jueves, 26 de noviembre de 2015

Darío contra la identidad corporativa


Puede que algunos, o muchos, odien su trabajo, pero Darío conoce un gremio que lo ama. Al trabajo, no a Darío. Él se refiere a quienes se ganan la vida poniendo logotipos empresariales en la ropa de trabajo. Nadie hace algo tan bien, con tanta dedicación, cuidado y aplicación concienzuda de la tecnología disponible solo por un salario. 

La revelación llegó cuando Darío perdió su empleo, pero en cambio quedó con una  abundante provisión de bluyines y camisas azules, suministrados por su exempleador. Y como feos no eran, decidió integrar las pintas laborales a su vestuario diario

Pero tanto las camisas como los pantalones estaban identificados con el logotipo de su expatrón, por aquello de la identidad corporativa. Además de ciertas implicaciones legales que alguna vez le habían explicado, dentro de sus vocaciones no estaba la de vitrina ambulante. Lo bueno era que en tiempos de desempleo pueden faltar muchas cosas, pero lo que sobra es tiempo. Así que Darío tomó la decisión de dedicarle un par de horas, a lo sumo una mañana, a quitar los logotipos. ¿Qué tan difícil podía ser?

Muy, pero muy difícil.

Ahí fue cuando descubrió que las personas que ponen logotipos realmente quieren lo que hacen. Le dedican tiempo, infraestructura y conocimiento. No es, como podría pensar un observador desprevenido, un simple pedazo de tela tejido a otro pedazo de tela.

No. De alguna misteriosa manera, el escudo queda a ambos lados de la camisa o pantalón. Entonces el plan inicial de arrancar no arrancó. Los intentos de retirar el parche mediante jalones fracasaron una y otra vez. Solo funcionaron en la más vieja de las camisas donde el escudo respectivo salió… con unos 20 centímetros de tela adheridos. Esa camisa hizo inmediato tránsito a trapo.

Eliminaba la fuerza bruta, quedaba el corte. Primero con tijeras, cuyo uso dejó unos hermosos agujeros donde antes había logotipos (y más trapos) Después el cuchillo, con similares resultados.  El trabajo demandaba un instrumento más preciso. Bisturí.

Cual cirujano, Darío empezó a cortar, lenta y pacientemente, los hilitos que sujetaban el logo. Descubrimiento. Esos hilitos estaban sobre otros hilitos, alrededor de más hilitos en una “hilambre” interminable. Cortaba y cortaba, pero siempre encontraba una nueva capa. Y con el agravante sangriento derivado de su escasa pericia con el bisturí. Nada que unas curitas no pudieran solucionar… pero hacer cortes precisos con los dedos vendados es tarea de titanes. Eso sí, cada vez había más trapos para oficios varios

Superada la fase paciente, llegó el momento de acudir a la “Ley de Charles”: “D echarles machete”. A lo bestia. Lima pequeña, lima grande, papel de lija, pulidora. ¿Resultado? Huecos pequeños, medianos, grandes, enormes. Y trapos en cantidades industriales.

Lo último que se supo del aprendiz de modisto fue que andaba buscando parches para tapar. Lo han visto por ahí con una imagen gigante del Che Guevara en el pecho, cuatro filas de flores en el bluyin y soles gigantes en relieve encima de los bolsillos.

También dicen que regala trapos.

martes, 24 de noviembre de 2015

Chantaje contra la estética


El director del noticiero preguntó cuatro veces e hizo una triple verificación para asegurarse de que su interlocutor era quien decía ser. Y sí, lo era. El legendario escritor PK. El que jamás aparecía en público y nunca, pero nunca, había concedido entrevistas. Y aunque su discreción era inversamente proporcional a la venta de sus libros, ninguno de sus admiradores o detractores conocía su cara, su nombre real u otro dato adicional de PK. Ni siquiera se sabía el significado de las iniciales, en caso de que lo tuviera.

Por eso si el hombre estornudaba en público era primicia. Y no quería estornudar. Quería hacer una declaración. ¿Condiciones? Sin preguntas. Diría lo que tenía que decir y se retiraría. ¿De acuerdo señor director? ¡De acuerdo señor escritor!

Escuchemos la declaración en mención. “Hace muchos años me separé. No tuvimos hijos. Pasé por el quinto piso hace rato y voy llegando al sexto. En redes sociales usaba un seudónimo que prefiero no divulgar, aunque ya esas cuentas no existen. No era un perfil falso, solo discreto. Con mis amigos virtuales intercambiábamos datos de literatura, películas y otras formas de arte. Para ellos yo era un aficionado a la cultura –realmente lo soy– pero nunca revelé mi identidad literaria. Tampoco era necesario.

Entre mensaje y mensaje comencé a tener contactos constantes con quien se identificaba como una mujer menor de 40. Del diálogo virtual pasamos al intercambio de imágenes y de este a una cita personal. En principio la cosa no pintaba bien. Al borde del fracaso total, le conté que PK y yo éramos la misma persona. La revelación tuvo éxito. Mucho éxito. Tanto que la dama y yo terminamos en una relación íntima. En el siguiente contacto virtual ella cambió el tono, anunció que la parte más privada de nuestro encuentro había quedado en video y pidió una enorme cantidad de dinero para que la pieza audiovisual respectiva no se divulgara a través de Internet.

Antes de cualquier cosa pedí ver el video. Sin entrar en detalles, debo anotar un par de puntos. Ustedes comprenderán que a mi edad ciertas características físicas pueden ser muy desagradables a la vista. Más cuando cuidar mi imagen personal nunca ha sido prioritario. Ahí es cuando uno se da cuenta para qué sirve la ropa. Otro: mi desempeño en las actividades de la película también son acordes con mi calendario. Es decir, lamentables. No solo por problemas técnicos, sino por otros atribuibles a la escasa pericia del piloto, o a que sencillamente ya olvidó como se hacían ciertas cosas. Uno no se da cuenta en el momento, pero cuando ve los toros desde la barrera es otra historia.

Esto para señalar que el video, más que una invasión a mi intimidad o algo inmoral es, básicamente, un atentado contra la estética. Tomé la decisión de no pagar y dejar que la dama y sus cómplices hagan lo que consideren conveniente y adecuado. Pero no estoy aquí para hacer denuncias. Estoy para pedirle disculpas a cualquier persona que tenga acceso a esa pieza audiovisual. Nadie se merece ver algo como eso. De verdad, qué pena con todos ustedes.”

Epílogo.  La identidad de PK se hizo pública, y durante un tiempo tuvo alguna atención de la gente hasta que otra noticia lo mandó al olvido. ¿Y el video? Muchos morbosos o curiosos lo buscaron. Algunos lo encontraron. Unos pocos lo miraron. Y de verdad ¡Qué pena con esa gente!


jueves, 19 de noviembre de 2015

La saga del pollo perfecto


Las razones por las cuales Eduardo estaba antojado son asunto de psiquiatras y psicólogos. Aquí nos limitamos a los hechos. Esa noche, el hombre quería pollo asado. El problema era de tesorería.  Fin de mes, poca plata. Y de familia porque aunque él era el antojado, ni modo de dejar por fuera del banquete a su mujer y sus hijos.

Los gastos del trasteo habían menguado el presupuesto. El tipo estaba estrenando apartamento y barrio. Lo bueno era que su memoria proyectaba una imagen del día de la mudanza. Un negocio cuyo letrero proclamaba el precio adecuado. Y con adicionales.

El pollo asado tiene estratos. El más alto corresponde a cadenas de restaurantes tradicionales, producción industrial, locales impecables, personal uniformado y domicilios centralizados a través del call center. A medida que baja el estrato desaparecen elementos. Los restaurantes son independientes. La producción está a cargo del solitario asador y la multifuncional cocinera. Los locales no son tan impecables. El personal se viste como quiere, limitado por las regulaciones sanitarias (a veces). Los domicilios entran por el celular prepago del dueño. Y cada cambio de estos va bajando el precio.

El negocio que recordaba Eduardo parecía carecer de domicilios, ser bastante flexible en la parte estética –tanto del personal como del local– e incluir opciones como “almuerzo” a precios sospechosamente cómodos. Se trataba de buscarlo. Así que el hombre se bajó del bus y empezó a callejear. 

Ahí fue cuando descubrió que si algo abundaba en su barrio eran los asaderos de pollo. De todos los precios y para todos los gustos. Fueron como dos horas calle arriba y calle abajo mirando menús o preguntando hasta que apareció el negocio de marras. La mesera-cajera-cocinera explicó que el pollo incluía papa y arepa. Como el hijo de Eduardo tenía su pelea particular con los tubérculos, el hombre pidió plátano.

Transcurrieron veinte minutos adicionales hasta que el pedido llegó convenientemente envuelto. ¿Cuánto es? ¡Cuánto! La cifra superaba la del letrero promocional. Le explicaron que el plátano era adicional. Que pena señora, no sabía, ¿será que lo podemos quitar? Claro señor, no hay problema

Problema no hubo, pero afán tampoco, 20 minuto más mientras se reorganizaba el pedido. Y a la hora de pagar, la infaltable pregunta ¿No tiene más sencillo? Los recursos del pollo formaban parte de un billete de 50 mil cuyo destino estaba milimétricamente repartido entre servicios públicos, mercado básico, y la cuota para la tía de los perfumes. 20 minutos más mientras el asador-mesero-mensajero consiguió cambio.

Cuando llegaron las vueltas Eduardo, afanado y preocupado por tener a su familia aguantando hambre, partió a paso presuroso. Creyó oír algo mientras se alejaba, casi al trote. Caminó bastante, porque el negocio era lejos de su casa. Llegó. Tarde, pero llegó. Abrió su morral y… no había pollo.

En el mostrador del negocio de marras reposaba su pedido, olvidado en medio del afán.

Esa noche, el pollo perfecto en la mesa de Eduardo mutó a huevos con cebolla y tomate improvisados por su recursiva esposa, complementados con arroz de la olla.

El antojo continúa.

martes, 17 de noviembre de 2015

Los talentos ocultos de Leonardo


El destino se manifestó a finales de la década de los 90. El mismo día en que se producía el estreno mundial de Titanic, también se dio el estreno absoluto de Silvi. Fueron muy diferentes. El de la película ocurrió en un glamoroso teatro, con alfombra roja, limosinas, fotógrafos y estrellas. El de Silvi, en la sala de partos de un hospital.

Cada debut, a su manera, trajo positivas consecuencias a los implicados. El del filme lanzó al estrellato a Kate Winslet y Leonardo DiCaprio, enriqueció a unos productores y garantizó premios y reconocimientos. El de la pequeña generó alegría entre parientes y amigos, y consolidó el trío de hijos de la familia con la presencia de la niña consentida.

Y se llamó Silvi –no Silvia, no Silvina, no Silvana– porque en opinión del flamante padres rimaba perfecto con el nombre de la abuela, Yovana. Pero Silvi Yovana quedó como referencia en el registro civil y la tarjeta de identidad, porque en su círculo cercano, mediano y lejano el segundo nombre nunca se usó.

La pequeña creció junto a cambios revolucionarios en la industria del entretenimiento. El video casero evolucionó hasta el DVD; los sistemas de televisión paga invadieron los hogares e Internet se convirtió en un canal para ver cine. Un día, por cualquiera de esto medios, “Titanic” ¡La película! captó la atención de la niña. Y a medida que pasó de niña a adolescente, el melodramático naufragio se le atravesó una y otra vez.

No sobra aclarar que el interés de Silvi por el filme de marras no tenía motivaciones náuticas, históricas o cinematográficas. Ella, al igual que millones de contemporáneas de todo el mundo, amaba platónicamente al protagonista. Y ella, al igual que millones de contemporáneas de todo el mundo, a medida que creció fue cambiando sus gustos por vecinos o amigos no tan meritorios, pero mucho más accesibles.

Entre tanto, el tiempo de estudiante de colegio terminó y, llego el momento de acceder a la universidad. Nunca fue gran estudiante, pero tampoco era mediocre. Era de esas niñas que cumplían sin destacarse, a veces con algo de trabajo pero nunca a nivel de desastre.

El asunto es que logró un desempeño aceptable en los exámenes de estado y en las pruebas de admisión de la universidad a la que aspiraba. El último obstáculo era la mitológica entrevista. Llegó con los temores heredados de mitos familiares e historias pasadas y presentes sobre interrogadores despiadados, errores fatales y detalles determinantes.

Iba, como no, disfrazada de ejecutiva, y previamente se había documentado de la actualidad  nacional e internacional. Sin embargo, algo no iba bien. Podía sentirlo. Hubo un momento en el cual Silvi dejó de mirar a su interlocutor y fijó los ojos en la pared detrás de él, con reproducciones de pinturas famosas. Una de ellas era La Monalisa.

El entrevistador notó que no lo miraban y para tratar de tranquilizar un poco a su nerviosa interlocutora le preguntó si le gustaba el arte. Silvi pensó que ese era el momento de ganar puntos y sin dudar un momento pronunció su sentencia de muerte académica.

- Sí señor, pero sobre todo La Monalisa, la que pintó Leonardo Di Caprio.

jueves, 12 de noviembre de 2015

Cómo jubilarse antes de tiempo


Se llama Eduardo. Es un profesional exitoso e independiente. Entre 30 y 40. Casa, carro, teléfono inteligente, vinos y postgrados. Aunque casado y con hijos, se creía joven. Hoy está cotizando geriatras, tomando agüitas y leyendo sobre tercera edad. Y todo por una pregunta.

Una mañana, Eduardo recibió el llamado de la democracia. Jurado de votación. El día de elecciones fue el primero en llegar. Ya en el pasado había cumplido esa función, normalmente acompañado de veteranos burócratas como maestros, secretarias u oficinistas. El mismo había trabajado alguna vez con el Estado.

Pero ese día el veterano era él. Compartía mesa con tres jóvenes - de esos que combinan trabajo y universidad - y con ella. Entre 20 y 24 años, cabellera larga, aspecto juvenil pero serio y un cuerpo que sin ser espectacular denotaba cuidado.
Ella era la presidenta, y asumió su papel con autoritarismo, repartiendo funciones e instrucciones. Los jóvenes intentaron, sin éxito, llevar la conversación más allá de las formalidades. Eduardo, por su parte, fingió indiferencia, aunque le pareció muy simpático que lo llamara “señor”.

Ocho horas son mucho tiempo. Entre voto y voto cada uno hizo un esbozo de su propia vida. Así, él supo que ella se llamaba Ester, que trabajaba en un banco, que estudiaba de noche, y ella supo que Eduardo había trabajado con el Estado. Y el caso es que llegó el momento del adiós.

Corrección. Era el momento de la inevitable cita con el destino. Nuestro profesional con carro se ofreció, generosamente, a transportar a sus compañeros de mesa. Y la providencia siguió pidiendo pista. Dos de los tres caballeros vivían cerca y un tercero tenía programado un encuentro en una tienda aledaña. En cambio ella dijo que sí, y en ese momento la seria presidenta comenzó a tomar cara de aventura extramatrimonial.

Mientras arrancaban, Eduardo, por iniciar conversación, le hizo un par de preguntas acerca de su trabajo. Ella respondió con monosilabos. Hubo un largo silencio. Y entonces vino la pregunta que tiene al sujeto en mención acostándose a las 8, usando gorro de lana y reservando cupo en los asilos de ancianos.

¿Y usted desde cuando se jubiló?

martes, 10 de noviembre de 2015

El deber cívico de orientar al turista


Visitante.– Buenos días, quisiera pedirle…
Local.– ¡No tengo plata!
Visitante.– No no, es que yo no soy de aquí y…
Local.– ¡Ya le dije que no tengo plata!
Visitante.– …y era para ver si usted me dice donde queda el museo.
Local.– Aaahh, claro.
Visitante.– Sí, el  museo.
Local.– El museo…
Visitante. – ¿El museo?
Local.– Eeeh, ¿cuál museo?
Visitante.– Usted sabe, el museo famoso de acá, el que promocionan en todo lado, el que tiene la colección esa de, de esas cosas históricas y muy importantes
Local.– Ah, ¡ese museo!
Visitante.– Sí, es que un amigo que es de acá me dijo que no me podía ir sin conocerlo.
Local.– ¿A su amigo?
Visitante.– No, al museo.
Local.– Pero por supuesto. Un visita por acá sin ir al museo es como si no hubiera venido.
Visitante.– Sí…
Local.– …, ¿Qué?
Visitante.– ¿Cómo llego?
Local.– ¿A dónde?
Visitante.– ¡Al museo!
Local.– Me hubiera dicho desde el principio. Présteme atención. Camine cuatro cuadras por esta misma hasta llegar a una plazoleta donde hay una estatua.
Visitante.– ¿De quien es la estatua?
Local.– … del tipo este, el de los libros de historia
Visitante.– Ah claro, ese tipo.
Local.–…bueno, en la plazoleta voltea a la izquierda. Al fondo va ver un edificio grande de colores, Camina  hacia allá y…
Local.– ¿Cuáles son los colores?
Visitante.– Colores de esos que tienen los edificios,
Visitante.– ¿Ahí queda?
Local.– …ahí no es. Tiene que voltear de nuevo a la izquierda y seguir caminando hasta encontrar una iglesia que tiene la estatua de un ángel en la puerta, justo al frente…
Visitante.– ¿Está el museo?
Local.– No, venden unas empanadas buenísimas, Se las recomiendo. Después de comerse su empanada camina tres cuadras más hacia el Norte y ahí sí.
Visitante.– Como sé cual es el Norte
Local.– El Norte es a la derecha
Visitante.– La derecha suya o la derecha mía.
Local.– La derecha mía o sea la suya cuando esté mirando para donde yo estoy mirando
Visitante.– Entonces voy tres cuadras a la derecha y ahí sí.
Local.–  Sí.
Visitante.– Llego al museo.
Local.– No, ahí encuentra una estación de Policía dónde puede preguntar, porque para decirle  la verdad, no tengo ni idea cuál es ese museo del que estamos hablando.

jueves, 5 de noviembre de 2015

Caballeros en retiro


Con justicia, hay que decirlo, el personal femenino ha ido ganando batallas en la lucha por igualdad de derechos frente al personal masculino. Sin embargo, hasta la feminista más recalcitrante tiene que reconocer que, en algunos casos, se les fue la mano. Y es que en la lucha por acabar con el machismo, arrasaron de paso su faceta positiva, la caballerosidad.

Por eso las mujeres de hoy pagan cuentas, cargan cajas, mueven muebles, abren las puertas, arreglan electrodomésticos, pintan mesas y destapan frascos. Claro, las de antes también hacían lo mismo, siempre y cuando no hubiera un caballero en la línea de fuego. Esas eran cosas de hombres, si los había.

Hoy en día, los tipos se descararon. Así, no es extraño ver un par de damas cargando 30 kilos de sofá de un lado a otro de la casa mientras el personal masculino las ignora, o en un caso de extrema generosidad les ayuda ...a abrir la puerta.

En defensa de los portadores de testosterona habría que decir que no es que no puedan o no quieran. Simplemente no se les ocurre. Una adecuada - y conveniente - combinación de respeto por sus semejantes femeninos y pereza bien administrada hacen que no hagan nada, a menos que se les pida.

En el otro lado, la mezcla es de sensibilidad y orgullo. El eterno femenino presupone que los hombre deben entender las cosas sin necesidad de que se las digan.

El resultado de esto suele ser una pareja incomunicada, y una mujer subiendo cajas al segundo piso mientras él ve fútbol en la televisión, o en el mejor de los casos vuelve a acomodar el tapete.
Existe otra situación. La típica es así. Un domingo cualquiera ella decide reorganizar los muebles del cuarto. Mientras el marido toma cerveza con sus amigos en la tienda, ella mueve mesas de noche, escritorios, tocadores y hasta la cama.

Cuando la esposa está empujando el tocador de guayacán hacia la ventana aparece él, quien se queda mirando a esa dama sudorosa y cansada, cuya musculatura se encuentra tensa como consecuencia del esfuerzo físico. Ella lo mira a los ojos y ve en ellos el brillo de un ayudante en potencia

Entonces él se acerca y le dice, con tono autosuficiente.

“Mi amor, mejor pon el tocador al lado del baño.”

Y arranca para el televisor.

martes, 3 de noviembre de 2015

Ese muchacho necesita enfocarse


Jairo Alberto nunca va. No acude a las reuniones familiares ni a los encuentros sociales. No pelea, pero se limita a lo estrictamente necesario. Así es en todas las facetas de su vida. El difunto tío Isaías lo decía constantemente: este muchacho necesita enfocarse.

Por eso, todos pusieron cara de sorpresa cuando se apareció en la fiesta informal de halloween organizada por la tía. Su presencia no era desinteresada. El hombre forma parte de las estadísticas de desempleo y se le ocurrió una manera sencilla de ganar unos pesos: manipular sentimentalmente a sus parientes con fotos de sus hijos disfrazados.

Para ello tiene una cámara muy sofisticada, aunque ignora la utilidad del 99 por ciento de sus botones, perillas, aplicaciones y demás artilugios. Sabe dos cosas. Que el modo automático toma buenas fotos, y que el lente tiene un botón que se mueve para enfocar manual o automático, el cual debe estar siempre, como no, en automático.

En la reunión familiar, la cosa pintaba bien de entrada. Tres o cuatro bebés que aún no alcanzaban el año caracterizados de peluches. Modelos ideales para fotos… como pudo constatarlo en los celulares de los presentes, en el grupo guasap de la familia y en todas las redes sociales antes de que pudiera sacar su propia cámara.

Plan B, buscar al más fotogénico. En este caso era un pequeño de cabello rubio y ojiazul. Jairo se acercó a la madre en plan de vendedor al tiempo que ella sacaba de su cartera… una cámara. Una cámara llena de botones y perillas, como la de él. Botones y perillas que ella empezó a manipular evidenciando un grado de conocimiento inversamente proporcional a la ignorancia de Jairo y su modo automático.

Bien, eliminados los bebés y los fotogénicos, quedaban los niños normales. Los traviesos, brincones, inquietos… insoportables. Aquellos que no posan, sino que corren, juegan y gozan. Y que pronto descubren un nuevo juego; dañarle las fotos al pariente. Así que los pocos que aceptan unos segundos de quietud se dedican a hacer caras, saltar, evadir la cámara, manotear y demás monerías que los padres tal vez quieran recordar, pero es poco factible que estén dispuestos a pagar por imágenes de las mismas.

Mientras Jairo manipula botones y perillas para tratar de congelar  –fotográficamente hablando– sus pequeños y movidos parientes, ocurre el milagro. Aparecen los  grandes.

Los grandes llegan en patota y van de pasada, camino a fiestas de grandes. Sus disfraces son alquilados, elegantes, costosos. Sensuales ellas, varoniles ellos. Todos a la moda. Complementados con maquillaje, muchas veces de salón. Este combo enorme de primos y primas adora la idea de quedar inmortalizados en alta resolución. Y tiene con qué pagar. Allí está la plata. Fotos individuales, fotos en grupo, fotos haciendo caras relativas a sus personajes, fotos coquetas. Media hora de clics que termina con la salida en masa hacia la fiesta. Jairo sonríe mientras hace cuentas.

Cuentas que mostraron ser alegres por un pequeño detalle técnico que el hombre solo descubrió al pasar los archivos a su computador. Todas las fotos estaban desenfocadas. En sus esfuerzos desesperados por ajustar el equipo para capturar –fotográficamente hablando– a los niños, había movido la perilla del lente que ponía el enfoque en manual.

200 fotos perdidas. La vida le dio la razón al tío Isaías. Jairo necesitaba enfocarse.