Dicen que a los 30, a los 40, a los 50, llega una crisis. Eso es mentira. Las crisis son situaciones difíciles que se presentan en un momento determinado, alcanzan un punto culminante y luego desaparecen. Lo que llega a los 30, a los 40, a los 50, no desaparece. Se queda para siempre, y cada día se pone peor. Se llama edad.
No es juventud, porque eso ya pasó. No es vejez, porque eso aún no ha llegado. Es un incómodo término medio en el cual uno mira para atrás y para adelante, viendo como aquello que parecía lejano es contemporáneo, y aquello que suena importante ya pasó, sin que nos diéramos cuenta a qué horas.
Una de las pocas ventajas es el desarrollo de las habilidades matemáticas. Y también en el manejo del lenguaje, como podemos leer aquí. Uno hace cuentas de edad. La primera tiene que ver con los adultos. Cada vez con mayor frecuencia, vemos alrededor adultos que se supone eran niños. Ese sobrino a cuyo nacimiento hicimos antesala en nuestra adolescencia hoy es más grande, más ronco, y tiene mejor sueldo que nosotros. Una extraña mezcla de deseo y remordimiento nos acompaña cada vez que vemos a la hija de aquel amigo que se casó joven, a la cual decirle niña es, por lo menos, un anacronismo.
Personajes que eran más viejos porque así debía ser, de repente son más jóvenes, porque así debe ser. Los policías, los ladrones, los choferes de bus, los presentadores y actores de televisión, el capitán Kirk, el señor Spock (¿No sabe quienes son?, este texto no es para usted... todavía) y hasta uno que otro ministro.
Utilizando nuestra recién adquirida habilidad aritmética empezamos a hacer cuentas. El soldado que nos solicita documentos, no había nacido cuando nos expidieron la libreta militar. Ese futbolista que hoy apasiona multitudes, hizo la primera comunión el mismo día en que nosotros colgamos los guayos, tras hacer un autogol en ese partido que el equipo de ex alumnos perdió 8 -0.
Cuando tenemos la oportunidad de ver una reina de alguna cosa - el Mango, la Guayaba, qué sé yo - acompañada de su mamá, empezamos a notarle atributos a la mamá. Y recordamos haber leído alguna vez, tiempos ah, que el ministro Tal se había casado, cuando vemos a su hijo, Tal Jr., posesionarse en alguna flamante cartera.
En un último arranque de desesperado optimismo, miramos hacia los ancianos de la tribu. Los obispos, los generales, los magistrados, los relojeros, los tenderos. Esos hombres, a quienes siempre consideramos como abuelos potenciales, nos siguen superando en dignidad, gobierno y, sobre todo, en edad.
Lástima que ya no parezcan nuestros abuelos, sino nuestros papás, o nuestros hermanos mayores.