jueves, 15 de septiembre de 2016

Colabóreme ¿Sí?

La economía colaborativa está de moda. Pedir apoyo para una idea, un emprendimiento o una actividad diaria que si se hace en grupo puede ser menos costosa. La novedad es que como hoy existe Internet, dicho apoyo no se le pide a los amigos, conocidos, vecinos o parientes. Se le pide al mundo entero. Y parece que el asunto funciona.

La  idea no es mala, pero se descacharon con el nombre. Por  lo menos en Colombia. Porque colaborar, en este país, tiene connotación negativa. Mala fama. No es culpa del concepto. Es culpa de los usos que se le dan a la palabra por estos lares.

Cuando alguien nos habla de colaboración, el asunto huele mal. En escenarios familiares, laborales y comunitarios, colaboración voluntaria es igual a cuota obligatoria. Generalmente alta e imposible de evadir. Nuestro menguado salario termina financiando el regalo de ese jefe que nos explota. La torta para el cumpleaños del inepto que hizo fracasar el proyecto. El asadero del edificio que jamás vamos a usar. La fiesta de la abuela a la que no vamos a asistir.

Una colaboración es lo que pide el mendigo malencarado con un palo lleno de clavos oxidados que nos intercepta en un sitio solitario. O los estudiantes que, cuando estamos con esa chica con la que nos interesa quedar bien, ponen cara de ponqué y en un tono entre altanero y rogativo disparan: “¿Amigo, me colabora para completar lo del bus?”.

Colabóreme es un código utilizado por el conductor que acaba de ser atrapado en alguna infracción de tránsito. Esa colaboración no es para pagar la multa en los términos y montos que establece la Ley. Es para manejar una tarifa diferente que no se cancela en las instalaciones de tránsito, sino directamente en el sitio de la infracción. El colabóreme, además, es lo suficientemente ambiguo para evitar complicaciones con aquellas autoridades que sí cumplen con su deber. Para decirlo sin eufemismos, es un eufemismo para ver si el agente de turno es sobornable.

En caso de extremo optimismo, también busca que la autoridad competente se olvide del hecho ocurrido. Aplica para la sexy conductora que acaba de pasarse un semáforo en rojo, la madre con tres hijos llorones mal parqueada, la viejita de aspecto inocente y tierno que acaba de hacer un giro prohibido al estilo kamikaze o el caballero que va tarde para la presentación de su hija de cinco años. Todos ellos cuentan su historia, ponen cara de yo no fui y mientras el agente llena su libreta sueltan la rogativa: Colabóreme, ¿sí?”

Es la misma que utilizan los que se cuelan en las filas cuando alguien les reclama su descaro. Los que llegan con 20 paquetes a la caja rápida donde solo reciben 10 en el supermercado. Los que tratan de adelantar un trámite, cualquier trámite, sin tener todos los papeles o cumplir todos los requisitos.

A esos, el encargado tiene que decirles que no. Que hay que presentar la cédula, no el carnet del colegio. Que son tres testigos, no uno. Que los papeles se reciben en la mañana y por la tarde se entregan las respuestas. Que se atiende en orden de llegada. Y que ciertas  restricciones pueden ser discutibles, pero son las que hay y además, están claramente especificadas en internet, en los manuales, en las normas, y en letreros gigantes ubicados en todas partes.

Pero “esos” no se rinden. Pone la cara que sabemos y suelta la expresión mágica que se supone los convierte en ese ser superior para quién no rigen las disposiciones que aplican para los demás mortales. “Colabóreme, ¿qué le cuesta?”

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