La economía colaborativa está de moda. Pedir apoyo para una
idea, un emprendimiento o una actividad diaria que si se hace en grupo puede
ser menos costosa. La novedad es que como hoy existe Internet, dicho apoyo no
se le pide a los amigos, conocidos, vecinos o parientes. Se le pide al mundo
entero. Y parece que el asunto funciona.
La idea no es mala, pero se descacharon con el
nombre. Por lo menos en Colombia. Porque
colaborar, en este país, tiene connotación negativa. Mala fama. No es culpa del
concepto. Es culpa de los usos que se le dan a la palabra por estos lares.
Cuando
alguien nos habla de colaboración, el asunto huele mal. En escenarios
familiares, laborales y comunitarios, colaboración voluntaria es igual a cuota
obligatoria. Generalmente alta e imposible de evadir. Nuestro menguado salario
termina financiando el regalo de ese jefe que nos explota. La torta para el
cumpleaños del inepto que hizo fracasar el proyecto. El asadero del edificio
que jamás vamos a usar. La fiesta de la abuela a la que no vamos a asistir.
Una
colaboración es lo que pide el mendigo malencarado con un palo lleno de clavos
oxidados que nos intercepta en un sitio solitario. O los estudiantes que,
cuando estamos con esa chica con la que nos interesa quedar bien, ponen cara de
ponqué y en un tono entre altanero y rogativo disparan: “¿Amigo, me colabora
para completar lo del bus?”.
Colabóreme
es un código utilizado por el conductor que acaba de ser atrapado en alguna
infracción de tránsito. Esa colaboración no es para pagar la multa en los
términos y montos que establece la Ley. Es para manejar una tarifa diferente
que no se cancela en las instalaciones de tránsito, sino directamente en el
sitio de la infracción. El colabóreme, además, es lo suficientemente ambiguo
para evitar complicaciones con aquellas autoridades que sí cumplen con su
deber. Para decirlo sin eufemismos, es un eufemismo para ver si el agente de
turno es sobornable.
En
caso de extremo optimismo, también busca que la autoridad competente se olvide
del hecho ocurrido. Aplica para la sexy conductora que acaba de pasarse un
semáforo en rojo, la madre con tres hijos llorones mal parqueada, la viejita de
aspecto inocente y tierno que acaba de hacer un giro prohibido al estilo kamikaze o el caballero
que va tarde para la presentación de su hija de cinco años. Todos ellos cuentan
su historia, ponen cara de yo no fui y mientras el agente llena su libreta
sueltan la rogativa: Colabóreme, ¿sí?”
Es
la misma que utilizan los que se cuelan en las filas cuando alguien les reclama
su descaro. Los que llegan con 20 paquetes a la caja rápida donde solo reciben
10 en el supermercado. Los que tratan de adelantar un trámite, cualquier
trámite, sin tener todos los papeles o cumplir todos los requisitos.
A esos, el
encargado tiene que decirles que no. Que hay que presentar la cédula, no el
carnet del colegio. Que son tres testigos, no uno. Que los papeles se reciben
en la mañana y por la tarde se entregan las respuestas. Que se atiende en orden
de llegada. Y que ciertas restricciones
pueden ser discutibles, pero son las que hay y además, están claramente
especificadas en internet, en los manuales, en las normas, y en letreros
gigantes ubicados en todas partes.
Pero
“esos” no se rinden. Pone la cara que sabemos y suelta la expresión mágica que
se supone los convierte en ese ser superior para quién no rigen las
disposiciones que aplican para los demás mortales. “Colabóreme, ¿qué le
cuesta?”
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