martes, 7 de febrero de 2017

Compañías celestiales

Doña Martha, quien ya había superado el centenario, compensaba su escasa movilidad con 100 años de kilos acumulados. Pero la madre, abuela, bisabuela y tatarabuela conservaba una envidiable lucidez y conversaba sabroso, por lo que sus visitas siempre eran bienvenidas por parte de la abundante parentela. 

Eso sí, cada salida de Doña Martha Sofía implicaba un operativo logístico digno de un concierto gratuito de los Rolling Stones o de la posesión del presidente de los Estados Unidos.

El traslado incluía enfermera, cargadores, carro de transporte especial –o ambulancia en algunos casos – preparación previa de dos días y un equipaje surtido con muda de ropa, implementos de aseo, silla de ruedas, caminador, pipeta de oxígeno, medicamentos varios y bolsa para imprevistos.

Ella nunca estaba sola para esas lides. Los descendientes hasta la tercera generación habían montado un eficiente sistema de turnos que permitía disponer de por lo menos un familiar a cargo, sumado a los dos camajanes contratados para efectos de transporte (conductor y auxiliar). A eso se le suma el contingente celestial, pues Doña Marta Sofía era, en orden ascendente, devota de los ángeles, el santoral católico en pleno, el Sagrado Corazón y su insigne propietario y, por supuesto, la Virgen María.

Fruto de esa devoción su apartamento estaba surtido de imágenes sagradas en todos los tamaños, materiales, modelos y colores. Entre todos destacaba la Virgen de Guadalupe de un metro de altura traída de México. En el mismo viaje el sobrino también le había traído un sarape con la imagen de la Guadalupana, infaltable compañero de todas las salidas.

Y hablando de salidas, ese día se había programado una que coincidió con la llegada de una nueva enfermera. Muchacha bien intencionada pero novata, educada en la escuela profesional de hacer lo más inteligente para cualquier subalterno: caso.

Y caso hizo cuando preparó la maleta, y fue despachando todos los pasos del procedimiento, debidamente supervisada por el bisnieto de turno. Este le fue indicando cada uno de los elementos que conformaban el menaje de viaje, sin olvidar el sarape de la Guadalupana, que nombró al final de la lista con un “y no se le olvide la Virgen de Guadalupe que mi bisabuela no sale a ningún lado sin ella”.

Poco a poco fueron saliendo del apartamento hacia la ambulancia la doña, su muda de ropa, los implementos de aseos, los medicamentos planillados, la silla de ruedas y la bolsa para imprevistos. Camajanes, pariente y enfermera subían y bajaban hasta que todo estuvo listo.

Bueno, casi todo, porque la enfermera no llegaba. Más o menos 20 minutos después, apareció, agotada y sudorosa abrazada a la virgen. La virgen de Guadalupe traída de México, la de un metro de altura. La que trabajosamente había trasladado desde el apartamento donde, inocente, había un sarape con la misma imagen que no tenía la culpa de la confusión.

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