Sánchez usa un teléfono bruto –léase flecha– para
comunicarse. Carece de redes sociales y jamás ha tenido un sistema de video
doméstico. Oye música en un viejo transistor portátil que lo acompaña desde
hace años. Lo más curioso de todo es que el hombre parece un tipo feliz. Ah,
y un pequeño detalle. No tiene televisor.
Sánchez –hoy jubilado– ocupa su tiempo libre en largas
horas de lectura; cine en sala con crispetas y gaseosa; visitas y encuentros con
viejos amigos. Ese tranquilo sujeto poco se relaciona con su versión de años
atrás. Joven y ambicioso, al conseguir su primer empleo dejó la casa paterna.
Aterrizó en un apartaestudio que dotó con una mezcla de donaciones, herencia e
inversión. Así se hizo de cama, nevera, sillas y mesa (plásticas); y unos
anaqueles metálicos que se convirtieron en estantería multiusos.
Ahí vino el primer choque. Se acabó la plata para dotación.
Ese primer sueldo no era ninguna maravilla, y Sánchez empezó a darse cuenta de
que elementos de uso diario como papel higiénico, jabón, crema dental, y, sobre todo, comida,
no se materializaban mágicamente en los estantes, cajones y nevera. Había que
comprarlos. Y pagar cuentas. Y arriendo. En ese contexto lo que no había era
plata para comprar un televisor.
Cotizó múltiples modelos y marcas, todos lejos de su
capacidad de pago. Pasó por negocios especializados, almacenes de cadena y
casas de empeño hasta llegar al primo. Ese que tenía un viejo televisor sin
usar y la disposición de venderlo por un costo mínimo. Un costo mínimo
plenamente justificado. Era un aparato pequeño, con imagen a blanco y negro, y,
por supuesto, nada ligeramente parecido a un control remoto.
Pero como peor es nada, el primo consiguió cliente y Sánchez
televisor. Primera lección, una cosa es tener televisor y otra tener
televisión. El aparato prendía, pero no sintonizaba por aquello de la antena.
En muchos edificios existen antenas comunitarias. Donde Sánchez vivía no.
Son los años 80 del siglo pasado. La televisión por cable apenas está comenzando y es un lujo. Existen tres canales públicos cuyos equipos de emisión quedan en distintos cerros. Una antena en el techo puede cogerlos simultáneamente, una antena portátil requiere orientación diferente para cada canal.
Son los años 80 del siglo pasado. La televisión por cable apenas está comenzando y es un lujo. Existen tres canales públicos cuyos equipos de emisión quedan en distintos cerros. Una antena en el techo puede cogerlos simultáneamente, una antena portátil requiere orientación diferente para cada canal.
Sánchez hizo pruebas de ubicación hasta encontrar un sitio
con una señal relativamente decente. El entrepaño superior de la estantería. La
antena tuvo que reforzarse con gancho metálico de ropa. Manipular el aparato
era fácil. Se acercaba una silla a la estantería donde Sánchez se subía con el
fin de alcanzar el receptor. Para encender, apagar, modificar volumen o ajustar
la calidad solo era mover la perilla respectiva. Para sintonizar un canal se
giraba la perilla y se movía el televisor, se giraba la antena y se torcía el
gancho hasta lograr una imagen… aceptable.
El hombre se aguantó un par de días en este plan hasta pasar
a las medidas drásticas. Primero, se casó oficialmente con un solo canal.
Segundo, consiguió una extensión con interruptor que permitía cortar la
corriente a voluntad. Cuadró el volumen a un nivel aceptable. Se dispuso a
disfrutar de la tecnología del siglo 20 cuando se enredó en el cable y jaló el
televisor, el cual cayó desde la parte de arriba de la estantería.
Y mientras veía la carcasa inútil y los pedazos de pantalla
regados por el piso, Sánchez entendió sus opciones. Pasarse el reto de su vida
buscando soluciones tecnológicas o desconectarse de lo que no fuera
absolutamente necesario. Escogió. Hoy es un tipo feliz.
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