El señor Armendiosa,
profesional exitoso, ha construido un patrimonio económico gracias a años de
trabajo honrado y esfuerzo personal. Pero tiene cara de pobre.
Él financió sus
estudios profesionales con una combinación de crédito educativo y apoyo
familiar y simplemente ha aprovechado –en el buen sentido de la palabra– las
oportunidades que le ha dado la vida. Pero no importa cómo se vista o donde
esté, la primera impresión que genera en cualquiera es que se trata de un tipo
de bajos recursos.
Nunca ha
entendido por qué. Es la forma de mirar, la proporción entre los elementos del
rostro, los rictus o muecas o, qué se yo, el tamaño de las orejas, la simetría
entre los dos lados del rostro o el ángulo de inclinación de las fosas nasales.
Podría
considerarse que una condición como la descrita es una especie de maldición. No
es cierto. Tiene sus desventajas pero las ventajas, como el señor Armendiosa ha
podido comprobarlo a lo largo de su vida, son bastantes.
Los mendigos lo
ignoran. En la fila le piden dinero al que está detrás y al que está enfrente.
En los buses los vendedores le dan la muestra al compañero de silla. A él no.
En calle, parque, plaza o pueblo, para cualquier persona dedicada a vivir de la
generosidad ajena solo basta una mirada para descartarlo como posible cliente.
Sin embargo, siempre que pasa cerca de alguna institución o entidad donde hacen
algún tipo de caridad, servicio social u asistencial, alguien lo invita a
seguir.
El entusiasmo o
apatía generado por su presencia cambia si sus requerimientos de bienes o
servicios suben de nivel. Al visitar centros comerciales y almacenes de
estratos medios y altos es sistemáticamente ignorado por los vendedores, pero suele
ser muy popular entre otro tipo de personal, el de seguridad, que no le pierde
pista.
Durante su
juventud aprendió que aquellos lugares de rumba donde se reservara el derecho
de admisión estaban vedados para él. Aún hoy, ya retirado de baile, trago y
similares, en restaurantes de los finos y caros solo dispone de acceso
garantizado si va con alguien, y tiene el don de la invisibilidad para el
gremio de los meseros.
Y aunque no está
seguro, parece generar el mismo efecto entre el gremio antisocial. Primero
porque nunca ha sido robado, atracado, cosquilleado o similares. Y segundo por
múltiples historias transcurridas en noches oscuras y solitarias cuando va por
una calle, más oscura y solitaria todavía, algunas veces pasado de tragos.
De repente aparecen
uno, dos o más tipos malencarados que se le acercan con evidentes malas
intenciones, las manos en los bolsillos o empuñando objetos amenazantes. En el momento en que la distancia les permite
distinguir los rasgos de nuestro protagonista, el desenlace es invariable. Si
el sujeto va solo, lanza una mirada rápida e inquisitiva. Si hay más de uno
murmuran algo entre ellos. Y simplemente se van.
Solo una vez
pasó algo diferente.
El malencarado
de turno le regaló unas monedas porque “a usted le hacen más falta que a mí”.