miércoles, 30 de octubre de 2024

Pero si apenas es un pinchazo

Prota le tiene terror a las inyecciones. Pero siendo un adulto cuasi mayor criado con eso de que los hombres deben ser machos, disimula cuando hay jeringas a punto de perforarlo. Mira para otro lado. Actúa (como el actor más consumado) con indiferencia. Hace chistes. Ahoga el grito en el momento del pinchazo. Al final acomoda la ropa y respira profundo con el fin de controlar la taquicardia y normalizar la presión arterial.

Prota es como Protagonista pero en corto, recurso lingüístico usado por comentaristas de cine y series en páginas web y redes sociales. El tipo no tiene nada que ver con ese mundo, pero el nombre pareció una buena forma de garantizar el anonimato del protagonista real. Ese que hoy es cobarde pero finge valor. No siempre fue así. De niño también era cobarde, aunque no hacía el más mínimo esfuerzo por ocultarlo. Cada intravenosa o intramuscular implicaba complicaciones, traumas, luchas… para los encargados de aplicarla. 

Es justo reconocer que las circunstancias eran malas tirando a peor. Prota sufrió alguna enfermedad infantil que demandó una tanda, bastante larga, de inyecciones. Ya no sabe si eran diarias, día por medio, semanales o quincenales. Pero más allá de su periodicidad, las recuerda como una tortura. No solo por los pinchazos, sino por todo el ritual. En esos tiempos no había jeringas desechables. Fabricadas en vidrio, se reutilizaban. Para esterilizarlas adecuadamente se hervían, junto con las agujas. Y no pregunten cómo, pero existía un olor a jeringa hirviendo que se extendía a lo largo y ancho de la casa. 

Cuando Prota lo sentía, comenzaba la película. Debajo de la cama, la mesa o la escalera; en el clóset; detrás de las persianas; en algún rincón del patio. La vieja casa abundaba en recovecos donde Prota intentó, escondido, esquivar su destino. Inevitablemente —aunque a veces les tomaba su tiempo— lo encontraban. Los buscadores aplicaban técnicas varias para el siguiente paso.  Las civilizadas incluían convencer con argumentos, palabras suaves o algún chantaje, generalmente dulce. Las tradicionales abarcaban arrastrar al sujeto de una oreja, del cabello o alzado hasta el cuarto habilitado para inyectología a domicilio.

Prota a veces llegaba relativamente tranquilo al chuzadero. Esto cambiaba radicalmente al comenzar la segunda parte del ritual. Las inyecciones venían en polvo. Debían disolverse en líquido justo antes de la aplicación. El niño lo veía todo. Esa jeringa enorme con agua destilada, la cual se inyectaba en un vial de vidrio a través de la tapa de caucho. El recipiente sacudiéndose hasta disolver el contenido. La misma jeringa, con otra aguja, llenándose a su capacidad tope con ese menjurje cuyo destino final iba a ser la humanidad del pequeño testigo. Si llevarlo a la habitación había sido complicado, mantenerlo ahí tras presenciar en vivo y en directo toda la preparación demandaba tremendo operativo.

La primera vez estaban solo mamá y el señor de la droguería (inyectología a domicilio, entre otros servicios). La segunda tocó reforzar con cualquier familiar disponible. A la tercera el inyectólogo llevaba ayudante. De la cuarta en adelante el vecino desocupado, el celador, el novio de la hermana mayor (interesado en ganar puntos con la suegra), la hermana mayor y cualquier otro pariente o amigo a la mano se unieron al equipo para atrapar, sujetar y tratar —infructuosamente— de calmar a Prota, durante pocos segundos —que a todos les parecían horas—, mientras aplicaban el medicamento.

El tratamiento surtió efecto y las inyecciones se cancelaron. Años después fueron necesarios más pinchazos por otras razones. El ya adolescente Prota cerraba los ojos, sudaba frío, temblaba pero se dejaba aplicar el respectivo remedio, o tomar la muestra de sangre. Con el pasó del tiempo perfeccionó el camuflaje de valor que oculta su cobardía inyectológica. También perfeccionó la sonrisa irónica que dibuja en su rostro cada vez que el torturador del momento pone cara de condescendencia y suelta la impajaritable frase: “Tranquilo, es solo un pinchazo y ya”. 

miércoles, 23 de octubre de 2024

Son solo cinco preguntas

— Buenos días, quisiera hacerle algunas preguntas.

— ¿Y eso para qué?

— Soy encuestador, este es mi trabajo. Si tiene alguna duda, con mucho gusto me identifico.

(Silencio, mirada perdida).

— Tengo el carnet de la empresa con código QR de verificación.

(Silencio, mirada perdida).

— ¿Quiere verlo? O, si está de acuerdo, comenzamos.

— Yo creo que que sí.

— Bueno, entonces comencemos.

— Pero antes muéstreme el carnet.

— Por supuesto (saca un documento laminado y se lo pasa). Mire. Ahí está el código QR por si quiere verificar con su teléfono.

(Revisa la identificación en silencio y se la devuelve) ¿Y esto para qué es?

— Estamos haciendo un estudio sobre hábitos de compra…

— Yo no voy a comprar nada.

— No se preocupe, no estoy vendiendo nada. Son solo algunas preguntas. ¿Podemos proseguir?

— Supongo que sí.

— Cuándo usted...

— Aunque mejor no. Me preocupa entregarle información a desconocidos.  

— No se preocupe, no es nada comprometedor.

— Ah  bueno, en ese caso...

— ¿Entonces, comenzamos?

— No no no, que en ese caso deme unos día para pensarlo.

— Disculpe le explico algo, es que es para hacerlo de una vez.

— Entiendo.

— A ver, la primera pregunta es…

— Pero es que no sé qué es lo que me va a preguntar.

— Por eso, déjeme preguntarle y así...

— Aunque claro, apenas me pregunte me voy a enterar.

— Exacto, así que podemos proceder...

— ¿Y qué pasa si no me gusta la pregunta?

— Pues tranquilo, no es obligatorio contestar.

— Hubiera explicado eso antes. Así sí se puede.

— Que bien, empecemos. ¿Cuando usted…?

— No. Espere. Qué tal que me arrepienta. A mí me da pena hacerle perder su tiempo.

— No se preocupe, ya le dije que este es mi trabajo.

— Bueno, bueno. Pregunte a ver.

— (Toma aire) Cuando usted...

— No es nada privado ni comprometedor. ¿Cierto?

— Ya le dije que no. Hummm, hagamos una cosa. Déjeme hacerle la primera pregunta y usted decide...

— Yo decido.

— Sí, lo que quiero es saber cuando usted…

— Es que es muy difícil

— Muy difícil...¿Qué?

— Tomar decisiones así, como tan rápido.

— Este, también tiene la opción de no sabe, no responde.

— ¿Y cómo sé?

— ¿Cómo sé qué?

— Cómo sé que no sabe, o mejor, que yo no sé. Porque que tal que sepa pero no quiera responder. O que responda y no sepa.

— Para efectos prácticos es lo mismo, insisto en que arranquemos..

— Es más, de repente sí sé, y sí respondo, o no sé y no respondo.

(Toma aire) Por favor, la primera pregunta es…

— ¿Y esto se va demorar mucho?

— De 15 minutos a media hora.

— La verdad me puedo demorar una hora, pero tengo una ropa pendiente de recoger en la lavandería, y todavía no sé si ir a recogerla ahora temprano o por la tarde.

— Bueno, pero…

— Porque si voy en la mañana me tengo que ir de una vez y no alcanzó a atenderlo, pero si voy en la tarde entonces no justifica haber salido en la mañana porque salí fue a eso.

— Tranquilo, haga lo que considere más conveniente.

— Déjeme pensarlo, hay ventajas y desventajas.

— Si le parece, puedo dejarlo…

— Claro que es que ya le hice gastar mucho tiempo.

— Entonces podemos...

— Pero yo quiero recoger esa ropa pronto

(Toma aire) Usted decide, ni más faltaba.

— Hummm, no hay ninguna diferencia. Ahora sí, pregunte.

— ¿Seguro?

— Sí, comencemos con esto.

— Bueno. Primera pregunta.

— Lo escucho.

— Cuando usted adquiere un producto o contrata un servicio, actúa de forma impulsiva, reflexiva o alternando las dos opciones de acuerdo con el producto o servicio.

— Ah no, eso conmigo es rápido. Yo voy a lo que voy y eso es de una sin darle tantas vueltas...

miércoles, 16 de octubre de 2024

No se identifique, por favor

Estas cosas ya no pasan pero hubo un cuando durante el cual eran rutinarias. Grupos de soldados recorrían las calles solicitando al personal masculino su libreta militar. Los que poseían el documento seguían su camino, los que no lo tenían sí tenían… un problema. Eran transportados en camión al cuartel. Allí, si cumplían requisitos de edad, salud y carencia de obligaciones familiares, serían alojados, alimentados, vestidos y entrenados durante 12, 18 o 24 meses. Todo por cortesía de las Fuerzas Militares.

Cuando el Ciclonauta cogió cara y cuerpo de potencial soldado, se volvió blanco permanente en esas “batidas”. Tuvo uno que otro problema pero finalmente salía indemne a punta de carnet estudiantil y tarjeta de identidad. Por eso se afanó en solucionar su situación militar al llegar a la edad reglamentaria. 

Acababa de recibir la libreta el día en que se encontró con otro operativo. Procedió a sacar la billetera, dispuesto a mostrar el documento que… había dejado en casa. No valieron argumentos ni ruegos.  La cara de remiso (así llaman a los evasores del servicio militar) pudo más. “Disfrutó” de la hospitalidad de las Fuerzas Militares hasta que logró llamar. Muchas horas después una comisión familiar, libreta en mano, lo rescató. 

De ahí en adelante el Ciclonauta anda siempre debidamente apertrechado con cualquier papel susceptible de ser solicitado por autoridad competente. Cédula, libreta, carnet de vacunación, identificación laboral, tarjeta de biblioteca, pase, lo que sea que le pidan está a la mano. De hecho, la situación evolucionó de precaución a exhibición. El tipo no solo muestra los papeles. Se enorgullece de hacerlo.

A medida que perdió la cara de remiso pero fue cogiendo la de viejo, los requerimientos callejeros de libreta militar desaparecieron. Muchos años después cierto alcalde se inventó un registro para las bicicletas, con la advertencia de que, en cualquier momento, las autoridades podrían solicitarlo. Como nuestro protagonista pedalea a diario por las vías citadinas, hizo el trámite en línea. Imprimió una copia que dobló e introdujo cuidadosamente en su billetera, debidamente protegida en funda de plástico. Solo faltaba el requerimiento de alguna autoridad para demostrar su cumplimiento, legalidad y civismo.

Pasó un año largo... y de aquello nada.  Por ahí supo de una campaña pedagógica para concientizar a los biciusuarios de la necesidad del registro. Se demoró unos días pero finalmente, mientras pedaleaba, se encontró con una combinación de uniformados deteniendo ciclistas y explicándoles algo. Algo cuyo detalle nunca conoció, porque si bien desaceleró, nadie le hizo caso. Vivió la situación un par de veces más hasta que optó por no variar la velocidad a menos que le hicieran alguna señal, señal que todavía está esperando. 

Transcurrían los meses y el registro seguía inamovible en su funda de plástico. De los operativos pedagógicos se pasó a otros, a cargo de la Policía Nacional.  No solo paraban a los pedalistas, sino que verificaban el número de serie del marco y lo cruzaban con alguna base de datos. El Ciclonauta ignora si la estrategia permitió recuperar algún vehículo robado. Tampoco sabe si ha servido para promover más documentos. Lo único que puede decir de las actividades de registro y control es que en todas las que se ha encontrado durante su diario rodar por calles, carreras y ciclorrutas, ha sido olímpicamente ignorado.

El tipo, de verdad, quiere chicanear con su registro pero es invisible ante los ojos de la autoridad. Lo ha intentado todo. Desacelerar, parar, hacerle alguna pregunta al agente de turno, poner cara de sospechoso, bajarse de la bicicleta, fingir algún ajuste mecánico pero nada. Ni su vehículo ni su aspecto generan interés. Su mayor logro es un “por favor circule señor” de algún agente que ni siquiera lo miró a la cara.

El desaire oficial ha llegado a tal punto que el Ciclonauta añora otros tiempos, cuando tenía cara de remiso.

miércoles, 9 de octubre de 2024

El que rompe, paga y se lleva los pedazos


Los padres de Torpiño llegaron a pensar que su hijo manifestaba algún tipo de genialidad precoz. Su comportamiento evocaba esas historias de gigantes de la tecnología cuyos primeros indicios se dieron en la infancia, cuando desbarataban, analizaban y volvían a armar los artefactos de uso diario. La ilusión duró poco.  Sí, Torpiño desbarataba cosas. Y desbaratadas se quedaban.

Desbaratar es una forma generosa de describirlo. El pequeño realmente rompía. Todo juguete que no estuviera conformado por una sola pieza —en material macizo—  terminaba, más temprano que tarde, hecho pedazos. La buena noticia es que el pequeño se entretenía fácilmente, por lo que al paso del tiempo su ludoteca quedó limitada a pelotas de plástico, cajas de huevos, piezas huérfanas de otros juegos y dados.

La capacidad del rompetodo trascendió cuando la familia incluyó al niño en las visitas. El infante dejaba huella. O huellas, porque siempre eran trozos de algo. Porcelanas, lámparas, candelabros, materas y demás etcéteras (algunos dizque irrompibles) conformaban su prontuario. Solo era cuestión de descuidarlo un segundo para que el estruendo informara que la curiosidad infantil había sumado otra víctima.

Papá y mama se dieron cuenta que había que acabar con esa situación. Así que acabaron con las visitas. De ahí en adelante, las salidas se limitaron a lugares públicos donde, por supuesto, había que presupuestar atención, alimentación y reparación de daños. Como aquel hotel de tierra caliente que contaba en cada habitación con una jarra de agua fría la cual, quedó demostrado, sí era desarmable (ver foto).

La tendencia del caballero a los estragos no es por rebeldía, travesuras o maldad. Por cierto, en su cédula figura otro nombre, pero Torpiño es como lo conocen parientes y amigos. Es que eso de Torpe sonaba muy impersonal.  Pero describe adecuadamente al tipo que simplemente falla en la coordinación de movimientos, no se fija lo suficiente o manipula con brusquedad aquello diseñado para ser tratado con suavidad.

El individuo ya tiene cédula porque el pequeño destructor creció, se hizo adulto, desarrolló habilidades laborales, trabaja, se sostiene a sí mismo y a su familia, e intenta tener una vida social y laboral normal. Situación que se complica ante la precisión de una ecuación algebraica: A + B = C = D. En este caso, A es cualquier elemento rompible ubicado cerca del borde de una mesa, escritorio o cualquier mueble. B es Torpiño, quien además de ser grande y gordo, tiene preferencia por ropa suelta como abrigos, sacos largos y chaquetones. C es el contacto que el cuerpo o la indumentaria de ustedes ya saben quien tendrá con el objeto de turno. D corresponde al sonido del impacto contra el piso y a la cuenta respectiva, si es del caso.

Su fase adulta le ha permitido a más de un amigo o familiar renovar vasos, copas, floreros y hasta cambiar baldosas, cuando el objeto que cayó no se rompió por ser de hierro, pero sí afectó algunos azulejos del piso. La tortuga del preescolar donde estudian sus hijos estrenó casa, tras sobrevivir al  incidente de la caída del acuario que le servía de hábitat. En la oficina la señora de los tintos le regaló, de su propio bolsillo, un pocillo plástico con tapa, aburrida de recoger periódicamente los pedazos de algún mug volador.

Con el paso del tiempo, el protagonista se ha vuelto particularmente cuidadoso en sus movimientos, tanto que hay quienes lo comparan con el toro en la cristalería (ver acá, minuto 0.31 en adelante) Adicionalmente, sus conocidos manejan todo un protocolo de seguridad mientras el hombre anda en zona de peligro. Realmente los daños se han minimizado, aunque de vez en cuando alguien (Torpiño, por ejemplo) se descuida y las historias infantiles vuelven al presente.

La diferencia es que Torpiño paga lo que rompe de su propio bolsillo y, a veces, se lleva los pedazos. 

miércoles, 2 de octubre de 2024

Diatriba contra la industria del desempleo

Ahora resulta que las hojas de vida ya no son hojas de vida sino CV (curriculum vitae, así el latín sea una lengua muerta). Que no son para mostrar la trayectoria de vida, educación y experiencia laboral sino para conseguir entrevistas. Que si fracaso en la entrevista no es porque están buscando a otro, sino porque di respuestas incorrectas a preguntas etéreas como esa de cómo se ve en 10 años (pues más viejo, pero no dije eso) o cuál es su mayor debilidad (pues los tamales, pero eso tampoco lo dije).  O porque no pregunté lo suficiente ni lo adecuado, aunque, se supone, que el rol del entrevistado (yo) es contestar, no preguntar. 

Antes, eso que los economistas llaman formar parte de la población económicamente activa y el resto de los mortales trabajar era cuestión de terminar la etapa educativa en oficio o profesión, necesitar plata o aburrirse de depender económicamente de otro (o que otro se aburriera de mantenerlo a uno).  Había privilegiados, quienes tenían oportunidades en su círculo cercano, con algún pariente o amigo que conocía (o era) potencial empleador. La mayoría debían buscar convocatorias públicas en medios de comunicación, carteleras, postes, correo de las brujas o internet. El ciclo se repetía si el personal se quedaba sin empleo por decisión, normalmente del empleador o, muy (pero muy)  ocasionalmente, del empleado.

El siguiente paso era repartir hojas de vida (digo, CV) cual natilla en Navidad hasta lograr (uniendo suerte, capacidades, influencias y hasta milagros) engancharse en un “proceso”. Normalmente incluía entrevista (s)  y mecanismo (s) destinados a demostrar que uno sabía hacer eso para lo que aspiraba a ser contratado.

Pero cuando apareció internet, primero, y luego las redes sociales, proliferaron (y proliferan) los expertos. Esos que de forma elegante (aunque nada original, porque ese siempre ha sido el libreto de los gurús de la autoayuda) “te” informan que todo es “tu” culpa. Pero “tú” tranquilo; ellos tienen la solución infalible. Si usted todavía no ocupa la vacante laboral de sus sueños no es porque la economía esté mal, porque en su país no existe una oferta adecuada para su perfil, o porque hay candidatos que lo superan en todos los aspectos objetivos y subjetivos. Es porque “tú” no te has esforzado lo suficiente.

Así que en formato de video, pdf, podcast, meme, qué sé yo, el desempleado encuentra recomendaciones de todo tipo a las que parece que les falta algo. Lo cual es cierto porque la idea es que el interesado pique el anzuelo y compre el libro; se suscriba al podcast, boletín o blog; le dé likes al video; o pague la módica cuota para el seminario, donde, ahí sí, recibirá la fórmula mágica para conseguir ese trabajo.

Se supone que los reclutadores o contratantes son una especie de secta repleta de secretos que ellos, los asesores, nos van revelar. Vestuario pertinente, formato ideal para la hoja de vida (perdón, el CV), pautas de entrevista personal, de entrevista virtual y de seducción (profesionalmente hablando) al entrevistador.

Como cualquier grupo de expertos que se respete, sus consejos son tan sabios como contradictorios. “Vístase para generar la mejor primera impresión”, dicen unos; “sea usted mismo en la presentación personal”, aseguran otros. “Hay que ser estratégico en las respuestas”, explican unos; “lo importante es la espontáneidad al hablar”, resaltan otros. “Son básicas las competencias aplicables en cualquier entorno laboral”, recomiendan algunos; “nuestra marca personal, especialización y habilidades diferenciadoras son las claves”, señalan otros. “El CV debe ser diseñado pensando en el impacto visual, como si fuera una página web o una obra de arte”, proponen unos; “en la hoja de vida solo importa que el contenido demuestre que somos los precisos para esa vacante”, sostienen otros. Y así en una escalada interminable de paradojas.

Eso es solo parte de lo que vende la industria del desempleo. Esa que, necesario reconocerlo,  suponemos que genera mucho empleo… por lo menos a quienes asesoran a los que no tienen empleo.