jueves, 10 de noviembre de 2016

Zona de lectura

El documento era un mal necesario. Tocaba leérselo. Pero cada palabra, oración y párrafo estaban allí con un fin claro:  espantar al lector de turno. El autor había elegido cuidadosamente todos los recursos para lograr efectos somníferos. Manejaba un estilo pseudointelectual insoportable. Tenía más citas que una casa de las que sabemos. Y era largo con tendencia a eterno.

Matías, el lector, no purgaba cadena perpetua ni vivía en una isla solitaria. Por tanto, disponía de abundantes tentaciones frente al desproporcionadamente largo, latoso, pesado y confuso mamotreto. Todos los intentos –madrugada, trasnochada, parque, encierro, comedor, sala, baño, estudio– habían sido derrotados por alguna alternativa que lo alejaba de la concentración necesaria para asimilar el contenido del ladrillo.

Mientras la fecha final se acercaba peligrosamente, la cosa se iba poniendo urgente. La primera conclusión fue que no había posibilidad de avance mientras jugara de local. Era imperativo alejarse de territorios conocidos con influencia –real o posible– de amigos, parientes, vecinos, novia y demás distractores. También era obligatorio poner espacio entre cualquier dispositivo de entretenimiento –léase PC, teléfono, radio, televisor, crucigrama, Condorito, cubo de rubik o similares– y el sagrado rito de la lectura.

En la pesquisa por un escenario adecuado, el subconsciente comenzó a susurrar extrañas palabras. Algo así como biblia, bibliografía… biblioteca. Eso. Biblioteca. Voces de tiempos lejanos hablaban de sitios diseñados para sumergirse en el mundo de las letras. El siguiente paso fue teclear la palabra mágica en el buscador. Lotería. No muy lejos de su casa había una. Y de las poderosas. Resulta que los espacios amplios, acogedores y cómodos no eran patrimonio de los centros comerciales. Incluso contaba con una zona bautizada y al parecer diseñada acorde con sus necesidades, la sala de lectura. Un enorme, amplio y cómodo salón donde había sillas, mesas y… computadores.

Entre los servicios del centro cultural estaba la conexión gratuita a Internet.  Para evadir esa tentación Matías descartó la sala principal y empezó a recorrer las instalaciones. El asunto mejoró. En los pasillos encontró sillas. Cómodas ellas. Grandes. Incluso un poco aisladas. Solo era cuestión de escoger una y sumergirse en el documento de marras. El desafío lector, por fin, parecía tener un final feliz.

La cosa funcionó tan bien que logró aislarse del entorno. Por eso no se percató de la presencia. Era un grupo de personas, unidos por algún interés común que poco a poco fueron llegando. Sumergido en su lectura, Matías ignoró la conversación. No vio como se apoderaron de las demás sillas mientras sacaban cosas de los paquetes de supermercado. Tampoco notó a la señora de la caja, ni cuando sacaron el ponqué, ni la vela encendida. Pero lo que no pudo ignorar fue el destemplado coro del “happy birthday to you…”

Y cuando constató que justo ese día, en ese sitio, a esa hora el grupo de informática básica de la biblioteca había decidido homenajear a su profesor, aprendió que el centro cultural también servía para actividades sociales, que ciertas áreas de la biblioteca no eran garantía de silencio y que la lectura del documento de marras acababa de embolatarse... otra vez. 

El  tipo no peleó, no intentó reubicarse, ni siquiera trató de retomar de nuevo el texto, pero la cara que puso fue tan, pero tan, pero tan…

…que le dieron ponqué.

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