martes, 21 de marzo de 2017

Un fugaz instante de ilegalidad

Alonso es un tipo legal. Es decir que es de los que cumple la ley. La mayor parte de las leyes, la mayor parte del tiempo. Como no es un tipo viajado, ignora como funcionan las cosas en otros países. Pero aquí el asunto es así. Como quedar medio embarazado, citando al profesor Arnaldo.

Es más. El sujeto realmente se esfuerza. Sin ser necesaria la presencia activa de la autoridad. Pero a veces –muy pocas, insistimos– tiene sus deslices. Nunca de Código Penal, más bien de Código de Policía. O de normas básicas de convivencia.

Hablamos de botar un papel en la calle, de atravesar la vía por sitio restringido, de ignorar un semáforo por cuenta del afán, de decir algo en voz alta en zona prohibida, de no ceder el puesto en una fila a persona en condición especial, de poner a  funcionar el altavoz del celular en sitio silencioso, de subir en bicicleta a un puente peatonal…

Otro punto a favor de Alonso es que sus esporádicas incursiones por el campo de la ilegalidad casi nunca tienen lo que los abogados llaman dolo y la gente normal intención. Simplemente se despista un poco, se distrae y comete el desliz de turno. Y cuando puede lo repara.

Sin embargo, sus contravenciones nunca pasan desapercibidas. Siempre lo ve alguien. Quien lo ve no es autoridad competente. No es observador  neutral, No es peatón despreocupado. No. Es, cómo describirlo, ese personaje que siente la obligación moral de salvar al mundo. De hacer la diferencia. De iluminar a quienes se han desviado del camino políticamente correcto. De abstenerse del silencio cómplice ante los comportamientos reprochables de aquellos que no comparten su conciencia universal.

La vaina es una especie de  magnetismo. Alonso comete alguna falta menor y a pocos metros hay siempre un ambientalista, un cívico, un consciente, un ideólogo, un comprometido, un apasionado, un fundamentalista, un proactivo que no está dispuesto a quedarse callado.

En términos más criollos, el típico sapo que anda pendiente de los errores ajenos para echarle un sermón.

Así que cuando Alonso deja caer el primer  recibo de cajero automático del año (estamos en septiembre) una amable señora en tono irónico le indica donde está la caneca más cercana. Por una vez se olvida de poner el celular en vibrador en la iglesia  y ante el primer tono de llamada ya le están diciendo que respete. Pedalea cuesta arriba en el puente peatonal de 4 carriles donde el único peatón (y persona) presente le reprocha que no se baje de la cicla. Está despistado en el bus cuando alguien lo regaña por no cederle el puesto a la embarazada que ni siquiera había visto.

Y así sucesivamente. Cada vez que se equivoca alguien lo convierte en objeto de sanción social. Mientras el regañón de turno habla, los demás lo miran con cara de “por tipos como usted es que estamos así”. No hay defensa posible.  Ni siquiera intenta explicar que el normalmente no asume esos comportamiento, que él se preocupa por ser legal, que intenta ser socialmente responsable.

Nada que hacer. El mundo se divide en buenos y malos. Y Alonso es el malo por cuenta de un fugaz instante de ilegalidad… con un testigo políticamente correcto.

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