jueves, 31 de enero de 2008
Pedalazos 2. Paso de saltadores
De entrada aplaudimos al inventor. Quienes tuvimos que pelear vía contra vehículos motorizados y zorras en plena calzada, sabemos valorar un pedazo de asfalto “exclusivo” para bicicletas.
Las comillas del exclusivo merecen capítulo aparte. Hoy es el día de subir y bajar andenes, acción repetitiva del usuario de ciclorruta, que comprende lo antipráctico de hacer un puente cada cien metros.
Esto de montar en bicicleta sufrió una revolución con el auge del ciclo montañismo. Se inventaron unos vehículos con llantas que envidiaría un tractor, marcos y rines hechos con aleación de yo no se qué capaces de resistir cualquier salto mortal y sistemas de amortiguación que convierten en un delicado bamboleo el accionar de la gravedad contra el piso.
Así que quienes disponen de ese tipo de bicicleta no tienen problema en aquellos cruces donde el anden no empalma con la calle en una suave pendiente. Me refiero a esos puntos en los cuales al ingeniero de turno se le acabó el cemento y en vez de poner rampa dejó un saltito, que a veces es un saltote.
Los que sí tienen - tenemos, dice la tarjeta - problemas somos los usuarios de bicicletas tradicionales, en las cuales los golpes contra el piso o el andén se sienten. Se sienten en los indefensos rines, que poco a poco van acumulando méritos para los 3.000 o 4000 pesos de la centrada y en los no menos indefensos glúteos, cuyos méritos acumulados obligan a sentarse de ladito después de recorrer algunos tramos de ciclorruta en nuestra ciudad capital.
Hay cruces bajitos, hay cruces altos, hay cruces altísimos. En estos últimos la opción suele ser frenar y bajar - o subir - con los pies en el suelo. Pero cuando no hay tiempo, solo resta apretar las nalgas y esperar el totazo. Multiplíquelos por cinco o más y entenderá por qué vender acolchados para sillines se volvió buen negocio.
Existen otros con ínfulas de ferrocarril, porque se podrían llamar paso a nivel. Son aquellos en los cuales de los dos metros del paso, apenas tres centímetros están a nivel del suelo. Su existencia ha permitido desarrollar el llamado ciclismo de precisión, que consiste en intentar acertarle exactamente a ese tramo. Si viene otro ciclista por la misma ruta, el desafío personal se vuelve competencia. El primero que llegue al paso sube o baja, el otro salta.
También está el elemento sorpresa. Es cierto que en algún sitio tienen que estar las alcantarillas, pero por qué el sitio algunas veces coincide con la ¡mitad! - no un ladito, la ¡mitad! - de un cruce es un verdadero desafío a la capacidad de frenar, desviarse, aguantar golpes o sencillamente resignarse del ciclista de turno.
Ignoro cuanto vale un poco de asfalto o de cemento o de lo que sea que se utilice para nivelar un cruce con la calle. Solo hago un llamado desde acá para el encargado de las ciclorrutas, para que le aplique un poco de eso a los cruces, Creame: mis posaderas -cuyo nombre y uso tradicional peligra por la situación antes descrita - se lo sabrán agradecer.
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miércoles, 30 de enero de 2008
Pedalazos 1. Así nacen los ciclistas
Tiene que ver con el comercio. Pero no el de ahora, con esos almacenes que parecen aeropuertos. Hablamos del comercio clásico, conformado por negocios especializados en determinadas líneas. Textiles, por ejemplo. De almacenes largos, con zona de atención al público, vitrinas, y una oficina medio encaletada para que el dueño atendiera sus visitas y el contador justificara sus honorarios.
En algún rincón, escondido para evitar incómodas solicitudes de préstamo estaba el baño. Con ínfulas de vestier, pues además de los muebles obvios incluía “lockers” para que las vendedoras cambiaran el suéter diario por el delantal.
Encima o en lo que fuera la ducha de ese mismo baño, algún recursivo carpintero había montado una estructura de madera para aquellos productos que no cabían en la vitrina, o de los cuales había suficientes ejemplares en exhibición. Recibía el pomposo nombre de depósito.
Y allí estaba. Nadie sabía su origen exacto. Era una vieja - muy vieja - turismera. Llantas de rin ancho, frenos de varilla. Parrilla, guardabarros. Nada que ver con las monaretas - bicicleta “in” de la época -, las cuasiaerodinamicas de semi con las que los aprendices de escarabajo desafiaban la subida a Patios o las ultralivianas de carrera que conformaban el estrato 6 de las bicicletas en los años 80.
Esa vieja enbodegada estaba destinada al muchacho oficios varios. Momento para repasar el organigrama de los almacenes tradicionales. Un administrador (a), que muchas veces era el mismo dueño. Una joven - o veterana - con algunas habilidades matemáticas en calidad de cajera, y un equipo variable - en edad, cantidad, experiencia y aspecto - de vendedoras, de acuerdo con el tamaño del negocio.
Y, por supuesto, el pelao. O el joven. O el chino. O el ayudante. O el secretario. Algún muchacho en edad de estudiar que no pudo o no quiso estudiar, y que sin saber hacer nada hacía de todo. Era el que abría y cerraba el almacen, hacía los mandados, ayudaba a organizar el depósito, cargaba los baldes mientras se trapeaba, subía y bajaba los bultos pesados, empacaba y entregaba paquetes y atendía clientes cuando no alcanzaban las vendedoras.
La atracción entre él y la vieja enbodegada era una especie de amor a primera vista. Algún domingo sin turno se conseguía un par de herramientas, y previo permiso del patrón, convertía esos tubos semioxidados en algo con capacidad de movilización. Luego, - con recursos propios o financiado por el almacén -, una visita al amigo bicicletero solucionaba los aspectos de alta tecnología (centrada, cambio de rayos defectuosos, ajuste de guayas, desmonte y engrase de ejes) - hasta que la antigua turismera despertaba de su sueño de pedales y neumáticos.
Había nacido un nuevo ciclista callejero.
jueves, 24 de enero de 2008
Pasajeros al vacío
Para los sufridos usuarios del "Transmilleno"
Por alguna razón, el transporte público en Bogotá siempre tiene un equivalente comestible. Hubo un tiempo en que de los buses colgaban racimos, y no precisamente de uvas. Algunos colectivos son una verdadera lonchera. No solo por su tamaño, sino porque el que va de pie debe asumir posición de banano y quien se sienta parece un paquete de papas fritas. No hay cosa que evoque más una lata de sardinas que una buseta llena. Sobre todo en la tarde, cuando se agrega el efecto aroma.
Pero un día apareció Transmilenio. Buses grandes. Sillas cómodas. El paso del pollo asado al pavo relleno. En principio, así fue. Hasta que por cuenta del relleno - los usuarios - le cambiaron la receta al pájaro. Pasó a ser pavo a la plancha.
La buena noticia es que los buses rojos articulados están llenos de lo que los economistas llaman valor agregado. Por 1400 pesos usted adquiere -en determinadas horas y rutas, hay que decirlo- derecho a transporte, sauna, masaje, cura de adelgazamiento, roce social y filatelia.
Sauna, debido a la influencia de 160 cuerpos apretujados en un solo recipiente. Masaje en diferentes modalidades. Pierna contra espalda, paraguas contra pierna, maletín contra cadera, codo contra oreja. Pero no se preocupe, Si el bus viene muy lleno, siempre puede esperar otro que también viene muy lleno.
En medio de tan democrática aglomeración el roce social es inevitable. Y aunque los sellos y el correo electrónico pasaron las estampillas a segundo plano, el Transmilenio les ha dado una segunda oportunidad. Si no, que lo digan aquellos usuarios “estampillados” contra puertas y ventanas que se ven en ciertos trayectos.
Dicen los que saben que los sistemas de transporte masivo se llaman así porque llevan mucha gente. Pero la congestión de algunas rutas y horarios del gigante rojo sugiere otra explicación. Mas de masacote, i de incómodo, vo de volver al pasado de la incomodidad.
Claro que todo evoluciona. Antes los racimos humanos colgaban de los buses.
Hoy están empacados al vacío en el Transmilenio.
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Yo comentarista
Mi enemigo el control
Hubo una época en la que operar un televisor era eso. Tomar una perilla, girarla hasta oir un “click” y ya. Con esa misma se cuadraba el volumen. Había otra para los canales y una tercera para equilibrar el blanco y el negro.
Lo más traumático para cualquier televidente era el ataque de las líneas. A veces la imagen empezaba a verse como una tira de negativos pero en positivo. Otras, a las líneas les daba complejo de acordeón y se arrugaban como quien le jala al vallenato. “No problem”. Dos perillas adicionales, normalmente ubicadas detrás del aparato respectivo ponían la imagen en su sitio.
Añoramos esos tiempos sencillos. Hoy, el malo de la película se llama control remoto. Se supone que lo inventaron para facilitarle las cosas a la gente. Carreta. Nada más su presencia intimida. Botones por todos lados. Flechas, letreritos. Palabras raras. Menús que no dan comida. Iniciales incomprensibles. Decenas de botones contra cinco indefensos dedos.
Cualquier cabina de avión se le queda en pañales. Además, los pilotos pasan meses aprendiendo a manejar su avión. En cambio, se supone que el teleoperador debe enfrentarse al control con solo una lectura. La del manual de instrucciones. Sí, ese que nadie lee.
Para rematar, los diseñadores creen que el operador tiene vista de halcón y ojo de maestro pintor. Entonces lo pone a cuadrar colores. Como si estuviera mezclando pinturas. O tintes, o brillo, o lo que sea. Y como las flechas son multiusos, cada vez que quiere quitarle palidez a la protagonista de la novela, se le sube el volumen. Y cuando intenta que en los partidos la selección Colombia no sea verde y el pasto no se vea amarillo, borra un canal. Precisamente el que más le gusta.
Las palabras raras abundan. Que el “sharpness”. Que el “stadium efects”, que el “pip”, que el “ant”. Qué culpa tengo yo que solo quiero ver televisión. Así que pacientemente aprieto botones hasta que tengo una imagen, un canal y un volumen.
Es mi momento de triunfo.
Carreta, 10 minutos después, el maldito aparato se apaga solo.
Lo más traumático para cualquier televidente era el ataque de las líneas. A veces la imagen empezaba a verse como una tira de negativos pero en positivo. Otras, a las líneas les daba complejo de acordeón y se arrugaban como quien le jala al vallenato. “No problem”. Dos perillas adicionales, normalmente ubicadas detrás del aparato respectivo ponían la imagen en su sitio.
Añoramos esos tiempos sencillos. Hoy, el malo de la película se llama control remoto. Se supone que lo inventaron para facilitarle las cosas a la gente. Carreta. Nada más su presencia intimida. Botones por todos lados. Flechas, letreritos. Palabras raras. Menús que no dan comida. Iniciales incomprensibles. Decenas de botones contra cinco indefensos dedos.
Cualquier cabina de avión se le queda en pañales. Además, los pilotos pasan meses aprendiendo a manejar su avión. En cambio, se supone que el teleoperador debe enfrentarse al control con solo una lectura. La del manual de instrucciones. Sí, ese que nadie lee.
Para rematar, los diseñadores creen que el operador tiene vista de halcón y ojo de maestro pintor. Entonces lo pone a cuadrar colores. Como si estuviera mezclando pinturas. O tintes, o brillo, o lo que sea. Y como las flechas son multiusos, cada vez que quiere quitarle palidez a la protagonista de la novela, se le sube el volumen. Y cuando intenta que en los partidos la selección Colombia no sea verde y el pasto no se vea amarillo, borra un canal. Precisamente el que más le gusta.
Las palabras raras abundan. Que el “sharpness”. Que el “stadium efects”, que el “pip”, que el “ant”. Qué culpa tengo yo que solo quiero ver televisión. Así que pacientemente aprieto botones hasta que tengo una imagen, un canal y un volumen.
Es mi momento de triunfo.
Carreta, 10 minutos después, el maldito aparato se apaga solo.
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Yo comentarista
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