Por enésima vez, un vecino encara al joven. Por enésima vez, educadamente
se le pide que baje el volumen de la música. Por enésima vez se le explica como el alto volumen afecta la calidad de vida, el sueño de la gente e
incluso su salud. Y por enésima vez el interpelado, con su habitual desparpajo
y su tono digamos, caribe, responde algo así como “pero vecino, no entiendo
porque a ustedes no les gusta la alegría”.
Al igual que todos los residentes, el interlocutor de turno conoce la
traducción: “voy a seguir oyendo música y solo la callaré si viene la Policia,
aunque cuando esta se retire la música volverá”. El vecino pone cara de
circunstancia, mira al joven directamente a los ojos y en tono solemne anuncia…
“Yo no quería hacer esto, pero usted nos obligó”…
Y antes del desenlace, veamos los antecedentes. La mayoría de los
habitantes del edificio son parejas cuyos hijos ya armaron su vida. La
edificación pasó por etapa de niños, de adolescentes, de jóvenes y ahora está
en etapa de adultos mayores.
Los adultos mayores prefieren la tranquilidad. La que reinó hasta cuando
una familia compró apartamento para que su hijo estudiara en la capital. El
joven resultó aficionado –como mostraba la evidencia de todos los fines de
semana– a la música estridente hasta el amanecer, acompañado de amigos con
gustos similares. Ahora, en honor a la justicia hay que decir que el hombre sería escandaloso, pero grosero no era. Ningún vecino o celador de los que se han
turnado en hacerle el reclamo ha recibido respuestas agresivas o disonantes. Pero
la música no baja.
Como las autoridades competentes solo solucionaban momentáneamente el
problema, los vecinos, cansados, se reunieron en asamblea extraordinaria.
Claro, había opciones legales que implicaban un buen pleito; largo, aburridor y
costoso. Don Gómez, del 501, preguntó si se podía contactar a los propietarios
del inmueble. La respuesta fue que los dueños, es decir los padres del joven,
sencillamente no creyeron que su muchacho fuera tan irresponsable. Y Don Gómez
no dijo más y durante unos días nadie lo vio por ahí.
Don Gómez, por cierto, parecía tener una posición económica bastante
holgada. Él no hablaba mucho del tema con sus vecinos, aunque alguna vez soltó
una máxima que resumía sus finanzas personales. “Plata invertida, pero bien”.
A propósito de Don Gómez, él es quien está frente a frente con el joven.
El vecino es viejo, pero grande. Los amigos del joven acuden a la puerta, porque perciben algo amenazante.
Gómez, con un movimiento rápido se corre
hacia la derecha. Detrás de él aparece una mujer de edad indefinible, delgada,
de aspecto frágil y rostro arrugado.
Minutos después los amigos del joven salen corriendo del apartamento
para nunca volver. Y al interior solo se oye la cantaleta interminable de la
señora, mientras que, de vez en cuando, el joven intenta intervenir, sin poder
pasar de un “…pero mamá”.
Al día siguiente, en improvisada asamblea extraordinaria de vecinos el
exrumbero pidió excusas, y se comprometió, lo que cumplió a cabalidad, a
terminar sus jaranas semanales. Don Gómez no fue a la reunión. El viaje hasta
el pueblo del joven, la búsqueda de su familia, la invitación a la capital para
la madre, y la representación en la puerta del apartamento lo habían dejado
cansado, y un poco menguado en sus ahorros.
Pero esa plata estuvo bien invertida.
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