Resulta que hace un par de años el presidente y fundador de la gran empresa estuvo en la inauguración de una sede en ese pueblo ubicado lejos de todo. El gran jefe quedó impresionado por la mística que le ponía al asunto el administrador regional. Tanto que, en un comportamiento inusual, antes de irse el cacao mayor le dejó a su subalterno su correo electrónico personal con la instrucción de “si algún día necesita algo, no lo dude”.
Pasaron 24 meses en los cuales el representante regional despachó los requerimientos organizacionales por el conducto regular, hasta que intervino la mano de Dios.
Exageramos. No fue la mano de Dios sino la de su representante local, el sacerdote del pueblo, quien tuvo la idea de invitar a unos gringos de esos que llegan con plata para la comunidad y de incluir en el programa una visita a la sede local de la gran empresa nacional.
Resulta que uno de los americanos resultó aficionado al tema y le dio por formular un poco de preguntas técnicas relacionadas con el producto, la empresa y los antecedentes.
Algunas tenían respuesta a la mano, pero otras requerían apoyo desde la matriz.
El administrador regional lo intentó por el conducto regular pero no logró nada, así que entendió que era el momento de estrenar el correo del gran jefe. Y nunca se supo por qué, pero en la mente del fundador y presidente la petición se volvió prioridad uno. Eso es complicado en cualquier día, pero es doblemente complicado si ocurre a las 9 de la noche en vísperas de un puente festivo. Y más cuando el patriarca empieza a delegar.
El gran jefe le rebotó el correo al vicepresidente administrativo, quien se lo pasó al vicepresidente técnico, quien inmediatamente convocó conferencia telefónica con los directores de área. Esto ocurre el viernes a las 11 de la noche. Tres de los directores de área tenían datos, pero dos de ellos debieron acudir a jefes de departamento. Estos ya no fueron tan fáciles de localizar, de hecho tres de ellos apenas dieron señales de vida el sábado.
Y como suele ocurrir, los que más se demoraron en aparecer tampoco tenían información, por lo que la tarea siguió bajando a los coordinadores, quienes coordinaron un mecanismo para dañarle el descanso a su equipo. A una parte del equipo, porque algunos profesionales desaparecieron misteriosamente, se declararon en emergencia familiar o simplemente le pasaron la pelota a Gonzalez, solo que nadie sabía donde estaba Gonzalez en ese momento.
Pero como el dato era de vida o muerte – a ese nivel nadie sabía por qué o para quien– había que buscar una alternativa. Y –ya es domingo en la mañana– la idea fue del jefe de Gonzalez. Un poco rebuscada... pero podía funcionar.
Había una persona que posiblemente disponía de la información pendiente. Esa persona era de muy difícil acceso, pero él sabía de alguien que tenía acceso directo. Lo había visto con sus propios ojos. Solo faltaba proceder.
Y fue así como el domingo en la mañana, el administrador regional de la sede que quedaba lejos de todo recibió una instrucción de la casa matriz: “Usted, que tiene el correo del presidente fundador… ¿será que le puede preguntar esto?"
martes, 28 de febrero de 2017
jueves, 23 de febrero de 2017
Contáctelo …si puede
Ese personaje tiene múltiples opciones de contacto. Domicilio, lugar de trabajo, correo electrónico, teléfono fijo, teléfono celular, redes sociales. Así que conversar con él parece una actividad sencilla de esas que no demanda más tiempo del estrictamente necesario.
Falso.
Comencemos porque es un tipo ocupado, de esos que desaparecen de su casa antes de que salga el Sol y regresan cerca de la medianoche. No lo ven sus parientes cercanos, menos podrá verlo usted. Queda el lugar de trabajo, fortaleza inexpugnable con acceso restringido mediante tecnología de vanguardia (huella y tarjeta magnética); o sistema tradicional de vigilante bravo y recepcionista de aquí sin cita no pasa nadie. Y usted, claro, no tiene cita.
Tranquilo. Hoy en día las múltiples alternativas tecnológicas facilitan comunicarse con cualquiera, no importa lo lejos o aislado que esté.
Otra mentira.
Explico. La gente contestaba el teléfono fijo. Pero como ahora tiene celular, ya no. En el mejor de los casos tienen un contestador automático que nunca revisan. Porque para eso es el celular. Ese que tampoco contestan porque para eso son los mensajes de texto, esos que tampoco miran porque para eso es el whats app. Pero antes de profundizar en esta revolucionaria herramienta de incomunicación, veamos otras opciones.
La posibilidad de enterarse quien llama al celular permite al receptor abstenerse de recibir (léase contestar) a menos que el que quiera ser recibido sea de entera confianza. El correo electrónico ya no se consulta porque para eso es el whats app. Las redes sociales apenas justifican un paso fugaz, donde solo se mira el video curioso, el meme, la foto del conocido y las solicitudes de contacto que se rechazan o aceptan en automático. Y los mensajes. ¿Cuáles mensajes?
Entonces todos los caminos conducen a whats app. Ese mundo perfecto en el que todos tienen acceso a todos en la palma de la mano, y donde dos chulitos son la afirmación incuestionable de que el destinatario lo miró.
¿Y?
Lo miró no significa que lo leyó, no significa que le importó, no significa que lo entendió y, lo más importante, no significa que lo contestará. Así que por ahí, tampoco.
Pero tranquilo. Todavía queda una opción. Demanda paciencia y algo de investigación. Todos tienen que estar en alguna parte en algún momento. Y usted puede estar ahí en ese momento. Cuando vea al personaje, grite. Lo más duro que pueda. El sujeto por lo menos volteará. Y tal vez le haga algún caso. Ojos y oídos, la última esperanza del incomunicado.
Falso.
Comencemos porque es un tipo ocupado, de esos que desaparecen de su casa antes de que salga el Sol y regresan cerca de la medianoche. No lo ven sus parientes cercanos, menos podrá verlo usted. Queda el lugar de trabajo, fortaleza inexpugnable con acceso restringido mediante tecnología de vanguardia (huella y tarjeta magnética); o sistema tradicional de vigilante bravo y recepcionista de aquí sin cita no pasa nadie. Y usted, claro, no tiene cita.
Tranquilo. Hoy en día las múltiples alternativas tecnológicas facilitan comunicarse con cualquiera, no importa lo lejos o aislado que esté.
Otra mentira.
Explico. La gente contestaba el teléfono fijo. Pero como ahora tiene celular, ya no. En el mejor de los casos tienen un contestador automático que nunca revisan. Porque para eso es el celular. Ese que tampoco contestan porque para eso son los mensajes de texto, esos que tampoco miran porque para eso es el whats app. Pero antes de profundizar en esta revolucionaria herramienta de incomunicación, veamos otras opciones.
La posibilidad de enterarse quien llama al celular permite al receptor abstenerse de recibir (léase contestar) a menos que el que quiera ser recibido sea de entera confianza. El correo electrónico ya no se consulta porque para eso es el whats app. Las redes sociales apenas justifican un paso fugaz, donde solo se mira el video curioso, el meme, la foto del conocido y las solicitudes de contacto que se rechazan o aceptan en automático. Y los mensajes. ¿Cuáles mensajes?
Entonces todos los caminos conducen a whats app. Ese mundo perfecto en el que todos tienen acceso a todos en la palma de la mano, y donde dos chulitos son la afirmación incuestionable de que el destinatario lo miró.
¿Y?
Lo miró no significa que lo leyó, no significa que le importó, no significa que lo entendió y, lo más importante, no significa que lo contestará. Así que por ahí, tampoco.
Pero tranquilo. Todavía queda una opción. Demanda paciencia y algo de investigación. Todos tienen que estar en alguna parte en algún momento. Y usted puede estar ahí en ese momento. Cuando vea al personaje, grite. Lo más duro que pueda. El sujeto por lo menos volteará. Y tal vez le haga algún caso. Ojos y oídos, la última esperanza del incomunicado.
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martes, 21 de febrero de 2017
Inaceptable en nombre de la estética
Porque es lo que no estoy dispuesto a tolerar; porque es aquello que me ofende, me desagrada, me molesta y se imprime en mi mente como mal recuerdo, evocación de pesadilla e imagen ofensiva, porque aquello que personalmente me agrede es…
Esperen, primero pongamos las cosas en contexto, como dicen ahora. Está muy bien eso de que la gente –bueno, una parte– deje su carro en casa o abandone el transporte público y se cambien a la bicicleta.
Es mucho mejor cuando el Estado se preocupa por crear una infraestructura para que el personal utilice sus vehículos de dos ruedas a tracción humana. De hecho, yo soy uno de esos, es decir que no hablo de lo que me contaron, o lo que rebotó en alguna cadena cibernética. Por eso me siento autorizado a decir que evidentemente la idea es buena… pero…
…pero las vías especialmente dotadas no están en el mejor de los estados cuando no son verdaderas ciclotrochas.
...pero muchos de los usuarios son tan o más patanes que cualquier energúmeno en carro, atarván en moto o chofer de bus en la peor de sus versiones.
…pero en ciertos horarios no solo hay que lidiar con una congestión digna del más bravo de los trancones, sino con ciclistas suicidas que se atraviesan a estilo kamikaze o se vienen en contravía jugando a la gallina, lo cual es muy complicado cuando la gallina (y por ende el que se tiene que quitar) es uno.
…pero las ciclorrutas son invadidas por peatones despistados; bicicletas que se ven como motos, andan como motos y estorban como motos; perros solos y otras bestias que sacan a pasear sus perros justo por ese tramo; y madres que ignoran la diferencia entre una cicla y un coche para bebé (no sabemos si el bebé está de acuerdo).
¿Pero saben que? Todo lo anterior se perdona. Son procesos de aprendizaje. En cambio lo que no es aceptable es ese espectáculo antiestético, desagradable y vulgar del joven ciclista que nos sobrepasa, y nos obliga a verle los calzoncillos.
No sé qué motivo, razón o circunstancia –gracias, profesor Jirafales – lleva a creer a las nuevas generaciones que la ropa interior es exterior. Tampoco sé por qué existiendo camisa, suéter, chaqueta u camiseta lo suficientemente largos, insisten en utilizar versiones cortas que dejan al descubierto aquella zona donde la espalda pierde su casto nombre y comienza otra zona que le ofrece al desafortunado ciclista de atrás, durante buena parte del trayecto, un panorama de, horror, calzoncillos de marca, estampados o de colores.
En nombre de todo lo que es sagrado, y de una mínima consideración estética, tápen eso, por favor.
Esperen, primero pongamos las cosas en contexto, como dicen ahora. Está muy bien eso de que la gente –bueno, una parte– deje su carro en casa o abandone el transporte público y se cambien a la bicicleta.
Es mucho mejor cuando el Estado se preocupa por crear una infraestructura para que el personal utilice sus vehículos de dos ruedas a tracción humana. De hecho, yo soy uno de esos, es decir que no hablo de lo que me contaron, o lo que rebotó en alguna cadena cibernética. Por eso me siento autorizado a decir que evidentemente la idea es buena… pero…
…pero las vías especialmente dotadas no están en el mejor de los estados cuando no son verdaderas ciclotrochas.
...pero muchos de los usuarios son tan o más patanes que cualquier energúmeno en carro, atarván en moto o chofer de bus en la peor de sus versiones.
…pero en ciertos horarios no solo hay que lidiar con una congestión digna del más bravo de los trancones, sino con ciclistas suicidas que se atraviesan a estilo kamikaze o se vienen en contravía jugando a la gallina, lo cual es muy complicado cuando la gallina (y por ende el que se tiene que quitar) es uno.
…pero las ciclorrutas son invadidas por peatones despistados; bicicletas que se ven como motos, andan como motos y estorban como motos; perros solos y otras bestias que sacan a pasear sus perros justo por ese tramo; y madres que ignoran la diferencia entre una cicla y un coche para bebé (no sabemos si el bebé está de acuerdo).
¿Pero saben que? Todo lo anterior se perdona. Son procesos de aprendizaje. En cambio lo que no es aceptable es ese espectáculo antiestético, desagradable y vulgar del joven ciclista que nos sobrepasa, y nos obliga a verle los calzoncillos.
No sé qué motivo, razón o circunstancia –gracias, profesor Jirafales – lleva a creer a las nuevas generaciones que la ropa interior es exterior. Tampoco sé por qué existiendo camisa, suéter, chaqueta u camiseta lo suficientemente largos, insisten en utilizar versiones cortas que dejan al descubierto aquella zona donde la espalda pierde su casto nombre y comienza otra zona que le ofrece al desafortunado ciclista de atrás, durante buena parte del trayecto, un panorama de, horror, calzoncillos de marca, estampados o de colores.
En nombre de todo lo que es sagrado, y de una mínima consideración estética, tápen eso, por favor.
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jueves, 16 de febrero de 2017
Metamorfosis en el articulado
Todo termina cuando ella se baja del bus. Lleva una capa de
base que camufla las no muy abundantes imperfecciones de piel. Sus labios
destacan con una notoria aunque no exagerada aplicación de pintalabios, y sus
ojos tienen ese toque de exotismo que se deriva de la combinación entre
pestañina y sombras.
Pero el hombre que la mira fijamente hasta que desaparece de
su campo visual no la admira por eso. La admira porque se trata de una mujer
completamente diferente a la que 40 minutos antes se subió al vehículo se
transporte público que los llevó desde la periferia al centro. Este tipo había
visto actos similares, pero con un elemento común. Ellas –no ella, sino las
otras ellas– iban sentadas. Pero era la primera vez que le tocaba una
metamorfosis en vivo y en directo con la protagonista de pie.
El bus era un vehículo articulado, de esos cuyo centro es un eje
giratorio (que se mueve) con una especie de mesón donde se pueden apoyar algunas cosas. Ella, cuyo nombre quedó en la ignorancia del observador y por
ende de las futuras generaciones, se apropió de un espacio en ese centro. un espacio mínimo. Ella no estaba sola. De hecho se acomodó en su rincón flanqueada por
dos gorilas chateando, una señora con paquetes, tres estudiantes enmochilados y un desfile de cantantes, vendedores
y mendigos que se relevaron para amenizar la ruta.
Y aun así ella se dio maña para sacar un espejo de mano y una
polvera con su respectiva almohadilla. Alternando, en una impecable
coreografía, sus movimientos con los frenazos y arrancadas del bus, se aplicó con uniformidad la base en el rostro.
Lo más sorprendente vino a continuación. Sacó un lápiz. Un
lápiz con punta. De esos que califican como arma punzante. Y lo manipuló
mientras dibujaba líneas alrededor de la pupila. El hombre se tensionó a la
espera de una tragedia que nunca llegó. Ella no engrosó el gremio de los
tuertos. De hecho trazó con precisión digna de dibujante técnico sendas líneas
alrededor de sus ojos. Procedimiento igual de arriesgado con otros
aplicadores permitieron esbozar sombras, resaltar cejas y darle a las pestañas un aspecto
curvado y coqueto.
A estas alturas el
mirón estaba con la boca abierta. Y
hablando de bocas, eso fue lo que vino después. Del bolso salió un kit de
pintalabios y pincel. Pintalabios de
esos que están en la frontera entre chica sexy y payaso. Solo es pasarse un
poquito de cantidad o ubicación para que los labios seductores y sensuales se
conviertan en espectáculo de circo. Para rematar, el señor conductor acababa de
descubrir que estaba por fuera de horarios, por lo que incrementó velocidad y
giros inesperados. Pero nada. Imperturbable, la mujer de cara lavada que había
abordado el vehículo terminó con precisión quirúrgica su proceso de latonería y pintura, como si
estuviera sentada en el tocador de su cuarto.
El hombre, que una vez intentó peinarse con la mano en el
bus y quedo como puercoespín la miró fijamente hasta que desapareció de su
campo visual. Confirmado. Hay cosas que solo las mujeres pueden hacer.
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martes, 14 de febrero de 2017
Acelere
En los últimos tiempos los días han transcurrido lentamente para Julián. Cada día se ha extendido a
escala kilométrica, desde esas primeras horas de la madrugada en las que el
inexistente cansancio hace que abra los ojos antes de que el sol haga acto de presencia. El hombre vive
uno de esos recesos laborales que van para largo. No le va tan mal.
No tiene novia, esposa, amante o cosa parecida, sus amigos son escasos y nunca
lo llaman, su madre es comprensiva y medio alcahueta y realmente no tiene nada
que hacer. Por eso cada minuto del día se le
hace laarrrgooo.
Cuando el viejo radio reloj despertador que le ponía fondo
musical a sus mañanas y le avisaba de que ya era hora de levantarse hizo corto, el
hombre realmente se alegró. Algo para hacer ese día. Mentalmente planeó todas las actividades. Ir
hasta la ferretería cercana—no, mejor una más lejana-. Volver a casa. Preparar
los cables, reparar el aparato y ensayarlo cuidadosamente para dejarlo listo
hasta el día siguiente.
De manera que se vistió para la ocasión con su pantalón roto,
su camiseta desteñida y sus tenis sucios. Era la pinta diaria, muy diferente a
la de las entrevistas de trabajo. La que permanecía lista para atender convocatorias
que aún no llegaban. Inició su camino hacia la ferretería llevando en el
bolsillo apenas lo necesario para pagar los repuestos. Total, tampoco existían
rutas de buses, tampoco había afán y tampoco había plata.
Pero a punto de alcanzar su meta el celular sonó. Era de La
Empresa. Esa que llevaba varios meses estudiando su hoja de vida. Esa que tenía
el cargo perfecto para sus competencias y aspiraciones. Esa que había dado por perdida.
Pero no. Necesitaban entrevistarlo ya. ¿A qué se refiere con ya? A que lo esperamos
aquí en una hora. No puede ser otro día. El jefe se va de viaje hoy y lo
necesita. Máximo en hora y media.
Media hora fue el tiempo que Julián se demoró en volver a
casa al trote mar. Veinte minutos lo que tomó el baño, la afeitada y la lavada
de dientes contrarreloj y cinco minutos la vestida idem para salir y 15 minutos para regresar a recoger las llaves, la billetera y el celular
dejados atrás por cuenta del afán.
Apenas tenía tiempo. Tenía, porque ese bus, ese día, a esa
hora se enredó en ese trancón que nunca aparecía en esa ruta. Así le constaba a
Julian, usuario constante del mismo recorrido que siempre transcurría sin
novedad, salvo ese dia, cuando tenía afán.
No supo como pero llegó apenas a tiempo para la cita. La
buena noticia era que la entrevista fue una cosa formal, porque el puesto era de
él. La mala era que necesitaban que se integrara al día siguiente. Y que había
un larga lista de diligencias que normalmente se despachaban en una semana,
pero él debía sacar adelante en una sola tarde. O en lo que quedaba de una sola
tarde.
Así que a correr se ha dicho, de la salud a la caja de compensación al sitio donde expedían los certificados al examen ocupacional al sastre y al fotógrafo. Julián terminó agotado pero feliz ante un futuro laboral que finalmente se había despejado. Se fue a dormir con el cerebro puesto en el día siguiente, cuando se reportaría a primera hora en su nuevo trabajo. De hecho sí se reportó, pero tarde. El radio reloj no funcionó.
Como iba a funcionar si había hecho corto y aunque Julián hizo muchas cosas el día anterior, jamás lo arregló.
Así que a correr se ha dicho, de la salud a la caja de compensación al sitio donde expedían los certificados al examen ocupacional al sastre y al fotógrafo. Julián terminó agotado pero feliz ante un futuro laboral que finalmente se había despejado. Se fue a dormir con el cerebro puesto en el día siguiente, cuando se reportaría a primera hora en su nuevo trabajo. De hecho sí se reportó, pero tarde. El radio reloj no funcionó.
Como iba a funcionar si había hecho corto y aunque Julián hizo muchas cosas el día anterior, jamás lo arregló.
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jueves, 9 de febrero de 2017
Punto de información
El amigo Alfonso está condenado al movimiento. Y en lo posible irregular. Es decir en zig zag, como quien evade obstáculos o, en su caso particular, individuos. E individuas. Sujetos y sujetas, porque si permanece quieto por más de cinco segundos en cualquier lugar, o camina más de 50 metros en línea recta alguien le va a preguntar.
¿Preguntar qué? Indicaciones geográficas. Por razones que escapan a la comprensión del individuo, el mundo parece convencido de que él lo sabe todo, por los menos en materia de direcciones. Y de rutas. Y de ubicaciones específicas dentro de edificaciones varias con acceso libre al público.
Entonces cuando permanece quieto en una estación de buses o de trenes o de aviones será constantemente interrogado sobre horarios, rutas, salidas, entradas, llegadas y servicios. Así su indumentaria en nada se parezca a la de un piloto, vigilante, conductor o despachador. Ni mucho menos –por razones absolutamente obvias– a la de una azafata o informadora. Por eso ya descartó la primera posible explicación: la ropa no es.
Tampoco la cara. Su rostro no es el de un funcionario al servicio de una empresa de transporte encargado de la orientación al público, que pese a recibir apenas un salario mínimo asume con generosidad, pasión y entusiasmo su valiosa labor. Mejor dicho, cara de pobre no tiene. Tampoco de buena persona. Es más, en determinados contextos la gente le guarda cierta distancia. A menos, por supuesto, que requieran alguna información.
El hombre porta una pinta de cachaco incuestionable. Su piel es blanca como la leche y cada pigmento grita su origen paramuno, pero en tierra cliente, –léase costas, rivera de río o piso térmico bajo– es constantemente interceptado por personas interesadas en ubicaciones de hoteles, sitios turísticos, restaurantes, balnearios, piscinas o en la forma más rápida y económica de llegar al mar. Ese mar que el aún no ha tenido la oportunidad de visitar.
Le ha pasado tantas veces, en tantos escenarios, que ya ni siquiera se extraña. Mucho menos cuando muy educadamente confiesa su ignorancia sobre el dato consultado. Lo que ocurre entonces es que su interlocutor, en vez de dar las gracias e irse, se queda esperando. ¿Esperando que? Alfonso no tiene idea. Es como si el interrogador se negara a aceptar que el hombre no sabe la respuesta, y que algún extraño milagro o fuerza de la naturaleza lo llenará de sabiduría para absolverle sus dudas. Lo cual, por supuesto, nunca pasa.
Al hombre le da hasta pena desilusionar tanta gente a diario, así que siempre intenta, por lo menos, orientarlos hacia alguien que sí pueda satisfacer los requerimientos. Lo curioso es que cuando se pasan al policía, al vigilante o al orientador, inevitablemente lo señalan en la distancia diciendo –Alfonso imagina– “él me mando a hablar con usted”. O algo así.
A estas alturas Alfonso ya reconoció que ese es el punto. O mejor, que él es el punto. El punto de información.
¿Preguntar qué? Indicaciones geográficas. Por razones que escapan a la comprensión del individuo, el mundo parece convencido de que él lo sabe todo, por los menos en materia de direcciones. Y de rutas. Y de ubicaciones específicas dentro de edificaciones varias con acceso libre al público.
Entonces cuando permanece quieto en una estación de buses o de trenes o de aviones será constantemente interrogado sobre horarios, rutas, salidas, entradas, llegadas y servicios. Así su indumentaria en nada se parezca a la de un piloto, vigilante, conductor o despachador. Ni mucho menos –por razones absolutamente obvias– a la de una azafata o informadora. Por eso ya descartó la primera posible explicación: la ropa no es.
Tampoco la cara. Su rostro no es el de un funcionario al servicio de una empresa de transporte encargado de la orientación al público, que pese a recibir apenas un salario mínimo asume con generosidad, pasión y entusiasmo su valiosa labor. Mejor dicho, cara de pobre no tiene. Tampoco de buena persona. Es más, en determinados contextos la gente le guarda cierta distancia. A menos, por supuesto, que requieran alguna información.
El hombre porta una pinta de cachaco incuestionable. Su piel es blanca como la leche y cada pigmento grita su origen paramuno, pero en tierra cliente, –léase costas, rivera de río o piso térmico bajo– es constantemente interceptado por personas interesadas en ubicaciones de hoteles, sitios turísticos, restaurantes, balnearios, piscinas o en la forma más rápida y económica de llegar al mar. Ese mar que el aún no ha tenido la oportunidad de visitar.
Le ha pasado tantas veces, en tantos escenarios, que ya ni siquiera se extraña. Mucho menos cuando muy educadamente confiesa su ignorancia sobre el dato consultado. Lo que ocurre entonces es que su interlocutor, en vez de dar las gracias e irse, se queda esperando. ¿Esperando que? Alfonso no tiene idea. Es como si el interrogador se negara a aceptar que el hombre no sabe la respuesta, y que algún extraño milagro o fuerza de la naturaleza lo llenará de sabiduría para absolverle sus dudas. Lo cual, por supuesto, nunca pasa.
Al hombre le da hasta pena desilusionar tanta gente a diario, así que siempre intenta, por lo menos, orientarlos hacia alguien que sí pueda satisfacer los requerimientos. Lo curioso es que cuando se pasan al policía, al vigilante o al orientador, inevitablemente lo señalan en la distancia diciendo –Alfonso imagina– “él me mando a hablar con usted”. O algo así.
A estas alturas Alfonso ya reconoció que ese es el punto. O mejor, que él es el punto. El punto de información.
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martes, 7 de febrero de 2017
Compañías celestiales
Doña Martha, quien ya había superado el centenario,
compensaba su escasa movilidad con 100 años de kilos acumulados. Pero la madre,
abuela, bisabuela y tatarabuela conservaba una envidiable lucidez y conversaba
sabroso, por lo que sus visitas siempre eran bienvenidas por parte de la
abundante parentela.
Eso sí, cada salida de Doña Martha Sofía implicaba un
operativo logístico digno de un concierto gratuito de los Rolling Stones o de
la posesión del presidente de los Estados Unidos.
El traslado incluía enfermera, cargadores, carro de
transporte especial –o ambulancia en algunos casos – preparación previa de dos
días y un equipaje surtido con muda de ropa, implementos de aseo, silla de
ruedas, caminador, pipeta de oxígeno, medicamentos varios y bolsa para
imprevistos.
Ella nunca estaba sola para esas lides. Los descendientes
hasta la tercera generación habían montado un eficiente sistema de turnos que
permitía disponer de por lo menos un familiar a cargo, sumado a los dos
camajanes contratados para efectos de transporte (conductor y auxiliar). A eso
se le suma el contingente celestial, pues Doña Marta Sofía era, en orden
ascendente, devota de los ángeles, el santoral católico en pleno, el Sagrado
Corazón y su insigne propietario y, por supuesto, la Virgen María.
Fruto de esa devoción su apartamento estaba surtido de
imágenes sagradas en todos los tamaños, materiales, modelos y colores. Entre
todos destacaba la Virgen de Guadalupe de un metro de altura traída de México.
En el mismo viaje el sobrino también le había traído un sarape con la imagen de
la Guadalupana, infaltable compañero de todas las salidas.
Y hablando de salidas, ese día se había programado una que
coincidió con la llegada de una nueva enfermera. Muchacha bien intencionada
pero novata, educada en la escuela profesional de hacer lo más inteligente
para cualquier subalterno: caso.
Y caso hizo cuando preparó la maleta, y fue despachando
todos los pasos del procedimiento, debidamente supervisada por el bisnieto de
turno. Este le fue indicando cada uno de los elementos que conformaban el
menaje de viaje, sin olvidar el sarape de la Guadalupana, que nombró al final
de la lista con un “y no se le olvide la Virgen de Guadalupe que mi bisabuela
no sale a ningún lado sin ella”.
Poco a poco fueron saliendo del apartamento hacia la
ambulancia la doña, su muda de ropa, los implementos de aseos, los medicamentos
planillados, la silla de ruedas y la bolsa para imprevistos. Camajanes,
pariente y enfermera subían y bajaban hasta que todo estuvo listo.
Bueno, casi todo, porque la enfermera no llegaba. Más o
menos 20 minutos después, apareció, agotada y sudorosa abrazada a la virgen. La
virgen de Guadalupe traída de México, la de un metro de altura. La que
trabajosamente había trasladado desde el apartamento donde, inocente, había un
sarape con la misma imagen que no tenía la culpa de la confusión.
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jueves, 2 de febrero de 2017
Conocí en la ciclorruta a...
Como estamos de Día sin Carro en Bogotá es una buena
coyuntura para hablar de una serie de personajes que se han ido tomando tanto
las vías diseñadas para los velocípedos como las otras (calzadas, parques…
andenes). Como a todo señor, todo honor, comencemos por el pionero, el
precursor, aquel que pedaleaba por la ciudad antes de que el asunto se pusiera
de moda y que lo sigue haciendo. Hablamos de…
…el jardinero, que con su turismera (doble barra,
preferencialmente), con la cortadora de pasto, la pala y el azadón amarradas a la barra, las demás
herramientas sobre la parrilla y en la maleta recorre las calles en busca de
trabajo al lado de…
…el hipster, quien por alguna razón considera que una
barba brinda más seguridad que un casco, desafía la física y la anatomía pedaleando con sus hiperestrechos pantalones y cuya bicicleta debe verse clásica
pero recién comprada mientras comparte espacio con…
…la kamikaze, que también viene en versión masculina pero
destaca como su género es igualmente
apto y hasta mejor para hacer cruces suicidas, no respetar semáforos,
serpentear entre carros en movimiento y, definitivamente, creerse inmortal
mientras la ven pasar a toda velocidad, entre otros…
….el no quiero estar aquí, sobre todo usuario de ciclovía
dominical que por aquello de que los opuestos se buscan hizo pareja con una
avezada deportista quien lo arrastra cada vez que puede a pedalear, cuando el
preferiría pasar su tiempo libre echando barriga frente al televisor. También
admite rotación de géneros, lo que no ocurre con…
… el ama de casa tradicional que ya no camina a hacer sus
diarias diligencias después de despachar a los hijos al colegio, sino que
pedalea en su muy femenina bicicleta, con su muy ciclista pinta y su canasto
artesanal que contrastan con…
… el astronauta, cuyas gafas polarizadas, casco protector,
chaleco reflectivo, hombreras y rodilleras anatómicas (sumadas a cualquier
dispositivo o artefacto inventado o diseñado por el hombre para proteger o
destacar al ciclista) lo acompañan en su recorrido diario de cinco cuadras de
la casa al trabajo y viceversa, sin alcanzar nunca velocidades como las de…
…el motorizado, que viene en distintos tamaños pintas y
colores, desde el usuario de un moderno, silencioso y limpio –ambientalmente
hablando– ciclomotor eléctrico; pasando por el que le adaptó un motor viejo,
ruidoso y contaminante a una cicla; hasta el que anda en un vehículos que se ve
como moto, anda como moto y suena como moto pero dicen que es una bicicleta, y suele ser un
reto adicional para…
…el competidor, quien desde el momento en que sale de su
casa está decidido a ser siempre el primero en la esquina, el primero en cruzar
el semáforo, el primero en llegar (a donde sea) el que siente como un insulto
personal cuando alguien lo rebasa y el que diariamente enfrenta y vence a
decenas de rivales que jamás se enteran de que participaron en una carrera
como…
… la alternativa, con su pelo de colores, sus tatuajes, sus
piercings, su exótico morral, sus bluyines rotos y sus accesorios –ninguno de
los cuales es un elemento de protección personal como casco o reflectivos– que
pedalea de forma apasionada y comprometida como…
…el ideólogo, para quien cada pedalazo trasciende y es la
afirmación de un propósito intelectual, ecológico, responsable y sostenible para
garantizar la supervivencia de la especie, combatir el cambio climático y
salvar al planeta lejos de motivaciones
materiales como las que mueven a…
…el mensajero, personaje clásico, solo que en tiempos de
apps se caracteriza por llevar a manera de mochila una caja
desproporcionalmente grande cargada de domicilios y por consultar
constantemente –y en movimiento– su
teléfono en busca de más trabajo, destreza apenas superada por…
…el acróbata, que cada vez que puede –y muchas en las que no
debe– demuestra sus habilidades excepcionales mediante acciones como soltar el
manubrio en movimiento, chatear mientras pedalea o zigzaguear entre carros y
grupos de ciclistas como…
…los invasores, quienes andan en manada –entre más, mejor– y
conversan animadamente mientras se movilizan y ocupan los dos carriles de la
ciclorruta o una ciclovía completa, conversación distinta a la de…
… el monologuista, solitario ciclista quien mientras echa
pedal echa carreta con un interlocutor invisible gracias a la magia de los
manos libres encarnando ese fenómeno de nombres raros (simbiosis, sinergia,
sincretismo) donde dos fuerzas, costumbres, actividades o tradiciones de juntan
y, a veces, se caen por tratar de hacer dos cosas al tiempo.
…pero eso es otra historia.
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