Si no hubiera sido por el jugo,
el mal estado de la vía, los amortiguadores deficientes del bus y, sobre todo,
por haber llegado al sitio correcto a la hora equivocada, Gabriel estaría por
fuera de las estadísticas anuales de la Policía Nacional.
Nuestro hombre trabaja como
técnico. Esa tarde, particularmente soleada, fue llamado para un servicio en
ese barrio estrato alto construido sobre los cerros, adonde se llega en carro,
en moto, o a pie, pero cansado y sudoroso. Ese fue el caso de Gabriel.
De entrada le ofrecieron un jugo
de frutas recién preparado. Es más, dejaron la jarra por si quería más. La sed
arreciaba y el contenido de la jarra desapareció. Culminado el trabajo pensó en
pedir prestado el baño, pero le dio pena. Ese fue el primer error.
Ya había caído la noche cuando
salió de la casa. Algo por allá adentro estaba pidiendo pista de salida, pero
con niveles manejables. De manera que caminó como cuatro cuadras en bajada,
llegó a la avenida, tomó su bus y se acomodó en la última fila.
Si bien había recorrido el mismo
trayecto miles de veces, solo ese día se concientizó de la enorme cantidad de
huecos, los cuales generaban múltiples y constantes saltos del bus, saltos que
afectaban sobre todo al usuario del último puesto. O sea, a él.
Cada salto alborotaba la jarra de
jugo que circulaba por su sistema de evacuación de líquidos. La solicitud de
salida pasó a exigencia inaplazable. El hombre acudió a todos los trucos del
manual. Respirar profundo, cruzar la pierna, pensar en otra cosa. Pero llegó el
momento de tomar decisiones radicales.
No había centros comerciales o
conocidos en la ruta. Las calles iluminadas atentaban contra la discreción
necesaria para la evacuación. Sí existían parques, pero su espíritu cívico, más
los deportistas y paseadores nocturnos de perros, actuaban como frenos. En medio
de un sudor cada vez más frío su mente visualizó la locación salvadora. La zona
verde ubicada al lado de la calle, detrás de una cancha de fútbol, que, según
recordaba, carecía de iluminación y estaba cercada. De noche nadie iba por
allá.
Era sencillo, bajarse del bus,
caminar hasta la malla y hacer su diligencia. Y precisamente cuando estaba en
esa parte, se hizo la luz.
Claro, él no tenía porque saber
que justo esa noche inauguraban la iluminación de la cancha y que, como parte
del espectáculo, todos los asistentes esperarían en silencio el encendido, ni
que la portería sur –frente a la cerca– era el punto central del acto.
Sorprendido por la situación
–como se pudo ver en los videos que circularon por redes sociales,¿mencioné que
había televisión?– su saco se enredó en
el malla. Fueron pocos segundos, pero a él le parecieron horas mientras se
zafó, guardó lo que había que guardar y tras unos cuantos fracasos logró poner
la bragueta en su sitio.
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