miércoles, 28 de mayo de 2025

La chaqueta de Vladimir


Nota de la redacción. Retomamos con algunos ajustes menores una historia escrita en los años 90 del siglo pasado, cuando por acá escaseaban los celulares, no había pagos electrónicos, pero en cambio ya existían las fiestas retro.   

Todo comenzó cuando Vladimir le pidió prestada a su primo Álvaro la chaqueta de cuero. Era un modelo algo clásico, medio hippie, con broches y flecos por todo lado. Esa noche el hombre estaba invitado a una fiesta, modelo 60,  y pensó que la chaqueta sería buena idea. Solucionado el problema de vestuario, el siguiente era el de plata. Día: viernes. Hora. 7.30 p.m. 

Afortunadamente la pinta modelo 60 correspondía a un hombre de los 90, lo que significa cajero automático igual a billete. Vladimir, con aspecto de anacrónico pandillero buscó un dispensador de dinero. En realidad se veía ridículo. Chaqueta de cuero llena de adornos. Pantalón de Terlenka* y bota campana. Una camiseta con un descomunal signo de paz impreso. Y una balaca en el pelo... pero era un disfraz.

De todas formas, agarró taxi para seguirse de una vez hacia la fiesta. Y apenas vio un cajero vacío, en plena avenida, se bajó a hacer el retiro y le dijo al conductor que lo esperara. Las pocas personas que pasaban lo miraron extrañadas. Pero a Vladimir no le importó, era cuestión de minutos. Introdujo la tarjeta, algo lo distrajo... y entonces sintió un tirón en el brazo y vio en la pequeña pantallita el letrero: este cajero se encuentra fuera de servicio.

Iba a cogerse la cabeza cuando se dio cuenta de que no podía levantar el brazo derecho, pues el mecanismo del dispensador, de alguna forma, había atrapado los flecos de la chaqueta. Y esta no salía.

En lo primero en que pensó Vladimir fue en quitarse la chaqueta. Lo segundo fue como destrabar el cierre. Lo tercero fue una alusión poco respetuosa a la madre del cajero, de la chaqueta y del cierre. Allí estaba, vestido como un viajero del tiempo de 30 años atrás, en una de las calles más concurridas de la ciudad, atrapado por una máquina y sin plata para... ¡el taxi!

El vehículo se hallaba parqueado en la acera de enfrente. El conductor podría ver a Vladimir, pero no oírlo. Así que el hippie trasnochado empezó a gesticular con su brazo libre a ver si lo notaban. Y sí, lo vieron. Lo vieron unas 200 personas que pasaron en ese momento por ahí a pie, en bus, carro particular, buseta, taxi, zorra, patines y bicicleta. Lo vieron los vecinos de la casa de enfrente. Lo vieron los jóvenes, los viejos, los ejecutivos, las universitarias, los colegiales. Lo vieron todos...  menos el chofer del taxi.

Descartada esa posibilidad, empezaron a llegar los equipos de rescate... o mejor, los patos de rescate. Se arremolinaron alrededor de Vladimir dando cada uno su mejor propuesta de solución. Que arrancara la chaqueta a la brava. Que fuera jalando poco a poco.  Que se cortara el brazo. Que apretara las teclas hasta que respondiera.

La víctima ejerció como atracción turística por una hora cuando finalmente se apareció el técnico del banco, quien después de desternillarse de la risa 20 minutos se introdujo al interior de la máquina, algo hizo y liberó al esclavo del cajero.

Lo único que este quería era largarse, así que cruzó la calle y agarró el taxi, cuyo conductor no se había percatado de nada. Y tal vez fue la ofuscación, el afán, o el mal genio... pero lo cierto fue que solo cuando le dijeron el costo de la carrera, cayó en cuenta de una cosa.

No tenía plata.

* Terlenka es una tela gruesa de poliéster que fue ampliamente utilizada para elaborar pantalones bota campana cuando estos eran lo último en materia de moda.

miércoles, 21 de mayo de 2025

El intocable señor Barreto

Si usted ve al señor Barreto por la calle lo más probable es que ni siquiera perciba su presencia. Y si por alguna razón lo nota, solo es cuestión de tiempo para que forme parte (Barreto) del inventario de asuntos olvidados. Razones sobran. La ropa del tipo es genérica, se comporta con discreción casi invisible, el rostro carece de particularidades y anda como uno más en la marea humana que transita a diario por la vida.

Pero los omnipotentes, los que tienen la autoridad en escenarios específicos, los que rigen el destino de organizaciones o personas por elección, delegación o herencia poco o nada pueden hacer para ejercer su máximo poder frente a este caballero.

No existe dueño, administrador o empleado que pueda sacarlo de una larga lista de locales. Se incluyen meseros, chefs y metres de restaurantes. Cantineros, barmans y vigilantes de bares. Canchero o tendero de canchas de tejo. Artista principal, guardia o acomodador de concierto. La inmunidad de Barreto alcanza los clubes sociales, donde ni siquiera la junta directiva tiene la capacidad de expulsarlo de las instalaciones.

Tampoco es factible retirarlo de catedral, capilla, templo, sinagoga,  iglesia de garaje o ermita, sin importar lo que hagan obispo, sacerdote, rabino, pastor o monja (incluye madre superiora). Lo mismo ocurre con esos medios de transporte donde regulaciones aceptadas por todos los países le otorgan autoridad absoluta al comandante de la nave. No hay piloto capaz de bajarlo de un avión o capitán que pueda desembarcarlo de yate, crucero o barco de carga.  

Para dar algunos ejemplos con nombre propio, el gran Elon Musk no puede eliminarlo de X (antes Twitter), el insigne Mark Zuckerberg es incapaz de sacarlo de Facebook, Instagram, WhatsApp o Threads y, por increíble que parezca, ni siquiera el todopoderoso Donald Trump tiene como expulsarlo de Estados Unidos.

No existe árbitro con la capacidad de excluirlo de actividades deportivas, gerente calificado para prescindir de sus servicios, funcionario de alto nivel (superintendente, viceministro, ministro, presidente) que pueda removerlo de la nómina.

No siempre fue así. Hubo épocas en las que el señor Barreto salió por la puerta de atrás y no siempre en los mejores términos de lugares físicos y organizaciones. Pero cuando cumplió los requisitos y se pensionó supo que nunca podrían volver a echarlo de ningún trabajo, oficial o privado, ya que nunca volvería a trabajar.

También decidió (con ayuda del calendario y las recomendaciones médicas) restringir el consumo de alcohol a una que otra copita en casa, lo que lo alejó para siempre de bares y similares. Y como ya vivió bastante y sabe la diferencia entre lo que debe hacer y lo que es opcional, empezó a quitarle escenarios a la vida.

El señor Barreto no va a restaurantes (existen domicilios y comida casera). No juega tejo. No asiste a conciertos. No es socio de clubes. Maneja su relación con el omnipresente ser superior en la intimidad de su casa. Limita sus traslados intermunicipales a zonas cercanas que no requieren aviones o barcos. No hace deporte en plan competitivo y no tiene redes sociales. 

Por eso es imposible que lo saquen, retiren, expulsen o eliminen de múltiples espacios, físicos, organizacionales o virtuales. Porque él no está ahí. Y no importa que tanto poder tenga alguien para decidir sobre la presencia de otros en su jurisdicción. Es imposible sacar al que no está adentro.

Como al Señor Barreto. Quien, por cierto, es un tipo feliz.

miércoles, 14 de mayo de 2025

Llamen a Charles

Charles es un pisco eficaz y eficiente. Su función en la vida es solucionar problemas, lo cual logra (eficacia) con relativo poco esfuerzo (eficiencia). Eso sí, su particular forma de trabajar suele generar efectos colaterales. Pero eso es otro cuento.

Al sujeto lo conocimos en tiempos estudiantiles, junto a un tal Baldor. Fue cuando pasamos de la tradicional aritmética a la compleja álgebra. Cuando noches y fines de semana se convirtieron en campo de batalla contra ecuaciones de primer y segundo grado, factorización, logaritmos y otras pesadillas.

Apenas empezaba. Vendrían luego la trigonometría, el cálculo, la química, la física. Brochazos de conocimiento que para la mayoría de nosotros solo fueron problemas. Literalmente. Eran materias que demandaron solucionar listas interminables de desafíos intelectuales con fórmulas cada vez más complejas. 

Lo bueno era que la solución, normalmente, ya estaba publicada en el libro respectivo. Lo malo era que, después de una juiciosa aplicación del paso a paso especificado en esa fórmula explicada al detalle y escrita en todos los textos relacionados, llegábamos a una respuesta… que no coincidía con la oficial. Entonces repetíamos todo el proceso hasta alcanzar otro resultado… que tampoco coincidía. Y tras reiterar las acciones cuantas veces fuera necesario, de acuerdo con la paciencia del protagonista, quedaban dos opciones: reconocer la derrota o llamar a Charles.

No se crea que el caballero en mención únicamente sirve para propósitos académicos. El paso del tiempo mostró su idoneidad en otros quehaceres. Solo citaré algunos: labores de costura, de esas que requieren la paciencia y destreza de las abuelas para reparar un daño o ajustar medidas; manualidades cuyo resultado final está ligado a habilidades dignas del mejor artesano, como la maqueta para la tarea de nuestro hijo; decoración de interiores, mediante la aplicación profesional de bases y acabado de pintura; preparación de alimentos mediante largos y complejos procesos de sazón y cocción; o reparaciones locativas a nivel hogar de daños que involucran, por ejemplo, plomería.

Quien esto escribe no sabe coser ni posee rasgos de abuela, es torpe para los trabajos manuales, carece del tiempo y la perseverancia que demandan pintar por capas, tiene demasiada hambre para pasarse horas cocinando y le faltan tanto herramientas como conocimientos de plomería. Pero no se vara. Así que…

Como puede,  arma un remiendo deforme y chambón o sale del paso con esparadrapo de tela;  a punta de silicona y cartón construye una maqueta estilo terremoto y despacha a su hijo al colegio con ese desastre estético; combinando pintura en aerosol y cuadros tapa los daños de la pared; soluciona sus requerimientos alimenticios aplicando a los productos crudos aceite en cantidades industriales o agua hirviendo; y “sella” la gotera usando una bolsa plástica sujetada a la salida de la llave con bandas elásticas (cauchitos, que llaman).

Es lo mismo que hacía en sus tiempos de estudiante. Derrotado por los problemas algebraicos, físicos, químicos y trigonométricos, simplemente ajustaba los pasos para que —sin importar lógica, coherencia o exactitud del proceso­— la solución coincidiera con la planteada en el libro. (Y a rezar para que el profesor no mirara el proceso, solo los resultados).

El corte preciso y quirúrgico del bisturí requerido en los casos mencionados se cambiaba por el golpe seco, destructor y chambón del machete. Dicho de otra forma, esto lo solucionamos, así sea a machetazos.

Ahí es cuando llamamos a Charles, el de la Ley de Charles. El de e… de “E´Charles machete”.

miércoles, 7 de mayo de 2025

Sobre todo

Como mide casi dos metros antes de peinarse, le dicen Manotas. Al igual que muchos contemporáneos, vivió y aceptó la revolución sexual y los cambios en materia de parejas y relaciones. Solo considera inaceptable y contra natura una combinación. Se opone radicalmente al matrimonio entre la industria alimenticia y el correo físico. 

Manotas se educó en un mundo donde la hora de comer implicaba manipular recipientes. La sal salía del salero, las salsas de botellas plásticas estrujables con boquilla pequeña, las galletas de tarros y el azúcar de un azucarero, a veces en prácticos cubitos. Los sobres, en cambio, guardaban cartas, tarjetas, postales y hasta plata, con fines de envío. Pero empezaron a usarlos para empacar alimentos en porciones individuales. El proceso se fue tomando la sal, el azúcar, la leche condensada, la salsa de tomate, la mermelada, el café, la mayonesa, la mostaza… y la lista puede seguir indefinidamente.

Normalmente, esos sobres (plásticos, metalizados, o en materiales indescifrables) vienen señalizados para facilitar el acceso al contenido. Mienten. Donde dice “Ábráse por acá” no abre. Ahí es cuando toca hacer maromas con el cuchillo, las llaves, el cortaúñas o los dientes. Cuando no, pasa lo contrario. Ante la más mínima fuerza medio paquete vuela. Si no se han tomado medidas de seguridad otro tanto ocurre con el contenido. Más para tipos dotados de enormes, gruesos y torpes dedotes como, por supuesto, Manotas.

Así que parte de su existencia transcurre en batalla contra la nueva generación de empaques. Poniendo cara de yo no fui ante un inesperado reguero en la mesa del restaurante. O con recorridos contra reloj en busca del baño más cercano para descargar o limpiar los restos de algún alimento que disparó sobre su humanidad. Manchas indelebles en pantalones, camisas, o suéteres evidencian el desenlace de esos enfrentamientos.

No son los únicos derrames. Condimentos como sal y pimienta requieren una distribución estratégica a lo largo del plato. Para eso se inventaron saleros y pimenteros. Como estos brillan por su ausencia, el resultado suele ser todo o la mayor parte del contenido del sobrecito en un solo punto del pedazo de carne, pollo, pescado o de los huevos. Y el desafío quirúrgico de distribuir el pegote por toda la porción a punta de tenedor, cuchara, cuchillo, dedos, gravedad o todos las anteriores. 

A veces el contenido del pequeño contenedor es demasiado para su gusto particular. Manotas vivió épocas complicadas en su infancia. Tiempos donde en la mesa familiar apenas había lo justo, o menos. Algún rincón perdido de su subconsciente guarda el instinto de no desperdiciar comida. Por eso siempre utiliza el sobre completo, lo que se traduce en sobredosis de salsas, dulces o similares. 

Tampoco falta la mente perversa, esa que definió que la cantidad depositada en cada empaque siempre será insuficiente para las papilas gustativas de Manotas. Opción 1,  aguantarse. Opción 2, aguantarse la mala cara de quien sirve al pedir un sobrecito adicional (mala cara que hace sentir al peticionario como glotón insaciable o consumidor abusivo). Y si recibe el adicional, sumado al ya disponible… será mucho. Uno no alcanza, dos es demasiado. Volvemos al dilema del desperdicio.

En su hogar, Manotas realiza largos y aburridores procesos de pasar, sobre a sobre, los productos a recipientes tradicionales. De visitante (casa ajena, restaurantes) busca la resistencia. Los que no han caído en la tendencia del empaque individual.  Incluso hubo épocas cuando aplicó una medida radical. Cargaba una lonchera con recipientes tradicionales y su propia dotación de salsas, condimentos y aditamentos. 

No funcionó. O funcionó demasiado bien. Sus ocasionales compañeros de mesa agotaron las existencias.