a llevar su casa o qué!”

Geólogo permanecía en silencio. Era como raro, porque él utilizaba, desde siempre, transporte público en sus desplazamientos urbanos. Cuando alguien le preguntó su respuesta fue tajante. “Yo no le ruego a... conductores; yo no le corro… a buses, busetas,  micros o similares. El asistente observador (nunca falta), detectó en la contundente afirmación un tonito de duda. Y así lo expresó. ¿Nunca Geólogo?, ¿seguro?

Tras unos segundos de reflexión el interpelado señaló que no sabía si lo que les iba a contar clasificaba. Aunque, eso sí, involucraba medios de transporte y encargados de manejarlos. Cuando estaba empezando su carrera profesional el empleador lo mandó a uno de esos puntos ubicados en la mitad de ninguna parte para verificar unos estudios de suelo. Al sitio de marras se llegaba mediante una ruta que incluía trayecto aéreo y transporte terrestre. El avión llegaba, descargaba, volvía a cargar, se iba y volvía una semana después. 

El tipo arribó en DC-3 al “aeropuerto” del Pueblo 1 (una pista, un kiosko con techo de paja para los viajeros y un contenedor habilitado como torre de control, bodega y oficina). Contrató transporte local, recorrió las cinco horas de caminos destapados y polvorientos hasta el Pueblo 2. Trabajó, durmió y comió en compañía de múltiples representantes de la entomología local (bicho venteado). Por supuesto que no había hotel ni restaurante, sino un cuarto alquilado (tres comidas de sopas aguadas incluidas) en la menos peor de las casas del pueblo.

El trabajo le llevó 4 días, lo que lo dejó 2 (o 3, no estaba seguro) días en Pueblo 1, con la misma entomología, las mismas sopas, pero más aguadas, y otro cuarto alquilado mientras aparecía la aeronave. El asunto es que al llegar el día y la hora de abordar el avión ahí estaba... enterrado en la mitad de la pista. El piloto, el copiloto, el técnico y la azafata muy amablemente le contaron del accidente, y, más importante, de las consecuencias. Vuelo cancelado, tendría que esperar el siguiente. Una semana después.

¿Y ellos que? A ellos los recogería otro avión. ¿Y ese avión no me puede llevar a mí? Eso no lo decidimos nosotros, toca que le diga al piloto cuando llegue. Un par de horas después la aeronave —otro DC-3— aterrizó y un muy cortés capitán le explicó de manera igualmente cortés a Geólogo que eso no era posible por protocolos de seguridad de la empresa. Que no era ni la primera ni la última vez que ocurría una situación similar y que, como podía darse cuenta, los pasajeros simplemente aplazaban su viaje una semana.

— Así que estaba a esto de otra semana en ese sitio olvidado de Dios. Insistí, argumenté, pedí, y supliqué. Pero el piloto era de esos tipos duros, tenía no sé que anécdota de una vez que hizo un favor de esos y terminó metido en un lío. Que no, que no, y que no. Pero finalmente dijo que me subiera.

— O sea que sí le tocó rogar,

— Y correr. Porque el tipo solo accedió cuando ya había prendido los motores y escucho mi voz, debajo del avión, tras una carrera como de 200 metros por la pista para gritarle, en el tono más desesperado posible: ¡Capitán por favor, no me deje aquííííí!

miércoles, 1 de mayo de 2024

Vaya donde su tía

Nota de la redacción: Como hoy es Día del Trabajo, me dio pereza trabajar. Así que actualizamos esta historia escrita en el siglo pasado, en reconocimiento a la importancia del  relevo generacional en las obligaciones familiares .

Pablo (hijo) ha llegado a la edad del SFO. La sigla corresponde a Servicio Familiar Obligatorio. Ya no puede alegar que es un niño. Así que tiene frente a sí el ineludible deber del clan familiar. Visitar a la tía Sofi.

La tía Sofi vive en un pueblo, en una casa vieja llena de objetos ídem. Se casó joven con un empresario de calzado, quien murió aplastado por un contenedor lleno de zapatos importados. La pariente recibió una rica herencia que supo enriquecer a punta de inversiones. No tuvo hijos, de manera que su única familia es la de Pablo y su parentela. Estos, desinteresadamente (!), viven pendientes de la salud de la viejita (85 años y sale a caminar todas las mañanas), y de que no pase sola largas temporadas. Entonces se rotan para hacerle compañía. Y esta vez le figura a Pablo hijo, como alguna vez le figuró a Pablo papá.

Así que obedeciendo la perentoria orden de vaya donde su tía, el joven inicia la visita. Llega tarde en la noche, por lo que apenas alcanza a saludarla y luego se instala en su cuarto. La habitación está decorada por retratos de abuelos, primos, hermanos y demás parientes de Sofi con un elemento común. Todos están muertos. Observado desde múltiples ángulos por los que ya se fueron, Pablo intenta dormir. Su cama, por cierto, sirvió de puerta de salida del mundo a un porcentaje representativo de los protagonistas de los retratos. Después de convencerse a sí mismo de que los parientes no se espantan entre ellos, darle explicaciones lógicas y estructurales a la multitud de sonidos nocturnos de la casa vieja, y hacerse un lavado de cerebro para olvidar la cosa peluda que le pareció ver bajo la cama, al fin medio cierra los ojos.

Son más o menos las 4 y 30 de la mañana cuando la tía lo levanta y se lo lleva a caminar por el parque, en compañía de un grupo de viejos vitaminizados que nunca se cansan, y cada rato se burlan de "ese joven tan flojo", mientras le dan la vuelta número 25 a la zona verde.

Como la matrona entró a la onda de la comida natural y orgánica, durante la visita Pablo se alimenta a punta de paisaje (cosas verdes arrancadas de la tierra). Además, ella le cuenta, detalladamente, la historia del tatarabuelo que rompió monte a punta de machete hasta llegar al terreno donde él y su esposa crearon el hogar del que desciende toda la estirpe. El primer día es hasta interesante. El problema es que cada vez que se le pone al alcance le narra los mismos acontecimientos.

Ese es el programa hasta mediodía. Otro almuerzo verde y después la siesta. Ese momento será aprovechado por Pablo para sacar el celular  —escondido y silenciado porque Sofi detesta esos “malditos aparatos que tienen como bobos a todos"— y comunicarse con el mundo exterior. Claro que en la casa de la señora existe un teléfono fijo… bloqueado mediante un candado en el disco. Sí, es de disco.

Por la tarde viene la visita de las amigas. Entonces Pablo pasará dos horas hablando con “sardinas” de 70, 80 y 90 años mientras toman té y repiten constantemente... “pensar que yo cargué a este muchacho".

Finalmente, llega otra noche, y Pablo —después de una tercera tanda verde— piensa en como escabullirse al cuarto para otra ronda de celular. Pero antes viene el trisario. Y como lo que le sobra en físico le falta en memoria, a la tía se le confunden santos y letanías. Conclusión, serán entre 10 y 11 de la noche cuando finalmente se desocupe.

A esa hora, solo queda irse a dormir.

Y a Pablo todavía le queda una semana, con algo en que pensar.

¿Qué era esa cosa peluda debajo de la cama?