Aunque solo ha pasado tres veces, Justino quedó para siempre
con etiqueta de bicho raro. Excéntrico, dicen en la oficina. Ocurrió en una fiesta
de la empresa, en un club campestre medio aislado del universo, con transporte
de ida y vuelta aportado por los organizadores. Ocurrió de nuevo durante el refrigerio de
una reunión de trabajo, antes de su presentación (la de Justino con sala de juntas, mesa de reuniones,
proyector, frente a todos). Y ocurrió otra vez durante una pausa en medio de una
clase donde nuestro héroe era el profesor.
Parecían rutina. Se convirtieron en pesadillas social,
laboral y académica, por cuenta de “…dos tiras de tela guarnecidas en sus
orillas de pequeños dientes generalmente de metal o plástico que se traban o
destraban entre sí al efectuar un movimiento de apertura o cierre por medio de
un cursor metálico” (DRAE 2008) .
A estas alturas el subconsciente del hombre revolvió las
tres historias. Ya no recuerda cuándo pasó qué. Todas comenzaron igual. Una
visita al fondo a la derecha para una diligencia de carácter estrictamente
personal que demanda bajar la cremallera y subirla de nuevo. Esa que se traba o
destraba. La cremallera, no la diligencia. Ahí fue.
Porque el aparatico se rebeló… Y no subió. O subió hasta la
mitad. Justino contraatacó. Primero con jalones, cada vez más fuertes. Y la
constatación de que, por lo menos en este caso, el tamaño no importa. Porque el
pequeño cursor opuso tenaz resistencia a la fuerza bruta. Hasta que el
caballero sintió como el broche subía. Subía hasta la altura de su cara, pues
acababa de quedarse con el broche en la mano.
Pero la bragueta seguía en su sitio. Ni abierta ni cerrada.
Eso pasó una vez. En otra ocasión, fueron el broche y el
cursor, porque el final de la cremallera no estaba debidamente asegurado al
resto del pantalón. Fácil de sacar, imposible de volver a meter. Y al primer
movimiento (de Justino), se volvió a abrir (la cremallera). Sin mecanismo para
cerrarla. Y el tiempo seguía corriendo
A raíz de estas experiencias, en la tercera crisis el hombre
optó por la filigrana. Movimientos de precisión quirúrgica para detectar el
problema –un pedazo de tela mal ubicado–.
Y la no menos compleja operación de agarrar, jalar, liberar y
descansar. Pero Justino es el feliz
poseedor de manos grandes, dedos regordetes y demás instrumentos no aptos para
el trabajo manual delicado. Así que el final de la batalla fue desgarrador.
Literalmente. Un pedazo de tela desgarrado justo al lado de la cremallera.
Como hemos visto el dispositivo de marras cumple la función
de tapar prendas de vestir que solo incumben a Justino, su servicio de
lavandería y algunas damas de su entera confianza. Prendas que estaban a punto
de quedar a la vista de personal que no cumplía con ninguno de esos
requisitos...
…todos recuerdan como el siempre alegre Justino pasó el
resto de la fiesta sentado en un rincón, de donde únicamente se levantó para
tomar el transporte de vuelta a casa. Su
curioso comportamiento solo fue emulado en otra ocasión cuando, al presentar los
resultados del trimestre, permaneció todo el tiempo en el mismo lugar, con las manos cruzadas
sobre los muslos por debajo del cinturón. El tema surgió mientras algunos
colegas compartían un café en la pausa vespertina. El más joven tomó la palabra
“eso no es nada, ese tipo fue profesor mío y una vez dictó la clase completa de
espaldas”.
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