martes, 31 de enero de 2017

Un ritual diario para Pablo

Hace varios meses que Pablo se levanta todos los días, se despereza, va al baño, cumple con ciertos procesos anatómicos inevitables, se afeita, se baña, se viste, se desayuna y sale a buscar empleo. Antes de la primera consulta en línea, de la primera ojeada al diario o de los kilómetros diarios de caminata chequeando avisos, haciendo consultas o visitando amigos con cara de si sabe algo me avisa tiene un ritual sagrado. Este se repite varias veces a lo largo de la jornada. Es imprescindible. Inevitable. Es algo así como el Ramadán para los musulmanes, la misa para los católicos, el baño en el Ganges para los hindúes o la consulta al smartphone de los milenials.

Pablo no es milenial, sino que pertenece a un modelo anterior. Por tanto uno de sus valores es la estabilidad laboral. Una vez culminó su carrera profesional, se vinculó a esa empresa en la que alcanzó a durar 16 años, 7 meses y tres días. Su salario no era particularmente alto, pero había peores. Además, era un tipo organizado con buen equilibrio entre ingresos y gastos. Había sobrevivido a un par de crisis en su trabajo y aunque no estaba blindado, tenía unas expectativas razonables de estabilidad laboral.

Hasta que un día se apareció un antiguo compañero de universidad con inclinaciones empresariales. Por eso lo llamaremos el Empresario Pedro. Un tipo emprendedor que había creado su propia empresa. Empresa de verdad, con inversionistas, capital, sede, clientes y señora de los tintos. Empresa de esas con futuro o mejor, proyección. Empresa de esas donde necesitaban a tipos como Pablo.

La cosa se fue dando poco a poco, como cualquier romance. Un encuentro casual, un comentario suelto, luego una cita más formal. Pedro exploró –en el buen sentido de la palabra– a Pablo. Es decir que indagó sobre su perfil laboral y condiciones hasta construir una propuesta. Salarialmente mejor y sazonada con el discurso de que esta es una empresa nueva, tenemos oportunidades de crecer, etc, etc, etc.

Como ya vimos, la experiencia previa de Pablo no incluía cambios de empleo. Por tanto –cual doncella inocente ante los embates de un Don Juan– fue presa fácil de la seducción profesional. Pero su novatada le pasó factura al no aplicar la norma básica de seguridad a la hora de los  cambios. No suelte lo que tenga hasta no asegurar lo otro.

Pedro culpó a la coyuntura económica internacional y puede que sea verdad. El asunto es que Pablo renunció y la anunciada plaza en la empresa de su amigo nunca apareció. Las consultas sobre el tema que en principio le respondían con “ya casi”, después con “tenemos que esperar un tiempo”, y luego con “estamos mirando” un día se acabaron porque sencillamente dejaron de responderle. Ahí fue cuando Pablo se dio cuenta de que se había quedado sin el pan y sin el queso.

De ahí en adelante él se levanta todos los días, se despereza, va al baño, cumple con ciertos procesos anatómicos inevitables, se afeita, se baña, se viste, se desayuna y sale a buscar empleo. Antes de la primera consulta en línea, de la primera ojeada al diario o de los kilómetros diarios de caminata chequeando avisos, haciendo consultas o visitando amigos tiene un ritual sagrado que se repite varias veces a lo largo de la jornada.

Insultar, mentalmente, e incluso en voz alta, con toda la fuerza de su corazón al empresario Pedro.


jueves, 26 de enero de 2017

Es que la plata no alcanza

La cosa no tiene lógica. Eso piensa Pedro. Quincena tras quincena la historia se repite. La plata, sencillamente, nunca es suficiente. Y no es que el tipo esté mal de ingresos. Todo lo contrario. Su nivel salarial está por encima de la media de su profesión. Y es soltero. Y vive en el hotel mamá.

Como si esto fuera poco, no actúa irracionalmente a la hora de gastar. Se documenta. Acepta consejos. Utiliza los medios disponibles en busca de alternativas. Siempre está pendiente para aprovechar las opciones. No se ahoga en medio del sistema, sino que navega en las oportunidades que este le ofrece.

No deja pasar temporada sin hacer algunas inversiones. Cuando los grandes almacenes y centros comerciales cumplen años –todos por una época parecida, lo cual simplifica las cosas– se documenta de las rebajas a través de documentos clave para el consumidor inteligente: los folletos promocionales. Aprovecha y compra lo que necesita. Y lo que no necesita pero algún día necesitará. Hay que aprovechar. Ese es su lema.

A veces le da la impresión de que ciertos negocios cumplen años dos o tres veces al año, pero no importa. Allá ellos si quieren brindarle más oportunidades. Tiene, además, un radar incorporado para cuando transita por cualquier calle. Se activa automáticamente ante avisos –generalmente visuales, aunque también los hay auditivos y audiovisuales–­ de promoción, oportunidad, rebaja, descuento, dos por uno, liquidación y similares.

Pedro no se complica con detalles menores como cuando los letreros que anuncian las oportunidades de solo por hoy parecen curiosamente viejos, o cuando la etiqueta de precios no parece haber sido cambiada en tiempos recientes. Tampoco pierde tiempo valioso cotizando el mismo producto o servicio en otro lugar.  Si dice promoción, hay que aprovechar. Aquí y ahora.

Su descubrimiento más reciente es un viernes negro que dura como un mes por estos lares y tiene versiones equivalentes distribuidas a lo largo del año.  Con la ventaja de  que no hay que ir a ninguna parte, sino que uno simplemente se conecta a Internet y compra. Y compra. Y compra. Y ahorra.

Es que es tan fácil economizar. Por ejemplo cuando esos chicos y chicas bien  intencionados llaman por teléfono y plantean esas maravillosas oportunidades de  productos o servicios a precio especial.  Pedro no solo los escucha, sino que casi siempre se acoge a las opciones. No importa si no corresponden a sus necesidades, las oportunidades solo se presentan una vez en la vida.

Quien no utiliza las opciones, no sabe de lo que se está perdiendo. Más con inventos maravillosos que eliminan los riesgos del efectivo, como la tarjeta débito o crédito. O mejor, las tarjetas de crédito, porque tanto bancos como algunas cadenas comerciales han sido generosas con Pedro para dotarlo de dinero plástico, lo que incrementa significativamente sus opciones de administrar inteligentemente su platica.

Hoy es quincena y la historia se repite. El salario se esfuma rápidamente. Pedro no entiende. El no desaprovecha ninguna oportunidad para ahorrar mientras adquiere eso que necesitó, necesita o algún día necesitará. Entonces… ¿por qué será que no le alcanza la plata? 

martes, 24 de enero de 2017

Las mil muertes del inmigrante

Si se trata de volumen, Bert Peg es un triunfador indiscutible. El año pasado actuó en 20 películas. Cierto que la mayoría jamás verá una sala de cine. No. Se distribuirán a través de video casero, yutub, o en horario infame de algún canal desconocido. Tampoco tienen la más mínima oportunidad de competir por algún premio. Es lo que llaman serie B. O algo peor. Pero siguen siendo películas.

Bert, por supuesto, no es su nombre real, sino el artístico. Cuando dejó Colombia en busca del sueño americano, era Roberto Pérez González. No vamos a entrar en detalles sobre las múltiples maromas laborales que debió hacer antes de lograr una oportunidad en pantalla. Solo diremos que por recomendación o iniciativa propia –la verdad ya no se acuerda– adaptó su denominación criolla una versión más vendedora, combinando un diminutivo de su nombre y  un acrónimo hecho con sus apellidos. Así nació Bert Peg.

Si lo buscan en los créditos de películas de acción, terror, misterio, policiales, guerras, desastres y una que otra histórica suele aparecer. Sus personajes nunca tienen nombre, sino una profesión y número. Fíjense cuando mencionan al policía uno, el vigilante 2, el guardaespaldas 3, el pandillero 4, el guardia 5,  el soldado 6. La especialidad interpretativa de Bert es una breve presencia en pantalla… hasta que alguien lo mata.

Lo contratan para personificar al guardia de seguridad que será asesinado por los delincuentes cinco minutos después de iniciada la película. Al soldado que morirá en batalla mientras el héroe se luce. Al guardaespaldas de mafioso que será el primero en caer ante la furia vengadora del héroe. Al policía que será arrasado junto con todos sus colegas en el primer ataque extraterrestre. A ese miembro de un comando élite que fracasará estrepitosamente en su intento de detener las artes del hechicero malvado

Sus líneas –es solo un decir, hablar, lo que se dice hablar, casi nunca– suelen ser una aparición fugaz hasta que el protagonista o antagonista lo degolla, le dispara con silenciador, lo golpea, lo empuja de un décimo piso, lo electrocuta, lo atropella, lo desintegra o lo ahorca.  Otras veces su aporte consiste en correr hacia alguna fuerza poderosa o huir de alguna fuerza poderosa que, inevitablemente, lo aplastará con todo su poder.

Muy de vez en cuando le dan alguna línea real.  Decir “todo está bien”, segundos antes de que lo pasen al papayo. Responder mediante algún sistema de intercomunicación que sí cuando lo mandan a mirar, mirada que será la última de su vida, o mejor, de la de su personaje.  Cuando encarna alguna autoridad su guión suelen ser requerimientos como “alto”, “su licencia por favor” o “algún problema”. La inocente petición inevitablemente será respondida con balas, golpes, lanzallamas, bombas atómicas o, en versiones más sofisticadas, armas futuristas, magia asesina o algo que cae del cielo y lo aplasta, surge de las profundidades y lo devora.  O no se ve pero se convierte en todo un reto para Bert, quien debe interpretar el ataque letal de algún monstruo invisible.

Eso cuando su muerte se ve en pantalla, porque hay ocasiones en las que a la hora de editar suprimen la escena y la aparición de Bert en el filme se limita a una fugaz visión de un cuerpo en el suelo, más o menos ensangrentado, más o menos descuartizado de acuerdo con las habilidades del exterminador de turno.

Para Bert aplica literalmente eso de que cada día es morir un poco. Pero qué importa, trabajo es trabajo. Así sea morir en pantalla.

jueves, 19 de enero de 2017

Gonzalo sigue sonando

El destino puso a Gonzalo a sonar. Pero no como suenan los tecnócratas con aspiraciones a cargos de libre nombramiento y remoción, los cantantes de moda o los potenciales clientes del gastroenterólogo. Una descripción más completa es que el tipo pita. Y más exacta todavía es que él no es quien pita. Es su agenda.

Resulta que el cuadernillo con pasta dura y fechas preimpresas en el cual lleva –estilo antiguo–  los datos de sus actividades diarias tiene un pin –estilo moderno–  de esos que instalan en los negocios para evitar robos. El dispositivo está tan bien ubicado que Gonzalo no ha podido encontrarlo. Aunque lo han desactivado muchas veces -el pin-  al usuario de la libreta le pasa lo mismo que a ciertos políticos cuando van a nombrar ministros: sigue sonando.

A estas alturas supongo que el lector ha deducido que el ruido emitido por el cuaderno no es un fenómeno permanente, sino circunscrito a entradas y salidas. Entradas y salidas de negocios, bibliotecas, museos y otros lugares donde casi cualquier cosa puede ingresar, pero la historia es diferente cuando se trata de salir.

Este es uno de los descubrimientos derivados de su peculiar condición. A nadie le preocupa un piii de entrada, muy distinto al mismo piii de salida. Porque además de diversificar su banda sonora, la circunstancia particular le ha enseñado unas cuantas verdades de la vida.

Una es que existen sitios donde toda la inversión en pines y sensores es meramente decorativa. No importa cuantas veces suene y se ilumine, a nadie le importa. Es más, Gonzalo a veces se ha descarado y después de salir vuele a entrar, y vuelve a salir, Y piii, y piii. Y de reacciones, nada.

Sí, el caballero dispone de mucho tiempo libre. Por eso no pone problema cuando el equipo de seguridad pone en marcha sus protocolos ante el sonido. Porque ese es otro aprendizaje. Si alguien reacciona al ruidito es porque tiene uniforme, gafete de tela con su apellido en el bolsillo izquierdo, gorra y arma de dotación. El resto del personal del establecimiento de turno hace oídos sordos. Siempre. Incluso cuando están en la puerta, justo al lado de Gonzalo, mirándolo a los ojos en el momento de la obertura del concierto de agudos.

La reacción de los guachimanes y guachiwomanas tiene variantes. Algunos miran con pereza, piden el recibo, hacen como que lo miran sin verlo y siga señor. Otros preguntan si sabe que es lo que suena, y se declaran satisfechos con la explicación de la agenda tras –no siempre– una prueba.  Pero los paranoicos –¿o eficientes? – piden factura, ordenan que pase con maleta, sin maleta, y con todos los objetos de la maleta uno por uno, hasta verificar que, efectivamente, es la agenda la que suena. Normalmente, mientras hacen esta inspección minuciosa, dos o tres personas más salen con su respectivo acompañamiento musical, sin ningún problema…

Una tendencia común es hacer una revisión tan detallada como inútil del objeto en busca del pin. Otra es pasarlo por el escáner ubicado en la caja destinado a desactivar el mecanismo que, impajaritablemente, se reactivará en el siguiente negocio. 

La solución definitiva implicaría desbaratar el librillo. Como la encuadernación no forma parte de las competencias del feliz poseedor de la agenda, él ya tomó una decisión. Aplica para todo el 2017. Gonzalo sigue sonando.

martes, 17 de enero de 2017

Trampas al ego

Hace 35 mil años, el jefe de un clan de neandertales partió de madrugada con los machos adultos de su grupo en busca de comida. Finalmente divisaron un mamut. Aplicando la experiencia acumulada por él, por sus padres y por sus abuelos, ordenó a sus acompañantes que hicieran lo que había que hacer. 

Resulta que uno de los cazadores estaba interesado en aparearse con las hijas del jefe. Este cavernícola no era particularmente apto para la lucha con otros aspirantes a la misma hembra, método de conquista en boga por aquellos tiempos. Sabía que la única forma de evitar la pelea era que el padre lo escogiera directamente.  Eso lo motivó a decirle “uga, magagaga, gun”.

Traduce algo así como “buena forma de cazar mamut”. Ignoramos lo que pasó después. No sabemos si el comunicativo neandertal pudo reubicarse en la cueva junto con la familia del jefe y si alguno de los que andan –andamos– hoy por ahí descendemos de la hija del líder y este inventor. Sí. Inventor. El inventor de las trampas al ego.

Corresponde al individuo en mención la patente de una estrategia que se mantenido hasta nuestros días. Se trata de soltarle a alguien, en momento y lugar oportuno, una frase o expresión destinada a hacerle sentir más. Más inteligente, más sabio, más sagaz, más productivo, más competente y, lo más importante, más dispuesto a colaborar cuando sea necesario.

Las aplicaciones modernas abarcan cualquier actividad. El entrevistado que le dice al periodista “muy interesante su pregunta”. El empresario que le suelta a un subalterno de cuya existencia se enteró cinco minutos atrás un “su trabajo es muy importante para esta empresa”. El vendedor que incluye en su discurso frente al cliente potencial un “este producto es solo para gente como usted, no para todos”. El estudiante que le “reconoce” a su profesor que “con usted sí aprendo”. Las alternativas son múltiples. Es más, ni siquiera requieren hablar. A veces basta con un gesto de aprobación o una humhumneada para que el interlocutor sienta que acaba de decir algo histórico.

Aplican algunas reglas. El elogio debe ser aparentemente gratuito. No sirve si se hace en un escenario de evaluación. Es tan importante que parezca espontáneo como que no lo sea. No es un reconocimiento sincero. Es un aplauso interesado. Y fríamente calculado

Esto saca de la lista al lambón instintivo, ese que se arrodilla frente a la autoridad y se deshace en elogios frente a cualquiera que tenga más poder que él. Entre otras razones porque se trata de un personaje fácilmente detectable y hasta incómodo. Pero el elogiador profesional es estratégico, sabe exactamente cuándo y cómo soltar su piropo intelectual.

Y, seamos honestos, todos caemos. El departamento de egos del ser humano es uno de los más fácilmente manipulables. Básicamente porque lo que dicen es aquello que cada uno de nosotros tiene como una verdad absoluta en alguna parte de su personalidad. Que somos mejores en algo, y que no hay nada malo en que alguien lo reconozca de vez en cuando.

El elogiador lo sabe. Sabe que se trata de sembrar simpatías en el destinatario con el fin de cosechar algún día. ¿Cosechar qué? Lista larga que va desde tratamientos benignos  hasta algún favor particular. O impresionar a un tercero. O ganar tiempo. O preferencia a la hora de escoger un compañero para la hija en versión neandertal. Ahora que lo pienso, creo que sí funcionó.

jueves, 12 de enero de 2017

Actualización en comunicación (y 2)

(Tras defender hasta el último minuto –literalmente-  su derecho a comunicarse mediante un celular prepago, Mario se ve obligado a pasarse al teléfono inteligente.  Su primer intento lo lleva a un sitio de interés para el, y para las autoridades competentes. De hecho, mientras cotiza, le cae tremendo operativo).

Ante el dramático desenlace de su incursión por el comercio altamente especializado, Mario decide acudir al que está libre de toda sospecha. Los almacenes de cadena. Maravillosa invención de la sociedad de consumo en donde se puede adquirir desde un limón hasta un carro, todo debidamente etiquetado, legalizado, organizado...

Las condiciones terminadas en ado a veces incluyen un sobrevaluado, por lo que se recomienda cotizar antes de comprar.  Nuestro futuro consumidor de alta tecnología inicia su recorrido. La cosa pinta bien. Encuentra una amplia oferta, debidamente exhibida con personal dispuesto a atender sus inquietudes. Al menos eso parecía, hasta que Mario hizo la pregunta mágica. ¿Cuál es el equipo más barato que tiene?

Decimos mágica porque, como por arte de magia, frente a él se produjo la metamorfosis. El vendedor diligente que segundos antes se deshizo en cortesía y zalamería, se transfiguró a una figura gélida e indiferente. “Ese…” expresó con esa voz que ponen las mujeres cuando acaban de descubrir una infidelidad. Al mismo tiempo señaló a un equipo medio escondido entre los exhibidores y se retiró en busca de clientes más prometedores.

Claro que, en comparación con la reacción del vendedor del siguiente almacén, el anteriormente mencionado fue un modelo de atención al cliente. El segundo comerciante, ante la pregunta de marras,  contestó “¡Aquí no hay de eso!”.

Mientras intentaba entender como entre los modelos más caros no podía haber algo menos caro, Mario cambió de negocio. Para evitarse más desprecios gratuitos optó por no consultar sino mirar directamente las etiquetas de precios. Y sí, ahí estaba. Tamaño ideal, bajo costo, e indicadores tecnológicos adecuados a sus necesidades. Y plan.

¿Plan? ¿Qué era eso? La vendedora no fue muy explícita en principio. Sí, ese teléfono servía para cualquier operador, así lo vendiera uno de ellos, Sí, si usted lo lleva tiene derecho a un montón de megas, un montón de servicios, un montón de aplicaciones, un montón de minutos, y un montón de llamadas. Y todo gracias al plan.

Eso del plan sonaba buenísimo y tan solo costaba… Un momento, costaba. Demandaba una inversión mensual equivalente a la mitad del valor del teléfono. Y  había que firmar algo y permanecer un tiempo mínimo que nunca se especificó, entre tres y seis meses.

¿Y lo puedo comprar sin plan? Claro señor, y solo vale… ¡el doble del precio exhibido!

Si bien Mario no había logrado resultados en aquello de comprar teléfonos inteligentes, la experiencia reciente lo había convertido en todo un experto en aquello de las salidas dignas. Despachó a la vendedora con una mentira descarada sobre cotizar en otros lugares y puso la mayor distancia que sus pies le permitieron entre la moderna tecnología de comunicación y él.

Mario sabe que tarde o temprano tendrá que actualizarse pero mientras tanto, si alguien lo necesita…

Que lo llame al celular.

martes, 10 de enero de 2017

Actualización en comunicación (1 de 2)

Cuando dejaron de preguntarle si tenía y empezaron a interrogarlo sobre cuál era, Mario entendió que la modernidad estaba a punto de ganar otra pelea. Como siempre. En tiempos pasados él libró tenaz resistencia al celular, al correo electrónico, incluso al video casero. Pero siempre había llegado un momento en el cual tocaba subirse al bus de los avances tecnológicos. En este caso la obligación venía por cuenta del “guasap”, herramienta “indispensable” para relacionarse con el resto del universo.

El hombre, orgulloso de su componente amerindio, utilizaba una “flecha” para efectos de dialogar en la distancia con sus congéneres. Para ingresar al mundo de los grupos, fotos, videos, mensajes grabados y cadenas debía cambiar su dispositivo. El de comunicación. Es decir, comprar un aparato. Y aunque no formaba  parte de sus temas de interés, había escuchado que los “esmarfouns” eran carísimos, casi todos.  Pero que también existían versiones para tipos como él, es decir, pobres, tacaños, escasos de efectivo, con otras prioridades de gasto o todas las anteriores.

Sabía que en su ciudad existía un lugar donde se conseguían equipos baratos. Muy baratos. No era el sitio más recomendable para hacer turismo o presencia, sobre todo en horas de la noche. Por eso el sábado a primera hora se encaminó al centro comercial de marras.  Este se caracterizaba por muchos locales pequeños donde despachaban jóvenes con cara de cotizar de acuerdo con el porcino. Lo constató cuando, a medida que recorría el espacio, modelos similares se le ofrecían a precios radicalmente diferentes.

Lo cierto es que el punto en mención parecía bastante popular. Mucha gente. Hubo un momento en el cual se produjo una avalancha de clientes vinculados a los cuerpos de seguridad del Estado. Policías, soldados, hombres y mujeres de brazalete. El potencial comprador no les prestó mucha atención hasta cuando empezaron a gritar cosas como ¡Manos arriba! ¡Quietos todos! ¡Nadie sale de aquí!

La preocupación le llegó a Mario al advertir que ese “nadie” lo incluía a él. Aumentó significativamente en el momento en que personal debidamente armado lo ubicó en un grupo aparte. Alcanzó niveles atemorizantes al ver que a los de su grupo les decomisaban los equipos que acababan de comprar, mientras se escuchaban alusiones a mercancía robada y contrabando.

Sintiéndose como aquella vez que le había dado por mirar páginas no aptas para menores en un café internet hasta que la propietaria le dijo “por favor vecino, ¡aquí hay niños!”, le llegó su turno de encarar a la autoridad. Por suerte –como la autoridad lo verificó mediante una incómoda requisa–no había comprado nada. Lo despacharon con un puede retirarse y se le recomienda abstenerse de venir a este lugar.

(Esa fue la idea, aunque las palabras utilizadas por el oficial de turno tal vez fueron un poco diferentes, Algo así como ¡Ábrase y piérdase antes de que me arrepienta! ¡Ya!)

Si algo ha aprendido a lo largo de su vida Mario es a no discutir con la autoridad, También a no cometer el mismo error dos veces. Por eso comprendió que debía actualizar su tecnología en lugares que no estuvieran sub júdice.

¿Cómo le fue? El jueves les cuento.

jueves, 5 de enero de 2017

Desplazamiento laboral

Hace unos años, y no son tantos, yo era indispensable. Mis servicios formaban parte de  los requerimientos diarios en múltiples ambientes: familiares, industriales, laborales, eclesiásticos, militares, festivos y podría seguir.  Muchas cosas eran descartables, pero yo no. Claro, había otros que hacían lo mismo que yo pero con grave riesgo para la salud. Dentistas y oculistas y uno que otro ortopedista pueden dar fe de que no miento.

Lo que yo hacía era sencillo pero práctico. De hecho se  basaba en una ciencia básica, la física, para ser exactos. Pero me pasó algo tan común en este país. Tuve un problema con las roscas. Las roscas han ido llegando, poco a poco y se han ido imponiendo. Me fueron dejando por fuera. Bien lo dicen: lo malo de las roscas es no estar en ellas.

Ese fue solo el comienzo. Otra desgracia vino por cuenta de la tecnología. No tengo nada personal contra los diseñadores industriales, simplemente los odio. Ellos, lentamente,  han ido cerrándome las puertas. Eso sí, les abono la creatividad.

Tengo, como todos, un campo específico de trabajo. Un área en la cual desempeño mis habilidades. Pues bien, en un proceso lento pero constante ese campo ha ido modificándose en beneficio de muchos, pero en total detrimento para mí. Se trata de avances que prestan los mismos servicios, pero sin. Sin mí. Yo ya no soy necesario.

Es más. Tengo un segmento específico de la economía con el cual establecía una relación directa, casi simbiótica. Éramos una especie de pareja perfecta. Ella –sí, es ella- me necesitaba. Yo era su complemento perfecto. A lo que voy es que otros le hicieron una cirugía, mejora, adaptación o llámenla como quieran, cuya único resultado fue eliminar a un protagonista de la historia. Adivinaron, a mí.

Ante el hecho consumado, solo me resta buscar alternativas. Y  aunque puedo ser útil para algunas labores domésticas o prestar servicios opcionales el problema de fondo es que para todo eso ya existen especialistas. Es decir, quienes por sus habilidades lo hacen mejor que yo.  Quienes fueron preparados especialmente para eso. Se pueden soltar o apretar tornillos con muchos instrumentos, pero el mejor para hacerlo sigue siendo un destornillador.

La verdad es que aunque saben que estoy ahí, cada vez menos gente me convoca. No hago falta. Soy, por  mucho, una parte del paisaje o algo medio decorativo. Mi inexorable destino es el abandono, el olvido y, tal vez alguna referencia curiosa de quienes me conocieron en  tiempos de gloria, o de los historiadores de un futuro cada vez  menos lejano.

Soy un desplazado laboral por la evolución de la tecnología, los hábitos y las costumbres. Víctima paulatina de las tapas rosca, los envases innovadores, el plástico y esos sistemas que permiten hacer con la mano aquello para lo cual yo era infaltable. Yo era el dispositivo adecuado para poder consumir cervezas, gaseosas y jugos de otro tiempo. Y todo gracias a una sencilla aplicación del concepto físico de la palanca para efectos bebestibles

Soy un destapador de botellas.

martes, 3 de enero de 2017

Tipos abiertos, tipos cerrados.

Debe existir alguna explicación que combina la metalurgia, el sistema, las palancas, los materiales, las guardas, la temperatura ambiente, la genética, la dieta diaria y el color de los ojos. Pero –que yo sepa– nadie la conoce. Aprovecho para dármelas de científico y lanzar una hipótesis. Los seres humanos se dividen en tres: el tipo promedio, el tipo cerrado y el tipo abierto.

Momento de precisar que hablamos de introducir, girar y sacar.  Es decir de cerrajería. Ese sencillo proceso que abarca tres pasos: la llave entra, se mueve y el respectivo mecanismo se acciona con el fin de abrir la puerta, candado, picaporte o lo que sea.

Pero para un grupo no tan pequeño de seres humanos, el asunto funciona de manera diferente. O mejor, no funciona. Ellos son los que denomino el tipo cerrado. Me refiero a quienes constantemente protagonizan situaciones en las que la llave no entra, o entra pero no se mueve, o se mueve pero no abre, o se mueve y abre pero después no sale o todas las anteriores.

Suele pasar en los momentos más inoportunos. Tarde en la noche frente a la puerta de la casa mientras rondan por ahí personajes con cara de afiche de denúncielos. A plena luz del día, en el mismo lugar, mientras el organismo del sujeto demanda procesos indelegables que deben realizarse a fondo a la derecha. Cinco minutos después de cerrar y salir a una cita urgente con el tiempo exacto para entregar los papeles. ¿Cuáles papeles? Los que se quedaron dentro del apartamento.

A mayor afán por abrir, más complejo se vuelve el proceso. Mientras el candado, la cerradura o lo que sea ejercen tenaz resistencia el tipo cerrado se estresa, suda, sus manos se vuelven torpes y de aperturas o similares, nada de nada.

Los finales de estas historias incluyen un extenso inventario de llaves dobladas, rotas,  torcidas y chuecas, abundancia de palabras no aptas para oídos sensibles, retrasos en citas clave y desenlaces dramáticos a este lado de la puerta. Cerrada, por supuesto.

Al otro extremo de la escala está el tipo abierto. El que al igual que la mayoría de la gente, ignora los detalles técnicos del funcionamiento de cerraduras, chapas, candados, llaves o cerrojos. Pero algo en su código genético lo dotó para detectar la acción requerida que derrota el mecanismo rebelde. En cuestión de segundos aprende cual es ese movimiento sutil, combinación de fuerza, sacudón de puerta o vibración manual que domestica las más arisca de las cerraduras. Y entra.

La relación del tipo abierto con el tipo cerrado va del amor al odio con escala en la envidia. Amor cuando el primero llega en el momento preciso para –literalmente– abrirle paso hacia sus objetivos. Envidia del segundo al notar la facilidad con la que, en pocos segundos, el otro soluciona ese problema que parece insalvable. El momento del odio vendrá más tarde. Porque después de abrir, el tipo abierto dedica unos minutos a explicar al tipo cerrado el truco. Ensayan varias veces hasta lograr el éxito total. Y tiempo después –el mismo día en la noche, por ejemplo– el tipo cerrado llega a la puerta, saca la llave y…

…no entra, entra pero no se mueve, se mueve pero no abre.