jueves, 28 de julio de 2016

Soluciones mágicas modelo 2016


El departamento de soluciones mágicas es uno de los patrimonios más antiguos de la humanidad. Periódicamente alguien se inventa, descubre o simplemente o reencaucha algún concepto, actividad  producto u organización que sirve para todo. Mi memoria personal incluye el noni (una fruta de los mares del Sur) el chontaduro y el borojó (apoyemos el producto nacional). En determinado momento empezaron a circular versiones que atribuían a  los vegetales mencionados todo tipo de atributos, incluyendo los dos infaltables: curar el cáncer y servir como poderosos afrodisíacos.

Lo que vino después fue una especie de histeria colectiva encaminada a adquirir el producto de turno y una cadena de distribución con tintes de mercado negro. Pero todos estos insumos milagrosos tienen su vida útil. Del noni quedan  algunas botellas vacías o semivacías llenándose de polvo. El borojó pasó a ser opción de jugo y el chontaduro comida callejera de regiones y temporadas.

Los “curalotodo” no son solo comestibles. Hace como 5 años circuló profusamente un video cuyo nombre no cito porque era secreto, cuyo contenido –creo, porque nunca lo vi- aseguraba la fórmula infalible para lograr  algo. Si “algo”  era llenarse de plata vendiendo videos, funcionó bastante. Aunque el mercado colombiano no fue su ejemplo más representativo, pues lo que sí vi fueron múltiples copias, todas ellas piratas, distribuidas en las esquinas o de mano en mano entre grupos familiares y de amigos.

También le toca el turno a los países. La India se pone de moda por épocas.  En tiempos de hippies y otros melenudos descomplicados, era obligatorio tener un gurú, hacer un viaje de iniciación, vestirse de tela y asumir la profunda espiritualidad de los vedas. Y si dije alguna barbaridad me disculpo, pero en mi defensa alego que pocos hicieron la vuelta, la mayoría se limitó a hablar de ella con palabras como vedas, kamasutra, brahmaputra, ghandi, bollywood y curry que no se sabe si tienen alguna relación con el asunto, pero suenan a hindú.

Hubo en tiempos pasados una cosa llamada mesmerismo, en el cual todos los problemas se solucionaban con un imán por cuenta del magnetismo animal. Económica y políticamente hablando, comunismo, fascismo, globalización, gaitanismo, peronismo y capitalismo han prometido solucionar, de una vez y para siempre, todos los problemas de este planeta.

En los tiempos actuales, es la  tecnología. Para ser exacto, una aplicación específica de la tecnología. Sirve para todo. Equipos de trabajo, familias extensas, relaciones de pareja que suman más de dos, actividades sociales, crisis empresariales, hijos que comparten colegios, compras especializadas, gustos compartidos, desempleo, vicios o manías de las comunes y de las otras, expresiones políticas en pro o en contra de algo, equipos de fútbol que pierden todos los partidos, desocupados que se acaban de conocer, desconocidos que desean conocerse,  recetas de cocina, intenciones electorales, desprogramados, enfermedades huérfanas, fiestas clandestinas, celebraciones religiosas...

Hablamos, como no, de la acción obligatoria cada vez que tres personas o más se juntan. Acción que sirve para seguirse juntando sin necesidad de volverse a juntarse porque requieren estar juntos pero no pueden o no quieren juntarse.

Suena complicado, pero es sencillo. Solo se trata de crear un grupo en whatsapp. Así, ante cualquier situación se puede bajar, subir, colgar, leer o escribir y asunto arreglado. Esa es la solución mágica para todo, modelo 2016.


martes, 26 de julio de 2016

Hay que tumbar ese muro


Si Trump quiere construir un muro entre Estados Unidos y México y los alemanes tuvieron su muro de Berlín, Fernández tiene muro propio. Aunque en este caso se trata de una pared que, en vez de separar, une. Ý es que la construcción de esta historia generó un consenso entre todos los involucrados: había que tumbarla. Y se podía. Aunque ubicada en un primer piso, era factible demolerla sin riesgo.  No tenía propósitos estructurales. No servía de soporte para nada. Su única función era evidente: estorbar.

Fernández ya pasó del quinto piso, pero cuando conoció la  pared de su vida estaba en sus veinte. Se  trataba de un estudiante que accedió a su primera experiencia laboral en una empresa incipiente, eso que ahora llaman emprendimiento.

Entró como ayudante o asistente del profesional a cargo. La  organización tenía como sede un viejo edificio de caracterización incierta, nunca se supo si residencial, comercial, industrial o todas las anteriores. Fernández y su jefe terminaron en el primer piso en un cuarto con ventana  a la calle que tenía dos puertas, una al corredor y otra hacia otro cuarto donde no había nada. Un muro separaba ambas habitaciones. “Yo creo que  eso hay que  tumbarlo para  ampliar la oficina” comentó un día el profesional.

Tanto la empresa como Fernández crecieron. Lo que él hacía demandó más mano de obra y la pareja inicial se vio reforzada por otros profesionales. Profesionales que debieron distribuirse en los dos cuartos. La necesidad de interacción del equipo se  tradujo en un tránsito constante a través de la puerta. El gerente general bajó un día a reunirse con el equipo y a escuchar sus inquietudes y antes de que cualquier persona se lo dijera, planteó una primera y urgente acción “hay que tumbar  ese muro”.

Solo fue cuestión de meses para que el área respectiva creciera lo suficiente para justificar mando propio. Sus funciones desbordaron la capacidad de la gerencia y por eso nombraron un coordinador, contratado externamente. Al tomar posesión de su cargo dijo muchas cosas, una de las cuales fue “Necesitamos tumbar esa pared”.

Ya como profesional, Fernández fue promovido dentro de la organización mientras su área de trabajo aumentaba su peso en el organigrama, lo que demandó el nombramiento de director y subdirector. A esas alturas ocupaban todo el primer piso, algo apretados por lo que en una reunión se planteó como fórmula para ganar espacio “demoler el muro que separa la oficina”.

Esa fue la última reunión a la que Fernández asistió antes de partir hacia el exterior, donde tuvo la oportunidad de hacer su maestría. Aunque la empresa le ofreció “guardarle” el puesto, la  vida le brindó opciones más interesantes. Así que nunca volvió por ahí. Años después supo de una crisis que quebró muchas organizaciones, incluida aquella donde se inició laboralmente. Y un día, pasó por su primera sede de trabajo.

El edificio mostraba inequívocas señales de abandono. Fachada despintada, vidrios rotos, un jardín completamente descuidado con más cara de selva y amarillento letreros de “Se vende”. Por ninguna parte aparecían signos distintivos que evocaran a sus antiguos propietarios.

Sólo sobrevivía un elemento que además de robarle una sonrisa, trasladó a  Fernández a su pasado. Ese  muro que puso de acuerdo a  todos en una cosa. Había que tumbarlo.

jueves, 21 de julio de 2016

De cabellos, peluqueadas, trasquiladas y otros asuntos laborales que no son de estilistas


El pecado capital de Ariza es la vanidad. Vanidad localizada. Dotado por la naturaleza de una generosa mata de cabello, le brinda especial atención desde que tiene memoria (al cabello, no a la naturaleza). Atención retribuida, porque en vez de caer –como le ha sucedido a casi todos sus contemporáneos- se volvió plateada con el paso de los años.

La más poderosa de las testas coronadas no tiene opción frente a la poderosa cabellera, que cada día gana cuerpo, firmeza y otros adjetivos de comercial de champú. El mérito no es solo genético. Durante años, el corte, aseo y demás actividades relacionadas con la melena ha estado en manos de reputados y costosos expertos. Muy costosos.

Mientras la vida le sonrió a Ariza, laboralmente hablando, esta situación no tuvo problema. Pero un día le dieron las gracias y le desearon buena suerte mientras que su patrón pasó a ser expatrón.  Como suele pasar, solo cuando la fuente habitual de ingresos desapareció, Ariza se concientizó de lo desproporcionadamente alta que era la inversión destinada al cuidado de su cabello. Una concienzuda inteligencia de mercado le permitió conocer múltiples productos que hacían lo mismo, estaban hechos de lo mismo y no costaban la mismo. Eran mucho más baratos. 

Pero aún quedaba el pendiente más complejo. El corte. Por supuesto que había peluquerías, muchas peluquerías, pero Ariza sabía –o pensaba– que algo iba de un peluquero a un estilista. O a un artista del cabello, como se autodenominaba su proveedor tradicional. Los días pasaban, la mata de pelo crecía, los saldos bancarios bajaban y el hombre era consciente de que no podía gastarse lo de la comida del mes en una sesión de tijera, máquina, cepillo, peine y cuchilla.

Y una noche de  martes llegó la esperada llamada para una entrevista de trabajo con razonable posibilidad de éxito. Lo esperaban el miércoles a primera hora. Tiempo suficiente para prepararse. Ropa de pedir puesto, lista. Conocimientos, listos. Papeles, listos. Afeitada, posible. Cabello… a menos que necesitaran un guitarrista de rock o un doble de Tarzán (ambos envejecidos) el corte era indispensable.

Así que Ariza salió a buscar una peluquería adecuada a su estrato actual que estuviera trabajando después de las 9 p.m. cuando el destino se le atravesó en forma de academia nocturna. Academia de peluquería. Y 4 palabras mágicas “Corte de cabello gratis”.

Esa noche, Ariza puso su cabeza en manos de un nervioso aprendiz de estilista que le enseñó de manera gráfica el significado del verbo trasquilar. Varios intentos fallidos hicieron desaparecer sucesivamente capas y capas capilares, con resultados cada vez más desastrosos para la estética de su cabeza. El profesor sencillamente le puso una mala  nota a su estudiante y ofreció al de la silla (Ariza)  una alternativa. La número uno.  Raparlo completamente porque si algún merito tenía el aprendiz, era su facilidad para generar problemas insolubles en la testa de sus víctimas.

Al día siguiente, mientras compartía sala de espera al acecho de una decisión final en compañía de los demás aspirantes, recibió la noticia de una manera que jamás hubiera soñado, por parte de un poco prudente encargado con mala memoria para los nombres.

“Ya escogimos, la persona que trabajará con nosotros es…usted.”  Y al caer en cuenta que no había señalado a nadie en particular, aclaró “el calvo se queda”.

martes, 19 de julio de 2016

Insoportables, inaguantables… (léase inmamables)

Mama.creerse uno la  mama de Dios” (…) Sentirse uno superior a los demás en alguna cosa, jactarse uno directa o indirectamente de poseer buenas calidades en una profesión, oficio, arte, etc.
Breve diccionario de colombianismos

Ahora que vinieron los Rolling Stones, un grupo de elegidos se dedicó a  regañar a  los potenciales asistentes al evento. ¿La razón? Ellos, los regañadores, eran los “stonianos” de verdad. El resto solo irían al concierto por moda, exhibicionismo, esnobismo, proyección social o efecto rebaño. 

Los argumentos de la élite roquera era que “ELLOS” ameritaban las comillas y las  mayúsculas. Porque “ELLOS” conocían todas las canciones e historias. Ellos tenían los vinilos comprados hace 40 años en algún cuchitril de algún extinto parque de hippies. Ellos sí eran poseedores del sagrado derecho de escuchar al grupo en vivo y en directo.

Lo de los roqueros es un evento específico. Pero esta categoría de personajes abunda en todas las facetas de la vida. No ven las películas que ve todo el mundo. No oyen la música que oye todo el mundo. No comen lo que come todo el mundo. No se visten como se viste todo el mundo. No leen lo que lee todo el mundo. No ven un partido de fútbol como todo el mundo.

En cambio, aprovechan cualquier oportunidad para mostrarle su privilegiada condición a, por supuesto, todo el mundo.

Sus gustos musicales, en el mejor de los casos, incluyen las canciones menos conocidas de cantantes y autores conocidos. Van a restaurantes raros o a restaurantes conocidos a  pedir platos raros o a negocios extraños a comprar ingredientes exóticos para preparar menjurjes más exóticos todavía. Donde la gente ve un gol, ellos ven una compleja combinación de táctica y estrategia que culmina en la vulneración de la red. 

Su aire de superioridad se exterioriza de diversas maneras. Llevan años perfeccionando esa mirada de desprecio, conmiseración y lástima para cuando alguien les dice, por ejemplo, que un baguette es un pan francés, pero más grande. Si los ojos no son suficientes para pordebajear a su interlocutor, viene el discurso en el que –otro ejemplo–  ilustran al simple mortal sobre la diferencia entre mirar una estatua y disfrutar la experiencia de una obra de arte.

Algunos perfeccionan tanto el discurso que viven de eso. Se acomodan como expertos y críticos. O crípticos, porque lo que dicen suena importante, aunque nadie lo entiende.

En su sapiencia, el vino no tiene sabor, tiene textura. La cocina no es de cocineros, es de autor. La  ropa no es para vestirse, sino para expresarse. El libro de anécdotas pasa a ser una sincera recopilación de cotidianidades compartidas.  La plata no se gasta sino que se invierte y lo que se adquiere o contrata no es un producto o servicio: es una solución.

Esa es la impresión que causan al observador desprevenido. Sin embargo, si este  observador es, además, un desocupado, tarde o temprano descubre que la cosa no es tan complicada. Que no se trata de un grupo de elegidos con acceso a un mundo cerrado, sino de gente que le pone nombres complicados al universo. Que no es que sepan mucho, sino que sobredimensionan lo que saben para proyectarle al resto de la especie su condición de, como decían las señoras de antes, mejor familia.

Pasado un tiempo, suelen generar un consenso entre sus conocidos o seguidores.

Son insoportables, inaguantables… (léase inmamables).

jueves, 14 de julio de 2016

No se pudo cerrar la venta

El mensaje está ahí, en la pantalla del móvil. Seco. Cortante. Definitivo.  Ella lo relee una y otra vez.  “No más,  lo siento, de verdad pero tenemos que darnos un tiempo”. Ella se siente triste. Abandonada. Fracasada. Ya no puede aguantar el llanto. 

Justo en ese momento, suena el teléfono. 

Ella.-  Haló.
Operador 333.-  Buenos días, me comunica por favor con la señorita Xxxxx Xxxxx.
Ella  respira profundo,  se seca las lágrimas  y sorbe por la nariz los efectos secundarios del llanto.-  Sí, habla con ella.
Operador 333.- Buenos días, mi nombre es Xxxx Xxxx. Le habló del banco XXX. Queremos informarle que debido a su excelente comportamiento crediticio tenemos disponible su nueva tarjeta de crédito…
Ella (en voz  baja).- No.
Operador 333.- ….con un cupo que duplica el que tiene actualmente y además, por ser usted cliente preferencial …
Ella. (más fuerte,  con respiración entrecortada por sollozos) .-  No… Nooo.
Operador 333.- …tendrá una cuota de manejo igualmente preferencial. Para hacer efectiva esta oportunidad necesito simplemente que me confirme unos datos y…
Ella.- (Silencio, lloriqueos y suspiros in crescendo).
Operador 333.- …y… haló, ¿me escucha?
Ella.- No, ahora no quiero… (llanto)
Operador 333.- Esteee… señorita, si le parece podemos…
Ella.- Cinco años, siete meses, doce días.
Operador 333.-  ¿Disculpe?
Ella.- Cinco años, siete meses, doce días dando todo. ¿Y así tiene que terminar?  (Sonidos sucesivos de respiración rápida por la nariz y gimoteos).
Operador 333.- Entiendo que tal vez este no es el momento…
Ella.- Y me termina. Simplemente me termina. ¡Le parece justo señor! ¡Contésteme, le parece justo!
Operador 333.- …yo creo que…
Ella.- ¡Nos íbamos a casar!   Tenemos cotizaciones de apartamentos y de luna de miel.  Tenemos inversiones conjuntas. ¡Hicimos degustación de ponqués!
Operador 333.- …definitivamente este no es el momento…
Ella (envalentonada).- ¡No se atreva a dejarme sola! Dígame, ¿usted es casado?
Operador 333.- …eee, sí señora…
Ella.- Por qué, por qué el mundo es tan injusto (llanto).
Operador 333.- No crea doña Xxxx, no me ha ido tan bien.
Ella.- Y no vale la pena vivir. Éramos la pareja perfecta. Dígame, qué salió mal.
Operador 333.- …No sé, uuhh, ¿problemas de infidelidad tal vez?
Ella (llanto).- Solo fue una vez  (llanto descontrolado) pero yo confesé y le pedí perdón, pensé que estaba olvidado. Solo fue una vez y al principio de la relación (llanto realmente descontrolado).
Operador 333.- ¿O sea que usted…?
Ella.- Nooo. ¿Por qué tenía que terminar así? ¿Dígame qué hago? ¡Dígame qué hago!
Operador 333.- Mire, yo solo soy un operador de call center
Ella.- Nadie me escucha…
Operador 333.- No, eee, yo la escucho pero…
Ella.- Por qué, por qué.
Operador 333.- Porque… no tenía, no había, (se escuchan murmullos, algo así como “y que hago con esta vieja loca”) ¡Espere!, ya sé.
Ella.- ¿Ya sabe?
Operador 33.- Sí, mi abuela decía, ¿cómo era? que las penas con pan duelen menos.
Ella (irónica) .- ¿Usted quiere que yo me vaya para una panadería?
Operador 33.- No, lo que yo le digo es que este es el momento para que se dé unos cuantos gustos. La vida sigue, para qué sacrificarse.
Ella (mientras se seca las lágrimas) .- ¿De verdad?
Operador 333 (en tono triunfal).- Y por plata no hay problema, para eso tiene su tarjeta. y ahora con la nueva…
Ella.- ¿Cuál tarjeta? Ah, la que me suspendieron por sobrecupo.
Operador 333.- Sí, la que…¿Qué?
Ella.- Yo tenía una tarjeta pero me pasé del cupo, todavía estoy pagando eso.
Operador 333.-  Espere verifico. (sonido de persona tecleando en un computador) Es verdad, ¡quien carajos actualiza estas bases de datos! Upa. Perdón, usted no debería haber oído eso, eehh.
Ella.- ¿Entonces no me va a cambiar la tarjeta?
Operador 333.- Déjeme hago una consulta y la llamo más tarde. Recuerde que habló con Xxxx. ¿Desea responder una encuesta? Halo, Halooooooo.

Tu tu tu tu tu tuuuuuuuuuuu

martes, 12 de julio de 2016

Homework (2)


Veíamos la vez pasada dilemas derivados de trabajar en un sitio diseñado para vivir –léase casa– vigentes a finales de los 90. Pero eran otros tiempos. El mundo ha cambiado. El teletrabajo es la opción ideal para…

…conductores, pilotos y bicitaxistas. En tiempos de drones, ¿qué necesidad se tiene de que los encargados de movilizar los vehículos vayan a sus oficinas? Digo, en este caso, a su vehículo. 

Se trata de cambiar una mentalidad. La del pasajero, por supuesto. Ellos deben entender que no hay ningún problema en que su medio de transporte esté controlado por un tipo en piyama, sin afeitarse y con múltiples distractores potenciales. Que mientras despega –si es un avión– puede sentirse preocupado –el tipo- por el llanto de su hijo recién nacido. Habría que ver como se soluciona el dilema. En caso de accidente deberán asumir las consecuencias. Él desde su casa. Los pasajeros en medio de las ruinas del accidente.

Hablamos de los sobrevivientes, por supuesto. Los que serán auxiliados por máquinas controladas a distancia por bomberos y demás organismos de socorro, en turno, desde sus hogares. Los que subirán a las ambulancias automatizadas ayudados por brazos mecánicos manejados a distancia por esos paramédicos que estaban lavando los platos al registrarse la emergencia. Los que serán trasladados al centro de salud más cercano. Allí el vigilante abrirá la puerta con el control remoto que tiene en su mesa de noche, verificará con cámaras la gravedad de los pacientes, y les pedirá por citófono el carnet de la EPS antes de darles acceso.

Entonces el personal de salud comenzará su trabajo. La enfermera jefe coordinará el triage desde la cocina, la cocina de su casa, mientras prepara la comida. Los médicos revisarán a los heridos con las cámaras, e iniciarán los procedimientos necesarios a través de… Oigan, ¿no sería más fácil si toda esa gente estuviera en su lugar de trabajo y no en otra parte?

Acepto. Escogí el ejemplo más dramático. Veamos otros. El cocinero que recibirá por mensajería instantánea la orden recogida (telefónicamente) por el mesero y preparará en su casa la comida para enviarla vía dron a la mesa respectiva. El electricista, maestro de obra, plomero, y demás especialistas en reparaciones domiciliarias que sin salir de su propio domicilio diagnosticarán, repararán y cobrarán -de acuerdo con el marra...digo, cliente-daños en otros domicilios. 

El jardinero que no estará en el jardín. El peluquero a kilómetros de la cabellera de turno. La  manicurista que arreglará uñas ubicadas en otro barrio. El sastre que tomará medidas a distancia. El periodista que informará desde el lugar de los hechos sin estar en el lugar de  los hechos. El ingeniero que inspeccionará personalmente la obra sin ir a la obra. El odontólogo que… no tengo idea como lo haría un odontólogo.

Los textos que hablan sobre el tema coinciden en señalar como el malo de la película al jefe de turno. Al empresario. Al dueño. Al duro que insiste tercamente en tener a su subalterno ocho horas en una oficina –o en un avión, o en un hospital, o en una obra, o en una ventanilla de atención al público– en vez de darle la oportunidad de trabajar desde su hogar, de ser el dueño de su tiempo, de producir por objetivos y –aunque esto normalmente no lo dicen– de ahorrarle a la empresa un gasto significativo en servicios públicos como energía, agua y similares, que se trasladan a la casa del trabajador.

¿O será otro embeleco de esos donde exageran la dimensión de una tecnología válida para casos específicos, presentándola como un futuro inexorable de aplicación universal? 

Cómo se le ocurre. En vez de cuestionar al futuro, mejor váyase para su casa. 

Claro, si su jefe lo deja.


jueves, 7 de julio de 2016

Homework (1)


Iba a escribir algo sobre la última moda, el teletrabajo. Entonces  encontré que desde finales del siglo pasado (ese que se acabó hace 16 años) se viene hablando del tema como una especie de tendencia inatajable. En 1999 toqué el tema. ¿Será que lo que dije en aquel entonces tiene vigencia aún?

Dice la prensa que cada día son más las personas en el mundo que trabajan en sus casas. Gracias a la tecnología pueden laborar desde sus estudios. El mundo es maravilloso. Lástima que nuestra vida pertenezca a la versión real.

De entrada, la cosa se complica, porque para trabajar desde el estudio, hay que tener estudio. Si uno vive en un inquilinato; una cocina con casa de interés social; un apartamento moderno (y por ende, enano); o arrumado con tres hermanos, sus cónyuges, los hijos y dos suegras el concepto de estudio es una utopía. Por supuesto que existen personas que pueden tener en sus espaciosas casas varios estudios. La pregunta es ¿necesitarán trabajar?

Pero seamos positivos, Nos hemos acostumbrado (o resignado) a adaptarnos a las circunstancias más complejas, así que la mesa del comedor, la sala, la cocina, la cama a determinadas horas del día o cualquier otro mueble podría ser la improvisada oficina. Pero la cama da sueño, no ganas de trabajar. La mesa de comedor invita a tomarse un tinto, picar unas galletas o adelantar el almuerzo; los muebles de la sala son a veces muy acogedores, o tienen enfrente un televisor que susurra “enciéndeme” a todo momento. Y a su lado, desde un radio de pilas hasta el más sofisticado equipo de sonido invitan a regocijar el oído. Y uno trabajando.

(Nota incluida en el 2016. Y en esos tiempos internet apenas comenzaba…)

Además, no faltan las personas. Nos busca todo el mundo. La madre para preguntar como estamos, el cónyuge para recordarnos una diligencia, los hijos para consultar alguna tarea, el vecino a pedirnos un favor, los testigos de Jehová para convertirnos. Y además con precisión cronométrica. En el momento en que se ha logrado la concentración adecuada, alguien llamará, timbrará, entrará, gritará, llorará, o preguntará suavemente mientras interrumpe: ¿Interrumpo?

Claro que usted, que nunca pierde la fe, puede decir, “eso es problema para los que viven con mucha gente. Pero como yo me quedo solo (a) en casa durante el día, no tendré problema”.

Falso. Primero, usted no quiere trabajar, pero jamás lo aceptará conscientemente. Entonces descubrirá la importancia de limpiar la basura acumulada detrás de la nevera. Pulirá la madera de los muebles. Cepillará la mugre acumulada entre baldosines. Organizará las estanterías. Reorganizará las estanterías. Y así pasará el tiempo hasta que se acaben las excusas, y se vea obligado a empezar a trabajar.

La experiencia me permite hacerle una cordial sugerencia.

Déjese de pendejadas y váyase para la oficina.

martes, 5 de julio de 2016

Me niego a casarme con mi bicicleta


¿Llueve? Tápese. ¿Es lejos? Madrugue. ¿Tiene afán? Acelere ¿Es inseguro? Compre cadena. ¿Es de noche? Ponga luces y use reflectivos. ¿Se cayó? Levántese ¿Está lesionado? Aguántese el dolor. ¿Encuentra una subida? Haga fuerza. ¿Se la robaron? Compre otra. ¿Pinchó? Despinche ¿Su novia prefiere el carro, el bus, la moto? Cambie…  de novia.

Lo más importante, lo trascendental, lo incontrovertible es que pase lo que pase usted  no se puede bajar de  la  bicicleta.

Hace algunos años, este aparato se relacionaba con entretenerse en los ratos libres y trasladarse de un lugar a otro. Hoy hablamos del futuro de la humanidad, la habitabilidad de los centros urbanos, la salud, el medio ambiente, el transporte amigable, la sostenibilidad, y el posconflicto (claro que ahora todo habla de eso, pero ese es otro cuento). De gente proactiva, apasionada, entusiasta y comprometida (leer paréntesis anterior).

Como pedalear se volvió tan importante, el paso siguiente es formalizar la relación hombre-velocípedo (¿velocípeda?). Escuché hace no mucho que un tipo se casó con su i-phone. Solo es cuestión de tiempo para que alguien proponga un maridaje similar con sus dos ruedas. Las de la bicicleta, Que son suyas –del novio o novia- por aquello de lo mío es tuyo.

Piénsenlo. Un coqueto anillo en el manubrio. Existen los votos (prometo acompañarte en la lluvia, los trancones, las caídas, los pinchazos, la distancia y la inseguridad hasta que el óxido o la delincuencia nos separe). Existe la fiesta (un ciclo paseo). Destaca la posibilidad de admitir la poligamia (o la poliandria, porque también es asunto de mujeres). Y en la luna de miel se ahorran lo del transporte.

Podría extenderme en las ventajas pero hablemos de los problemas. Los tipos escépticos, desapasionados y poco comprometidos. Los tipos como yo. Y para rematar, con antecedentes. En 1980 no había ciclorrutas ni ciclovías. Pedalear era un asunto de jardineros, escarabajos, niños en parque, bicicrosistas en borrador y mensajeros. Los carros reinaban en la vía, donde los ciclistas estaban en algún punto entre estorbo y molestia. En esos tiempos el autor de las Amilcaradas utilizó una bicicleta como medio de transporte durante los 2 primeros semestres de su carrera profesional (si algún contemporáneo lee la presente, favor confirmar). En el tercero también la usó, pero de otra  manera.  La vendió para ajustar lo de la matrícula.

A partir del año 2000, en tiempos de Peñalosa 1.0., con su recién construida red de ciclorrutas, las dos ruedas de tracción humana retomaron su papel como medio particular de transporte.  Entre las historias paralelas destaca la batalla campal contra la burocracia de un centro docente que consideró un verdadero galimatías administrativo abrir espacio para que uno de sus profesores (yo) parqueara su cicla (la mía). Abrieron espacio por un tiempo, pero finalmente se cerraron (literalmente). Es decir que ganaron.

Y el mundo no se acabó. A ese destino en particular llegamos por otros medios. Lo mismo que a diferentes lugares donde por efecto de distancia, exigencia laboral, clima, horario o condiciones de seguridad la cicla no parecía la mejor opción. Porque eso es  lo que es: una opción de transporte. No es una religión, no es el pueblo elegido de la cadena y las bielas y no es un compromiso que determina el futuro de la humanidad.

Así que lo lamento, pero yo no voy a casarme con mi bicicleta.