Cuando el señor Rojas notó que la luz del cuarto de Rodrigo
estaba prendida pensó que el niño estaba tan cansado que se había olvidado de
apagarla, le tenía miedo a la oscuridad o simplemente prefería dormir
iluminado. Pero al ingresar a la
habitación vio al pequeño sentado en la silla que, junto a una mesa
multiusos, la mesa de noche y la cama
conformaban el mobiliario. No decía nada, no se movía y su mirada parecía fija
en el lecho que, evidentemente, estaba sin tocar.
Rojas tuvo esa sensación contradictoria de pobre pelao y
maldito pelao. Pobre, porque quien sabe qué extraño trauma le impedía conciliar
el sueño; y maldito porque, muy a su
pesar, a él y a su familia les tocaba lidiar con ese trauma. Y es que Rodrigo,
en su condición de invitado menor de edad, era hijo adoptivo durante un par de
días.
Sus padres, especialmente la madre, se lo habían recomendado
en todos los tonos posibles. Ese viaje era la primera salida del pequeño sin su
familia nuclear. Convencerlos de que dos días en la finca de un compañero de
colegio no implicaban ningún peligro mortal implicó un complejo proceso de
negociación. Las instrucciones relacionadas con salud, hábitos y
comportamientos de Rodrigo daban para escribir un tratado de pedagogía. Y la
dramática escena cuando pasaron a recogerlo pareció más la despedida de un
soldado que se iba para la guerra que la de un niño en plan de paseo.
Esta historia ocurrió en los años 80, tiempos bárbaros en lo
que no había ni celulares, ni Internet, ni GPS. Si alguien no estaba no había
forma de hacerle esa marcación hombre a hombre que caracteriza las familias
actuales, cuando el niño no ha terminado de atravesar la puerta y ya le
preguntan vía smartphone donde está.
Rodrigo tenía 12 años y, como ya dijimos, era la primera vez
que se desprendía del cascarón familiar. Pero la cosa funcionó bien y pronto el
pequeño se integró sin problemas en el viaje, la comida y la sesión nocturna de
juegos. Finalmente el sueño se impuso y cada uno partió hacia su habitación
privada, un valor agregado de la finca.
Y allí estaba Rodrigo, alejado del sueño por quien
sabe qué trauma. Rojas, papá de los de antes, solía enfrentar situaciones
similares con sus propios hijos mediante la pedagogía del chancletazo. Pero por
razones obvias el tratamiento no aplicaba en este caso. Así que intentó un
acercamiento verbal con el invitado. Sin que se diera cuenta se convirtió en un
largo sermón sobre la vida, las nuevas experiencias, la presencia espiritual de
la familia y la subjetividad del concepto soledad. Pero el niño no se movió.
La señora Rojas llegó en plan de refuerzo y lo intentó
primero con un tono maternal que alcanzó a ponerse un poco autoritario. Ante el
fracaso argumental pasó al soborno con alguna golosina nocturna. Como esto
tampoco funcionó planteó una reubicación, logísticamente complicada porque
había un cuarto por usuario con espacio para uno. Pero esta última propuesta fue lo único que generó una
reacción en el pequeño.
Así que tocó levantar al hermano mayor, que a esas alturas
ya estaba en el quinto sueño. Y fue este adolescente, cuyo concepto de
pedagogía era fregarle la vida a su hermano menor quien notó las dos polillas
sobre la cama y las espantó con un manotazo.
Ya libre de los bichos que lo
tenían asustado, con ese miedo que por pena, falta de confianza o dignidad no se podía de reconocer ante extraños, Rodrigo
concilió rápidamente el sueño.
Sin necesidad de cambiarlo de cama, por supuesto.