miércoles, 31 de mayo de 2023

Matemáticas post 30


Nota de la redacción. Una amilcarada de publicación reciente  llevó al autor a buscar en sus archivos textos similares, entre los que encontró este de 1998, cuya vigencia (con algunos ajustes) es, por decirlo suavemente, de  aterradora actualidad.

Dicen que a los 30, a los 40, a los 50, llega una crisis. Eso es mentira. Las crisis son situaciones difíciles que se presentan en un momento determinado, alcanzan un punto culminante y luego desaparecen. Lo que llega a los 30, a los 40, a los 50,  no desaparece. Se queda para siempre, y cada día se pone peor. Se llama edad.

No es juventud, porque eso ya pasó. No es vejez, porque eso aún no ha llegado. Es un incómodo término medio en el cual uno mira para atrás y para adelante, viendo como aquello que parecía lejano es contemporáneo, y aquello que suena importante ya pasó, sin que nos diéramos cuenta a qué horas.

Una de las pocas ventajas es el desarrollo de las habilidades matemáticas. Y también en el manejo del lenguaje, como podemos leer aquí. Uno hace cuentas de edad. La primera tiene que ver con los adultos. Cada vez con mayor frecuencia, vemos alrededor adultos que se supone eran niños. Ese sobrino a cuyo nacimiento hicimos antesala en nuestra adolescencia hoy es más grande, más ronco, y tiene mejor sueldo que nosotros. Una extraña mezcla de deseo y remordimiento nos acompaña cada vez que vemos a la hija de aquel amigo que se casó joven, a la cual decirle niña es, por lo menos, un anacronismo.

Personajes que eran más viejos porque así debía ser, de repente son más jóvenes, porque así debe ser. Los policías, los ladrones, los choferes de bus, los presentadores y actores de televisión, el capitán Kirk, el señor Spock (¿No sabe quienes son?, este texto no es para usted... todavía) y hasta uno que otro ministro. 

Utilizando nuestra recién adquirida habilidad aritmética empezamos a hacer cuentas. El soldado que nos solicita documentos, no había nacido cuando nos expidieron la libreta militar. Ese futbolista que hoy apasiona multitudes, hizo la primera comunión el mismo día en que nosotros colgamos los guayos, tras hacer un autogol en ese partido que el equipo de ex alumnos perdió 8 -0.

Cuando tenemos la oportunidad de ver una reina de alguna cosa - el Mango, la Guayaba, qué sé yo - acompañada de su mamá, empezamos a notarle atributos a la mamá. Y recordamos haber leído alguna vez, tiempos ah, que el ministro Tal se había casado, cuando vemos a su hijo, Tal Jr., posesionarse en alguna flamante cartera.

En un último arranque de desesperado optimismo, miramos hacia los ancianos de la tribu. Los obispos, los generales, los magistrados, los relojeros, los tenderos. Esos hombres, a quienes siempre consideramos como abuelos potenciales, nos siguen superando en dignidad, gobierno y, sobre todo, en edad.

Lástima que ya no parezcan nuestros abuelos, sino nuestros papás, o nuestros hermanos mayores.

miércoles, 24 de mayo de 2023

Televentas, vida feliz a un ¡llame ya! de distancia


Mucho antes de Cristo crearon el dinero. En el Siglo XIX se inventaron el teléfono. En el Siglo XX llegó la televisión.  Y entonces aparecieron las televentas. Un sistema que por medio de la televisión motiva (persuade, ¿obliga?) al personal a llamar para entregar su dinero a cambio de diferentes productos o servicios que (aseguran) cambiarán su vida -la del personal- para siempre.

El personal somos usted y yo. Pero no se confíe. Nuestro dinero no está a salvo. Los que hacen esos programas -comerciales de media hora o más- tienen su mérito. Tal vez nunca hayamos llamado, pero quien diga que por lo menos no lo ha pensado, no le creo. 

La primera lección de una buena televenta es que alguna actividad rutinaria de toda la vida es un problema complicadísimo. Algo que debemos dejar de hacer ¡Ya!. O mejor, dejar de hacerlo con ese complicado y anticuado artefacto que –curiosamente- es el mismo que utiliza el 99 por ciento de la humanidad.

Entonces hay que dejar de peinarse con ese viejo y enredador peine, dejar de amarrarse los zapatos con esos antiprácticos cordones, dejar de cortar la fruta con ese antiestético y peligroso cuchillo y, al paso que vamos, algún día habrá que dejar de masticar con esos arcaicos dientes.

Una vez ilustrados sobre la enorme dificultad que nunca habíamos notado viene la buena noticia. Ellos tienen la solución. Un nuevo dispositivo que hará exactamente lo mismo. ¿Cual es la ventaja? Desaparecen LOS (así, en mayúscula) inconvenientes. ¿Cuáles?. Bienvenidos a la segunda parte del programa.

Un locutor (a) con voz de mamá regañona describe todo lo malo que puede pasar con la actividad de turno mientras los actores en pantallas escenifican los fracasos y hacen mala cara. No tiene nada que ver con que el actor se vea torpe o inepto. El culpable es “ese peligroso e incómodo artefacto”.

Ratificada la inutilidad del sistema vigente, se retoman las ventajas de la novedad. Ahí es cuando nos revelan ”el secreto”. Porque siempre hay un secreto. Puede contener un revolucionario descubrimiento, la resurrección de tecnologías olvidadas o años de trabajo en los laboratorios de un país lejano. Lo más importante de ”el secreto” es que incluya algún material, componente, sustancia o catalizador de nombre raro. O de nombre conocido pero normalmente utilizado para algo que no tenia nada que ver con el producto en venta hasta que ellos se dieron cuenta de “la gran ventaja que hace la diferencia”.

Siguen los testimonios que dan fe de la maravilla de turno. A veces el usuario habló en inglés, pero como acá somos latinos, le aplican el verbo doblar. Otras veces las entrevistas son producto nacional. Lo que es normal es el tono impostado y artificial del actor de doblaje, o el tono leído y libreteado del beneficiario local. El que no tiene problema es el tono de los presentadores, que no paran de elogiar la solución puesta a disposición del grupo de privilegiados que tuvieron la suerte de sintonizar el programa.

(Paréntesis. Alguna vez las televentas estaban limitadas a horarios de baja sintonía. Después se volvieron un indicador de crisis: si un canal estaba en las últimas, empezaba a programarlas, o mejor, a pautarlas (plata fácil) a toda hora. Hoy en día se cogieron confianza y lo que hacen es incluirlas en los cortes comerciales de la canales de cable, que, por cierto hay que pagar para ver)

El remate siempre es el mismo. ¡Llame YA! Pero ¡YA! (Televenta sin ¡YA! y ¡YA! y ¡YA! no es televenta) Sin entrar en detalles ni cifras enfatizan que los precios son excepcionales, una oferta especial “solo por hoy” (oferta que, por cierto, sigue vigente 6 meses después, cuando nos encontramos la misma televenta en otro o en el mismo canal)  Y el toque “inesperado”. “Solo por hoy (?) no le vamos a dar uno sino dos (o 3, o 4. o… ) unidades del producto a un precio único. ¡Llame YAAAA!

Ojala en la vida todo fuera tan fácil. Pero nada se pierde con intentarlo. Deje ya de perder su tiempo leyendo este blog sin aportar nada. Usted tiene el poder de opinar. ¡Comente ya!. Y aquí sí es gratis.

miércoles, 17 de mayo de 2023

Trabajador móvil vs jefe con ideas


Como al jefe de Mendoza no le gusta que le digan jefe sino líder, sus subalternos lo llaman (entre ellos) Linofe, acrónimo de “Líder, no jefe”. Sobre Mendoza hay que decir que su trabajo involucra proyectos, números e indicadores y, de un tiempo para acá, realidades alternas.

Comenzó en la pandemia. No se podía salir, entonces muchos, entre ellos Linofe y Mendoza, asumieron el trabajo en casa como fórmula de supervivencia. Como ni el jefe ni el subalterno sabían bien cómo era eso tocó, sobre la marcha, conjugar el verbo aprender.  Esta historia, aclaro, respeta horarios laborales. Lo que ocurre aquí es en las 8 horas reglamentarias. Todos conocemos (¿vivimos?) casos donde el día nunca termina, pero ese cuento es otro. 

Volvemos entonces a los comienzos cuando Mendoza permanecía -durante horas laborales-, en su casa, pegado al computador y al teléfono, mientras Linofe establecía canales de comunicación directos, precisos y efectivos. La cosa funcionó. El que mandaba daba instrucciones y fijaba términos de tiempo y calidad, mientras que quien trabajaba cumplía sus obligaciones en espacios laborales. Pero tres situaciones se tiraron ese mundo cuasiperfecto. La externa fue que las limitaciones a la movilización se fueron relajando. Las internas fueron que las dos partes involucradas empezaron a cogerse confianza.

Entonces Mendoza amplió el concepto de casa. Primero con la tienda de enfrente, que se extendió a la droguería de la esquina, que siguió hasta el fruver de la avenida, que aumentó hasta la visita física a la mamá del otro barrio, siempre en el horario laboral. Siempre conectado vía celular y a veces con portátil a la mano, pero con la tranquilidad de que las obligaciones relativas al trabajo habían sido definidas previamente (reunión diaria, semanal, quincenal, instructivo oral o escrito) luego el tiempo se podía administrar. Así como lo pregonan los defensores incondicionales del teletrabajo.

Entretanto, Linofe comenzó a tener ideas. Ideas de jefe, sabemos, significa trabajo adicional para los demás. En el formato presencial ocurre todo el tiempo. En el formato a distancia se había reprimido -limitándose a verdaderas emergencias- pero ante la abundancia de canales disponibles pues un correíto, un mensajito de texto, una llamadita permitían optimizar resultados. Por supuesto, a medida que el tiempo pasaba, todas las ideas se fueron volviendo emergencia. Al otro lado teníamos un Mendoza haciendo mercado, atendiendo cita médica, reclamando medicamentos, paseando perro, llevándole encargo urgente a la suegra, buscando ese negocio donde se conseguía el inconseguible repuesto necesario para la licuadora...

Como la matemática no falla, pronto se estableció la regla. A mayor distancia de la casa, más compleja y difícil de hacer era la idea del líder. Ahora, el problema tenía soluciones razonables como explicar con honestidad que en ese momento la solicitud era imposible de atender y ampliar los espacios de planeación para minimizar los ajustes posteriores.

Mendoza, sin embargo, optó por las realidades alternas. Se le veía en una larga fila de mercado escribiendo “ya estoy en eso”; o en busca de una cafetería / panadería / centro comercial / parque con CAI o similares donde sacar el portátil con un mínimo de seguridad; o intentando hacer con su teléfono, en un transporte público, alguna complicada operación de hoja de cálculo, procesador de palabras, diseño de presentaciones o base de datos; o dando un giro de 180 grados para retornar a su casa-oficina, ante la imposibilidad de responder el requerimiento en la calle-oficina (paréntesis: sabemos de un sujeto, ciclousuario él, que por hacer un giro similar aceleradamente terminó en el piso con la cara ensangrentada. Pero el trabajo se entregó a tiempo). 

Es posible que se crucen con Mendoza. En la calle, el bus, el taxi, la casa ajena, el centro comercial, el consultorio o la farmacia. Se reconoce porque en su conversación con Linofe dice cosas como esta: “Claro que sí, aunque tengo problemas con el internet así que de repente me demoró un poquito”. “¿Ese ruido? Mis hijos que están viendo televisión”. “¡Bájenle a eso que estoy trabajando!”

miércoles, 10 de mayo de 2023

Instintos atávicos aplicados a la seguridad vial



No me fue mal, realmente. Solo la fractura del brazo y muchos raspones. Para eso son los elementos de protección personal. Sí, yo sé que dicen que soy exagerado pero estas situaciones terminan dándole a uno la razón. Está bien, se lo acepto, siempre hay algo que se sale de cualquier previsión posible.

Ya me pasó una vez. Y lección aprendida. Mucho antes de la pandemia, integré el tapabocas a mi vestuario deportivo. Y seguí con la rutina semanal de pedaleo en ciclovía que se fue extendiendo a otros días.  Poco a poco cogí confianza para utilizar el vehículo, lunes y viernes, como medio de transporte al trabajo. La ruta, cuidadosamente planeada para evadir las calzadas. Ciclorruta. Pura seguridad. Desafortunadamente, había unos tramos, muy cortos, donde era necesario bajar a la calle y compartir espacio con los automotores. Escogí cuidadosamente aquellos con el menor tráfico posible. Definí claramente el protocolo. Carril derecho, pegado al andén, distancia de seguridad. Prevención absoluta, ese es mi lema.

Antes de seguir es importante hablar de los yorkies. Es un diminutivo de yorkshire terrier. Son una raza de perros. Yo no soy muy de mascotas y esas cosas pero no creo que haya algo tan genéticamente inofensivo y tierno. Busque las imágenes en internet y verá.  Es una cosita chiquita, peludita, simpática, con más pinta de juguete que de animal. Después averigüé que no crecen más de 20 centímetros y no alcanzan los 4 kilos de peso. Son algo así como la compañía ideal para una señora de edad, o un regalo para la suegra.

Ese lunes pedaleaba hacia la oficina cuando vi el carro. Un carro de esos que compran los jóvenes profesionales cuando sus primeros ingresos lo permiten. En este caso digamos las jóvenes, porque lo conducía una mujer acompañada, como no, de un yorkie. El animal iba asomado por la ventana, hasta ahí normal. Pero era la ventana delantera izquierda, la de la conductora. Supongo que apoyaba las patas en el regazo de la misma y ella no parecía ni incómoda ni molesta. Total, tampoco había mucho tráfico.

Cada uno -es decir ella y yo-  siguió su camino. Una cuantas cuadras adelante llegue a uno de los segmentos donde tocaba bajar a la calzada. Ahí estaba de nuevo el carro. Y quise ver más de cerca. No había más vehículos en la vía, el semáforo se acababa de poner en rojo así que solo era dejar el lado del andén, pasar el automotor por la izquierda, mirar y volver a la zona segura.

Yo solo estuve pocos segundos a más o menos medio metro de la ventana donde el yorkie asomaba su cara de felicidad después de una dosis de viento. Ahí estaba esa cosita chiquita, peludita, simpática, que ni siquiera me prestó atención, o por lo menos, eso me hizo creer. Porque en fracciones de segundo, desde el fondo del cerebro de Toby -nombre que conocí después- se alborotaron instintos protectores, latentes y atávicos de territorialidad y agresividad con un extraño ingrediente gatuno volador. Porque sin ninguna advertencia -ni siquiera ladró el maldito bicho- este yorkie saltó desde la ventana contra el ciclista -este ciclista- que se disponía a pasar a zona de seguridad.

Obviamente como nadie esperaba el ataque -nadie soy yo- pasó lo que tenía que pasar. Fui a dar al piso con bicicleta y todo, y alcancé a poner el brazo izquierdo como protección. Aquí el yeso es la prueba. La rugosa calle se encargó de agregarle raspones y ropa rasgada al asunto. Debo decir que la “mamá” de Toby se portó a la altura. Se bajó, recogió a Toby, le hizo los arrumacos del caso, verificó detalladamente su estado  de salud y 10 minutos después me preguntó si yo estaba bien. Me ayudó a levantarme, a poner la bicicleta en el andén y a llamar por ayuda. Cuando finalmente confirmaron de la oficina que iban a enviar una misión de rescate, se disculpó, habló sobre lo inusual de la acción de su mascota y se fue.

Eso sí, esta vez dejó al yorkie en el asiento de atrás. Y se lo juro, mientras el carro se alejaba, ese perro infeliz me miró desde la ventana posterior y se rio.

miércoles, 3 de mayo de 2023

Caviar, Rolls Royce, Montecarlo, televisión y otros lujos


Hace muchos años para ver televisión bastaba con un televisor y una antena. O la presencia del tipo de la señal. Incluso existían privilegiados que por ubicación y cercanía a los equipos de transmisión captaban -mediante un aparato comprado a plazos con antena incorporada- la imagen del único canal disponible con una calidad entre aceptable y óptima. 

Las series, musicales, dibujos animados, programas de variedades y noticieros se veían interrumpidos por comerciales. Y alguien hacía la pregunta cuchi-cuchi. “¿No hay alguna manera de ver televisión sin comerciales?” Y venía la respuesta igualmente cuchi-cuchi. “Sí, pero tocaría pagar por ver televisión”.

Muchos años después, frente a alguna de las pantallas que han copado nuestra existencia, quien esto escribe, además de parafrasear a García Márquez, recuerda esos lejanos días y se da cuenta de que todo era mentira.

Integremos en un solo combo lo de televisor y antena. Fueron como treinta años en Colombia donde con disponer de estos era suficiente para sintonizar los canales existentes, que llegaron a ser tres. Pero en los años 80 aparecieron las parabólicas. Poco a poco invadieron conjuntos cerrados, barrios, municipios y diversas formas de comunidades. Por el pago de una pequeña cuota se tenía acceso a una cantidad enorme y variopinta de canales. Incluyendo muchos peruanos, en los que conocimos a la señorita Laura, a Nube luz, a Hola Yola, a Risas y salsa y a Gisela Valcárcel. Todos los programas tenían comerciales de productos que se convirtieron en una especie de sueño inalcanzable (incacola, donofrio, gloria, cusqueña) y de desilusión para quienes tuvieron la oportunidad de probarlos en viajes turísticos y de los otros.

Las parabólicas terminaron en medio de un limbo de ilegalidad aunque tal vez sobrevivan algunas. Entró la televisión por cable, que era básicamente lo mismo, pero debidamente legalizado y con una oferta mucho más organizada, variada y agringada. Pagada, por supuesto. Con un detalle que no estoy seguro si fue así desde un principio pero ahora es completamente evidente. El usuario paga por un servicio de televisión cerrada donde pasan comerciales todo el tiempo, incluyendo esos comerciales de hora completa que se llaman infomerciales y que ofrecen soluciones maravillosas para problemas que nadie sabía que existían.

Así que ahora se paga para ver televisión y para ver publicidad. Y un día se inventaron algo llamado internet. Otro día a alguien -todos saben de quien hablo pero no es tan fácil la insinuación xilofónica – se le ocurrió ofrecer películas pagadas por internet aprovechando una tecnología denominada streaming. Le fue tan bien,  que su idea fue retomada por otros, incluyendo los dueños de muchos de los canales de tv cable. Es más, en el servicio de cable que uno paga, hacen publicidad del otro servicio por el que uno también debe pagar.

Y mientras esto pasaba, en Colombia la antena tradicional pasó a ser pieza de museo por cuenta de una nueva tecnología, la TDT. Sumando todo hoy, para ver televisión, se necesita:

- Un televisor con tecnología TDT. Si no se tiene ese televisor, entonces un adaptador para TDT.

- Si quiere ver canales de cable, pagar por el servicio.

- Si quiere acceder al streaming pagar a cada una de las plataformas que ofrece el servicio.  Importante esto. Es a cada una por aparte. No doy nombres pero una búsqueda rápida en internet  mostró 9 servicios diferentes (solo en Colombia), cada uno con su respectiva cuenta. 

- Es decir, que para ver televisión se necesita hoy en día un aparato que se pueda conectar a TDT ($), un servicio de cable ($$), una suscripción diferente por cada plataforma de streaming ($$$), un dispositivo que se pueda conectar a internet ($$$$) y un servicio de acceso de internet ($$$$$).  

Cada elemento factura por aparte. Si esto no significa que ver televisión se volvió un lujo, por lo menos se le parece bastante.