jueves, 27 de octubre de 2016

Un tipo feliz y desconectado

Sánchez usa un teléfono bruto –léase flecha– para comunicarse. Carece de redes sociales y jamás ha tenido un sistema de video doméstico. Oye música en un viejo transistor portátil que lo acompaña desde hace años. Lo más curioso de todo es que el hombre parece un tipo feliz. Ah, y un pequeño detalle. No tiene televisor. 

Sánchez –­hoy jubilado– ocupa su tiempo libre en largas horas de lectura; cine en sala con crispetas y gaseosa; visitas y encuentros con viejos amigos. Ese tranquilo sujeto poco se relaciona con su versión de años atrás. Joven y ambicioso, al conseguir su primer empleo dejó la casa paterna. Aterrizó en un apartaestudio que dotó con una mezcla de donaciones, herencia e inversión. Así se hizo de cama, nevera, sillas y mesa (plásticas); y unos anaqueles metálicos que se convirtieron en estantería  multiusos.

Ahí vino el primer choque. Se acabó la plata para dotación. Ese primer sueldo no era ninguna maravilla, y Sánchez empezó a darse cuenta de que elementos de uso diario como papel higiénico,  jabón, crema dental, y, sobre todo, comida, no se materializaban mágicamente en los estantes, cajones y nevera. Había que comprarlos. Y pagar cuentas. Y arriendo. En ese contexto lo que no había era plata para comprar un televisor.

Cotizó múltiples modelos y marcas, todos lejos de su capacidad de pago. Pasó por negocios especializados, almacenes de cadena y casas de empeño hasta llegar al primo. Ese que tenía un viejo televisor sin usar y la disposición de venderlo por un costo mínimo. Un costo mínimo plenamente justificado. Era un aparato pequeño, con imagen a blanco y negro, y, por supuesto, nada ligeramente parecido a un control remoto.

Pero como peor es nada, el primo consiguió cliente y Sánchez televisor. Primera lección, una cosa es tener televisor y otra tener televisión. El aparato prendía, pero no sintonizaba por aquello de la antena. En muchos edificios existen antenas comunitarias. Donde Sánchez vivía no.

Son los años 80 del siglo pasado. La televisión por cable apenas está comenzando y es un lujo. Existen tres canales públicos cuyos equipos de emisión quedan en distintos cerros. Una antena en el techo puede cogerlos simultáneamente, una antena portátil requiere orientación diferente para cada canal. 

Sánchez hizo pruebas de ubicación hasta encontrar un sitio con una señal relativamente decente. El entrepaño superior de la estantería. La antena tuvo que reforzarse con gancho metálico de ropa. Manipular el aparato era fácil. Se acercaba una silla a la estantería donde Sánchez se subía con el fin de alcanzar el receptor. Para encender, apagar, modificar volumen o ajustar la calidad solo era mover la perilla respectiva. Para sintonizar un canal se giraba la perilla y se movía el televisor, se giraba la antena y se torcía el gancho hasta lograr una imagen… aceptable.

El hombre se aguantó un par de días en este plan hasta pasar a las medidas drásticas. Primero, se casó oficialmente con un solo canal. Segundo, consiguió una extensión con interruptor que permitía cortar la corriente a voluntad. Cuadró el volumen a un nivel aceptable. Se dispuso a disfrutar de la tecnología del siglo 20 cuando se enredó en el cable y jaló el televisor, el cual cayó desde la parte de arriba de la estantería.

Y mientras veía la carcasa inútil y los pedazos de pantalla regados por el piso, Sánchez entendió sus opciones. Pasarse el reto de su vida buscando soluciones tecnológicas o desconectarse de lo que no fuera absolutamente necesario. Escogió. Hoy es un tipo feliz.

martes, 25 de octubre de 2016

La comida pasa al tablero

Para que yo exista solo se requieren unos marcadores borrables. Y alguien con letra aceptable. Puede ser mesero, cocinero, pariente, propietario o administrador. Vale combinar. Una buena ortografía es deseable pero no obligatoria. El cliente sabe que la “abichuela”, la “aullama” y la “enzalada” son iguales a la habichuela, la auyama y la ensalada. Se ven igual, saben a lo mismo y, lo más importante, cuestan igual.

Puedo estar colgado de una puntilla en la fachada. O invadiendo el poste de enfrente. O atravesado en medio del andén en algún soporte ingenioso diseñado por mis propietarios. Cuando no invado el espacio público paso las noches en un rincón al lado de la cocina. Me renuevan dos veces al día. A veces tres. En la mañana, temprano, me llenan de caldo con costilla, huevos al gusto, café, chocolate, tamal y combinaciones por un precio módico que se actualiza más o menos cada seis meses.

Mi momento estelar es poco antes del mediodía. Primero hay que borrar –casi nunca con borrador, más bien con trapo de cocina–. Entonces comienza el llenado con la lista de las carnes. Pollo, carne y lo demás. Las dos sopas del día, los principios (frijoles y otros dos), y el jugo ocupan mi superficie, terminando en el precio. A veces incluyo los infaltables  (papa, arroz, plátano y ensalada) según el espacio disponible.

Clasifico para la tercera edición cuando ofrezco servicio de comida. O cuando en las tardes pongo a disposición de mi hambrienta clientela papa rellena, empanada, buñuelo, pandebono –con o sin bocadillo–  pastel de hojaldre o algún otro alimento ligero, dietético y saludable.

Tengo lo que llaman una familia extensa. En todos los estratos. Mis primos de estrato 6 son los menús –o cartas– de los restaurantes elegantes. Publicaciones con tremenda portada, hermoso diseño, color, fotos y muchísimas páginas. A medida que  los precios bajan la presencia del menú también, hasta llegar a la fotocopia del restaurante del chino de la esquina. En el medio está la hoja plastificada y la elegante carpeta con páginas intercambiables que le ahorran al negocio nuevas portadas cuando se modifica el menú.

Otros parientes son los avisos ubicados sobre la cabeza del despachador en restaurantes de lo que llaman comida rápida. Con la foto que jamás se parece a la comida real, el nombre rimbombante y, por supuesto, el precio.

El primo desechable es la cartulina que normalmente contiene la misma información que yo, pero al terminar el día termina también su vida útil. La versión de larga vida son siete carteleras diferentes, una para cada día de la semana, que rotan constantemente hasta que haya cambios dramáticos en el menú, o el papel ya no dé más.

Dicen –a mí no me consta– que a la familia han llegado versiones de alta tecnología. Que la gente se conecta en sus dispositivos móviles para ver la oferta del día, y hacer la petición respectiva sin intervención directa del ser humano. Allá ellos. Yo seguiré trabajando para los que no tienen la tecnología, el tiempo, el estómago o la disposición mental o la plata para restaurantes elegantes, de cadena o, como dicen ahora, de autor.

Soy un guerrero. Trabajo para un negocio de combate. Soy la vitrina del menú del día.  Le anuncio al mundo el ejecutivo, el corriente y el especial. Soy un tablero de restaurante.

jueves, 20 de octubre de 2016

Cuestión de garra

En grandes ciudades existen personajes como González. Eficiente oficinista y abogado en potencia, pasaba 15 de las 24 horas del día fuera de su casa. Dos en un bus (una de ida y otra de vuelta) ocho en la oficina y cuatro en la facultad nocturna de derecho.

La hora que falta en la cuenta es el momento culminante de la jornada diaria. El almuerzo. 60 minutos destinados al pequeño placer del menú ejecutivo. Como en la variedad está el gusto, González tenía diseñado un cronograma que le permitía cambiar de restaurante diariamente, sin repetir plato en la respectiva quincena.

El momento supremo venía el jueves de la segunda semana, cuando en el negocio del paisa preparaban los fríjoles con pezuña. Su obsesión por las extremidades del marrano venía de la infancia y El Paisa siempre le reservaba un buen pedazo de “garra”.

Pero el colesterol no perdona, y un día la sentencia vino a manera de recomendación médica. Si quería un corazón útil, había llegado el momento de cambiar la dieta. Y entre los hábitos que pasaron a prohibición, los fríjoles con pezuña figuraban de primeros en la lista.

González era buena muela, pero estaba interesado en llegar a viejo. Así que consideró un deber con su estómago despedir el plato paisa con altura, programando, para ese jueves, la frijolada final.

Ahora; como buen oficinista, nuestro héroe de colesterol alto nunca almorzaba solo, sino con sus compañeros. Y de vez en cuando - ese jueves, por ejemplo - se adhería al grupo Myriam, secretaria de gerencia, y amor platónico de González.

Myriam, obsesionada con su figura, casi no comía. Pero al ver los fríjoles se antojó, aunque de entrada advirtió que no era capaz de despachar un plato ella sola.

González vio su oportunidad de oro para ganar méritos y se ofreció a ceder parte de su ración - la cual, como pueden imaginarse, era enorme -. Instruyó al mesero, quien trajo dos platos en vez de uno. Y este, sin prestar mayor atención, sirvió el recipiente donde estaba la pezuña en el puesto de Myriam.

González, deseoso de impresionar a su amada, fue incapaz de pedir cambio. Pero la esperanza renació cuando la secretaria arrasó los frijoles sin tocar la extremidad de marrano. Al terminar, miró a González y le preguntó, mientras señalaba la provocativa pezuña.

“¿Será que llamas al mesero y le pides que me empaque esto? A mi novio le fascina”.

martes, 18 de octubre de 2016

Recesos

Manrique es doctor de verdad, no médico con otro nombre o burócrata sobrecalificado. Se pasó muchos años comiendo libro hasta que una prestigiosa –en serio – institución educativa le colgó un Ph D a su hoja de vida. Con semejante bagaje académico encaró el mundo laboral. Y, como era de esperarse, lo contrataron…  para dictar cursos.

La especialidad de Manrique no nos interesa, solo digamos que es multidisciplinaría. Con unos leves ajustes aplica (entre otros) para monjas de clausura, militares alejados del campo de batalla, oficinistas proactivos y de los otros, educadores interesados en sumar puntos para su escala salarial, reinas de belleza en plan de superación, profesionales varios, operadores bilingües de call center y operadores de maquinaria pesada. El problema del conferencista no es adaptar su discurso. El hombre es pragmático y se adapta a lo que venga. Pero no ha podido con los recesos.

Durante jornadas que superan las dos horas de duración llega un momento en el cual  hay que dejar de verse la cara. Es una cuestión de higiene mental, de cansancio físico. A a veces de hambre. Viene a ser lo mismo que el recreo de los tiempos escolares.

Parece el más sencillo de los conceptos. Interrumpir la actividad y tomarse un descanso de 15 minutos. O de 20. Generalmente no supera los 30, nominalmente hablando. Es más, Manrique mira su reloj, indica expresamente la hora de salida y la de entrada. A menos que haya implicaciones alimenticias –léase refrigerio–  o necesidades inaplazables al fondo a la derecha, el hombre permanece en el salón. Y pasados los 15, 20 o 30, no llega nadie.

Los primeros aparecerán 3 o 4 minutos tarde, con un desgano evidente. Otros se quedarán en la puerta o en las afueras para ingresar cuando llegue el grueso, entre 10 y 15 minutos después de la hora fijada. El grueso no es algún participante con sobrepeso, sino los asistentes suficientes para hacer quórum.

Manrique ha ensayado diversas opciones. Una cuidadosa explicación sobre la importancia de aprovechar al máximo el tiempo disponible. Normalmente aprobada con movimientos de cabeza y sonidos aprobatorios (humhuneada). Sobre todo por esa mayoría que regresará tarde en cada uno de los descansos.

Como estos no son alumnos sino clientes, cerrar la puerta no es una opción. Y empezar puntual con los que haya –si es que hay-  tampoco. Los que llegan tarde se rezagan y toca repetir todo. En cierto momento Manrique pensó que era un problema de entorno. Un representativo grupo de asistentes no voluntarios (leáse obligados) aprovechaba los espacios libres para no colgarse tanto en sus obligaciones diarias.

Por eso, durante un tiempo el hombre pidió espacios lejos de oficinas, talleres y demás instalaciones  laborales. Como la pelea que sí ganó fue lograr celulares y demás dispositivos apagados durante las sesiones, cada descanso era aprovechado por los asistentes para abalanzarse sobre la tecnología para actualizarse. O para discutir con otros compañeros temas laborales y de los otros cuya disertación sobrepasaba el tiempo disponible. O para mirar las estrellas. Esa puede ser una explicación plausible a las demoras, porque normalmente las capacitaciones son de día.

Ni la lógica, ni la pedagogía, ni la locación. Nada funcionó. Solo quedaba el truco sucio. Teóricamente. los descansos durante los seminarios de Manrique son de 15 minutos. Así figuran en la cotización y en el programa.  Pero solo él sabe que realmente ha presupuestado 20, con posibilidad de extenderse los 30. Por algo le dieron ese doctorado

jueves, 13 de octubre de 2016

Tú acosas, ella acosa, yo acoso

Hace muchos, muchos años, Claudia Patricia persiguió a Guillermo con intenciones romántico-afectivas. Con entusiasmo y perseverancia, pero sin éxito. Guillermo resultó ser un chico difícil. También había algo de instinto de conservación. Aunque en esos tiempos no les decían así, Claudia Patricia era intensa. Tirando a obsesiva. Lo suficiente para que una distancia prudente fuera lo recomendable.

La persecución nunca terminó oficialmente. Pero un día ella consiguió trabajo en otra ciudad. Hubo despedida en tono de tragedia  (o de alivio, según la versión de Guillermo). Y se fue. No había celulares, no había comunicación instantánea. Lo de la distancia era en serio. Y se desconectaron.

En tiempo más recientes,  Guillermo se enamoró de Luisa. Ella ni se dio cuenta. O le importó un rábano. El hombre insistió, intentó todas las estrategias del libro pero nada.  Hasta que la razón se la ganó al sentimiento y el tipo optó por bajarse del bus. Como cualquiera sabe, una cosa es decirlo y otra hacerlo. Pero poco a poco sacó a Luisa de su vida, o se salió de la vida de Luisa, o todas las anteriores. Y ese mutis por el foro incluyó los escenarios virtuales, léase redes sociales, correo electrónico y demás.

Sumemos otro par de años a la historia. Una mirada coincidencial al perfil de Luisa en la red para profesionales. Luego un mensaje completamente antiséptico y esterilizado, algo así como “Me encontré tu nombre y quise saber de ti”. Y una respuesta de trámite:  “Hola, saludos”.

Así que la puerta se abría de nuevo. Guillermo no vio nada de malo en tratar de establecer un diálogo por correo electrónico, reconectarse en la red social clásica, empezar el seguimiento en la de los 140 caracteres, en la de las fotos y en todas las posibilidades virtuales. Tampoco consideró fuera de lo común empezar a comentar cualquier publicación de la susodicha ¿Problema? Si son para eso. Además, él tenía claro que solo se trataba de amistad. ¿Ilusiones románticas? ¿Yo? Por favor.

Y un día acababa de mandarle un correo preguntándole por qué no le habían respondido el anterior. Y también acababa de comentar una foto. Y de reenviar un comentario. Entonces vio una solicitud de contacto en su red para profesionales.

De entrada no la recordó. Hasta que vio en el perfil esa empresa donde había trabajado años antes. Claro, Claudia Patricia. Casi en automático, le dio el sí. Minutos después recibió un entusiasta mensaje de saludo. Y en los días siguientes versiones similares, cada vez más entusiastas, inundaron los ámbitos virtuales de Guillermo.  Todos. La red social clásica, la de los 140 caracteres, la de las fotos y el correo electrónico. Hasta ese grupo medio pirata que integraba a los aficionados a la cocina pakistaní.

No era la única particularidad cibernética de Guillermo. Hace pocos días se había conectado a un círculo de admiradores del cine malayo. Lo conoció gracias a Luisa. Al círculo. Y al cine malayo. Y a Malasia. Y su interés reciente en el tema era  sospechosamente parecido al de Claudia Patricia en la cocina pakistaní. Y en casi todas las expresiones virtuales de nuestro protagonista.

Guillermo se dio cuenta de que era oficial: él era un acosado virtual. 

Y, sobre todo, un acosador.

martes, 11 de octubre de 2016

La magia de los nombres

A todos nos pasa. En diferentes ámbitos de la vida. Aquí nos ubicamos en el laboral. A veces hay que dar malas noticias.

“Lo siento señor Pérez, pero no ha salido su OPS”. “Que pena señora Rodríguez, pero no podemos renovarle su contrato”. “Doctor Pérez, su cargo desapareció”. “Señorita  Rodríguez, no le puedo dar ese permiso porque el contrato no me deja”.  “Entienda doctor Pérez, ese beneficio es solo para los empleados directos, no para los contratistas”. “Si no trae la constancia de seguridad social no podemos posesionarla, doctora”. “Señores, la empresa contratista es libre de escoger sus colaboradores”.

Parece que hubo una época en la que el mundo laboral tenía dos actores. Empresas y trabajadores. Si se quería ser un poco más específico los empleadores se dividían en Estado y privados. Y por supuesto, también existían los independientes, entonces empresarios del rebusque.

Hoy el ambiente se complicó. Los del rebusque se llaman emprendedores y tienen múltiples opciones, desde crear aplicaciones de alta tecnología hasta microempresas para vender maní en los buses. Y los trabajadores asalariados sufren múltiples formas de vinculación sin vincularse a las empresas, estatales o privadas. Contrato de prestación de servicio, orden de prestación de servicios (OPS), outsourcing, subcontratación, tercerización. Lo de sufren es descriptivo. Decir gozan sería un despropósito.

Los economistas y gerentes tienen una explicación perfectamente lógica y coherente para esto que involucra mercado, globalización y eficiencia. Allá ellos. Lo cierto es que se trata de esquemas donde la gente -a excepción de los economistas y gerentes- normalmente gana menos y trabaja más. Donde la inestabilidad es regla general para muchas profesiones y oficios. Donde en un mismo espacio laboral se da una curiosa convivencia de castas. Unos favorecidos en salario, prestaciones y permanencia -generalmente empleados directos- y otros con regímenes menos favorables.

Ahora, estos no se quejan. Saben que viven en el mundo que les tocó. Se adaptan a los retos que les va planteando la vida y luchan diariamente por un futuro mejor para sus hijos. Por supuesto, aspiran a mejores cosas. A la estabilidad laboral, a mejores ingresos, al reconocimiento de su valor como personas y trabajadores. Como todos.

Un alcalde colombiano ha dado lo que el considera un paso trascendental en este sentido. A través de un decreto determinó que, a partir de la fecha, ciertos apelativos y nominaciones desaparecen. Por lo que he oído, a la gente ya no se le dirá doctor, doctora, señor o señora, sino que se le llamará por su nombre. Y hay una explicación rimbombante, psicológica, social y políticamente correcta encaminada a demostrar que la vida de los interpelados mejorará sustancialmente con la medida.

Pues sí. A partir de la fecha se escucharán en la jurisdicción del funcionario mencionado expresiones como estas: “Lo siento Juan, pero no ha salido su OPS”. “Que pena María, pero no podemos renovarle su contrato”. “Juan, su cargo desapareció”. “María, no le puedo dar ese permiso porque el contrato no me deja”.  “Entienda Juan, ese beneficio es solo para los empleados directos, no para los contratistas”. “Si no trae la constancia de seguridad social no podemos posesionarla, María”. “Juan, María, la empresa contratista es libre de escoger sus colaboradores”.

Tremendo cambio, señor alcalde.

jueves, 6 de octubre de 2016

En la cama con la Mona

Aunque el plomero que llegó a las 7 de la mañana a reparar el baño de la habitación lo miró con picardía, le pidió disculpas por interrumpir y anunció su retorno para otro día en que el doctor no estuviera “tan bien acompañado”, la razón por la cual La Mona estaba en la cama de Tadeo era absolutamente inocente.

Como Catalina, la novia de Tadeo -mujer celosa y muy posesiva-  estaba en vacaciones, este había conjurado su desprograme con unos tragos entre compañeros. Poco a poco el grupo se redujo a cuatro personas: el Pote, Tadeo, la Mona y Villegas.

En circunstancias normales, el Pote transportaba a la Mona, pues eran vecinos de una lejana urbanización. Pero realmente el consumo etílico había traspasado los límites de la prudencia, así que Villegas se apoderó de las llaves y acordaron con el dueño del negocio dejar al Pote en recuperación en un sofá.

Los tres sobrevivientes de la rumba se fueron a terminarla al apartamento de Tadeo. Allí el consumo alcohólico minó la resistencia de La Mona, quien se quedó dormida. El dueño de casa la tomó en su brazos, la acostó en su cama, despidió a Villegas y se fue a dormir, - importante precisión -  al sofá. Mañana, o en un par de horas, pues ya estaba amaneciendo, sería otro día.

Claro que cuando los padres de Tadeo decidieron hacerle una visita sorpresa a su hijo después de asistir, como siempre, a la misa de 7, ellos no sabían eso, por lo que a doña Tulia se le subió la tensión y el viejo Mateo, monógamo por convicción, apenas anunció un después hablamos mientras ponía cara de absoluto escepticismo al “eso no es lo que parece” de su hijo.

Este, muy a las ocho de la mañana se había despertado, recordando que en su cama estaba cierta Mona que entre otras características, era la feliz poseedora de un sueño de piedra. Ni las palabras, ni los movimientos, ni el agua lograron despertarla. El obligado anfitrión quería recuperar su lecho, pero se dio cuenta de que solo podía esperar.

Así que después de que sus padres se fueron, se colocó una sudadera, organizó el desorden de la noche anterior y salió a buscar desayuno,

Lo que no sabía era que alguien había decidido darle una sorpresa y regresar anticipadamente de vacaciones. Y que ese alguien era la única persona autorizada por él para ingresar al apartamento en su ausencia, porque, como cualquier pareja moderna, tenía llaves.

Catalina, su posesiva y celosa novia.


martes, 4 de octubre de 2016

El bueno, el malo y el otro

Algunas personas juzgan el cine de acuerdo con los protagonistas. Más allá del argumento, la historia, el director, la técnica, lo que importa de un filme son los actores. Y ese actor o actriz determina si se ve o no la película, y, lo más importante, si es buena o mala.

Por aquí pasa algo parecido,  pero con una pequeña diferencia, No es cuestión de  película, si no de vida real. La bondad o maldad de un hecho depende de su protagonista. Es decir que cuando mi amigo, conocido, pariente o ídolo hace algo, es bueno; pero cuando mi enemigo, desconocido, rival o el que me cae mal hace exactamente lo mismo, es malo.

Usted y yo tenemos a múltiples historias donde nos indignamos, enfurecimos y molestamos porque ese personaje que tenemos en tan poca estima asumió esa conducta… ¿cuál conducta? Carece de importancia.  Es simplemente inaceptable. 

Eso contrasta con nuestra actitud, comprensiva, tolerante, condescendiente y generosa y hasta elogiosa ante el comportamiento de nuestro pariente, amigo o conocido… comportamiento que es exactamente igual a la inaceptable conducta del otro.

Para efectos de quedar bien, acudimos al lenguaje. Entonces los grafiteros son vándalos, pero el que conocemos es un artista. Quien intenta sobornar un funcionario público es un corruptor que merece la cárcel, aunque si algún conocido hace lo mismo con el policía de tránsito se justifica porque de todas formas se iban a robar esa plata. Los hijos de los demás son malos estudiantes, a nuestro hijo el profesor lo odia. Ese tipo que no hace fila es un abusivo, ese amigo que tampoco hace fila es recursivo. Esa canción de moda es horrible, su letra es estúpida y el cantante es un tarado; hasta el día en que el sobrino con inclinaciones musicales la incluye en su repertorio. El  vecino que nos cae  mal es un grosero que no saluda, y el que nos cae bien estaba despistado ese día que no nos saludó.

En todos estos casos y en otros tenemos dos niveles. Los que asumen la actitud mencionada en forma discreta, e incluso ejercen el sagrado derecho a retirar las posaderas cuando el problema se pone complejo. Es decir los que se retiran de grupos en las redes sociales; evaden conversaciones, abandonan tertulias familiares, se alejan de reuniones de oficina y de encuentros sociales; y se cambian de puesto en el bus o se bajan cuando las circunstancias los obligan a justificar su difícilmente justificable incoherencia.

Los personajes mencionados pasan agachados. Los que realmente tienen problemas son quienes se pasan la vida gritándole al mundo entero como piensan (ellos), como actúan (ellos), quien es el bueno (ellos), quien es el malo (otros) y por qué ellos siempre tienen la razón, nunca se equivocan y son el futuro del país.

Los que jamás perdonan el más mínimo error a su larga lista de contradictores, ni pierden ocasión para señalar públicamente que nunca, jamás, en la vida y de ningún modo apoyarían ese nefasto personaje que representa todo lo malo que ocurrió, ocurre o ocurrirá en este país. Son quienes deben acudir a todo tipo de acrobacias verbales y pirotecnias intelectuales para justificar cuando, por cualquier razón, se ven obligados a coincidir con el que toda la vida fue el malo de la película.