Patricia se había propuesto encontrarle pareja a su mejor amiga. Sandra. Sandra y Patricia eran psicólogas, compañeras de universidad, de aventuras y de anécdotas. Pero mientras la primera había formado hogar, Sandra seguía sola.
Y no era por falta de méritos. Más bien por exceso. Sandra era hermosa -ojo, no bonita, hermosa-, inteligente, bien organizada económicamente y con una clara visión de sus objetivos y metas en la vida. Es decir, el tipo de mujer que asusta al hombre promedio.
Para ella se necesitaba un personaje excepcional. Y Patricia tenía entre sus prioridades particulares encontrarlo.
Una noche Patricia y su esposo recibieron la inesperada visita de Parmenio, un ingeniero de petróleos, amigo de infancia del cónyugue.
Tras años de permanencia en el extranjero había sido trasladado a Colombia. Y era -y aquí Patricia se empezó a interesar- soltero.
En la búsqueda de pareja para su amiga, e influenciada por su formación profesional, Patricia había diseñado un test de compatibilidad, que aplicaba de manera muy sutil a todos los potenciales aspirantes.
El resultado de Parmenio fue de 93 sobre 100. No cabía duda. Ese era.
Así que el paso siguiente fue organizar un encuentro “casual”. Las cosas transcurrieron positivamente. Sandra y Parmenio entablaron una animada conversación. Había química. Al final, lo previsible, Parmenio le pidió el teléfono a la sicóloga.
Dos días después, Patricia habló con su amiga, como quien no quería la cosa, para verificar el resultado de su trabajo como Cupido.
- ¿Y te llamó Parmenio?
Un tono sospechosamente desconsolador acompañó el “sí” que sonó al otro lado de la línea.
- ¿Y se van a volver a ver?
- Sí, en mi consultorio.
- ¿Cómo?
- Quiere que sea su psicóloga, para que lo asesore en la búsqueda de su pareja ideal.
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