jueves, 29 de septiembre de 2016

Pedagogía del manotazo

Cuando el señor Rojas notó que la luz del cuarto de Rodrigo estaba prendida pensó que el niño estaba tan cansado que se había olvidado de apagarla, le tenía miedo a la oscuridad o simplemente prefería dormir iluminado.  Pero al ingresar a la habitación vio al pequeño sentado en la silla que, junto a una mesa multiusos, la mesa de noche y la cama conformaban el mobiliario. No decía nada, no se movía y su mirada parecía fija en el lecho que, evidentemente, estaba sin tocar.

Rojas tuvo esa sensación contradictoria de pobre pelao y maldito pelao. Pobre, porque quien sabe qué extraño trauma le impedía conciliar el sueño; y maldito porque, muy a  su pesar, a él y a su familia les tocaba lidiar con ese trauma. Y es que Rodrigo, en su condición de invitado menor de edad, era hijo adoptivo durante un par de días.

Sus padres, especialmente la madre, se lo habían recomendado en todos los tonos posibles. Ese viaje era la primera salida del pequeño sin su familia nuclear. Convencerlos de que dos días en la finca de un compañero de colegio no implicaban ningún peligro mortal implicó un complejo proceso de negociación. Las instrucciones  relacionadas con salud, hábitos y comportamientos de Rodrigo daban para escribir un tratado de pedagogía. Y la dramática escena cuando pasaron a recogerlo pareció más la despedida de un soldado que se iba para la guerra que la de un niño en plan de paseo.

Esta historia ocurrió en los años 80, tiempos bárbaros en lo que no había ni celulares, ni Internet, ni GPS. Si alguien no estaba no había forma de hacerle esa marcación hombre a hombre que caracteriza las familias actuales, cuando el niño no ha terminado de atravesar la puerta y ya le preguntan vía smartphone donde está.

Rodrigo tenía 12 años y, como ya dijimos, era la primera vez que se desprendía del cascarón familiar. Pero la cosa funcionó bien y pronto el pequeño se integró sin problemas en el viaje, la comida y la sesión nocturna de juegos. Finalmente el sueño se impuso y cada uno partió hacia su habitación privada, un valor agregado de la finca.

Y allí estaba Rodrigo, alejado del sueño por quien sabe qué trauma. Rojas, papá de los de antes, solía enfrentar situaciones similares con sus propios hijos mediante la pedagogía del chancletazo. Pero por razones obvias el tratamiento no aplicaba en este caso. Así que intentó un acercamiento verbal con el invitado. Sin que se diera cuenta se convirtió en un largo sermón sobre la vida, las nuevas experiencias, la presencia espiritual de la familia y la subjetividad del concepto soledad. Pero el niño no se movió.

La señora Rojas llegó en plan de refuerzo y lo intentó primero con un tono maternal que alcanzó a ponerse un poco autoritario. Ante el fracaso argumental pasó al soborno con alguna golosina nocturna. Como esto tampoco funcionó planteó una reubicación, logísticamente complicada porque había un cuarto por usuario con espacio para uno. Pero esta  última propuesta fue lo único que generó una reacción en el pequeño.

Así que tocó levantar al hermano mayor, que a esas alturas ya estaba en el quinto sueño. Y fue este adolescente, cuyo concepto de pedagogía era fregarle la vida a su hermano menor quien notó las dos polillas sobre la cama y las espantó con un manotazo. 

Ya libre de los bichos que lo tenían asustado, con ese miedo que por pena, falta de confianza o dignidad  no se podía de reconocer ante extraños, Rodrigo concilió rápidamente el sueño.

Sin necesidad de cambiarlo de cama, por supuesto.

martes, 27 de septiembre de 2016

La llamada que no era

No era la primera vez pero ese día, de verdad, se les iba yendo la mano. Comenzó poco antes de las 7 a.m. y siguió repitiéndose en intervalos que iban de los 10 a los 30 minutos. Hombres y mujeres con sus textos libreteados y fingido interés que invariablemente comenzaban con su saludo y el “¿Hablo con el señor XXXX Vega”.

Vega tenía nombre, por supuesto, pero para efectos de esta historia solo interesa su apellido. Lo que no tenía era empleo. Tampoco clasificaba como consumidor moderno. Eso traduce en que solo compraba lo que necesitaba. Pero ese dato  no formaba  parte de la cultura general de sus enemigos naturales; los vendedores de call center. Esos que parecían haberse puesto de acuerdo para bombardearlo con múltiples y variadas “oportunidades” en la mañana que hoy rememoramos.

Vega figuraba en sabe Dios cuantas bases de datos, de esas que prometían privacidad y terminaban en manos del mejor postor.  Solo bastaba disponer de su nombre y teléfono para lanzar el ataque. El del vendedor que “en reconocimiento por sus excelentes antecedentes” lo “seleccionamos” para “adquirir con grandes facilidades” algún producto o servicio en el cual el interlocutor no tenía el más mínimo interés.

El hombre había ensayado diversos contraataques en su guerra particular contra las ventas telefónicas. La histeria total fue una de las primeras, pero pronto descubrió que esta alborotaba el instinto de la insistencia al otro lado del teléfono. Ante el poco éxito de la guerra abierta, llegó el turno para la diplomacia. A veces agresiva: “¿Y usted porque tiene mi teléfono? 

Hasta cuando descubrió que la meta volante de sus rivales, antes de cerrar la venta (el premio mayor), era mantener la comunicación. Y cualquier pregunta servía para seguir hablando. Lo mismo que cualquier comportamiento parecido a normas de urbanidad o actitud civilizada. Escuchar más allá de la identificación del llamador implicaba una pelea desigual porque el comercializador disponía de todo el arsenal de su libreto, y Vega, básicamente, del “no gracias”, y del “no me interesa”.

Finalmente desarrolló una metodología con éxito relativo. Cortés pero firme. Algo así como: “Muchas gracias por su llamada pero no me interesa ningún tipo de oferta comercial por ahora. Sí, ya sé que no me ha dicho cuál es pero en este momento no me interesa. Yo sé que usted esta haciendo su trabajo así que le deseo mucha suerte con su próximo cliente. Que tenga un feliz día”. Y el día de la sobredosis de llamadas a cada vendedor le iba aplicando una versión cada vez más breve y cortante.

¿Ya les dije que Vega también estaba desempleado? Así que mientras no andaba de round con los call center pasaba hojas de vida. Vía Internet, como se estila ahora. Hasta que su perfil encajó. A lo milagroso. Todo lo que pedían, él lo tenía. Los de la empresa también lo sintieron. Ese tipo era el aspirante perfecto por experiencia, conocimiento, formación, especialización. Solo faltaba contactarlo. 

La secretaria de personal simplemente hizo lo que hacía siempre. Dio su nombre, mencionó la empresa y antes de que pudiera convocar a su interlocutor a una entrevista la reacción fue tan tajante como desconcertante: “Muchas gracias señorita, sé que usted esta haciendo su trabajo pero la verdad no me interesa. Que pase un feliz día”.

Lástima, era el candidato ideal para el puesto.

jueves, 22 de septiembre de 2016

Tests: historietas para nostálgicos y neofitos

Como complemento a la anterior Amilcarada (Cuando los cómics se llamaban historietas) los invito a un ejercicio de memoria. Vamos a dar una serie de nombres. La idea es manejar tres niveles de puntaje. Si no significan nada para usted valen 0. Si le suenan o despiertan algún recuerdo perdido en las profundidades de la mente la cifra es uno y si los identifica inmediatamente con certeza absoluta el guarismo es 2.
1.- La zorra y el cuervo.
2.- Andy Panda.
3.- El Pájaro Loco.
4.- Pablo Morsa.
5.- Las urracas parlanchinas (Tico y Tuco).
6.- La Pequeña Lulú.
7.- Tobi.
8.- Los chicos del oeste.
9.- Glad Consuerte.
10.- Horacio.
11.- Clarabella.
12.- Giro Sintornillos.
 13.- La Abuela Pata.
14.- Arandú.
15.- Toloamba.
16.- Kalimán.
17.- Solín.
18.- Copetín.
19.- El Missuniverso.
20.- Doctor Mortis

Si por lo menos una de sus respuestas estuvo en los dos puntos, usted creció en los tiempos de la historieta. Y si no, permítame presentarle a los protagonistas.


1.- La zorra y el cuervo. La zorra realmente era un zorro. Creo que se llamaba Zorri. Era bondadosa e inocente. El cuervo era pícaro y mentiroso. Adivinen quien intentaba engañar a quien todo el tiempo. Y quien perdía siempre. En esos tiempos ganaban los buenos.
2.- Andy Panda. Personaje de la segunda historia en historietas del Pajaro Loco. Era como Kung Fu Panda pero cuando era chiquito. Usaba pantalones y fumaba (¿o el que fumaba era el papá?). El asunto es que había fumadores en publicaciones para niños.
3.- El Pájaro Loco. Personaje insignia de la competencia de Disney, un señor Walter Lantiz. Tenía su show de televisión donde interactuaba con su autor y de ahí saltó a la historieta.
4.- Pablo Morsa. Personaje secundario y eterno rival (o víctima), tanto en televisión como en historieta de El Pájaro Loco.
5.- Las urracas parlanchinas (Tico y Tuco). Me acuerdo que eran pájaros, que eran negros, y que eran medio locos.



6.- La pequeña Lulú. Niña de barrio gringo y trenzas. Sé que si la busco en Internet voy a encontrar más información, pero estoy haciendo esto de memoria y no tengo conexión.
7.- Tobi. El eterno amigo de Lulú.
8.- Los chicos del oeste. Los niños malos de la pequeña Lulú. Solo hasta cuando crecí entendí que no era que fueran vaqueros o algo parecido, sino que vivían al oeste de la ciudad o del barrio de Lulú.




9.- Glad Consuerte. Primero de una lista de personajes secundarios del mundo Disney, al cual se accedía a través de diversos títulos de cómic, sobre todo los de Tío Rico. Era un primo (otro) que contaba con una suerte excepcional y disputaba con Donald el amor de Daisy.
10.- Horacio. Caballo de finca humanizado que aparecía de vez en cuando en los cómics.
11.- Clarabella. Lo mismo que el anterior pero donde dice caballo ponga vaca. Y páselo todo a género femenino, por favor
12.- Giro Sintornillos. El inventor del mundo Disney. También personaje secundario aunque alcanzó a protagonizar algunas historias. Tenía un ayudante que era una especie de robot con cabeza de bombillo.
13.- La Abuela Pata. Era la anciana de la dinastía de patos (seguimos en Disney). Vivía en una granja. Era la única que Tío Rico trataba como su igual. Como si fueran hermanos, aunque en ese matorral familiar de tíos y sobrinos nunca se supo.



14.- Arandú. EL PRÍNCIPE DE LA SELVA. Así, en tono fuerte y con voz profunda. Especie de mezcla de Tarzán con El Príncipe Valiente en versión latinoamericana que saltó de la radio a la historieta. (Nota: El Príncipe Valiente era otro personaje de cómics. El que lo recuerde anótese dos puntos más en el resultado del test).
15.- Toloamba. El fiel ayudante de Arandú. Negro (o mejor, afro) y fuerte, pero siempre condenado a ser el segundo de a bordo. Por cierto, Arandú era blanco o por lo menos moreno. Nada que hacer, no eran tiempos políticamente correctos.
16.- Kalimán. El hombre increíble sin necesidad de ponerse verde y romper cosas. Otro deportado de la radio. Precursor de los turbantes antes de Piedad Córdoba y poseedor de extraños poderes mentales. También precursor de la autoayuda con su frase “Serenidad y paciencia Solín, mucha paciencia”.
17.- Solín. Al que le pedían serenidad y paciencia. Era de esos niños que nunca crecían y el eterno ayudante de Kalimán.


18.- Copetín. Era un gamín en la época en que así se llamaba a los niños de la calle. Cien por ciento colombiano, se hizo famoso en los periódicos, pero alcanzó a tener revista propia.
19.- El Missuniverso. Uno de los personajes que acompañaban a Copetín. Su nombre, como era de imaginarse era una absoluta ironía. Tanto que en un episodio contaban que los amigos de Copetín cometieron la barbaridad de bañarse en el río Bogota. Todos quedaron mal y enfermos. El Missuniverso mejoró.

20.- Doctor Mortis: No sé si era un personaje o un título genérico para historietas donde contaban historias de terror. ¿Qué por qué no lo sé? Nunca las leía. Me daba miedo.

martes, 20 de septiembre de 2016

Cuando los cómics se llamaban historietas

Pasé una buena parte de mi infancia, juventud, edad adulta y la semana pasada leyendo historietas. Cómics, les dicen ahora. La buena noticia es que cierta biblioteca de Bogotá abrió una sala especializada.  Lo curioso es que tanto la sala como su oferta cultural están rodeados de ese ambiente intelectual, postmoderno, alternativo y demás palabrejas que usan los barbudos de tatuajes y las chicas de pelo multicolor y tatuajes. La decoración, las portadas, incluso la pinta de los bibliotecarios evocan esa industria para niños grandes en la que se han convertido el cómic y sus derivados.

El consumidor actual de literatura gráfica dispone de tiendas sofisticadas, donde se comercializan diferentes modalidades de entretenimiento. Juegos, disfraces, esculturas. Reproducciones tamaño natural de armas y otros artefactos extraídos del mundo de la fantasía. Son negocios pensados para personas con alto poder adquisitivo e ínfulas de especialista que construyen sofisticadas colecciones, mantienen el producto en su empaque original, hablan de tendencias y autores… y miran feo a Condorito.

El pajarraco de Pelotillehue es el único sobreviviente de los tiempos de mi infancia, cuando el asunto era radicalmente diferente. Las historietas formaban parte de la canasta familiar. Compartían mostrador y góndola con productos de uso diario en supermercados, tiendas y ventas informales. Competían en precio con gaseosas, empanadas, papas de paquete y demás gastos de niño… porque eran para niños.

El usuario de historietas las compraba y las leía desde la portada a la última página donde estaban los avisos de Charles Atlas y los cursos por correspondencia.  Pero la vida útil de la publicación no terminaba ahí. Existía un mercado secundario enorme. Eran intercambiables. Con los amigos, con los compañeros de colegio, con los vecinos. Algún día alguna persona convirtió ese intercambio en negocio. En negocio de barrio. Por el pago de una pequeña cuota –cuyo valor era mucho menor que el de una historieta nueva– se podía revisar una abundante existencia de publicaciones de segunda mano y cambiarla por la que uno llevara. Y por otra suma igualmente módica uno podía pasar tardes enteras leyendo las existencias del negocio. Algunos mutaron definitivamente a esta modalidad y empastaron en gruesos tomos la colección disponible.

Otra opción era la sección de revistas de los supermercados, adonde se podía hacer la escala cultural mientras mamá hacía mercado. Hasta que pusieron el letrero de “Favor no leer revistas”. Funcionó. Todos leían el letrero antes de leer las historietas.

Dicen los que conocen la historia que la extinción de este mundo feliz comenzó con una decisión estatal que subió los costos de producción. Durante un tiempo los impresores contraatacaron reduciendo a  la mitad el tamaño de las publicaciones, pero finalmente perdieron la batalla. Condorito sobrevivió porque pertenecía a otra categoría.

Y al mismo tiempo surgían nuevas opciones de entretenimiento como los  juegos de videos. La televisión se volvió a color y el cine invadió los hogares vía betamax y VHS.  Si se suman todos esos elementos a la desaparición de la materia prima, es fácil entender porque los negocios de intercambio y alquiler desaparecieron.

Es por eso que hoy en día la gente conoce los personajes de cómic porque salen en el cine y en la televisión. En cambio los personajes de historietas eran famosos y conocidos porque salían en las… historietas.

jueves, 15 de septiembre de 2016

Colabóreme ¿Sí?

La economía colaborativa está de moda. Pedir apoyo para una idea, un emprendimiento o una actividad diaria que si se hace en grupo puede ser menos costosa. La novedad es que como hoy existe Internet, dicho apoyo no se le pide a los amigos, conocidos, vecinos o parientes. Se le pide al mundo entero. Y parece que el asunto funciona.

La  idea no es mala, pero se descacharon con el nombre. Por  lo menos en Colombia. Porque colaborar, en este país, tiene connotación negativa. Mala fama. No es culpa del concepto. Es culpa de los usos que se le dan a la palabra por estos lares.

Cuando alguien nos habla de colaboración, el asunto huele mal. En escenarios familiares, laborales y comunitarios, colaboración voluntaria es igual a cuota obligatoria. Generalmente alta e imposible de evadir. Nuestro menguado salario termina financiando el regalo de ese jefe que nos explota. La torta para el cumpleaños del inepto que hizo fracasar el proyecto. El asadero del edificio que jamás vamos a usar. La fiesta de la abuela a la que no vamos a asistir.

Una colaboración es lo que pide el mendigo malencarado con un palo lleno de clavos oxidados que nos intercepta en un sitio solitario. O los estudiantes que, cuando estamos con esa chica con la que nos interesa quedar bien, ponen cara de ponqué y en un tono entre altanero y rogativo disparan: “¿Amigo, me colabora para completar lo del bus?”.

Colabóreme es un código utilizado por el conductor que acaba de ser atrapado en alguna infracción de tránsito. Esa colaboración no es para pagar la multa en los términos y montos que establece la Ley. Es para manejar una tarifa diferente que no se cancela en las instalaciones de tránsito, sino directamente en el sitio de la infracción. El colabóreme, además, es lo suficientemente ambiguo para evitar complicaciones con aquellas autoridades que sí cumplen con su deber. Para decirlo sin eufemismos, es un eufemismo para ver si el agente de turno es sobornable.

En caso de extremo optimismo, también busca que la autoridad competente se olvide del hecho ocurrido. Aplica para la sexy conductora que acaba de pasarse un semáforo en rojo, la madre con tres hijos llorones mal parqueada, la viejita de aspecto inocente y tierno que acaba de hacer un giro prohibido al estilo kamikaze o el caballero que va tarde para la presentación de su hija de cinco años. Todos ellos cuentan su historia, ponen cara de yo no fui y mientras el agente llena su libreta sueltan la rogativa: Colabóreme, ¿sí?”

Es la misma que utilizan los que se cuelan en las filas cuando alguien les reclama su descaro. Los que llegan con 20 paquetes a la caja rápida donde solo reciben 10 en el supermercado. Los que tratan de adelantar un trámite, cualquier trámite, sin tener todos los papeles o cumplir todos los requisitos.

A esos, el encargado tiene que decirles que no. Que hay que presentar la cédula, no el carnet del colegio. Que son tres testigos, no uno. Que los papeles se reciben en la mañana y por la tarde se entregan las respuestas. Que se atiende en orden de llegada. Y que ciertas  restricciones pueden ser discutibles, pero son las que hay y además, están claramente especificadas en internet, en los manuales, en las normas, y en letreros gigantes ubicados en todas partes.

Pero “esos” no se rinden. Pone la cara que sabemos y suelta la expresión mágica que se supone los convierte en ese ser superior para quién no rigen las disposiciones que aplican para los demás mortales. “Colabóreme, ¿qué le cuesta?”

martes, 13 de septiembre de 2016

Nadie sabe para quien trabaja

A estas alturas del partido Pérez no sabe por qué lo hizo. Pudo ser problemas familiares, el pobre desempeño de su equipo de fútbol, las gestiones laborales inútiles, el notorio desbalance entre ingresos y gastos o el deprimente clima de la ciudad, gris y lluvioso. 

Ni siquiera es su estilo. El tipo odia involucrarse. Sus 10 mandamientos empiezan con viva y deje vivir. No se meta en lo que no le importa. Evite cualquier contacto o relación con los demás que no sea indispensable. Si no lo llaman, no vaya. Si lo llaman y es evadible, evada. Y así sucesivamente hasta completar la decena.

Pérez es usuario permanente de los sistemas de transporte masivo. Los que cuentan con paraderos fijos, tarjetas inteligentes, buses grandes, rutas integradas y rebuscadores en cantidades industriales. Funcionan con automotores donde hay un conductor, muchos pasajeros y muchísimos vendedores, mendigos y artistas. 

Esta última categoría abunda en expresiones musicales. Desde voces privilegiadas e intérpretes virtuosos hasta venganzas acústicas que torturan a los indefensos pasajeros. Más de uno daría gustosamente la colaboración solicitada con tal de que el seudoartista de turno se callara.

Ese día, por cierto, hubo relevos. Se bajó el de los esferos y se subió el del maní que dio paso al rapero y luego al ciego de las rancheras y después los argentinos destemplados y después el de los certificados médicos y después el que se subía la camisa para mostrar la reciente operación y después el vallenato de la guacharaca…  y ese fue.

El hombre acababa de terminar su interpretación y estaba a punto de iniciar el recorrido de los cobros cuando Pérez estalló. Dijo en voz alta lo que muchos piensan. Voz bastante alta. Palabras más, palabras menos, lo que gritó en tono desesperado fue lo siguiente: “No le den plata. Si les siguen dando plata esto nunca va a parar.  Nosotros no tenemos la culpa de lo que le está pasando a este tipo. No tenemos por qué pagar sus problemas. No le den plata”.

El discurso fue corto y contundente. El vallenato quedó tan desconcertado como el resto del bus y como justo en ese instante el vehículo se detuvo y Pérez se bajó, no hubo tiempo para reacciones. De momento. Porque semanas después, un día cualquiera, en un paradero cualquiera, Pérez sintió que lo observaban. Al voltear vio un grupo de artistas de bus, entre los cuales reconoció, por supuesto, al vallenato de la historia.

Trató de despachar el asunto fingiendo desinterés, pero pronto se dio cuenta que él era  el centro de atención.  Asustado ante la inminente represalia, buscó inútilmente alguna autoridad o salida.  Y la cosa se complicó definitivamente cuando notó que se le acercaban. Solo le quedaba rezar para que las puertas se abrieran con el fin de intentar alguna fuga desesperada. Pero la actitud de sus potenciales agresores no parecía agresiva. Cuando el vallenato habló, entendió por qué.

“¡Oye, quería darte las gracias. Nunca había recogido tanta plata como ese día. ¿Habrá alguna forma de que repitas el show conmigo o con mis colegas?  Te damos comisión, no te  preocupes”.

Comprobado, nadie sabe para quien trabaja.

jueves, 8 de septiembre de 2016

El misterio del piloto y la modelo

La mujer es, sencillamente, espectacular. Actriz o modelo, a veces famosa, otras desconocida, pero siempre visualmente impactante. Se viste como si estuviera en una pasarela en Milán. Su vestido es generalmente escotado, con telas sueltas y vaporosas que se mueven sensualmente impulsadas por el viento. Por el viento o por el ventilador invisible, porque, bajo techo o al aire libre, el vestido jamás deja de agitarse.

El caballero reúne condiciones similares en aspecto externo y notoriedad. Si no es alguna celebridad, ha sido cuidadosamente seleccionado. Quijada firme, barba incipiente cuidadosamente descuidada, cabello imposible de despeinar y, lo más importante, carro último modelo. El elemento transporte es infaltable. Admite variantes como moto de alto cilindraje, lancha a motor, avión privado, planeador de ala delta y creo que alguna vez hubo un paracaídas. 

El sujeto, preferiblemente de esmoquin, utiliza su vehículo para movilizarse a grandes velocidades nadie sabe para donde. El esmoquin puede acompañar cualquiera de las opciones mencionadas. Sí, el paracaídas también. A lo James. James Bond, se entiende

Para describir el ambiente es más fácil en negativo. No es una venta de hamburguesas. No es un transporte público. No es un restaurante de almuerzo corriente. No es una fiesta de 15 años en salón alquilado. No es una tienda de barrio. No es una oficina de 8 a 5. No es una fila en una entidad pública. No es ningún lugar de esos donde usted y yo pasamos nuestros días, los rutinarios y los especiales. 

No. Es una especie de coctel estrato 15 que nunca se acaba. Es una playa donde los usuarios no usan chingue sino traje de etiqueta y vestido largo. Es una ciudad donde no se ven ni la Torre Eiffel ni el Arco del Triunfo, pero los que nunca hemos ido allá inmediatamente la identificamos como Paris.

Ya tenemos protagonistas, vestuario, locaciones y utilería. Falta el argumento. El tipo anda en su carro, lancha, moto, ala delta o paracaídas poniendo cara de interesante. Entretanto, la dama corre por escaleras, calles, en medio de la fiesta con una sonrisa pícara especialmente trabajada para que se vea sofisticada.

Como nunca hablan, el único código auditivo que refuerza el mensaje es una canción que suena a francés. La historia termina cuando ella le dedica al tipo su sonrisa antes de atravesar la puerta. Ignoramos dónde es el encuentro, pero parece ser una casa muy elegante y es condición sine qua non que haya una puerta. Porque en caso contrario, ¿cómo haría él para seguirla a través de la puerta?

Lo que pasa después nunca se sabe. Ese es el momento en que bajan las luces, se muestra otra cosa o aparece un nombre mientras la imagen de fondo pierde foco. Claro que entender lo que están insinuando tampoco es tan difícil. Entonces es cuando tratamos de ponerle lógica al asunto. Suponemos que el tipo es un piloto de pruebas al servicio de una organización poco exigente en materia de elementos de protección personal y ropa de trabajo. Y que ella es una modelo de pasarela fugitiva, que se robó el último vestido que modeló, directamente desde la pasarela.

Por qué y cómo terminaron encontrándose, es una enorme misterio.

Pero ese primer enigma es un juego de niños  comparado con  la  pregunta que me hago siempre que veo comerciales  de este tipo. ¿Qué tiene que ver toda esa parafernalia con el perfume que están tratando de vender?

martes, 6 de septiembre de 2016

Cupido con caparazón

Kimo Sabi –nombre tomado de la televisión– es un sobreviviente. Sobrevivió a una recolección que lo arrancó de su hábitat natural cuando apenas era un bebé. Como en su infancia no había ecologistas ni animalistas para defenderlo, se estilaba instalar en la calle un acuario repleto de representantes de su especie, recién salidos del huevo, para venderlos a precio de ídem. El papá de Toñito consideró que era un buen regalo para su hijo y un día se apareció con la tortuguita.

El pequeño quedó encantado con su nuevo juguete e intentó criarlo con restos de lechuga. Un día la puso a nadar en una ponchera cuando se distrajo en algo. Al regresar encontró a Kimo Sabi patas arriba flotando en su “piscina”. Vino la histeria, los intentos fallidos de resucitación y la decisión de darle un entierro digno en el parque que quedaba justo frente la casa. Allí fue donde conoció a Elsy, la vecina curiosa que se acercó cuando el pequeño llorón iba a sepultar a su efímera mascota.

Con la emoción de la nueva amiga, a Toñito se le olvidó enterrar a Kimo Sabi. Solo supo de ella años más tarde, cuando una versión un poco más grande apareció detrás de unas matas. De alguna forma el reptil había sobrevivido y creado su propio ecosistema. Así, periódicamente, una versión cada vez más grande de la tortuga se materializaba por un tiempo y luego se refugiaba en algún recoveco que nunca nadie pudo encontrar.

Entretanto, Elsita y Toñito evolucionaron a Elsy y Toño, cómplices de vida de barrio. De jugar golosa pasaron a las escondidas, de las escondidas a idas a cine en patota, del cine a las fiestas de barrio. Pero el parche de amigos se fue disolviendo en la medida en que unos se mudaban y otros, como ellos, armaban su propia historia. De la vida compartida pasaron al saludo, cada vez más espaciado y menos efusivo. Hasta cuando los vecinos organizaron una fiesta de cuadra.

Elsa y Antonio convocaron sus respectivas parejas. Pero la del él nunca llegó. Problema que el caballero encaró a lo macho. Bebiendo. Entretanto, como la relación de Elsa con su novio tampoco estaba en su mejor momento, el tipo le hizo una escena y la abandonó en plena rumba. Ella, desconsolada, terminó caminando sola por el parque. Allí escuchó el ruido a sus espaldas. Al voltear vio a Antonio de rodillas, con los ojos cruzados de lágrimas. Las palabras no fueron necesarias. Ella entendió que ese había sido y sería, por siempre, el hombre de su vida.

Muchas veces Don Antonio ha pensado en contarle a Doña Elsa lo que realmente pasó. Él estaba tan borracho que salió a tomar aire. No supo cómo terminó en el parque pero pronto decidió que no era buena idea andar por ahí a esas horas. Y si no era buena idea para él menos para la vecina. Así que se le acercó sin ninguna intención diferente de sugerirle que volvieran a la fiesta cuando tropezó. Cayó sobre sus rodillas en una posición particularmente dolorosa. Tanto que se le aguaron los ojos. Lo cual, sumado a la lengua trabada por efectos del alcohol le impidió hablar.

No encontró otra forma de pedir ayuda para levantarse que poner cara de súplica. En ese momento no entendió por qué ella lo miró así, le ayudó a ponerse de pie y lo besó. Pero algo comenzó esa noche. Cuatro hijos, nueve nietos y seis bisnietos lo confirman. 

Por cierto, esa fue una de las cada vez más esporádicas apariciones de Kimo Sabi. La tortuga había crecido lo suficiente para que un borracho cayera al piso si se estrellaba con ella. Como le pasó a don Antonio. Cupido también puede usar caparazón.

jueves, 1 de septiembre de 2016

Y pasamos de 10.000 visitas

Muchas gracias a todos los que le han robado un par de minutos a su vida para pasarse por acá. Por mi parte, solo espero  haber hecho algún aporte al departamento de sonrisas. risas, carcajadas y similares.





Manual para sobrevivirle al jefe

Barragán fue un hombre feliz durante muchos años, hasta que empezó a trabajar en lo que le tocaba, no en lo que quería. Lo raro es que el hombre se las había ingeniado para hacer lo contrario durante años. Paso largo tiempo saltando de ubicación en ubicación laboral, respaldado por una inexplicable buena suerte y conocidos ubicados en algún punto entre solidarios, comprensivos y alcahuetas.

Pero un día la suerte se acabó, los conocidos desaparecieron o cambiaron de actitud y el hombre tuvo su aterrizaje forzoso en el mundo real. Así como fue una especie de pionero en ese mundo feliz de quien solo hace lo que desea (milenials, dicen ahora), y le pagan, también le tocó ser el proyecto piloto de lo que posiblemente pase dentro de algunos años (¿milenials viejos?). Cuando la vida le muestre a los innovadores incomprendidos de hoy que son buenos, pero no tanto. Cuando la empresa de turno haga cuentas y empiece a recortar. Como recortaron a Barragán que, en un par de años, evolucionó, de desempleado con aspiraciones, a desempleado de esos que se le miden a lo que sea, por el sueldo que sea.

No le fue tan mal. Consiguió un trabajo relacionado con su profesión. La paga era mala y demorada, las instalaciones inadecuadas, los horarios irracionales y las políticas empresariales incomprensibles. Situaciones que en otros tiempos hubieran generado renuncias en automático. Bien dicho, eran otros tiempos. Ahora solo quedaba lo que los expertos llaman resiliencia y todos los demás aguantarse.

Sorpresivamente, no resultó tan difícil.  Uno a uno todos los factores negativos pasaron a ser una rutina con la que se podría convivir. Bueno, casi todos, porque había un inaguantable. Y a cargo. El jefe directo. El que daba órdenes irracionales, incoherentes e inoportunas. El que tenía una idea por la mañana, otra por la tarde y otra por la noche. El que pedía imposibles de beneficios discutibles y no aceptaba argumentos. Él pedía los imposibles y a los subalternos les tocaba lo más difícil: hacerlos.

Lo poco que le quedaba de espíritu libre a Barragán llevaba del bulto. El viejo chiste pasó a ser la amarga realidad del día a día. Hay tres formas de hacer las cosas, la correcta, la incorrecta y la que diga el jefe. El consuelo fue descubrir que él no era el único aburrido, traumatizado, estresado y poseedor de demás síntomas de felicidad laboral. Pero lo extraño fue encontrar una minoría, esa sí, realmente feliz. Barragán detectó un reducido grupo de lo que ahora llaman colaboradores  -antes eran subalternos y empleados – que pese a laborar en la misma empresa, tener el mismo jefe y compartir rutinas,  no parecían afectados por la actitud dictatorial del superior inmediato.

Tuvo que observarlos durante varias semanas para aprender el truco.  Era ridículamente sencillo. El jefe tenía tantas ideas que olvidaba el 90 por ciento de las que proponía. Pero existía una forma de garantizar lo contrario. Consistía en criticar, cuestionar o simplemente preguntar. Si el subalterno actuaba de esa manera, automáticamente la petición pasaba a obsesión personal del líder.

Así que cada vez que recibe una instrucción de esas que son imposibles de llevar a cabo, que carecen de lógica, que van en contravía de órdenes anteriores, cuya utilidad real no se ve por ninguna parte, Barragán dice que sí. Pero no hace nada a menos que la autoridad insista, lo que ocurre más o menos una vez por cada 10. A veces. 

Desde que empezó a vivir así, Barragán volvió a ser un hombre feliz.  Resiliencia, dirían los expertos.