Era una noche sin luna. Oscura y tenebrosa. Y Suárez no
debía estar ahí. Pero se puso de proactivo (¿sapo?) a escoltar a la jefa hasta
la casa. Cómo iba a saber que la señora tenía su morada en un barrio tan
estrato bajo. Bueno, cada uno vivía donde se le daba la gana. Si había un
culpable, era él.
Él fue el que se ofreció. El que dijo que podían tomar el
mismo taxi. Supuso –equivocadamente– que coincidían en ruta y guardó silencio
cuando la jefa anunció una dirección al otro extremo de la ciudad. En vez de
permitir que la señora pagara insistió en hacerlo. Y en vez de decir que no
tenía suficiente dinero para que el taxi lo llevara a su casa simplemente lo
despachó para que no tuviera que “esperar”.
Nunca se supo esperar qué, porque cinco minutos después la
jefa estaba en casa y él, solitario, en la calle oscura, tenebrosa e insegura.
La buena noticia era que a pocas cuadras quedaban la avenida y el paradero.
Inició su camino en procura de la zona segura, en este caso la estación del
bus.
Paranoico sí estaba. Veía sombras amenazantes y sentía que
lo seguían. Periódicamente volteaba pero no, solo se veía un sujeto a la
distancia. Posiblemente ni siquiera iba para el mismo lado que él.
Segunda volteada. El tipo seguía ahí. Caminando, y aunque
todavía lejos, ya no tanto.
Tercera volteada. Era oficial. El tipo iba en la misma ruta
que él. Y cada vez más rápido. Y cada vez más cerca.
Suárez no estaba boyante en materia de efectivo, como ya vimos.
Tampoco portaba elementos de mucho valor. Reloj de agáchese, “esmalfon” chino y
esfero de $2000 (la caja). Y las gafas, sin las cuales el mundo a su alrededor
se volvía tierra de sombras. El problema era que el ladrón –oficialmente ya lo
era– no tenía por qué saber eso.
En parte por dignidad y en parte por estrategia apretó el
paso pero sin correr, para no alertar a los delincuentes. Sí. Los. Aunque solo
había visto uno, estaba seguro de que una banda completa, si no un clan, se
habían confabulado para atracarlo.
Y entonces pasó lo que tenía que pasar. Tropezó contra algo
y las gafas fueron a dar al piso. El dilema ya no era entre seguridad y
movilidad, sino entre visibilidad y riesgo Resignado, se arrodilló y empezó a
tantear los alrededores. El sitio del desastre quedaba justo al lado de un
negocio, de esos de barrio, con tremenda vitrina. Cerrado, por supuesto,
pero la mezcla de luces internas y externas generaban un efecto espejo.
Mientras buscaba los lentes de vez en cuando levantaba la
mirada para confirmar su inexorable destino. El reflejo de la figura del
perseguidor se acercaba cada vez más. Iba directo para donde Suárez. Todo pasó
en pocos segundos. Suárez encontró las gafas. El perseguidor llegó. Suárez se
puso de pie buscando una ruta de escape. Tensionó los músculos mientras sentía la adrenalina correr por el
cuerpo y veía como su perseguidor… ¿Seguía derecho?
Sí, siguió derecho hasta ubicarse frente a la vitrina, sacar una peinilla, arreglarse el cabello y continuar su camino en medio de la noche sin luna,
oscura y tenebrosa.