martes, 30 de agosto de 2016

Deportista de portada

Ese país tuvo una figuración inesperadamente buena en los campeonatos mundiales de atletismo. Los cantantes, actrices, héroes de reality, presentadoras y modelos quedaron momentáneamente out. Lo in pasó a ser el deportista de élite con su historia de sacrificio y superación y, lo más importante, su fotogénico cuerpo, ideal para la portada.

En tiempos de Internet, las revistas libran su batalla contra el futuro a punta de portadas.  Falta un estudio serio sobre si esto funciona o no, pero nadie niega que genera empleo. Empleo para fotógrafos, peinadoras, diseñadores, luminotécnicos, decoradores y productores. Representantes de estos gremios pasan horas trasteando, maquillando, peinando, vistiendo alumbrando y emperifollando a la celebridad de turno. Todo para obtener esa foto que, dicen, incrementará las ventas de la publicación de turno. El resto de las fotos, –pues se hacen tomas en cantidades industriales– acompañarán algún texto repleto de lugares comunes en páginas interiores. Y todos felices.

Casi todos. Carlos, el editor de esa revista, llegó tarde al baile. La competencia ya se había apoderado de las deportistas exitosas. Las ganadoras. Tanto las que se veían sexys en una selfie tomada con mala luz, como a las que había que maquillar, vestir, e iluminar para lograr una foto medianamente sexy,  ideal para… tres horas de photoshop.

Pero nuestro editor ya había perdido el primer round con esas… y con esos. Los caballeros triunfantes también fueron acaparados por publicaciones con más contactos, más recursos, más influencias o todas las anteriores. Urgía un plan B. No todos los deportistas bonitos eran ganadores. Algunos, de hecho, apestaban en materia de resultados. Pero eran fotogénicos. Y existían palabras como “esperanza”,  “futuro”, “aprendizaje” y demás para decir perdedores de manera que sonara bonito.

La idea era buena, pero no original.  Ese fue el amargo descubrimiento de Carlos. Las actividades físicas con desempeños inversamente proporcionales al aspecto físico de sus protagonistas habían sido objeto de una rapiña periodística. Revistas nacionales y regionales se habían apoderado de cualquier atleta con un mínimo de empatía con la cámara. Y la hora de cierre se acercaba de manera inexorable.

En el atletismo hay carreras, saltos y lanzamientos. Corredores y corredoras, saltadores y saltadoras estaban ya en proceso de impresión. Por razones no del todo claras, el país contaba con muy pocos competidores en lanzamientos. De hecho, solo hubo uno. De martillo. Y quedó de último.

El editor no estaba seguro, hasta que vio en internet la escultura del Discóbolo. Vio el cuerpo perfecto representado en la escultura y en su mente creativa visualizó una representación contemporánea, protagonizada por el anónimo lanzador.

Los contactos se hicieron por teléfono y contrarreloj. El atleta aceptó encantado. Quedaron de verse con todo el equipo (fotógrafo, maquillador, diseñador, productor y editor) a primera hora. Pero en vez del adonis que todos esperaban lo que llegó fue un tipo chiquito, macizo y paticortico. Y con cara de yo no sirvo para portadas. Algo así como quien espera un Ferrari y le aparecen con un tanque de guerra.  La masa de músculos ideal para arrojar un objeto pesado lo más lejos posible. Algo así como el discóbolo, pero en versión nevera. O nevecón.  Pura fibra. Cero fotogenia. Pero ya no había tiempo para más, así que la portada tuvo su atleta. 

Curiosamente, no le fue tan mal en ventas.

jueves, 25 de agosto de 2016

Cremalleras

Aunque solo ha pasado tres veces, Justino quedó para siempre con etiqueta de bicho raro. Excéntrico, dicen en la oficina. Ocurrió en una fiesta de la empresa, en un club campestre medio aislado del universo, con transporte de ida y vuelta aportado por los organizadores. Ocurrió de nuevo durante el refrigerio de una reunión de trabajo, antes de su presentación  (la de Justino con sala de juntas, mesa de reuniones, proyector, frente a todos). Y ocurrió otra vez durante una pausa en medio de una clase donde nuestro héroe era el profesor. 

Parecían rutina. Se convirtieron en pesadillas social, laboral y académica, por cuenta de “…dos tiras de tela guarnecidas en sus orillas de pequeños dientes generalmente de metal o plástico que se traban o destraban entre sí al efectuar un movimiento de apertura o cierre por medio de un cursor metálico” (DRAE 2008) .

A estas alturas el subconsciente del hombre revolvió las tres historias. Ya no recuerda cuándo pasó qué. Todas comenzaron igual. Una visita al fondo a la derecha para una diligencia de carácter estrictamente personal que demanda bajar la cremallera y subirla de nuevo. Esa que se traba o destraba. La cremallera, no la diligencia. Ahí fue.

Porque el aparatico se rebeló… Y no subió. O subió hasta la mitad. Justino contraatacó. Primero con jalones, cada vez más fuertes. Y la constatación de que, por lo menos en este caso, el tamaño no importa. Porque el pequeño cursor opuso tenaz resistencia a la fuerza bruta. Hasta que el caballero sintió como el broche subía. Subía hasta la altura de su cara, pues acababa de quedarse con el broche en la mano.  Pero la bragueta seguía en su sitio. Ni abierta ni cerrada.

Eso pasó una vez. En otra ocasión, fueron el broche y el cursor, porque el final de la cremallera no estaba debidamente asegurado al resto del pantalón. Fácil de sacar, imposible de volver a meter. Y al primer movimiento (de Justino), se volvió a abrir (la cremallera). Sin mecanismo para cerrarla. Y el tiempo seguía corriendo

A raíz de estas experiencias, en la tercera crisis el hombre optó por la filigrana. Movimientos de precisión quirúrgica para detectar el problema –un pedazo de tela mal ubicado–.  Y la no menos compleja operación de agarrar, jalar, liberar y descansar.  Pero Justino es el feliz poseedor de manos grandes, dedos regordetes y demás instrumentos no aptos para el trabajo manual delicado. Así que el final de la batalla fue desgarrador. Literalmente. Un pedazo de tela desgarrado justo al lado de la cremallera.

Como hemos visto el dispositivo de marras cumple la función de tapar prendas de vestir que solo incumben a Justino, su servicio de lavandería y algunas damas de su entera confianza. Prendas que estaban a punto de quedar a la vista de personal que no cumplía con ninguno de esos requisitos...

…todos recuerdan como el siempre alegre Justino pasó el resto de la fiesta sentado en un rincón, de donde únicamente se levantó para tomar el transporte de vuelta a casa.  Su curioso comportamiento solo fue emulado en otra ocasión cuando, al presentar los resultados del trimestre, permaneció todo el tiempo en el mismo lugar, con las manos cruzadas sobre los muslos por debajo del cinturón. El tema surgió mientras algunos colegas compartían un café en la pausa vespertina. El más joven tomó la palabra “eso no es nada, ese tipo fue profesor mío y una vez dictó la clase completa de espaldas”.

martes, 23 de agosto de 2016

Pispirispis

Se trata de atrapar seres que habitan una realidad alterna. Demanda movimientos encaminados a capturarlos. Con las manos.  Con los dedos. Pueden ser lentos o rápidos.  Y cuando culmina la cacería, suele celebrarse mediante una exclamación de júbilo.

¿Pokemones? No.  Pispirispis.

Mis escasas habilidades sociales me impiden comentar si las nuevas generaciones aún agarran pispirispis. Solo estoy seguro de algo. Ellos –los jóvenes– al igual que nosotros –los no tan jóvenes– tal vez cacen pispirispis, pero nunca han visto uno.

Porque si bien todos en el algún momento de la vida intentamos capturar algún representante de la susodicha especie, no conozco al primero que haya tenido la dicha de coronar su intento. Tampoco conozco al primero para quien esa situación sea un problema. Es que cazar pispirispis no es un fin en sí mismo. Es más bien un medio.

Los ejemplos ayudan. Caza pispirispis quien está tratando de recordar una palabra o dato. Abre y cierra la mano, mientras mueve los dedos. Cuando la información requerida escapa de algún rincón perdido de su cerebro y se expresa en tono jubiloso la cacería termina. Los pispirispis atrapados escapan y la vida sigue.

No es la única circunstancia. Quien está siendo regañado suele bajar la mirada e iniciar la captura moviendo nerviosamente dedos y manos. Condiciones de edad, género, nivel académico, experiencia o contenido del regaño son irrelevantes. En cambio, requisito fundamental para que asuma el mencionado comportamiento es que el regaño sea justo. Lo imperativo es ser culpable. Y la relación es directa. A mayor culpabilidad más pispirispis atrapados. Triturados. Pulverizados.

Al nemotécnico y al culpable le sumamos el comunicador. Dícese de aquel que en toda conversación, independientemente del tema, interlocutor, horario u tono, caza pispirispis. Agresivamente, en la nariz de su escucha. Tímidamente, con las manos ocultas o abajo. Nerviosamente, si la situación lo amerita. Momentos previos a solicitudes matrimoniales, peticiones de aumento de sueldo, requerimientos para permisos maternales o paternales y revelaciones de bajos resultados académicos al mismo público son situaciones que lo ameritan.

Claro, algunos no requieren entornos especiales.  En cualquier hora, momento o circunstancia realizan los movimientos que, supongo, a estas alturas el lector ya tiene completamente identificados. Fue uno de ellos. Injustamente olvidado por la historia. Ese anónimo personaje creó con su respuesta contundente una especie, una actividad, un recurso comunicacional, una estrategia para ganar tiempo, una terapia para los  nervios. No conocemos nombres, pero sí la conversación.  Algo como esto.

- ¿Qué hace?

-  Aquí cazando pispirispis.

- ¿Y qué es un pispirispi?

- No tengo ni idea, todavía no he cogido ninguno.

jueves, 18 de agosto de 2016

Paternidad para machos

Hay actividades reservadas a hombres musculosos, pechipeludos, valientes y repletos de testosterona. Por ejemplo, cambiar pañales por primera vez. El padre novato tarde o temprano tendrá que hacer su aporte en el constante proceso de reciclaje de su vástago. Un recién nacido duerme, llora, come y todo lo contrario de lo anterior. Esto último se traduce en un consumo desaforado de pañales, que es necesario cambiar. Y te figuró, papá.

Después de cuatro viajes perdidos al closet, trayendo siempre la talla equivocada del gran surtido regalado por los amigos, será seleccionado el adecuado. Entonces vendrá la sesión de instrucciones por parte de la esposa, suegra, madre, hermana o tía.

- Póngalo en el cobertor y suéltele el pañal.

El pequeño cuerpo desaparece entre las manotas del neopadre, que pasa nerviosamente a su hijo de la cuna a la zona de cambios. La desproporción de tamaño hace que el aprendiz de nana se mueva con la delicadeza de un relojero al soltar los broches. A veces es tanta la precisión que el instructor dice cariñosamente, “apúrele hola”.

- Levántelo y saque el pañal.

- ¿Qué que?

- Que lo levante y saque el pañal.

Siempre existe la esperanza de que no sea en serio, pero la mirada del instructor pulveriza esa esperanza.  Muy despacio levanta al pequeño y va sacando... ustedes saben lo que va sacando. Con una destreza envidiable se dobla y arroja el pañal usado a una caneca, una bolsa, o una hoguera lo más lejos posible. Todo terminó.

- Límpielo y póngale el otro.

No, no ha terminado. Y a veces el pequeño caballero o la pequeña dama decide ahorrar el próximo cambio y procede a ensuciar pañales sin pañales, o sea en las manos del padre. Y lo más increíble de todo, es que a este le parece lo más tierno del mundo.

Cuando coloca el último broche, y el padre va a lavarse las manos, quitarse la camisa nueva con su igualmente nuevo “estampado” y bañarse en agua de colonia, la voz de la instructora reitera la condena.

- Esta noche le toca a usted.

Esa vaina es pa` machos.

martes, 16 de agosto de 2016

Esta amilcarada huele mal

La verdadera democracia queda al fondo a la derecha. En ese cuarto que todos debemos visitar por lo menos una vez al día. Aquí no hay diferencias de sexo, estrato, edad, género, nivel educativo, aspecto, piso térmico, profesión u oficio. Las actividades para las que se diseñó la habitación mencionada son aplazables, pero inevitables. Y si las circunstancias lo ameritan, el verbo visitar puede ser una metáfora. El contacto íntimo con la naturaleza, recipientes con nombre de primate hembra o palmípedo, y productos que combinan papelería con fibras vegetales usados por todos en la primera parte de la vida y por algunos en la última son opciones aceptables para esas circunstancias

Lo curioso es que algo tan normal y rutinario es, a la vez, vergonzante. El interés del protagonista es que nadie se entere. Pero el crimen perfecto no existe. Siempre queda un mínimo de evidencia. Los avances en plomería y materiales antiadherentes permiten eliminar el cuerpo del delito sin dejar rastros visibles. El problema es que el ser humano no solo tiene vista. También dispone de olfato.

Quienes pasamos de cierta edad –y venimos de familia grande– recordamos cuando esto no tenía tanto misterio. Se trataba de cerrar una puerta y ya. Hoy en día vivimos una situación que no sé si es por la edad, el cambio generacional, la arquitectura o la obsesión por la higiene de los tiempos modernos. Vale la pena precisar. La explicación podría ser que a medida que pasan los años, ciertas capacidades físicas se agudizan, por lo que vemos, oímos, sentimos u olfateamos (husmeamos, olemos) estímulos que antes no captábamos. Básicamente, los demás sujetos no tienen porque aguantar la fragancia que deja el objeto que produjo el sujeto. El que estaba sentado.

Una segunda posibilidad tiene que ver con que las actuales generaciones son más sensibles, situación que traduce en menos tolerancia a estímulos que, aunque naturales, nadie puede decir que sean agradables. La progresiva reducción del tamaño de los hogares, donde el cuarto que protagoniza esta historia queda cada vez más cerca de otras áreas y cuenta con menos ventilación es la tercera opción.

Todo esto ha derivado en que la rutina diaria tenga un nuevo y obligatorio componente. Detalles como material de lectura, acompañamiento musical, comunicación telefónica, juegos de video, crucigramas o televisión pertenecen al ámbito privado y no vienen al caso. Pero una vez terminado el ritual el protagonista se siente obligado a despejar el área, aromáticamente hablando.

La versión más barata es ventilar. Como a veces esto es imposible por sustracción de materia y disponibilidad de tiempo, otros acuden al fuego purificador. Son muchos los sanitarios que tiene a la mano un kit… por si se va la luz. Sin velas. Sin linternas. Solo cerillas. Entre más grandes mejor. Siempre queda la duda: ¿Será seguro un procedimiento que involucra fuego y gases en un recinto cerrado.

La sociedad de consumo, por supuesto, aprovechó. Múltiples dispositivos se ofrecen para disfrazar, eliminar, erradicar, y combatir las fragancias. Con otras fragancias. El pino, la canela, las flores, los bosques, la selva virgen, la fresa salvaje, los frutos rojos, el paraíso, el te verde y el cupcake de coco. Y la naranja silvestre. 

Es toda una industria encaminada a eliminar la evidencia, dejando huellas evidentes de lo que acaba de pasar.  Porque todos entienden cuando, de repente, el ambiente hogareño se llena de un olor artificial proveniente del cuarto de donde usted acaba de salir… “de lavarme las manos”.

jueves, 11 de agosto de 2016

Crónicas de histerias piramidales

Comenzó cuando Parra llegó con la propuesta. La  noche anterior había sido reclutado por su hermana –la de Parra–. Ella, a su vez, llegó a la tierra prometida por cuenta de una vecina. Y la vecina  gracias a su suegra y así sucesivamente. El asunto es que Parra venía decidido a cumplir su cuota ante la promesa de dinero fácil con una mínima inversión. Y con la misma explicación financiero-matemático-milagrosa regó el virus entre compañeros de oficina que, a su vez. lo repitieron por toda la empresa y sus alrededores.

Pasado un tiempo las esperadas ganancias nunca llegaron. Los estratos económicos de los inversionistas solo variaron un poco –hacia abajo–.  Este caso no tuvo las características dramáticas de otros similares que incluyeron liquidación total o parcial de propiedades, apuestas fallidas con los ahorros de toda una vida o aplazamiento de inversiones largamente planeadas para ganarse esos pesitos adicionales que todavía no han aparecido.

Pero la fiebre piramidal en versión empresarial sí dejó su anecdotario. Parra perdió unos cuantos amigos y muchos saludos. Solo unos pocos escépticos se mantuvieron al margen del negocio. Otro grupo se salvó porque no alcanzó a concretar la transacción antes de que cundiera el pánico. Estos dos últimos conglomerados reiteraron –en el primer caso– y adhirieron a –en el segundo– la advertencia  inicial.  En tono triunfal, por supuesto: “Yo les dije que eso era una pirámide”.

Los comportamientos compulsivos se volvieron rutina, por  ejemplo el de la secretaria y el mensajero que gastaron su plan entero de teléfono y datos consultando el saldo de su invariable cuenta de ahorros. El del usuario entusiasta que alcanzó a redactar la carta de renuncia, a  pasarla y a recuperarla a tiempo gracias a la incompetencia en el manejo de la correspondencia –o al sentido común, nunca se supo– de la secretaria de personal.

La absoluta  ausencia de ganancias se vio compensada por la sobredosis de cuentas, de cuentas alegres.  Cualquier reunión de dos personas para arriba inevitablemente tocaba el tema de los viajes, los muebles, las joyas, las actualizaciones tecnológicas,  los  gustos eternamente aplazados que ahora sí se harían realidad. Comidas en restaurantes inalcanzables, ropa de diseñador original, teléfonos inteligentes de última generación,  educación de la mejor calidad para los hijos o, en el menos ambicioso de los casos, ir de compras sin fijarse en los precios.

Incluso cuando los hechos aplastaron los sueños, hubo quienes nunca perdieron la fe. El hecho que aplica para ellos es que no la han perdido todavía. Aún esperan la multiplicación de los pesos.  Ellos no le hicieron reclamos airados a Parra, ni intentaron obtener información adicional para llegar a la –literal– cima de la pirámide. Ellos no han ido compungidos a confesarle a su pareja el destino incierto de los dineros perdidos porque para ellos, insistimos, esa platica no se perdió,  no se ha perdido… todavía.

Los optimistas, los molestos, los frustrados, los enfurecidos, los resignados, los soñadores, los sobrevivientes. Todos arrastrados por el sueño de la plata fácil. Protagonistas de una histeria colectiva que se hubiera evitado aplicando ese sabio principio de tiempos no tan lejanos,  pero más inteligentes: “de eso tan bueno… no dan tanto”.

martes, 9 de agosto de 2016

La batalla de los arcos

En esos tiempos cancha y calle eran sinónimos, la grama era el pavimento y los equipos se conformaban entre vecinos. Un día los pelados de la cuadra se cansaron de los ladrillos. Su interés en la materia prima de la construcción no tenía fines arquitectónicos ni vandálicos. Era futbolístico, cuatro ladrillos para construir los arcos. Entre partido y partido alguien propuso la idea. Pagar entre todos unos arcos de  madera. Cada uno aportó de acuerdo con sus finanzas familiares. Y se hicieron las canchas

La inauguración oficial del estadio callejero fue un viernes en la noche. Asistencia total. De un lado Flaco, Pelona, Caribonito, Gorilón, Mechudo, Gafas, los Hermanos y Lolo;  enfrentados al Negro, Careyuca, El Enano, Fofo, Pipe, Terciopelo y los Monos.

Pipe tenía dos ventajas. Su hermana y su balón. La primera por bonita y el segundo por marca y calidad. La hermana parecía inalcanzable; pero el esférico sí era invitado permanente a los partidos. En el otro equipo de ese día militaba Gorilón,  desproporcionadamente alto para sus 12 años. Por unanimidad él era el plan B de bodega para los arcos. Él no, su casa. El plan A, como reconocimiento al dinero aportado, estaba en la casa de Pipe.

En medio del juego, mamá Pipe hizo el tradicional llamado a mijito desde la ventana. Los jugadores ya conocían la rutina. Pipe cogía su balón y se iba. El encuentro seguía con el balón del Flaco, menos elegante, aunque sin límite de tiempo. Pero ese día Pipe no solo cogió su balón, sino que agarró las canchas y arrancó para la casa. Gorilón se atravesó dispuesto a hacer valer su derecho de arco. Comenzó la discusión.

La  mamá de Pipe reaccionó, dispuesta a proteger a su "niño". Se plantó en medio de los muchachos y concentró su artillería verbal sobre Gorilón. Pipe no sabía si esconderse o defender a su progenitora. Cierto, era un niño consentido, pero también tenía una imagen frente a sus amigos. Así que tuvo un acto de nobleza interesada. Reconoció el derecho de Gorilón sobre los arcos, porque él también había aportado plata.

Sin embargo, mamá Pipe ya no tenía reversa. “Diga cuánto es y yo le doy la plata, nadie va a humillar a mi niño por unos pesos. ¡Diga!”. Además, la hermana había entrado en escena y Gorilón la amaba en silencio. Permanecía callado porque, dijera lo que dijera, debía tener efecto triple. Derrotar a Pipe, callar a mamá e impresionar positivamente a hermana.

“!A mí hijo lo respeta, señora!”. La mamá de Gorilón no era tan protectora, pero no se iba a quedar mirando desde la ventana mientras agredían verbalmente a su pequeño de 1.70. Con su entrada, la discusión se socializó. Cada interpelación atravesó puertas, ventanas y paredes convocando papás y mamás de Flaco, Pelona, Caribonito, Mechudo, Gafas, Hermano, Lolo, Negro, Careyuca, Enano, Fofos, Terciopelo y Monos.

Como no era mucho lo que se podía decir sobre las canchas, la discusión se amplió a otros temas relacionados con la convivencia. El excesivo volumen de los equipos de sonido. Los carros mal parqueados. Las cuentas del bazar de tres años atrás. Nadie sabe cuanto tiempo duró la pelea pero –más por cansancio que por otra cosa– finalmente un arco salió para la casa de Pipe y otro para la de Gorilón.

Al día siguiente la muchachada se reunió para su partido diario. Los cuatro ladrillos de siempre marcaron los arcos. Los jugadores se redistribuyeron en grupos completamente diferentes a los de la noche anterior y empezó el juego. Nadie volvió a utilizar los arcos de madera. Ah, y ese día Pipe y Gorilón jugaron. En el mismo equipo.

jueves, 4 de agosto de 2016

Tribulaciones de un vecino bien informado

El concepto de buen vecino que maneja el señor Ariza se limita a un ligero movimiento de cejas y un sonido ininteligible cuando se cruza con alguien en las áreas comunes del edificio donde vive. Nombres, apellidos y otros datos de identificación de los habitantes de zonas colindantes forman parte del gran acervo de datos que ni sabe, ni le importan. Sin embargo, muy a su pesar, es el tipo más informado de la intimidad los apartamentos de arriba, abajo, al lado, atrás y transversal.

Cualquier residente de propiedad horizontal sabe que su condición implica compartir sonidos y fragancias con sus vecinos. A veces, por algún inesperado fenómeno arquitectónico, hay uno o varios apartamentos por donde pasan la mayor cantidad posible de estímulos auditivos y aromáticos originados en hogares ajenos. Y en este caso particular, es donde vive el señor Ariza.

Por cuenta del olor del humo se ha enterado de que el vecino del piso de abajo fuma en el baño. Los de arriba no fuman, pero consumen a escala industrial  perfumes, colonias,  lociones y odorizantes. Entretanto, a través de la ventana de la cocina se filtran las evidencias aromáticas de los variados arrebatos culinarios de la familia de enfrente, que van desde el chicharrón frito hasta el exótico y picante curry.

Si las emanaciones insinúan fragmentos del estilo de vida, el sonido revela los detalles. De la vecina, por ejemplo. Ariza –cuya habitación colinda con la sala del apartamento contiguo– sabe que los fines de semana tienen diferentes formas de rematar la noche. La despechada, con rancheras a grito herido; la nostálgica, con baladas y sollozos; la amistosa, con pop y voces femeninas; y la –cómo llamarla–  productiva, donde una voz masculina antecede sonidos no aptos para menores de edad.

Al otro lado, a cualquier hora del día, por motivos que van desde la economía familiar hasta el color de las medias del presidente de la República, la pareja discute. El señor Ariza no entiende como pueden convivir dos personas que parecen estar en desacuerdo en todo. En parte porque es imposible de ignorar, y en parte por una mezcla de curiosidad científica y morbo, él ha contado –en un mes– 28 temas distintos con 56 posiciones diferentes en las garroteras verbales al otro lado de la  pared.

Con ese par se conoce tanto la tesis como la antítesis. Con la del apartamento de atrás no. Solo se conoce la tesis, porque lo que escucha constantemente es la mitad de la  conversación telefónica. La de esa vecina que insiste en usar la voz en detrimento de los sistema de mensajería instantánea. Habla todo el tiempo sobre todos los temas. En una conversación promedio de las 20 que maneja al día, pasa sucesivamente del actor de moda a la receta de cocina a los problemas del carro a los descuentos de temporada a la inversión de los ahorros al nuevo restaurante al pago de impuestos… para rematar –inevitablemente– con un “tenemos que vernos para poder hablar”.

Ariza alguna vez le ha visto la cara a sus vecinos. La pareja del lado anda en plan meloso, cogidos de la mano o abrazados. El vecino de abajo tiene una calcomanía contra el cigarrillo en el carro. La vecina se viste recatadamente y tiene cara de madre superiora. Los de enfrente son delgados y la del apartamento de atrás se caracteriza por su discreción durante las asambleas de propietarios.

Pequeños secretos y contradicciones típicas del ser humano, que tiene una vida pública y otra privada, que es una especie de secreto para los demás. Excepto para el señor Ariza, que todo lo sabe, aunque nada le importa.

martes, 2 de agosto de 2016

Las galletas están en el… ¿qué?


El nieto pertenece a la rama internacional de la familia. Nombre elegante para los que se fueron a otro país a ejercer el verbo rebuscar, cansados de conjugar localmente el verbo aguantar. El representante de la tercera generación anda ahora en la tierra de sus antepasados en el eterno plan del pariente extranjero. Visitas, visitas y más visitas.

Donde hay nieto hay abuelos. O abuela, en este caso. Abuela de las de antes, con canas, arrugas y demás signos evidentes de los años, que suman bastantes. Porque en la  familia de esta historia los hijos crecieron, organizaron sus vidas, se casaron y después se reprodujeron. Esquema opuesto a la tendencia de algunos a reproducirse primero y después hacer todo lo demás. Lo que genera abuelos con pinta de papás. O de hermanos mayores. Pero eso es otra historia.

El original e inspiración de la presente
La abuela recibe al nieto. Como buena abuela, tiene clara la prioridad. Alimentarlo. Así que el muchacho no ha acabado de entrar cuando le disparan la primera propuesta: “Qué se come, mijo”. Viene la respuesta cortés: “Tranquila abuela, no se moleste”. La matrona no se rinde tan fácil; “Pero cómase algo mijo”. El  diagnóstico: “Lo veo como flaco”. La referencia transnacional: “Aproveche que por acá comemos cosas ricas”, y la rendición: “Está  bien abuela, le recibo alguna cosita pero poquito, porque acabo de almorzar”.

La veterana, con dificultades de movilidad derivadas de su sobredosis de años, invita al nieto al autoservicio. Palabras textuales “Tengo unas galletas en el sanitario. Sáquelas”.

Afortunadamente para el perplejo joven, en ese momento suena el teléfono. La abuela atiende la llamada.  Entretanto, toda la literatura científica, los documentales televisivos, artículos de revista de sala de espera e información en línea sobre demencia senil, alzheimer y demás efectos mentales de tercera edad piden pista en el cerebro del visitante.  Desconcertado, asustado y más cosas terminadas en ado, diseña una estrategia.

Apenas la anciana cuelga, comienza a bombardearla con preguntas sobre tíos, primos y demás parientes comunes incluyendo sus propios antepasados. Encantada ante la oportunidad de hablar sobre su tema favorito –la familia- La abuela se explaya y olvida sus ofertas comestibles. El tiempo pasa hasta cuando llegan más visitas. Su tía (la del nieto, o sea una hija de la abuela), con otros parientes.

La coyuntura es aprovechada por el nieto para disparar las alarmas. Apenas puede se lleva a la tía a otro lugar de la casa y en tono confidencial y preocupado le advierte sobre la manía de su abuela. Guardar comida en el baño. Y en el peor sitio posible. No se limita a reseñar el hecho sino que lo analiza. Peligros para  la salud, posibles infecciones, síntomas de comportamientos irracionales y… “oiga tía, de que se ríe”.

La interpelada toma por el brazo al joven y lo lleva al cuarto de la abuela. Señala hacia un rincón donde hay una papelera de diseño innovador. Tiene dos piezas. Un sistema de pedal para abrirla y una forma que evoca el mueble principal del cuarto de baño. Cuando se la regalaron a la abuela para que guardara las golosinas que le gustaba mantener en su cuarto, ella se quedó mirándola y sentenció, en tono divertido, “eso parece un sanitario”.

Y de ahí en adelante y por toda la eternidad ese fue el nombre oficial del recipiente de las galguerìas “El sanitario”.