Un día Linares amaneció cansado de su trabajo rutinario, de
sus jefes incoherentes, de los chistes predecibles y repetitivos de los
compañeros de oficina y decidió hacer algo.
El sujeto hizo una juiciosa evaluación de todas las opciones
de "algos" disponibles. Miró su nivel educativo, edad y experticia y recordó los
dos –casi tres- años que duró en la informalidad laboral. La ecuación dio un SRTH. (si renuncia tiene
h…). Aunque su actual ubicación laboral
no era ninguna garantía de estabilidad, tampoco se justificaba volar libre como
el viento, a menos que hubiera pista de aterrizaje.
Evaluó entonces la posibilidad de iniciar su propio negocio.
Recordó experiencias previas. La épica indigestión infantil cuando preparó
mazapanes para vender en Navidad y se los comió todos sin haber comercializado
el primero. El desastre con los cosméticos
que le trajo una prima de Miami para que se ganara unos pesos que jamás vio.
Las 500 pelucas del pibe Valderrama que reposan
en algún rincón del pasado y de la casa, compradas en tiempos de pasión
futbolística pensando en una avalancha de compradores que nunca llegó. Y la
igualmente épica borrachera que arrasó con los insumos de ese bar que puso con
algunos amigos en tiempos de juventud.
Descartadas la reubicación laboral y el emprendimiento, Linares
opto por la tercera vía. Desde hace un año compra lotería. Un billete semanal.
10.000 pesos transferidos del rubro de postres y mecato, lo que se supone tuvo
un efecto saludable. Porque los efectos sobre finanzas personales nunca se
vieron. O al menos eso es lo que cree Linares.
La incertidumbre viene de una curiosa situación. El
incipiente apostador no era demasiado meticuloso al escoger el número. Simplemente preguntaba
por el ganador más reciente y buscaba una cifra que no se pareciera demasiado.
Casi nunca la recordaba hasta cuando revisaba, siempre sin éxito.
Esa semana, cuando llegó la hora de verificar, el billete no
apareció. No apareció en su bolsillo, no apareció en la oficina, no apareció en
la casa y no apareció en los lugares donde debía estar, ni en los lugares donde
no debía estar. Tras dos días de búsqueda frenética la vida puso otras prioridades.
Tampoco se acordaba del número, así que si había ganador o no iba a quedar para
siempre en el mayor de los misterios.
¿O no? En la oficina trabajaba un mensajero. Nadie lo decía
en voz alta, pero entre el personal circulaban dos recomendaciones. Ser especialmente
cuidadoso en las cuentas cuando las diligencias
solicitadas involucraran la entrega de efectivo, y evitar dejar cosas pequeñas
y valiosas sin supervisión mientras él estuviera en cerca.
Y a su casa –la de
Linares– iba periódicamente una señora a hacer labores de aseo y cocina. Solo había
pasado de tres a cinco de veces y era perfectamente atribuible a otras causas. Perdidas menores de objeto o
de cantidades pequeñas de dinero. Nada grave, pero antes de que esta
señora llegara, esas cosas no habían
pasado
El asunto es que poco después de la pérdida del billete el
mensajero renunció sin dar mayores explicaciones. Y por esos mismos días
la señora del aseo simplemente no volvió.
Y aunque Linares no está seguro... primero, parece recordar que el billete de
lotería estaba partido en dos fracciones. Segundo, tiempo después, al pasar por un
centro comercial, le pareció ver a la aseadora en un exclusivo almacén de ropa
–exclusivo significa carísimo), en plan de compradora. Puede ser una equivocación,
como esa vez que creyó reconocer al mensajero al volante de un auto europeo de
último modelo.
No hay nada claro, pero a veces el tipo se pone a hilar delgado, tan delgado que por efectos de
salud mental ha decidido venderse a sí mismo una idea. “Técnicamente solo se perdieron
10 mil pesos. Los mismos 10 mil pesos perdidos,
semana tras semana durante un año de comprar billetes de lotería que… ¿No ganaron?”