jueves, 27 de agosto de 2015

Atrapado sin salida


Arrinconado sin ninguna posibilidad de escapatoria, la víctima entendió que no tenía alternativa distinta a la resignación. Cualquier resistencia era inútil. El verdugo, entretanto, seguía con su rutina. Como una melodía monocorde, de forma constante, sistemática y entusiasta. Y eso no era lo peor. Lo peor era que el único responsable de la situación, en algún punto entre incómoda e insoportable, era el mismo torturado.

¿Y cómo pasó? Ridículamente sencillo. El mártir de turno cometió un error fatal. Una equivocación imperdonable. Un fallo trascendental. Un desliz desastroso. Por simple cortesía, en algún momento de la conversación, fingió o expresó interés por ese hobby, afición o pasatiempo…

Ese es el asunto. Muchas personas tienen un espacio de su vida dedicado a alguna actividad no clandestina, no secreta pero sí discreta. En tiempos de Internet y redes sociales, incluso encuentran personas para compartir esos gustos. La lista es inacabable, Desde la A de aeromodelismo (los drones cuando eran chiquitos) hasta la Z de zoología (animal planet sin televisión). Pasan horas –por no decir días- en su pasatiempo, acumulando pacientemente, año tras año, el resultado del mismo en museos particulares. Hoy en día la tecnología permite que muchos de esos museos sean virtuales.

Hasta ahí no hay problema. Puede que no estén en la Declaración Universal, pero las obsesiones particulares forman parte de los derechos humanos. Y aunque el obseso difícilmente lo reconoce, en alguna parte de su subconsciente hay una voz silenciada que quiere gritarle al mundo su afición, su orgullo... su, obvio, obsesión.

El mundo, aclaramos, no son esos colegas u homólogos que ha ido encontrando a través de las redes sociales. El mundo es ese pobre sujeto –o sujeta– que cometió el error de mostrar interés o curiosidad y ahora está atrapado viendo una interminable sucesión de fotos de perros (cada una, como no, con su particular historia). O recorriendo, arrastrado por una cadena imaginaria, la colección de carros de juguete, muñecos de dragon ball, monedas, estampillas, latas de cerveza, revistas de geología o cualquier otro objeto coleccionable elaborado por el ser humano o la naturaleza.

Y si no es el inventario acumulado, es la detallada explicación técnico cientifico de los microorganismos y sus procesos de reproducción, la visibilidad de las nebulosas con telescopios caseros,  la física aplicada a las maquinas de moler manuales, los secretos de un buen vino, la pintura renacentista del siglo XVII, los edificios más altos del mundo o los mecanismos clásicos de relojería.

El interlocutor suele emocionarse tanto que ni siquiera oye cuando su víctima amablemente le dice que ya es suficiente. Entonces al escucha se le sale el mal genio y cambio el tono conciliador por la grosería y... no pasa nada. El otro sigue hablando, explicando, detallando... exasperando

El tipo no se calla por dos razones. Porque sabe mucho del tema y porque es un perdido cuando lo encuentran. Perdido en la soledad de su pasatiempo y encontrado por quien él cree interesado en el tema por fuera del guetto: la víctima, arrinconada literal o figurativamente, torturada por ese bombardeo inacabable de información inútil que ni le importa ni quiere escuchar.

martes, 25 de agosto de 2015

El vino inmortal


Muchos años habían pasado desde el último trago de Vicente. Por eso, agradeció con una sonrisa hipócrita y forzada la elegante botella de vino regalada por su amigo secreto. Pero tres meses después lo invitaron a la novena donde los Anzola. Los Anzola, gente algo culta y muy arribista, eran aficionados al vino. Así que Vicente aprovechó y se libró de la botella de marras.

Al señor Anzola no solo le gustaba el vino. Sabía de vinos. Y le costó bastante trabajo fingir gratitud ante esa bebida de segunda categoría traída por el del 202.  Así que aprovechó una distracción para esconderla en el carro, lejos de su selecto bar.

Y pasaron los días y las horas hasta las 2.30 de la tarde del 22 de diciembre. Anzola llegó al banco donde, como siempre, Camilo lo atendió con su habitual eficiencia y cortesía. Este había sido un año duro y no había presupuesto para aguinaldos, a menos que...

“¡Muchas gracias doctor!” La botella, empacada en una bolsa de regalo comprada en la esquina, tenía cierto aire de distinción. Y en esa misma bolsa, 10 días después, le llegó al potencial suegro de Camilo, Isaías. Aunque Camilo no conocía nada de vinos, si se lo había regalado el doctor Anzola, era bueno. Y si era bueno, servía para ganarse más a Don Isaías.

Como la fiesta de año nuevo estuvo tan movida, la sobredosis de aguardiente mandó al archivo de los olvidados el vino aportado por el novio de Claudia. O mejor, el ex novio, porque esa noche pelearon. Por eso, cuando días después doña Marta encontró la botella y preguntó a su hija qué hacían con eso, esta se puso a llorar.

Doña Marta se acordó entonces de la tía Julia. Julia, viuda y sin hijos, tenía 80 años y gustaba de unos “vinitos” antes de dormir. Era dueña de un par de casas que su familia  aspiraba a heredar, así que cualquier detalle servía para sumar puntos.

Tres meses después la tía Julia se fue a mejor vida. Don Isaías y familia heredaron las casas y otros parientes, donde estaba Luisa Fernanda se quedaron con el bar, incluyendo cierta botella de vino sin destapar.

Y una noche de septiembre, la siempre despistada Luisa Fernanda cayó en cuenta de que había olvidado el regalo para el amigo secreto que había que entregar ¡Mañana! Desesperada, recordó que en el bar de la difunta tía Julia había una botella de vino muy elegante.

La misma que al día siguiente, con una sonrisa hipócrita y forzada, recibió Vicente, abstemio por convencimiento.

jueves, 20 de agosto de 2015

No, no, no nos leerán


El libro, como tal, no pinta mal. Es de esos que demandan un esfuerzo inicial del lector antes de quedar sumergido en la trama, pero una vez superado ese primer escollo hace lo que hace un buen texto. Por lo menos en ese criterio coinciden amigos, críticos, e incluso compañeros ocasionales de conversación donde el susodicho texto sale a relucir.

Pero para este lector en particular –al que llamaremos, como no, El Lector­– la publicación mencionada está vetada. No porque alguna creencia o norma prohíba su lectura, sino porque fuerzas tan misteriosas como inexorables se interponen entre las letras y su cerebro.

En tiempos donde no solo los minutos escasean –por algo los venden– sino las horas y hasta los días, la vida funciona con estrictos cronogramas donde cada actividad tiene su momento. La lectura recreativa, afición del protagonista de turno, ha quedado relegada a los periodos de espera. Filas, citas, instantes previos a cualquier actividad. Pero con este libro, ni eso ha funcionado.

Cuando la espera es larga, el libro no está ahí. Porque se quedó en la casa, en el carro, en el baño… o porque al volarse de la oficina para hacer fila en el banco, el lector está en la institución financiera  y el leíble en el sitio de trabajo.

Claro, no siempre es así. Pero la presencia del texto tiene un efecto agilizador. Solo es que lo tenga disponible en su maletín para que las filas de bancos, centros de pago, taquillas –o de cualquier actividad que implique una hilera– desaparezcan como por arte de magia. Y en una sala de espera o la antesala de una cita es automático. El libro sale, se abre y en ese momento lo llaman – al Lector- o llega el esperado.

Muy de vez en cuando nuestro personaje saca tiempo para ir a un cine o a un teatro al que siempre arriba apenas con tiempo para ingresar. Allí pasa una de tres cosas. Va con alguien cuya conversación imposibilita conjugar el verbo leer, la luz es insuficiente o… está solo, la luz es excelente, saca el libro y... justo en ese momento la sala queda a oscuras.

Ciertas características fisiológicas que, dicen los médicos, no son enfermedad sino particularidad, dejan por fuera el transporte cuando él no es el conductor –bus, taxi, avión, tren, carro de otro–. Lector  forma parte de esa tercera parte de la población mundial que se marea cuando intenta leer en movimiento.

Algo similar ocurre con el santuario, digo, el sanitario. Solo que en esta ocasión si parece ser una enfermedad. Por lo menos eso dicen los médicos, aunque el psiquiatra tiene otra explicación que involucra alguna experiencia negativa de la infancia. El hecho es que por alguna razón nuestro hombre solo se puede concentrar en una actividad cuando ocupa el trono. Y en la vida hay prioridades.

Hasta que al fin, una mañana cierto cliente muy importante salió a la sala de espera  y anunció que no lo podía atender en ese momento sino 45 minutos después. El jefe le confirmó que valía la pena esperar.  El Lector se acomodó, sacó su libro como quien finalmente cumple una cita altamente aplazada y…


¡Carajo, se me quedaron las gafas!

martes, 18 de agosto de 2015

Los perros, el celular, la bolsa plástica y…


La escena se desarrolló –porque es cierta- en un barrio de clase media del norte de Bogotá. Una mujer pasea seis perros y al mismo tiempo habla por celular. No es tan complicado como suena. El truco consiste en que las correas más largas ocupan la mano que sostiene el equipo de comunicaciones pegado a la oreja.

Los perros hacen muchas cosas, incluyendo una que suele presentarse tiempo después de su alimentación.  De hecho, esta actividad es una de las razones principales por las que hay que sacarlos a pasear. Y uno de los perros hace, precisamente, eso. Entonces nuestra protagonista también hace… lo que hacen los acompañantes en esos casos. Saca una bolsa plástica, se agacha, recoge el recuerdo canino de la acera y…

Un momento. Recordemos que esta mujer no lleva uno sino seis animales. Y habla por celular y continúa haciéndolo mientras se agacha sin soltar ninguna de las seis correas, realizando una complicadísima maniobra para sacar la bolsa plástica de la cartera.

El narrador, o sea yo, se aleja del escenario con la clara idea de que ahí existe una historia. Y sin saber en que terminó la anécdota callejera, durante los días subsiguientes trata de añadir la dosis adecuada de creatividad para alimentar el blog.

Pero no sale, o mejor, salen muchas opciones. Una versión combina moda y escatología: la dama termina sentada encima del trabajo previo del perro, con el consiguiente desastre en su pantalón. Una versión gira alrededor de la palabra, e involucra a quien está al otro lado del teléfono en una conversación de la dama con sus perros, generando malentendidos predestinados a algún tipo de desastre.

También está el enfoque ideológico, donde la situación descrita se utilizaría para reanudar la diatriba contra los demonios personales del autor. Por ejemplo, criticar la excesiva dependencia de las generaciones más jóvenes con sus celulares; demostrar que ese embeleco llamado multitarea es eso, un embeleco; o regañar a los amos de los perros por dejar sus mascotas en manos de irresponsables.

Hasta pasan por la mente desarrollos dramáticos con ahorcada a bordo, que lentamente se suavizan. Entonces la ex ahorcada pasa a ser arrastrada, o mordida, o cualquier otro verbo donde no sale muy bien parada, pero, lo más importante, todavía respira.

Un giro adicional se enfoca en el celular. El respectivo aparato vuela, es pisoteado, funge como pista de aterrizaje para otros desahogos fisiológicos de los canes, o al interlocutor del otro lado de la línea ya no le hablan, sino que le ladran. Y esto último ocurre en un momento clave del diálogo (reconciliación amorosa, propuesta trascendental, revelación de información clave, propuesta laboral, cierre de negocio).

Mientras la mente trabaja en búsqueda de la opción más adecuada, la dictadura del espacio le muestra al redactor que este texto ha llegado a su extensión máxima.

Y tanto él como los pacientes lectores que hayan resistido esto hasta el final coinciden en dos palabras:


Menos mal. 

jueves, 13 de agosto de 2015

Vecinos


Somos amigos de la convivencia. Respetamos los derechos de los demás. Creemos firmemente en la necesidad de ser sociables...pero, tècnicamente, odiamos al vecino.

¿Intolerancia? No. Instinto de conservación. Es que hay vecinos que se parecen a Freddy Kruger. Son una pesadilla. He aquí algunos.

- El feliz poseedor de un poderoso equipo de sonido, (que hoy en día puede constar de un telefono y un altavoz del tamaño de una mano) fanático de la música carrilera, que escucha los domingos en la mañana a todo volumen "La banda del carro rojo" en versión de Los Tigres del Norte.

- El tipo de la casa del lado que tiene un pastor alemán que no le ladra a ladrones ni a policías, ignora olímpicamente cuando juegan un partido de fútbol y le pegan balonazos, y se pasa el día tirado perezosamente en la acera... pero siempre que nuestra hija regresa de la universidad se lanza a morderle la yugular.

- El entomólogo del apartamento 302 que llega los sábados en la noche a preguntar si no hemos visto la viuda negra que se escapó de su colección de arañas.

- La seductora vecina del apartaestudio que nos ignora cuando vamos solos, pero siempre nos sonríe coquetamente cuando estamos acompañados de nuestra esposa, con el consiguiente pellizco de reacción inmediata.

- El líder cívico que, sin nuestro consentimiento, nos nombró presidente del comité proparque que debe conseguir un millón de pesos en dos semanas.

- El dirigente político que llenó de afiches la pared común de los dos.

- El dueño de la microempresa alimenticia, que se levanta todos los días a las 4 de la mañana a fritar su producto en la más olorosa de las mantecas.

- La recién casada que se pasa las 24 horas del día visitando nuestro hogar, llorando porque se siente sola.

- El desempleado que aprovecha su desocupación para pintar la casa de enfrente de un maravilloso color zanahoria fosforescente.

- La pareja en problemas que discute acaloradamente todos los días a la 1 de la mañana.

- El pequeño transportador que nos parquea un bus en la puerta de la casa todos los días.

- El padre indolente de los ocho hermanos que se pasan el día haciendo daños por la calle, y que responde sonriente cuando le vamos a cobrar el vidrio roto: “Tan traviesos esos muchachos, ¿cierto?"


martes, 11 de agosto de 2015

Leyendas urbanas: Ella, la ladrona


Esta es una historia de hace 30 años. Por tanto, requiere un contexto para nuevas generaciones. Hablamos de un mundo donde no existían tarjetas débito, cajeros automáticos ni mucho menos transacciones electrónicas. Pero la gente trabajaba y recibía salario mensual o quincenal, generalmente en cheque o en efectivo.

Lo que sí existía eran los buses y los conductores atarvanes. Buses mucho más llenos que los de ahora de los que colgaban racimos humanos y donde el interior se caracterizaba por aprovechar al máximo cada centímetro cuadrado. Y choferes que en cada frenazo, curva y arranque sacudían su contenido –el del bus– como quien bate licores en una coctelera.

Es quincena y nuestra protagonista –es mujer– ya recibió su cheque. Hizo la respectiva cola en el banco donde el título valor se convirtió en un rollo de billetes que quedó estratégicamente guardado en la cartera, debidamente asegurada mediante el cierre de la cremallera.

Y aquí entran a escena el bus y el chofer de turno. Como puede, la protagonista se abre paso y logra sentarse al lado del pasillo. En pocos momentos el automotor está repleto. Parada a su lado hay una señora malencarada, gorda, vestida con delantal. Y en una curva, arranque o frenazo la “vecina” se le va encima.

Pasado el momento de roce social, la heroína mira y descubre, primero con sorpresa y luego con miedo, que la cremallera de su cartera está abierta. En medio de su estupor mira hacia el delantal de la señora del lado y ve, en un bolsillo, un familiar rollo de billetes.

Mil ideas pasan por su cabeza. Armar un escándalo, guardar silencio, buscar ayuda. De repente otro movimiento brusco del carro empuja nuevamente a la señora sobre la protagonista. Ella no lo piensa, solo manda la mano al bolsillo, recupera el rollo de billetes, lo guarda en la cartera y ajusta el cierre.

El resto del proceso es automático. Levantarse, llegar a la puerta, bajarse. Tomar otro bus y llegar a la seguridad del hogar, donde, ya en la intimidad de su habitación, con el corazón acelerado y la adrenalina en su punto más alto abre la cartera y…

… encuentra no uno, sino dos rollos de billetes.

Uno, ordenado, tal y como se lo entregaron en el banco con su quincena completa. Y otro conformado por billetes de baja denominación, cuyo monto total puede asimilarse a lo que recogería, digamos, una vendedora de plaza de mercado en un día de trabajo.

Como el presupuesto no da para psicoanalista –y en esos tiempos tampoco estaba tan de moda – la historia termina en un confesionario. El padre, entre sorprendido y divertido, recomienda donar el dinero del segundo rollo a alguna obra de caridad antes de absolver a quien, internamente, quedará marcada para siempre como…

Ella, la ladrona.

jueves, 6 de agosto de 2015

Yo tengo un amigo


Alter ego. Persona real o ficticia en quien se reconoce, identifica o ve un trasunto de otra. (Diccionario RAE) segunda acepción.

Hay momentos en los que la vida nos rebasa. Es la hora de pedir cacao. Solicitar ayuda. Clamar por auxilio.

Pero muchos de esos instantes implican situaciones, como decirlo, vergonzosas. Sin entrar en terrenos ilegales u inmorales, hay aspectos de nuestra existencia que preferimos mantener en el anonimato. Para eso acudimos al alter ego. Esa persona que no existe, pero podemos culpar de todo.

Esa es la versión sicológica. La colombiana arranca con una frase célebre que nadie cree pero todos respetan: “Yo tengo un amigo…”

… que una vez trató de entrar a Transmilenio con su tarjeta débito.
… que no se aguantó y tuvo que orinar en la calle, sin darse cuenta que estaba frente a un colegio femenino a la hora de salida.
… que nunca había tenido problemas pero la otra noche cuando estaba con la novia no pudo… usted sabe.
… que armó un escándalo en un restaurante porque le habían robado el celular, y al volver a casa descubrió que había olvidado el aparato en su hogar.
… que tiene una billetera con un pin electrónico medio escondido, por lo que pita cada vez que entra o sale de algunos almacenes 
… que dejó 500 pesos de propina en un restaurante y el mesero lo alcanzó y le dijo “se le quedó esta moneda, señor”.
… al que se le pierden todos los celulares.
… que tiene una verruga por ahí abajo.
… que se mandó tatuar el nombre de la novia más abajo del ombligo, una semana antes de que pelearan.
… que tiene unos vecinos que ponen el equipo a todo volumen, pero le da miedo ir a reclamarles.
… que dejó la tarjeta de crédito en un negocio de esos.
… que le tiene un miedo patológico a las aves, cucarachas, arañas o cualquier otro bicho tan inofensivo como abundante.
… que siempre deja las llaves dentro de la casa.
… que periódicamente se sube en el bus equivocado y termina perdido en algún barrio de los extremos de la ciudad.
… que ha caído como cinco veces en negocios de pirámides.
… que lo echan de todos los trabajos por gritarle a los jefes.
… que peleó con el celador de un centro comercial por tratar de almorzar allí con el portacomidas que le prepararon en la casa.
… que felicitó por su futuro hijo a una vecina gorda que no estaba embarazada.
... que introduce comida escondida en diversas “caletas” cuando va a cine.
… que dejó de fumar  hace un mes, hace dos meses, hace un año, hace 15 días, esta mañana...
… que tiene un celular último modelo pero para llamar compra minutos en la calle.
… que tiene que pedirle asesoría a su hijo para manejar sus teléfono inteligente.

… que comienza todas sus historias con un “yo tengo un amigo”…

martes, 4 de agosto de 2015

Las mujeres me quieren…vestir


Existen caballeros cuya constitución física genera en las mujeres deseos inconfesables cuya versión más inocente es ver al susodicho sujeto sin ropa. Cuestión de pectorales bronceados y tal. En cambio a nuestro héroe  –J.A.– le pasa todo lo contrario. En menor o mayor medida, todas las mujeres que conoce lo quieren vestir.

Aclaramos. No es que el hombre ande empeloto por el mundo. Para él, vestirse es una rutina para protegerse del clima y cubrir partes íntimas que solo interesan a su propietario, a personas de su más absoluta confianza y, cuando es el caso, al honorable cuerpo médico.

Conceptos como moda, combinaciones cromáticas, presentación personal, imagen y similares sencillamente no existen. Por eso la totalidad del personal femenino de su entorno cercano se siente obligado (mejor, obligadas) a librar una cruzada, predestinada al fracaso, para cambiar la relación del sujeto con el sector de las confecciones.

La madre lo controló… mientras pudo. Luego vinieron las hermanas, quienes pasaron de sugerir a regañar, de regañar a insultar, de insultar a rogar, de rogar a sugerir, y de sugerir a pedirle… a sus hijos que aprendan de su tío, pero no se vayan a vestir como él.

También ha pasado con amigas y novias. Amigas cercanas que en tono confidente pedían, pidieron, piden y pedirán que se “quiera un poquito”. Novias seguras de poder cambiarlo –literalmente– una vez la relación pasara a otro nivel. Pero no hubo sentimiento capaz de modificar ese desastroso aspecto externo.

El problema de J.A. no es de guardarropa. De hecho tiene un closet atiborrado, porque la estrategia femenina incluye regalos, regalos y más regalos. El hombre sencillamente coge lo primero que tiene al alcance, tapa lo que se debe tapar y solo se lo quita para dormir –a veces– o cuando el olor o aspecto rebasan los límites aceptables para, digamos, un operario de empresa de aseo.

Donde falla el argumento, entra la autoridad. Así que lo que no pudieron parientes, amigas y novias le corresponde a las jefes (enfatizamos lo de las). Ellas sugieren, ordenan, regalan, y a veces obtienen victorias parciales que pronto desaparecen porque –información necesaria–  el hombre posee la habilidad de descachalandrar un esmoquin.

Hasta los uniformes, tarde o temprano, se le ven mal. La más exigente de las jefes, tarde o temprano, debe escoger entre empleado mal vestido o ex empleado. El problema es que J.A. es muy bueno en lo que hace. Por suerte, su labor no implica relación directa con clientes. Suele terminar desterrado en alguna oficina si no lejana, por lo menos escondida.

Hasta que algún día llegará una nueva jefe, profesional, auxiliar o encargada de servicios generales. Y tarde o temprano una mezcla de instinto maternal y sentido de la estética –reforzada por el nivel de la relación–  la llevará a reiniciar la cruzada.

Vamos a vestir a ese tipo.