martes, 25 de abril de 2017

El misterio de la lotería que no apareció

Un día Linares amaneció cansado de su trabajo rutinario, de sus jefes incoherentes, de los chistes predecibles y repetitivos de los compañeros de oficina y decidió hacer algo. 

El sujeto hizo una juiciosa evaluación de todas las opciones de "algos" disponibles. Miró su nivel educativo, edad y experticia y recordó los dos –casi tres- años que duró en la informalidad laboral. La  ecuación dio un SRTH. (si renuncia tiene h…).  Aunque su actual ubicación laboral no era ninguna garantía de estabilidad, tampoco se justificaba volar libre como el viento, a menos que hubiera pista de aterrizaje.

Evaluó entonces la posibilidad de iniciar su propio negocio. Recordó experiencias previas. La épica indigestión infantil cuando preparó mazapanes para vender en Navidad y se los comió todos sin haber comercializado el primero.  El desastre con los cosméticos que le trajo una prima de Miami para que se ganara unos pesos que jamás vio. Las 500 pelucas del pibe Valderrama que reposan  en algún rincón del pasado y de la casa, compradas en tiempos de pasión futbolística pensando en una avalancha de compradores que nunca llegó. Y la igualmente épica borrachera que arrasó con los insumos de ese bar que puso con algunos amigos en tiempos de juventud.

Descartadas la reubicación laboral y el emprendimiento, Linares opto por la tercera vía. Desde hace un año compra lotería. Un billete semanal. 10.000 pesos transferidos del rubro de postres y mecato, lo que se supone tuvo un efecto saludable. Porque los efectos sobre finanzas personales nunca se vieron. O al menos eso es lo que cree Linares.

La incertidumbre viene de una curiosa situación. El incipiente apostador no era demasiado meticuloso  al escoger el número. Simplemente preguntaba por el ganador más reciente y buscaba una cifra que no se pareciera demasiado. Casi nunca la recordaba hasta cuando revisaba, siempre sin éxito.

Esa semana, cuando llegó la hora de verificar, el billete no apareció. No apareció en su bolsillo, no apareció en la oficina, no apareció en la casa y no apareció en los lugares donde debía estar, ni en los lugares donde no debía estar. Tras dos días de búsqueda frenética la vida puso otras prioridades. Tampoco se acordaba del número, así que si había ganador o no iba a quedar para siempre en el mayor de los misterios.

¿O no? En la oficina trabajaba un mensajero. Nadie lo decía en voz alta, pero entre el personal circulaban dos recomendaciones. Ser especialmente cuidadoso en las cuentas  cuando las diligencias solicitadas involucraran la entrega de efectivo, y evitar dejar cosas pequeñas y valiosas sin supervisión mientras él estuviera en cerca. 

Y a su casa –la de Linares– iba periódicamente una señora a hacer labores de aseo y cocina. Solo había pasado de tres a cinco de veces y era perfectamente atribuible  a otras causas. Perdidas menores de objeto o de cantidades pequeñas de dinero. Nada grave, pero antes de que esta señora  llegara, esas cosas no habían pasado

El asunto es que poco después de la pérdida del billete el mensajero renunció sin dar mayores explicaciones. Y por esos mismos días la señora del aseo simplemente no volvió. Y aunque Linares no está seguro... primero, parece recordar que el billete de lotería estaba partido en dos fracciones. Segundo, tiempo  después, al pasar por un centro comercial, le pareció ver a la aseadora en un exclusivo almacén de ropa –exclusivo significa carísimo), en plan de compradora. Puede ser una equivocación, como esa vez que creyó reconocer al mensajero al volante de un auto europeo de último modelo.

No hay nada claro, pero a veces el  tipo se pone a  hilar delgado, tan delgado que por efectos de salud mental ha decidido venderse a sí mismo una idea. “Técnicamente solo se perdieron 10 mil pesos. Los mismos 10  mil pesos perdidos, semana tras semana durante un año de comprar billetes de lotería que… ¿No ganaron?”

jueves, 20 de abril de 2017

Tribulaciones de una tostada clandestina

Ese día Yeni estaba estrenando jefe. La autoridad llegó pisando fuerte y lo primero que hizo fue convocar una reunión de todo el equipo en la sala de juntas. A primerísima hora laboral, esa que más de uno –incluye a Yeni- utilizaba para despachar la primera comida del día.

El tráfico endemoniado había acabado hace tiempos con cualquier opción de desayuno en la casa. Apenas había tiempo de levantarse, despachar los niños, bañarse contrarreloj y salir a toda velocidad para marcar tarjeta a tiempo. La rutina era cumplir con el requisito que certificaba el cumplimiento del horario y luego dedicar de 15 a 20 minutos para romper el ayuno. Nada complicado para Yeni. Dos panes, tostadas o arepas y un café en leche.

Pero como ese día la autoridad debutante puso al personal a reunirse, no hubo tiempo. El hombre proyectó un documento kilométrico y arrancó a explicarlo. Había pasado una hora y apenas iba como en la décima de más de 100 diapositivas. El estómago de Yeni empezó a expresar su inconformidad con leves crujidos, que a ella le sonaban como explosiones.

Ella conocía su cuerpo, y sabía que solo era echarle un cafecito o un pancito para que la orquesta entrara en receso. Pero el líder no parecía tener entre sus prioridades ordenar la ronda de café y al ser DHC, (de hábitos desconocidos), la prudencia recomendaba no preguntar.

Un nuevo crujido la convenció de que era hora de clandestinizarse en asuntos alimenticios. El plan era sacar de su cartera la harina que su esposo le había empacado, partir un pedazo y calmar las tripas. Nadie se daría cuenta.

A menos que fueran tostadas de paquete. De esas que resuenan como lesión de futbolista al partirse, más en un ambiente dominado por el silencio apenas roto por la voz monocorde del jefe. Yeni lo dudó, pero el hambre pudo más. Tomó el alimento por los bordes, hizo fuerza… y no pasó nada. Hizo un poquito más de fuerza y nada. Hizo más fuerza y…

CRAAAAC. Yeni jura que eso sonó como edificio rajado por terremoto. Por un momento pensó que era el centro de todas las miradas, pero… Nada, nadie parecía haberse enterado. Todos seguían pendientes del líder.

Superado el primer escollo, solo quedaba echarse el bocado a la boca. Entre las cosas que nunca habían inquietado a la empleada en plan de desayuno, estaba la relación entre el sonido que uno oye cuando mastica, y el que captan los demás. Sabía de la existencia de alimentos que por su consistencia producían poco ruido mientras eran triturados por la muelamenta, mientras otros sonaban a pared atacada por taladro o sierra maderera en acción. Como la tostada que acaba de echarse a la boca.

Así que no se atrevió a morder, consciente de que la suerte que la acompañó al romper la hogaza no necesariamente se repetiría mientras mascaba. Más cuando masticar implicaba una sucesión de chas chas chas, mucho más evidentes que el solitario crac de la fase 1.

Optó por dejarle el trabajo a sus glándulas salivales, que se encargarían de ablandar el alimento hasta que los molares pudieran terminar la labor con la discreción que exigían las circunstancias. Justo en ese momento el nuevo jefe hizo una pausa, respiró profundo, pidió disculpas por su grosería y comentó algo acerca de quiero que ustedes me hablen de quienes son, “comencemos por usted, señorita”

 ¿Es necesario decir que señorita y Yeni eran la misma persona?

martes, 18 de abril de 2017

Rotos estrato 6

Como no tengo idea de cuánto vale un yin, hice lo que todos hacen cuando no tienen idea de algo y quieren posar de conocedores. Sí, busqué en la Internet. No mucho, alcancé a ver que hay unos que valen más de 300 mil pesos y otros que valen 45.

Le dejo a los expertos en mercadeo la profunda reflexión acerca de las diferencias de precios entre lo que a simple vista se ve como un pantalón azul en ambos casos. Claro que sí hay una diferencia y es que en algunos casos está roto. Deshilachado, con huecos, con tiras que le cuelgan, costuras que se ven, evidentes señales de uso.

Como es de esperarse y completamente lógico, el yin roto es de los más… caros. Y ese aspecto viejo, ajado y harapiento que dan los años viene de un proceso industrial cuyo resultado es un viejo recién envejecido. Vaya usted a saber cuál es la lógica de esto.

La última novedad es un pantalón que sí parece sacado del guardarropa de un reciclador que lo heredó de otro reciclador, con todo el respeto que me merecen quienes se dedican a esta noble profesión.

Aclaro que la referencia se debe a que el contacto constante con desperdicios genera un acelerado daño en las prendas de vestir. Es decir que se ven feos, desteñidos, rotos, gaminosos,

Referencia histórica. Gamín hoy en día evoca un tipo guache, malhablado y grosero. Hace unos años evocaba niños que además de las condiciones anteriores, vivían en la calle y se vestían con lo que podían, es decir harapos sucios, es decir pantalones como los que le dieron material a esta nota. Y tampoco eran de su talla. Porque me faltaba un requisito adicional de los gaminosos de última generación: que le queden grandes al usuario o usuaria de turno.

Ya suena bastante irracional que vendan prendas de vestir en esas condiciones, y suena mucho más irracional que haya gente que los compre. Y cuando uno cree que la estupidez humana llegó a su punto más alto entonces empieza a encontrar en la misma Internet instructivos (sí, en plural), escritos, con fotos paso a paso y en videos, sobre “cómo hacer tus propios bluyines rotos”.

Seré bruto, pero no entiendo cuál es el misterio de romper un bluyín, Cuando yo era niño rompí un montón, –y agréguele sacos, camisas, calzoncillos, camisetas y corbatas– sin ver ningún video o de conocer los 10 (sí, 10) pasos que anuncian en otro lado para obtener los pantalones de marras, que por cierto tienen un poco de nombres rebuscados los cuales, por respeto al idioma y pereza me abstengo de citar.

Algo no cuadra en un mundo donde es mucho lo elegante y lo fino deshilachar un pedazo de tela para mostrar pedazos de pierna –incluyendo versiones peludas, generalmente de caballeros– mientras que en determinados lugares o ambientes miran feo al que lleva un remiendo –ese sí legítimo tapahueco– o no lo dejan entrar basados exclusivamente en su forma de vestir.

Porque hemos llegado al extremo de estratificar los rotos. De ponerle clase social a los hilos deshilachados De volver fashion y trendy (palabras raras que creo significan moda) lo que hacen quienes no tienen opción. Pero sin meterle equidad al asunto. Quiero ver la discoteca, restaurante, gimnasio o bar de moda donde le den el mismo tratamiento a los pantalones rotos de una modelo y a los de un mendigo.

En alguna parte leí que hay dos cosas sin límíte, el Universo y la estupidez humana. Historias como esta de los yines me generan una duda ¿Será que el Universo tiene límites?

martes, 11 de abril de 2017

Un triste realidad

Hubiera querido decir que por motivos de descanso este blog no publicará nada en Semana Santa. O por motivos religiosos. Pero es por motivos de trabajo. Por el que sí pagan. Así que nos vemos en pascua (espero)

Tranquilo jefe, ya voooyyyyy.

jueves, 6 de abril de 2017

Yo pregunto, yo contesto

El periodista de turno habla con su fuente sobre cómo controlar el peso con una dieta basada en frutas y verduras. Si el entrevistado es un experto, por ejemplo un nutricionista, las preguntas serían algo así como esto: ¿Qué ventajas tiene para la salud restringir el consumo de harinas y aumentar el de frutas y verduras?  ¿Cuáles son las frutas y verduras más saludables?

Las preguntas parten del principio de que esta dieta es ideal. Pero a veces el interpelado se sale del libreto. Por ejemplo señala que estudios recientes cuestionan la tradicional satanización al consumo de grasas y harinas. Lo que podría esperarse es que ante la modificación en la idea original, la entrevista tome otro rumbo.

Pues no.

Aquí nos referimos a un estilo particular de periodismo. Aquel en el cual el periodista hace entrevistas donde la única respuesta que le sirve es la que él espera. En la que se dedica a manipular, acosar o silenciar a la fuente hasta que ella diga lo que él comunicador espera escuchar. Yo lo llamo periodismo de autoafirmación.

Aparece en cualquier área. En la cultura. Los reporteros altamente especializados montan sus entrevistas en un código casi que críptico, que solamente entienden él, la fuente y un selecto grupo de personas, todos intelectualmente privilegiados.

Así, en vez de simplemente consultar a un escritor sobre sus influencias, el entrevistador da la obra, el autor, la página y el párrafo de donde su entrevistado “sacó“ la idea. La cosa suena prepotente, pero es aceptable. El lío viene cuando el entrevistado niega la influencia. Vendrá una catarata de preguntas repletas de referencias para demostrar que él (el escritor) sí tiene esas influencias, aunque él (sí, el escritor) no lo sabía.

Otro escenario es cuando la fuente debe responder por algún hecho ilegal o inmoral.  Hasta ahí todo bien: los personajes  públicos y no tan públicos deben dar su versión de hechos que afecten a la sociedad. Pero en el periodismo de autoafirmación, la fuente está condenada de antemano y la entrevista solo sirve si hay un “mea  culpa”. Es una sucesión interminable de ataques disfrazados, camuflados como preguntas. Solo terminará cuando la fuente “confiese” o corte la conversación.

Este estilo no es novedoso. Mi memoria ubica ejemplos en transmisiones radiales de fútbol del siglo pasado. Era costumbre buscar a los protagonistas y hacerles preguntas relacionadas con su desempeño.  Con “diálogos” como los siguientes.

Periodista: Felicitaciones por la forma en que engañó al defensa.  Usted permaneció agazapado detrás y solo corrió para desmarcarse cuando presintió que venía el centro, lo que le permitió elevarse y cabecear para anotar el primer gol.
Futbolista. Sí, fue un bonito gol.
Periodista: ¿Y ahora qué viene? El próximo partido es fundamental para las aspiraciones de su equipo. Una victoria los pondría a las puertas de la clasificación pero una derrota los llevaría a una situación comprometida.
Futbolista: Hay que seguir trabajando... 

martes, 4 de abril de 2017

Recuerdos de los tiempos bárbaros

Por ahí he visto un comercial muy simpático, donde muestran la evolución del hombre, así, en masculino. Tres fases de cazadores y guerreros, la cuarta de un millenial… tomándose una selfie. Para no hacer publicidad gratis no doy detalles, aunque dejó el enlace.

El tema viene a la costumbre, en quienes superamos cierta edad, de evocar un pasado salvaje. No se trata de la prehistoria, la Edad Media o los tiempos del ruido. Son nuestros inicios profesionales.

Aunque supongo que existe un discurso equivalente para todos los oficios, me voy por uno que conozco: el magisterio. Entonces pongo cara de circunstancia y hablo de cuando “que marcadores ni que ocho cuartos, eso era con tiza de colores y tablero verde, tragando polvo y sacudiendo borradores”.

A medida que la conversación avanza a uno se le alborota la testosterona. “¡Cuál Power Point” !Eso era a punta de carteleras. Y solo para cosas muy excepcionales, con acetatos y retroproyector. ¿Que qué era eso? Unas hojas de plástico transparente donde se dibujaba o se montaban los textos con letra set. ¿Impresoras? ¡Cuáles impresoras! ¿Retroqué? Retroproyector. Una máquina que los proyectaba mientras se cambiaban, a mano limpia”.

De alguna manera el tono se va poniendo dramático. “Los mapas no estaban en pantallas, sino enrollados en el salón y teníamos que levantarlos colgarlos y desenrrollarlos. Y cuando se usaban había que enrollarlos de nuevo. Así aprendía la gente, sin tanta…"

(En ese momento ya está uno tan emocionado que empieza a utilizar palabras de esas que figuran en el diccionario pero no se recomiendan en determinados contextos. Por ejemplo en este blog. Además hoy son políticamente incorrectas. Así que vamos a utilizar expresiones explicativas para no herir susceptibilidades. Y lo acepto, nadie habla así.)

…así aprendía la gente, sin tanta ‘ayuda pedagógica perteneciente a un género tradicionalmente considerado más débil que otro’. Hoy en día no pueden hacer nada sin tener un aparato repleto de ‘artilugios y servicios descritos con una alusión a tendencias de género estereotipadas en amaneramiento’. Nosotros improvisábamos sin tanta ‘alusión al hijo una mujer poco amiga del aseo o que ejerce un oficio del que se dice es el más antiguo del mundo. Se puede eliminar la alusión al hijo’ tecnología”.

El discurso inevitablemente cierra con una oración despectiva hacia las generaciones actuales, Puede ser del tipo anecdótico “yo no vine a conocer un computador sino cuando llevaba 20 años de ejercicio profesional”; descriptivo-despectivo “ahora la gente ha perdido toda la recursividad”; de afirmación generacional “nosotros hicimos mucho con poco”; o regaño frontal “yo no sé de qué se queja la gente ahora”.

Y ahí es cuando el comentario del joven interlocutor de turno nos devuelve a nuestra anacrónica realidad

 “Que tiempos tan aburridos”.