miércoles, 26 de julio de 2023

La noche que el cucho escucha




El singular y un poco tacaño diseño de los apartamentos modernos se refleja en paredes delgadas que permiten —o mejor, obligan— a escuchar conversaciones ajenas o compartir aromas con los vecinos. Así le consta al señor Ariza, como tuvimos la oportunidad de comentar aquí hace unos años. De un tiempo para acá, el factor edad le ha agregado un nuevo elemento a los códigos sonoros y aromáticos. Extrañas —por no decir inexplicables— costumbres nocturnas.

Explicamos. Ariza se puso viejo, por lo que duerme menos y se despierta más fácilmente ante estímulos externos. Esa condición le ha permitido detectar curiosos hábitos de los vecinos de arriba. Redecorar moviendo muebles (o mejor, arrastrándolos) después de la medianoche. Caminatas nocturnas con el pastor alemán, el yorkie y el perro criollo colombiano sin salir del apartamento, también en medio de la noche. ¿Qué cómo lo sabe? Fácil, los sonidos que se escuchan desde el falso techo de su apartamento —el de Ariza— que empalma directamente con el piso de la vivienda superior.

Si los de arriba tienen extrañas formas de lidiar con el insomnio, los del lado son igualmente exóticos. Más o menos a las 11 (sí, p.m.) comienza una conversación en tono grandilocuente. Nunca se entiende lo que dicen, pero suena como algo muy importante.  Ariza no ha logrado captar el contenido pero la forma lo lleva a tres hipótesis. O es algún formato audiovisual (streaming, televisión, podcast, radio) o los vecinos se ponen en modo discurso en vísperas de medianoche, o es un caso crónico de esa parasomnia denominada somniloquia. Estos nombres rebuscados para el acto de hablar dormido nuestro protagonista los encontró en internet, mientras el monólogo o diálogo al otro lado de la pared acompañaban su involuntario desvelo.

Desde otros muros o ventanas se captan algunos clásicos. El aprendiz de músico con su repetición interminable de acordes de algún instrumento o ejercicios vocales, muy meritorio como crecimiento personal, pero insoportables como rutina nocturna. Cierta combinación de movimientos de cama y sonidos poco inteligibles de origen humano cuya interpretación dejo a la imaginación del lector. La música a todo volumen que, por lo menos, tiene la lógica del rumbero irresponsable con cero empatía ante sus vecinos. El bebé recién nacido que reclama atención de sus padres —y de los vecinos— haciendo gala de su capacidad pulmonar. Ruidos relativamente normales, pero ampliados por el silencio de la noche.

Los acompañan otros no tan esperados. El ruuu, chac, ruuuu, chac de alguna lavadora que, supone Ariza, solo está disponible para el usuario de turno de las 10 (sí, p.m.) en adelante. El inaplazable martillazo o taladrazo —muy esporádico, pero se da— correspondiente a algún arreglo locativo que por razones desconocidas debió hacerse en la madrugada del fin de semana. La máquina indefinida de alguna industria igualmente misteriosa ubicada ilegalmente en sector residencial. El inconfundible sonido del sanitario descargándose, acto bastante privado durante el día, pero cuyo audio atraviesa puertas y paredes después de la medianoche. Y el suave murmullo acompañado de golpes ligeros como si alguien estuviera barriendo el piso, sacudiendo y limpiando objetos... ¿a las 3 de la mañana?

Son hábitos tan respetables como inoportunos que pasan desapercibidos para los jóvenes y su sueño pesado, pero ya se volvieron rutina en la vida de los cuchos como Ariza. Lo despierta la conversación de los noctámbulos que pasan cerca de su ventana, el servicio de recolección de basura programado para medianoche o madrugada, o la lejana o cercana alarma del carro del sordo que se dispara a horas inoportunas. La condición auditiva del propietario del vehículo es una deducción de Ariza, que no encuentra explicación diferente al hecho de que se demoren tanto en apagar la maldita sirena.

Techos, muros y ventanas se han convertido en canales de sonidos que le roban tiempo al descanso. Ariza no se desgasta librando batallas perdidas de antemano, aunque siempre se hace la misma pregunta.

¿Esta gente a qué horas duerme?

miércoles, 19 de julio de 2023

Historias procraces


Esto es inaceptable. Esos muchachitos y muchachitas de ahora se pasaron. No me voy a quedar callado. Es cierto que cada nueva generación critica a sus antecesores, pero tampoco vengan a inventarse el agua tibia. En serio.  Ahora vienen disque a enseñarme (¡A mí!) algo en lo que soy el mejor. Ningún sicólogo me tuvo que analizar. Ningún consultor empresarial tuvo que evaluar mi entorno. Ningún experto en algo de nombre raro tuvo que hacer una proyección social, laboral y mental. Cuando ni siquiera tenía ese nombre rebuscado, yo la tenía clara: Dejar para mañana lo que puedas hacer hoy. Ustedes no me van a enseñar a procrastinar. 

Antes de que los “expertos” de hoy nacieran yo ya estaba en el nivel superior. Y sin ninguno de los recursos que actualmente la hacen ridículamente fácil. Sin teléfonos inteligentes. Sin aplicaciones. Sin redes sociales. Sin internet. Sin plataformas. Sin streaming. Sin videos disponibles en el bolsillo 24/7 (24 horas, 7 días a la semana). Eso jamás fue problema. Yo aplazaba, postergaba, posponía, difería y demoraba. En todos los ámbitos. En todas las actividades.  

Empecé en el colegio. Los profesores optimistas dejaban trabajos para las vacaciones de medio año. O para el fin de semana. Y cada día libre yo pensaba, hoy sí. Pero no. Salía a la calle a jugar con mis amigos o a conversar por horas y horas de cualquier cosa. Releía interminablemente mi colección de historietas (ahora les dicen comics). Si llovía el juego era bajo techo, grupal, desde monopolio hasta lotería; o individual (guerra de tapas viejas para definir el dominio de la sala). Y si la autoridad (léase padres) intervenía, yo sacaba libros y cuadernos, me sentaba en la zona de estudio y desarrollaba actividades productivas como cazar pispirispis  o pensar —también durante horas— la solución a la primera pregunta. Hasta que llegaba la noche anterior al reinicio de las actividades académicas.

Semejante preparación durante toda la primaria, el bachillerato y la formación con miras al mercado laboral tenía que dar frutos. Y los dio. El jefe de turno ponía la tarea y daba la fecha de entrega. Yo escuchaba las instrucciones, organizaba lo que tenía que organizar antes de empezar... organizaba lo que tenía que organizar antes de empezar... organizaba lo que tenía que organizar antes de empezar...

No, no hay problema con el texto. Esa es la primera estrategia para no empezar. Prepararse y prepararse y prepararse. Luego venían los descubrimientos. Que desde la ventana de la oficina había un paisaje al que valía la pena dedicarle segundos, minutos y hasta horas. Que un café previo a la acción podría convertirse en conversación inaplazable, y lo más extensa posible,  con el colega desprogramado. Que era importante llamar a la casa y cuadrar esa actividad familiar pendiente. Que mi silla estaba desajustada y eso afectaba la ergonomía, la concentración y el posible resultado final. Que tengo otro pendiente de trascendencia cero pero mejor despacho ese primero. Que ya es hora de salir y más bien mañana madrugo.

Adelantar algo en la casa era una opción. Hasta llevaba los materiales. Regresarían en la más absoluta virginidad, porque ni siquiera se tocaban. En la casa había muchas cosas por hacer. No hacíamos ninguna, pero estuvimos mucho tiempo pensando con cuál comenzar. Y vimos la poca televisión disponible en esos lejanos tiempos. Y fuimos a hacer compras inaplazables que teníamos aplazadas desde hace varias semanas. Y de repente estábamos de nuevo en el lugar de trabajo, a pocas horas de la entrega. Hora de correr.

Así que no me vengan con cuentos. Ningún doctorado en administración va a venir a darme lecciones sobre cómo perder el tiempo y dejar todo para última hora. Se pueden ir al lugar adecuado quienes vienen con propuestas para modificar ese comportamiento de forma abrupta, escalonada, sistemática, corporativa u organizacional. Ni siquiera con la disculpa de que no necesariamente es algo malo, sino que puede ser signo de mentalidad creativa. 

Cuando quiera, desafío al que sea a que hagamos un concurso sobre quien procrastina mejor. 

Aunque mejor lo dejamos para otro día.

 

miércoles, 12 de julio de 2023

En mi casa había de eso. Estoy, ¿seguro?...


Se lo juro. Eso existe. O, por lo menos, existió alguna vez. No me mire así. No estoy loco ni nada parecido, Simplemente quiero un porchador de huevos. Ponchador no, porchador. Pero no aparecen. Lo busco en internet y me muestran unos aparatos para preparar huevos duros o tibios. Los pregunto en almacenes de cadena, en locales de artículos de cocina, en cacharrerías, en ferreterías, en distribuidores de artículos para el hogar, en misceláneas y en agáchese de paisa pero nadie sabe qué son, nadie sabe para que sirven, nadie los conoce.

Yo no me rindo. Sobre todo cuando me dan alguna esperanza. Porque no entiendo para que ponen un negocio si no quieren vender. Mire, hay sitios en los que no he terminado de preguntar y ya me dijeron que no. No a secas, sin asco, de ese NO que, sin decirlo, dice lárguese de acá. Y cuando eso pasa, no hay nada qué hacer.

Pero a veces, y eso es directamente proporcional a la simpatía del comerciante, a  su interés en vender, a la congestión del local o a la curiosidad hacen la pregunta mágica: algo así como “¿Eso qué es?" Entonces viene la explicación que llevo años perfeccionando. "Es como una cazuela con dos secciones para preparar huevos. En la de arriba se ponen los huevos después de sacarlos de la cáscara y en la de abajo se hierve agua. Algo así como lo que se usa para cocinar al vapor o para preparar algunos alimentos al baño de María".

Y es ahí cuando me muestran las vaporeras eléctricas, las de silicona, las de bambú, las de encaje, las de estuche, las de cestillos, las de flores y hasta los escalfadores para microoondas. Y yo digo no, eso no es. Y si tienen vocación de maestro me traen dos recipientes, uno grande y otro pequeño y me enseñan que el agua se pone en el grande y lo que voy a cocinar en el pequeño y así se puede bañar a María pero yo les respondo que eso ya lo sé, pero que los porchadores existían, eran exclusivos para huevos y tenían el tamaño y el diseño perfecto y ese es el momento en que me empiezan a mirar raro, amenazan con llamar a la autoridad competente o le hacen una seña al camaján que cuida para que cordialmente me acompañe a la salida o, sin ninguna cordialidad, me saque a patadas.

Pero yo comí huevos porchados cuando era pequeño. En mi casa familiar existían esos aparatos. Quedaba más o menos como un huevo frito. Podía ser blandito o lo contrario: con consistencia de huevo duro o de huevo tibio pero sin tener que librar la batalla para pelar la cáscara. Porque eso de pelar huevos cocidos es una competencia para la que me declaro incompetente, y siempre termino perdiendo parte de la clara, de la yema o todas las anteriores. Y cuando son huevos tibios peor.

El porchador solucionaba ese problema. Por su diseño permitía hacer seguimiento durante el proceso. No como con los huevos cocidos y sus tiempos que o se pasan y terminan reventados, o se anticipan y terminan crudos. El porchador era rápido, y si se dejaba el agua tenía la ventaja adicional de conservar la temperatura. Con una ollita, una sartén y una tapa me inventé algo parecido (ver imagen), pero no igual. Por eso cada vez que puedo los busco, lo pregunto, indago y ya le conté lo que me pasa. 

Me niego a creer que formen parte de esa lista de artefactos que acompañaron mi infancia y juventud pero que, sencillamente, ya no se consiguen. O que —no sé si eso es peor o mejor— realmente hayan sido una creación de mi subconsciente, una especie de amigo imaginario en versión huevo, o algún sueño repetitivo que se me revolvió con la realidad.

Es un hecho, necesito un porchador de huevos. 

O de repente un psiquiatra. 

miércoles, 5 de julio de 2023

Curso de colisión


Nota de la redacción. Los últimos cuatro párrafos de esta amilcarada son la narración de un testigo ocular de un hecho real ocurrido en Bogotá. El resto es producto de la imaginación del autor. ¿O no?

El ciclista, que de aquí en adelante se denominará Ciclista, se levanta temprano. bebe un jugo de naranja preparado por la empleada y reforzado con proteína deportiva. Se viste con maillot corto de carreras,  culote con bolsillos ergonómicos (prenda que se ve como bicicletero, se pone como bicicletero y se usa como bicicletero pero es muchísimo más cara que un bicicletero)  y se calza las zapatillas de suela de carbono y cierre en velcro.

El vendedor, que de ahora en adelante se denominará Vendedor, despierta en medio de la oscuridad y recalienta el tinto con panela preparado la noche anterior. Se pone uno de los dos viejos bluyins, las dos camisetas regaladas en eventos políticos de ideologías opuestas y la chaqueta de origen incierto pero indudablemente útil para enfrentar los fríos mañaneros.

Ciclista sube a su vehículo de marco de carbono sobre medidas con 12 velocidades, suspensión de aire y frenos de disco. Tras ponerse el casco de poliestireno expandido (icopor) y fibra de vidrio, revisa su teléfono y confirma que los demás miembros del club salen hacia el punto de encuentro para el recorrido de ese día. 

Vendedor toma el primero de los 4 buses que debe transbordar para llegar a su destino. Tras verificar la ausencia de autoridad se salta la registradora. Aunque aún no amanece, la estación ya está congestionada de personal que, como él, busca sus ingresos al otro lado de la ciudad.

Ciclista y sus amigos inician el tradicional pedaleo por zonas semirrurales con tramos en plano, subida y curva, acompañados por la seguridad en la camioneta del asesor del Congreso, vehículo que a veces ejerce como carro escoba cuando el físico de alguno de los biciusuarios no responde adecuadamente.  

Vendedor alcanza la primera parte de su destino, la bodega donde le entregan en consignación los productos para ofrecer en la vía. Con su mercancía disponible, se cuela de nuevo a la estación más cercana para llegar al paradero final. De ahí en adelante, camina 10 cuadras hasta su punto de venta.

Ciclista y sus amigos culminan el recorrido del día y cada uno parte hacia su respectivo destino. Ciclista ese día trabajará desde casa, así que toma una ciclorruta en su ruta de regreso al hogar-oficina. 

Vendedor, al lado del semáforo, inicia su rutina. Semáforo en rojo, recorrido rápido entre los carros ofreciendo productos. Sabe exactamente cuando debe quitarse y retornar a la ciclorruta, donde espera hasta el siguiente cambio de luces para retomar la estrategia de ventas.

Ciclista no va muy rápido cuando suena el celular. No acelera ni se detiene mientras manda la mano al bolsillo ergonómico, saca el aparato y atiende la llamada. Con una mano sujeta el manubrio y con otra mantiene el teléfono en la oreja mientras atiende la -al parecer- inaplazable comunicación.  Vendedor negocia uno de sus productos con un conductor, lo cual le quita unos segundos al retorno a la zona de seguridad. Ademas está verificando la plata, por lo que no levanta la mirada como siempre lo hace. 

Vendedor y Ciclista se desconectan por una fracción se segundo y de repente están frente a frente. El de los pedales no logra reaccionar a tiempo para frenar o esquivar. El comerciante callejero duda entre quedarse quieto o quitarse. El choque es inevitable. Ciclista y teléfono al piso. Vendedor no se cae pero mercancía y plata vuelan.  Ninguno se preocupa por el otro. Ciclista se levanta, recoge su aparato de comunicación, verifica si la bicicleta funciona y se va. Vendedor, por su parte se dedica a recoger su mercancía y su plata. 

Unos metros atrás viene el Ciclonauta, a quien el vendedor le da pie al decir algo así como… “es que el tipo venía hablando por teléfono”. El Ciclonauta, sin detenerse, comenta en voz alta “se encontraron los dos despistados”.  Mientras se aleja oye el contraataque del vendedor, algo así como “usted no sea sapo”.

Hasta razón tendrá.