jueves, 31 de diciembre de 2015

Vocación precoz


El hijo de este cuento, al igual que todos los pequeños, pasó por una fase en la que exploraba el mundo a través del sentido del gusto. El peladito tenía la costumbre de meterse todo a la boca. Nada que no se pudiera controlar con vigilancia y, sobre todo, manteniendo a distancia lo potencialmente dañino. Como era de esperarse, a más años, menos diversidad alimenticia. En un momento dado la parentela consideró que los problemas nutricionales iban a ser solo de dieta sana versus golosinas.

Pero un día notaron dos cosas. Que el chino –ya por encima de los cinco– era xilófago y papirófago. Una noche pidió el cuaderno, cogió un lápiz y empezó a dibujar esas cosas que pintan los niños. Sin darle mayor importancia al asunto, mordió el lápiz ante los ojos aterrorizados de sus padres. Luego tomó una hoja de papel, hizo una bolita y se la introdujo a la boca como quien hace otro tanto con un chicle. Y se fue a su cuarto.

Los progenitores de este cuento son modernos. Antes de tomar decisiones sobre sus hijos preguntan, indagan, consultan, sopesan, evalúan, analizan e investigan. Pasan por Internet, por el experto calificado y por el empírico, por el vecino y por el vigilante. Gracias a esa práctica la costumbre de morder lápices de madera  pasó a ser xilofagia y la de comer papel papirofagia. Y ya con nombres elegantes, comenzó la investigación.

El primero fue el pediatra quien al conocer detalles como que el niño comía bien lo que sí tenía que comer, y verificar mediante exámenes que no había afectaciones de salud, sugirió que la cosa se solucionara mediante el diálogo o la autoridad. También aprovecho para narrar historias espeluznantes sobre pequeños y adultos cuya dieta  incluía tierra, almidón, piedras, sangre, algodón, papel (pero higiénico), y otras cosas que definitivamente quitan el hambre… solo con mencionar que alguien se las come.

De ahí los padres pasaron a la sucesión de parientes, conocidos, vecinos y amigos cuyas recomendaciones iban desde “dos palmadas en la boca y verán que se le quita ese vicio” de la abuela;  hasta “explíquenle que el papel es el soporte del conocimiento y el lápiz el instrumento, por lo que son alimento del alma, no del cuerpo” del primo filósofo.

Por falta de sugerencias no se pudieron quejar. Algunas bastante crueles (un poco de ají en los lápices y pimienta en el papel); farmacéuticas “el hijo del amigo de una amiga tenía ese problema y le recetaron unas inyecciones”; imposibles “simplemente no le quiten los ojos de encima y cada vez que vaya a comer se ponen a jugar con él y verán que se le olvida”;  y esotéricas “un baño de hierbas y el muchacho queda listo”.

Como medida de seguridad el  menaje de lápices y papel de la casa pasó a ser material restringido. La cosa pareció funcionar.  El pequeño  olvidó los componentes de dibujo y escritura en su dieta. Meses después, un antiguo compañero de colegio los visitó y escuchó la anécdota.

El hombre puso cara de esas que asustan y soltó su propio diagnóstico

- Compadre, se jodieron. Les va a tocar mantener al chino este de por vida.

- Por qué.

- ¿Come lápiz y papel? Eso es claro, el tipo va a ser escritor.

martes, 29 de diciembre de 2015

Puntos de encuentro


Los contemporáneos no son, necesariamente, personas cuya edad coincide con la nuestra. El concepto va más allá de los cumpleaños. Abarca los conocidos, amigos, familiares que, en un momento dado, hacen lo mismo que nosotros. Y esa coincidencia de actividades genera otra, la coincidencia de puntos de encuentro. Veamos.

Los jubilados se encuentran con otros pensionados en la fila para cobrar pensiones, y en la sala de espera tanto del médico como de múltiples servicios de salud.

¿Los casados sin hijos nacidos o en camino? En restaurantes finos, cocteles, eventos sociales y lanzamientos culturales.

¿Los esposos en primer embarazo? En cursos prenatales y almacenes para bebé.

¿Los casados con hijos pequeños? En fiestas infantiles y reuniones de padres de familia.

¿Los adolescentes? En centros comerciales, canchas, fiestas, conciertos y estrenos.

¿Los casados con hijos adolescentes? Parqueados afuera del centro comercial, la cancha, la fiesta, el concierto y el estreno esperando a que sus hijos salgan

¿Los jóvenes? En rumbeaderos acordes con su ciudad, estrato, clima y presupuesto.

¿Los novios jóvenes? En rumbeaderos de moda y costosos.

¿Los novios en pareja a punto de casarse? En negocios donde venden menaje de hogar.

¿Las novias a punto de casarse? En negocios donde suministran de servicios y productos para ceremonias de boda.

¿Los novios a punto de casarse? En bancos y otros establecimientos de crédito.

¿Los parientes cercanos? En fiestas de fin de año, bodas y funerales.

¿Los parientes lejanos? En funerales

¿Los estudiantes universitarios de pregrado? En actividades culturales como conciertos, cine y teatro y en rumbeaderos baratos.

¿Los estudiantes universitarios de postgrado? En comederos nocturnos callejeros (perros calientes, hamburguesas y otros) y en el último servicio de transporte público.

¿Deportistas de alto rendimiento? En el gimnasio, la competencia, las premiaciones y los exámenes antidoping.

¿Deportistas ocasionales? En el gimnasio (cuando se inscriben), la ciclovía y en el gimnasio (cuando intentan la devolución del dinero por no uso).

¿Esa persona que nos encontramos en todas partes? Hasta en la sopa.

jueves, 24 de diciembre de 2015

Cuento de Navidad (5 de 5 partes)


El último contacto con el médico había sido a las 11 de la noche. Eran las tres de la mañana y Pedrito estaba mal, muy mal. No teníamos forma de salir a buscar al doctor hasta que hubiera luz. Créanme, esa sensación no se la deseo a nadie. Pero tampoco encuentro nada comparable a la alegría que un sencillo sonido produjo en todos los que estábamos allí presentes. El pito de un campero.

El médico y el chofer de la Policía estaban empapados, pero la droga llegó justo a tiempo. Una inyección reversó los síntomas. Pedrito había sobrevivido a esa.

24 de diciembre. 9 de la mañana. El sol finalmente había salido. Estábamos desayunando con el médico y el policía, los héroes de la noche. Leonardo, que es medio poeta, los calificó de esta manera. Pero el agente lo interpeló.

- Me perdona doctor Díaz, pero el héroe es el tipo de la linterna.

- ¿Cuál linterna?

- Pues mire doctor, nosotros salimos del pueblo y claro, a los 10 minutos no se veía un carajo. Entonces el doctor vio las señales que nos hacían con una luz. Y sea quien sea, estaba bien dateado. Nos llevó por todos los tramos de vía que estaban transitables. Tenía que ser alguien que conociera muy bien la región, porque no hubo una sola pista falsa.

- ¿Y quién era?

- Ni idea, doctor. Siempre estuvo lejos aunque la linterna era tremendamente poderosa. Nunca vimos nada distinto de la luz. Pensamos que era uno de ustedes.

Y así fue. Jamás supimos quien había guiado en esa noche oscura y tormentosa el campero que trajo la droga.

Está bien, tengo que contar otra parte de la historia. Pero dejo constancia que me parecen detalles sin importancia. Esa noche, en medio de la tormenta se perdieron algunos perros, algunas vacas y el reno, que seguramente asustado por los truenos y rayos salió a correr. Aunque lo buscamos por varios días, no dejó rastro.

Es cierto que la puerta del granero estaba cerrada, y que la única salida era un hueco en el techo. También que a Leonardo le pareció que el hueco estaba más grande, aunque eso era atribuible a la lluvia.

Listo, acepto que no es claro por donde se salió el reno, —y le digo reno sin estar seguro— . La última persona que estuvo en el granero fui yo, y recuerdo claramente haber cerrado la puerta con tranca como a las 11 y 30 de la noche.

Bueno, un animal asustado se da sus mañas.

Ah, y está el otro hecho. Yo no hice la pregunta. La hizo la abuela Mariela. Y en eso coincidieron el médico y el policía cuando se les interrogó acerca de las características de la luz.

- Roja, era una enorme luz roja, Y a veces parecía venir desde el cielo.

FIN

miércoles, 23 de diciembre de 2015

Cuento de Navidad (4 de 5 partes)


Fue fácil ubicar al médico. Y el tipo colaboró. Descartó de inmediato que usáramos la droga vencida. En cuestión de horas anunció que él mismo viajaría hasta la finca, porque no era muy recomendable mover a Pedrito en esas condiciones. Vía celular nos dio instrucciones sobre cómo actuar, qué tratamiento darle. Nos tranquilizó diciendo que el ataque apenas comenzaba y que estaba a tiempo para llegar con la droga. Y mientras hablábamos el cielo seguía roto. Llovía, llovía, y llovía.

El 23 recibimos la llamada. El doctor estaba en el pueblo. Pero su llegada fue hacia las 6 de la tarde y como todos los caminos se encontraban inundados todos coincidieron en que lo recomendable era aplazar el viaje hasta el otro día. No había problema.

Pero sí hubo. Esa noche en particular los síntomas se agravaron. Los ojos de mi Pedrito se estaban apagando. Otro contacto telefónico con el médico. Sin ver al paciente entendió lo que pasaba. Era urgente aplicarle la intravenosa. Era cuestión de horas.

Como toda situación, por mala que esté, puede ponerse peor, la lluvia seguía, y la noche no tenía luna. Pero el médico era un tipo verraco. Y la gente del pueblo colaboraba. Así que la Policía prestó su mejor jeep y su mejor conductor y se lanzaron en medio de la oscuridad a buscar la finca.

La memoria que tengo de esas horas no es continua, sino de momentos sueltos. Yo entraba y salía del cuarto de Pedrito y llamaba al médico, hasta que perdimos la señal del celular. No me acuerdo por qué, pero en un momento dado terminé en el granero. Y cosa curiosa, Rodolfo se mostró pacífico. Y entonces se lo conté todo. Le conté como había conocido a Adriana, el difícil parto, la muerte, la enfermedad hereditaria. La condición de padre soltero, el apoyo de la abuela Mariela, la construcción de una vida de familia en condiciones adversas... y hubiera seguido hablando si no fuera por un pequeño detalle. Estaba hablando con un reno.

martes, 22 de diciembre de 2015

Cuento de Navidad (3 de 5 partes)


Situación. Son poco más de las 2 de la tarde. Pasada la curiosidad inicial por “El Peludo”, el siguiente espectáculo son los dos rolos que discuten la forma más adecuada de trasladar al animal. Realmente no era eso lo que discutíamos, sino la forma más adecuada de acercarnos al animal. Una mezcla adecuada de regaño y soborno había alejado a los pequeños que torturaban a la bestia con gritos y piedritas. Pero seguía viéndose amenazante. Y cuando intenté arrimarme al poste para desatarlo trató de embestirme. Yo le caía mal.

Fuimos cobardes pero prácticos, y le pagamos a un campesino para que se acercara a la bestia, la desamarrara y la atara al carro. Una coz en sus partes nobles garantizó la devolución de nuestro dinero sin ninguna satisfacción, y la reducción inmediata de voluntarios para desatar al peludo.

Y entonces pasó. No sé como, no sé a que horas, pero Pedrito estaba ahí a mi lado con una extremo del lazo en la mano. Al otro, mansamente, con su trote corto venía el peludo.

- Me arrimé y lo desamarré papá, yo creo que es mejor que nos vayamos antes de que la noche nos agarre por acá.

Bien, acepto que era un poco raro. Pero recibí el lazo. Grave error. El manso rumiante se transformó en bestia peluda y arrancó a correr arrastrando un bulto que apenas pudo mantenerse en pie tres minutos. Entre risas y fiestas lo agarraron mientras el bulto - yo - limpiaba sus ropas y miraba con odio al bicho al que, definitivamente, le caía mal.

Por lo menos no era personal. A excepción de Pedrito, el animal parecía tener un problema venadal con el género humano. La solución final fue contratar un camión de esos que usan para mover ganado. Pedrito subió a Rodolfo -insistía en llamarlo así- a cabestrillo y él y yo lo acompañamos en el recorrido de regreso a la finca acomodados en la plancha. No sé de donde sacó la idea de la nariz roja mi hijo, pues lo único escarlata que veía en el Peludo eran sus ojos inyectados de sangre, cada vez que me miraba.

Una vez en la finca, el animal se adaptó fácilmente. Le acomodaron un sitio en el granero con pasto del que se le daba al ganado, sal y agua. Los niños se peleaban por alimentarlo y debo reconocer que se le mejoró el genio. Se volvió más sociable con todos. Bueno, casí con todos, porque a mí me seguía detestando. En alguna parte de sus genes debía existir un toro de lidia. porque cada vez que me veía empezaba a patear el piso y bajaba la cabeza dispuesto a conjugar el verbo embestir.

Pedrito impuso su concepto y todos comenzamos a llamarlo Rodolfo. Un baño a punta de balde reveló una pelambre fina y suave bajo la capa de mugre, con tonos que combinaban el marrón con el blanco. El animal se hizo dueño y señor de su rincón del granero, de donde solo salía parte del día a tomar algo de sol. De resto dormitaba, comía y volvía a dormitar. Dicen que de noche miraba las estrellas. Eso me lo contaban los demás, porque apenas percibía mi presencia lo único que miraba era alguna manera de agredirme.

El espectáculo nocturno se le dañó muy pronto, porque el cielo pasó de despejado a encapotado. Como una situación inusual en esa época del año se vino un aguacero. Yo no sé si ustedes saben lo que es un aguacero en el llano. Llueve dos, tres días seguidos. Y los caminos se vuelven ríos. Así como suena. Nosotros no teníamos problema. La finca estaba bien dotada de comida, y era una construcción resistente a las lluvias. El ganado sabía donde guarecerse y el mismo Rodolfo tenía su granero. Sería una Navidad bajo techo, pero tranquila.

Como el 21 el niño empezó a sentirse desalentado. No quiso desayunar, y se quedó acostado. A mediodía ya estaba comenzando a ponerse verde. Yo ya me conocía los síntomas de memoria. Era un ataque. Así que fui a buscar la intravenosa que había comprado desde hacía dos años... y que tenía la fecha vencida.

lunes, 21 de diciembre de 2015

Cuento de Navidad (2 de 5 partes)


El apunte puso a reír a todos los presentes. A Leonardo y su esposa, porque ellos se reían de cualquier cosa. A los llaneros por lo de la nariz roja, ya que para ellos la palabra reno no figuraba en su lista de conocimientos. Ni falta les hacía. Y a los pocos que entendimos la alusión porque...

Eso de tener un hijo enfermo y medio genio que ve demasiada televisión lo convierte a uno en psicólogo empírico. El médico me lo advirtió alguna vez, había que establecerle constantemente fronteras entre realidad y fantasía al pequeño. Explicó algo relacionada con sociabilidad y procesos de adaptación al mundo. No le entendí muy bien hasta el día que me pidió que fuéramos de vacaciones a la ciudad de Saltadilla, la de las Chicas Superpoderosas. Y tanto en ese como en otros casos, he tenido que desarrollar una metodología psicológica encaminada a demostrarle, sin traumatizarlo, que eso no existe.

- No puede ser mijo.

- Claro que sí papá.

- Los renos viven en el Polo Norte -realmente no estaba seguro de esto, pero sabía que era por allá cerquita- y Rudolph es un personaje de cuentos y de televisión. Ya sabe que eso es para divertirse, pero no más. Además, si viven en el Polo Norte... ¿Como llegó hasta aquí? Ni siquiera sabemos si es un reno. Puede ser un venado peludo (si, yo sé que no existen los venados peludos, pero lo importante era sonar lógico. Pero mi lógica iba por un lado, y la de mi hijo por otra. Así que su respuesta fue tan absurda como contundente).

- No sea bruto papá, pues volando. Los renos de Santa Claus vuelan.

- (Me la puso difícil. Una cosa es trazar fronteras entre realidad y fantasía, y otra es destruir ilusiones. Creer en el Niño Dios, en los Reyes Magos o en Papá Noel no tiene nada de malo. Dudé un rato antes de decir) Humm, no sabemos si en verdad el viejo vive en el Polo Norte. Pero viva donde viva debe cuidar a sus renos, y este se ve muy descuidado. (Punto en contra, acababa de aceptar que era un reno).

- Sí papá, por eso tenemos que llevarlo y cuidarlo para que esté listo el Día de Navidad.

El problema no fue que, sin proponérmelo, había llevado la conversación al punto donde el verbo amenazaba peligrosamente en convertirse en hechos. Sino que el cazador, que no veía como sacarle plata al “Peludo” oyó al pequeño y se le alborotó su instinto comercial.

- Pero señor, yo se lo vendo solo por...((aquí una cifra absurda))

- Le doy ...((aquí una cifra racional y hasta baratera.))

Era Mariela. Junto con Leonardo, su esposa, los tres hijos de esta pareja, Pedrito y yo, completaba el paseo. Es mucho lo que le debo a mi suegra, y solo le reprocho una cosa. No se mide en gastos cuando se trata de complacer a mi pequeño. Ella me lo ayudó a criar después de que Adriana murió. ¿Les conté que le regaló televisión satelital al niño? Bueno, así son los presentes de la vieja.

En resumen, el cazador y ella regatearon un rato. Hasta que la doña consiguió el animal por una cifra inferior incluso a la que ella misma había planteado como propuesta inicial. Buena para negociar sí es. Pero el cazador anunció que la mercancía se entregaba allí mismo. Es decir, que nos tocaba a Leonardo y a mí llevarlo hasta la finca, que queda a hora y media del pueblo en verano.


domingo, 20 de diciembre de 2015

Cuento de Navidad (1 de 5 partes)


La verdad es que el niño ve demasiada televisión. Vive con los ojos en el aparato ese todo el día. Y para rematar, la abuela Mariela le compró un sistema satelital, que son como 300 canales, así que todo el tiempo es dele, zaping; dele, zaping; dele zaping. Y ni modo de decirle que no. Porque con el tal síndrome de cómo se llame, la vida no le da para entretenerse de la misma manera que los demás.

Es un problema de nacimiento. Mi Adriana se lo dejó de recuerdo, antes de morirse en la sala de partos. El médico dice que si se cuida no lo va a matar. Y cuidarse implica evitar los ejercicios fuertes, no exponerse demasiado a los elementos externos, consumir puntualmente la droga. Aún así le han dado ataques. ¡Eso ha sido cada susto! Se va poniendo verde, pierde el habla, los ojos se van perdiendo y claro, corra para donde el médico. Afortunadamente ya tenemos la intravenosa esa para aplicarle en caso de emergencia.

Por eso es que podemos tener vacaciones como la gente normal, es decir, saliendo de la ciudad. Y le aceptamos la invitación al cuñado Leonardo, el de la finca en los llanos. El hombre aseguró que eso no era mundo salvaje, que tenía todas las comodidades de la civilización, que disponía de teléfono, celular, radioteléfono, carretera y señales de humo en caso de necesidad. ¡Ah! Y no había televisor.

Pero el viaje lo hicimos un 15 de diciembre y el alud de películas navideñas había comenzado desde el 1. Yo creo que ahí fue donde conoció la historia de Rudolph, o Rodolfo. El reno de la nariz roja. Se trata de un bicho de esos que tenía la naríz como bombillo de Navidad. Pues claro, todos sus congéneres se burlaban de él hasta que una noche de tormenta Papa Noel estuvo a punto de perderse. Y fue el reno de la nariz roja el que con su luz incorporada salvó la patria. O algo así.

Pues bien. El hecho es que dos días después de haber llegado a la finca fuimos al pueblo a comprar no sé qué cosas. Y estando allá se aparece un cazador con un venado inusualmente grande que había agarrado por allá cerca a un estero. Para ser preciso, era un cazador y como cuatro ayudantes, porque el bicho ese era bien difícil de controlar. Miren, yo no soy un tipo de campo, pero por lo que sé de venados, ese se veía muy grande. Y además estaba como peludo para ese calor de los demonios que hace en la región. Y pataleaba y bufaba como loco mientras los hombres trataban de arrastrarlo hasta un poste, donde finalmente lo amarraron.

Al cazador le pareció tan raro el animal, que no lo mató sino que se lo trajo para el pueblo a ver si le aparecía dueño. Un par de semanas antes había pasado un circo, con algunos animales raros. La gente recordaba un par de cebras escuálidas, un león viejo y perezoso y algunos burros, caballos y perros, pero el venado peludo no aparecía en las evocaciones. Cabía la posibilidad de que el animal se les hubiese fugado antes de llegar, aunque comentarios no hubo.

De todas formas, en ese pueblo nunca pasaba nada, así que “El Peludo” -así lo bautizó alguien- pasó a ser el centro de atención. Y mientras los adultos miraban, recordaban, evocaban y aplicaban su experiencia en la llanura los niños se dedicaban a acosar al pobre animal.

Un niño, sin embargo, no lo molestaba. Solo miraba y daba vueltas. Era, -pues claro- mi Pedrito. Como se había pasado la vida viendo televisión y alejado del aire libre se veía flaco, medio pálido y con cara de genio, complementada con sus enormes gafas. También hablaba poco, y con seriedad de cura. Tenía la costumbre de lanzar, sin previo aviso, solemnes bobadas en tono de frases célebres. Como por ejemplo ¡Es Rudolph!

- ¿Quién?

- Rudolph papá. El reno de la nariz roja.

jueves, 17 de diciembre de 2015

15 razones por las que somos civilizados


Y ya en la segunda década del siglo XXI, la humanidad da muestras de su evolución intelectual y social mediante comportamientos rutinarios donde se nota la diferencia entre el homo sapiens de la postmodernidad y el cavernícola. 15 ejemplos 

1.- Los hombres andan detrás de los perros con una bolsa recogiendo sus excrementos (los del perro).

2.- Aparatos de comunicación de última tecnología sirven para convocar grupos de personas que se reúnen a manipular, –cada uno por su lado, mientras ignoran a sus acompañantes– sus aparatos de comunicación.

3.- La Navidad comienza en noviembre.

4.- Los avances de la química y la técnica aplicados a la alimentación humana se usan para convertir la carne en sorbete, la sopa en gelatina y los garbanzos en helado, lo que permite cobrar 10 veces más por los mismos productos. ¡Y hay personas que pagan!

5.- La gente hace fila en sitios de rumba cuya única diferencia con otros sitios de rumba es la fila.

6.- Todo el mundo tiene tiempo de tomar fotos de todos los momentos. La gente cada vez dispone de menos tiempo para ver fotos.

7.- Los que pueden se lanzan como locos a comprar, sin comparar precios, cada vez que alguien convoca una promoción, y después se quejan porque los precios  -que nunca compararon- no son de promoción

8.- Para ver televisión hay que pagar por un aparato que hace un montón de cosas, cada una de las cuales demanda pagar de nuevo.

9.- La gente que usa ropa vieja y fea se divide en dos. Los que solo tienen ropa vieja y fea y los que compran ropa nueva que se ve vieja y fea, a precios exorbitantes,  para exteriorizar su pertenencia a un grupo social que rechaza el consumismo

10.- Los perros tienen guarderías.

11.- La tecnología de información y comunicación le permite a cualquier ser humano insultar, criticar, descalificar, vilipendiar, ultrajar, humillar, zaherir e infamar impunemente, preferiblemente con mala redacción y peor ortografía.

12.- La casa en el aire ya no solo es un vallenato, ahora es un negocio –a veces no tan bueno- llamado comprar sobre planos.

13.- El que puede lo primero que hace cuando tiene plata es comprar carro. El que puede lo primero que hace cuando se le pregunta por los problemas de la ciudad es quejarse del tráfico pesado

14.- Cualquiera que pinte un mamarracho en una pared ajena se gradúa como artista.

15.- La televisión hace programas sobre la intimidad de gente famosa, quienes son famosos porque la televisión hace programas sobre su intimidad.

martes, 15 de diciembre de 2015

Nudos familiares


Toda persona tiene derecho a intentar rehacer su vida, si una o varias relaciones de pareja fracasan. Y si la separación –o separaciones– se dan en términos civilizados,  mucho mejor. En la práctica, las familias se disuelven por un lado, pero crecen por el otro. O por los otros. Perfectamente entendible para el local, absolutamente enredado para el visitante. Y todo comienza con una pregunta inocente.

Visitante .- ¿Dónde van a pasar la Navidad?
Local .- En la casa de mis abuelos.
Visitante .- ¿Maternos o paternos?
Local - Medio maternos.
Visitante - Cómo así.
Local .- Es que mi abuelo se volvió a casar.
Visitante .- Ah, entonces van a casa de su abuelo con su nueva esposa.
Local.- No, a la de mi abuela con su nuevo esposo.
Visitante .- La mamá de su mamá.
Local - No, la mamá de la esposa de mi papá.
Visitante .- ¿Cómo?
Local .– Usted sabe que mis papás se separaron y desde entonces siempre recibimos la Navidad en la casa de la abuela, con los tíos y los primos de mis hermanos.
Visitante .- Sus tíos y primos.
Local .- Míos no, bueno sí, pero son los tíos y primos de los hijos de la esposa de mi papá.
Visitante .- Y usted vive con ellos.
Local- No, yo vivo como mi mamá y con su compañero.
Vistante - ¿Y por qué pasa Navidad con los otros?
Local .- Porque en Año Nuevo siempre vamos a la finca de la tía.
Visitante .- La tía de quien.
Local .- La segunda esposa de mi tío.
Visitante .- El hermano de su mamá.
Local .– Sí.
Visitante .- Y esa finca de donde salió.
Local .- Le quedó a mi tía después de que se divorció del que era mi tío.
Visitante - ¿Cómo así, entonces con quien está casada su tía?
Local .- Pues con mi tío.
Visitante.- Pero no me acaba de decir que se divorciaron.
Local .- Es que mi tía estuvo casada con uno de los hermanos de la esposa de mi papá.
Visitante - Su tío.
Local .- No, el que era mi tío.
Visitante - Lo lamento, ¿Hace mucho que falleció?
Local .- Cómo se le ocurre. Ella no ha fallecido.
Visitante .- ¿Quién es ella?
Local .– Mi tía.
Visitante.- Cuál tía.
Local.- La que le dejó la finca a mi tía.
Visitante.- ¿No había sido su tío?
Local.- Ah, es que se me olvidaba explicarle que cambió de sexo. Creo que por eso se divorciaron.

jueves, 10 de diciembre de 2015

El tesoro del tatarabuelo


La leyenda había pasado de generación en generación entre los miembros de la familia. Decían que en algún punto abandonado de las montañas del pueblo lejano donde vivió el Tata San Jorge – tatarabuelo de los San Jorge del siglo 21-  estaba el tesoro.

Nadie tenía claridad sobre el contenido del mismo. Una versión hablaba de morrocotas, otra de implementos religiosos de oro, había una tercera con ornamentos indígenas forrados en esmeraldas. El lugar donde reposaba el entierro, era, por supuesto, un secreto que se había ido a la tumba junto con el Tata. Los hijos de este, lease bisabuelos, lo buscaron con vehemencia pero no encontraron nada. La siguiente generación –abuelos– también cogió monte con menos entusiasmo pero iguales resultados.

Algunos padres lo intentaron, aunque más en plan de paseo que de arqueólogos. A ellos les fue mejor. Tampoco localizaron nada, pero en medio de las montañas la familia se creció. En una de esas excursiones concibieron a Augusto. Augusto San Jorge.

El hombre pasó por la infancia hace rato, se casó, tuvo sus hijos y los vio crecer. Por ejemplo Maria del Carmen, que terminó sus estudios de enfermería y labora en un ancianato. Una noche llegó más acelerada que de costumbre a preguntar por las muy antiguas fotos del tatarabuelo que reposaban en un baúl del cuarto de San Alejo.

Hora de sorpresas. La misma imagen en la que el viejo posaba al lado de un caballo y de un niño peón –esos eran malos tiempos para los derechos de la infancia– estaba en una amarillenta copia que María del Carmen tenía en sus manos. Su propietario era un paciente del asilo muy, pero muy viejo, que aseguraba ser el niño de la foto.

Así que Augusto y el resto de la familia le montaron excursión al viejo. Y en efecto, pese a sus años recordaba cosas que confirmaron el nexo con el Tata San Jorge. Y aunque no era la intención, alguien habló del tesoro y el hombre, sin darle mayor importancia pero sin dudar soltó la bomba: “Claro, el Tata San Jorge me dijo exactamente dónde estaba”.

Augusto, hasta el cuello de deudas y con la estabilidad laboral de un lápiz parado en la punta abrió ojos como platos al tiempo que en su cerebro comenzaba a tintinear la caja registradora. Pidió detalles y el viejo comentó como el Tata San Jorge había ido a visitarlo y le había entregado referencias acerca del punto en el que había almacenado su fortuna. ¿Que si los recordaba? ¡Cómo si hubiera sido ayer!

En medio de la emoción, el tataranieto y la siguiente generación de tatatas comenzaron a bombardear al hombre con preguntas en las que predominaba el interrogativo dónde. Maria del Carmen, finalmente la que tenía experiencia con la tercera edad, fue quien formuló los dos interrogantes fundamentales.

El primero. Y por qué, conociendo la ubicación del tesoro nunca lo había buscado. “Yo ya estoy muy viejo para esto, señorita”.  ¿Viejo? ¿Acaso, cuándo le habían entregado la información.

“La semana pasada señorita, después de que usted vino y se llevó la foto el Tata San Jorge vino a visitarme. Junto con Simón Bolívar, San Pedro y Napolón Bonaparte que vienen todas las noches, si viera cómo conversamos de bueno”…

martes, 8 de diciembre de 2015

El otro "mouse"


El acta por medio de la cual se protocolizaba el mejor negocio del año reposaba en el mismo escritorio donde Abelardo, eficiente secretario general, la había dejado la noche anterior. Pero en el parágrafo del artículo 7, que fijaba las condiciones del traspaso; en el artículo 11, que establecía las obligaciones comunes a las partes, y en el inciso j del artículo 15 - la cláusula de seguridad - habían metido la pata.

No se trataba de un error mecanográfico, un exabrupto jurídico o una redacción cuestionable. No. Era, literalmente, la presencia sucesiva de pequeñas huellas, señal inequívoca de que, tras una pequeña ausencia, el pequeño destructor había vuelto. El mismo pequeño ratón que siempre se las ingeniaba para ser un gran problema.

El conflicto entre este roedor de oficina y Abelardo era algo personal. En su primera aparición había entrado al computador del eficiente Secretario General, haciendo desaparecer de manera igualmente eficiente el trabajo de seis años. Luego había desarrollado un especial gusto por el papel viejo, llenando de pequeños mordiscos el archivo de la Secretaría.

Un día descubrió alguna manera de ingresar al cajón donde Abelardo almacenaba los mojicones que llevaba al trabajo para mojar el café, dejando marcas de pequeños dientes como testimonio en esas harinas que pasaron directo de la bolsa a la basura.

Como hombre que no rehuía a los retos, el Secretario General lo intentó todo, desde trampas en el archivador hasta mojicones con pesticida. Pero lo único que logró fue una secretaria con el dedo fracturado mientras buscaba una carpeta, y un perro de celador intoxicado por andar hurgando la basura.

Decidido a librar la batalla final, Abelardo buscó en el directorio a los exterminadores de plagas de la ciudad. Hombre meticuloso, se sentó frente a su ahora enrejado computador. Allí redactó un detallado informe, lo imprimió y se dirigió a la fotocopiadora, para producir las copias que entregaría a cada especialista, con el fin de definir la mejor propuesta para acabar de una vez con la pequeña gran plaga.

Pero algo pasó al interior de la máquina, porque apenas sacó una copia antes de escucharse un ruido en su interior y paralizarse misteriosamente, mientras una pequeña sombra se alejaba.

En el papel, la ovoide figura rematada en una fina y larga cola le mostraba al secretario general que el ratón no solo había vuelto.

También había aprendido a entrar a la fotocopiadora.

jueves, 3 de diciembre de 2015

Deformación profesional


Nadie pasa 24 horas haciendo su trabajo, no importa lo afiebrado, pobre o necesitado que sea. En la vida siempre hay espacio para vida social, obligaciones familiares, recreación, finanzas personales. Y ahí es cuando se evidencia que la gente tal vez no es lo que hace, pero sí es como lo que hace.

Es obvio que los pilotos actúan como pilotos cuando están “pilotando”, los médicos como médicos cuando están “medicando” y los plomeros como plomeros cuando están ¿plomereando?  No tan obvio pero real es que el ejercicio constante de una actividad laboral genera actitudes que se trasladan a la vida diaria. El nombre elegante es deformación profesional. Uno no tan elegante es “mañas de”… repasemos algunas.

Comencemos por la localía. Maña de periodista y de profesor es seguir hablando. Estos personajes se ganan la vida comunicando información y conocimiento. Pero por fuera de la jornada laboral, algo impide apagar el reproductor de sonido. En cualquier conversación, discusión o diálogo se sienten obligados a opinar, aportar, concluir, es decir, meter la cucharada. O la pata, porque nadie puede ser experto en todos los temas.

Una variante de lo anterior son filósofos, pensadores, politólogos, semiólogos. Estos no hablan tanto, pero todo lo que dicen debe ser trascendental. Les preguntan que quieren para desayuno, y se despachan con media hora de discurso sobre la epistemología del comienzo del día y la razón profunda del huevo. Así es con todo. No se les puede preguntar la hora sin arriesgarse a la cátedra sobre la relatividad del tiempo y el espacio.

Y hablando de espacio, los seres humanos manejamos una cuadra, un barrio, una ciudad. Pero quienes transportan personas o carga entre ciudades o países tienen otra concepción. La panadería favorita del conductor de tractomula queda en Ipiales, aunque hay una muy buena en Sutamarchán. La del piloto está ubicada en Barcelona, sin dejar de lado la de Nueva Orleans donde venden esos pasteles tan sabrosos. Los puntos de referencia del gremio transportador saltan de municipio y municipio, de frontera en frontera. Nosotros compramos vino en el supermercado. Ellos lo hacen en el duty free de Paris o en los expendios caseros de vino de palma al norte del Valle de Cauca. Y sí, suena prepotente. Y sí, ellos no se dan cuenta.

La gente que puede compra casas o apartamentos. Cuando son productos terminados se quedan así, terminados hasta que el tiempo demanda reparaciones locativas A menos que quien los compre sea un arquitecto o decorador profesional, gremios que sienten la obligación de modificar cualquier espacio habitable adonde lleguen, tumbando muros donde los haya o instalándolos donde no, reubicando cuartos, baños y cocinas y ajustando lo que ya está hecho para que quede –en su concepto– hecho.

Podríamos seguir con ingenieros obsesionados por entender, ajustar, reparar –y muchas veces dañar– cualquier máquina que se atraviese en su vida, desde la licuadora hasta el ascensor. Médicos impecables a la hora de diagnosticar y tratar enfermedades ajenas, pero indisciplinados, tercos y necios cuando les toca asumir el papel de pacientes. Comerciantes que buscan siempre el mejor precio y regatean desde paquete de papas en tienda hasta corte y peinado en peluquería estrato seis. Y blogueros que siempre quieren terminar con una frase memorable.

Una frase memorable.

martes, 1 de diciembre de 2015

Lenguaje corporal con interferencias


Sí hubiera sido en otro tiempo el cuento solo clasificaría para revista médica. Pero fue a los pocos días de la separación, cuando la familia de ella estaba claramente parcializada. A favor de ella. Necesitaban un malo y claro, el ex cumplía todos los requisitos
En justicia, el ex sí había hecho méritos para ser el antagonista del bueno, (o mejor, de la buena). En la parte económica siempre cumplió, en la relación respetó a su mujer y con los hijos nunca hubo queja. Sus problemas se relacionaban con los dos mandamientos que son múltiplos de tres y suman 15. Así que cuando lo ubicaron mal parqueado, aunque bien acompañado, la pareja hizo crisis.
Y por las buenas, cada uno cogió por su lado. Los pequeños quedaron con la madre y a manos de los abogados pasó lo de cuadrar visitas, bienes y demás. Por eso cuando el ex recibió la llamada del excuñado preguntándole en tono agresivo qué le había hecho a su antigua pareja, fue sincero al responder que no tenía idea del asunto en mención.
Vamos hacia atrás. La llamada del cuñado se originó en una de su madre (la de él). Ella le describió una situación que había notado durante una corta visita de su hija. Aunque no le habían dado detalles, era “obvio” que todo era atribuible al tipo ese.
En efecto, la hija –a quien supongo ya identificaron como la recién separada– pasó un momento a saludar a su mamá. Ya venía un poco ofuscada por los comentarios en la oficina. Tal vez por eso olvidó dar ciertas explicaciones que el paso del tiempo revelaría como necesarias.
Y es que en la oficina, apenas la vieron llegar comenzaron las murmuraciones. Qué era normal, qué antes había aguantado mucho. Se formaron dos bandos, los que (sobre todo  las) respetaban su derecho al desahogo y culpaban al individuo y los que (en su mayoría los) pensaban que exageraba. Nadie lo dijo de frente, pero de alguna manera comentarios sueltos e inoportunos le hicieron entender que ella era el tema del día.
Pero solo hasta la noche dimensionó la situación. Y fue cuando se encontró con la amiga simpática pero apocalíptica. Ella –la amiga– no pensó en peleas o sufrimiento, sino en escapismo. Y en un tono mitad consejera y mitad juez le advirtió que no importaba el tamaño de su pena, no debía refugiarse en vicios, y mucho menos en aquellos que dejaban efectos tan visibles.
Allí la ex cayó en cuenta que tanto en la oficina, como en casa de su mamá, debió haber explicado claramente el origen de su aspecto. Pero a esas alturas solo pudo hacerlo con su amiga. La cosa era ridículamente sencilla. 

El médico especialista que, por coincidencia, era vecino, la había diagnosticado temprano. El síntoma podía ser indicio de algo grave pero no,  el suyo era un caso simple. Por eso fue fácil responderle al primero que lo había detectado en la mañana, su pequeño hijo. Era algo relacionado con contaminación del aire o simple cansancio. Nada relativo a llanto o consumo de sustancias prohibidas. Así se lo dijo antes de mandarlo para el colegio. Y el nené quedó tranquilo.
Finalmente, él fue el único que antes de apresurarse a sacar conclusiones o armar videos le hizo la preguntó obvia que todos los demás ignoraron.

¿Mamá, por qué tienes los ojos rojos?

jueves, 26 de noviembre de 2015

Darío contra la identidad corporativa


Puede que algunos, o muchos, odien su trabajo, pero Darío conoce un gremio que lo ama. Al trabajo, no a Darío. Él se refiere a quienes se ganan la vida poniendo logotipos empresariales en la ropa de trabajo. Nadie hace algo tan bien, con tanta dedicación, cuidado y aplicación concienzuda de la tecnología disponible solo por un salario. 

La revelación llegó cuando Darío perdió su empleo, pero en cambio quedó con una  abundante provisión de bluyines y camisas azules, suministrados por su exempleador. Y como feos no eran, decidió integrar las pintas laborales a su vestuario diario

Pero tanto las camisas como los pantalones estaban identificados con el logotipo de su expatrón, por aquello de la identidad corporativa. Además de ciertas implicaciones legales que alguna vez le habían explicado, dentro de sus vocaciones no estaba la de vitrina ambulante. Lo bueno era que en tiempos de desempleo pueden faltar muchas cosas, pero lo que sobra es tiempo. Así que Darío tomó la decisión de dedicarle un par de horas, a lo sumo una mañana, a quitar los logotipos. ¿Qué tan difícil podía ser?

Muy, pero muy difícil.

Ahí fue cuando descubrió que las personas que ponen logotipos realmente quieren lo que hacen. Le dedican tiempo, infraestructura y conocimiento. No es, como podría pensar un observador desprevenido, un simple pedazo de tela tejido a otro pedazo de tela.

No. De alguna misteriosa manera, el escudo queda a ambos lados de la camisa o pantalón. Entonces el plan inicial de arrancar no arrancó. Los intentos de retirar el parche mediante jalones fracasaron una y otra vez. Solo funcionaron en la más vieja de las camisas donde el escudo respectivo salió… con unos 20 centímetros de tela adheridos. Esa camisa hizo inmediato tránsito a trapo.

Eliminaba la fuerza bruta, quedaba el corte. Primero con tijeras, cuyo uso dejó unos hermosos agujeros donde antes había logotipos (y más trapos) Después el cuchillo, con similares resultados.  El trabajo demandaba un instrumento más preciso. Bisturí.

Cual cirujano, Darío empezó a cortar, lenta y pacientemente, los hilitos que sujetaban el logo. Descubrimiento. Esos hilitos estaban sobre otros hilitos, alrededor de más hilitos en una “hilambre” interminable. Cortaba y cortaba, pero siempre encontraba una nueva capa. Y con el agravante sangriento derivado de su escasa pericia con el bisturí. Nada que unas curitas no pudieran solucionar… pero hacer cortes precisos con los dedos vendados es tarea de titanes. Eso sí, cada vez había más trapos para oficios varios

Superada la fase paciente, llegó el momento de acudir a la “Ley de Charles”: “D echarles machete”. A lo bestia. Lima pequeña, lima grande, papel de lija, pulidora. ¿Resultado? Huecos pequeños, medianos, grandes, enormes. Y trapos en cantidades industriales.

Lo último que se supo del aprendiz de modisto fue que andaba buscando parches para tapar. Lo han visto por ahí con una imagen gigante del Che Guevara en el pecho, cuatro filas de flores en el bluyin y soles gigantes en relieve encima de los bolsillos.

También dicen que regala trapos.

martes, 24 de noviembre de 2015

Chantaje contra la estética


El director del noticiero preguntó cuatro veces e hizo una triple verificación para asegurarse de que su interlocutor era quien decía ser. Y sí, lo era. El legendario escritor PK. El que jamás aparecía en público y nunca, pero nunca, había concedido entrevistas. Y aunque su discreción era inversamente proporcional a la venta de sus libros, ninguno de sus admiradores o detractores conocía su cara, su nombre real u otro dato adicional de PK. Ni siquiera se sabía el significado de las iniciales, en caso de que lo tuviera.

Por eso si el hombre estornudaba en público era primicia. Y no quería estornudar. Quería hacer una declaración. ¿Condiciones? Sin preguntas. Diría lo que tenía que decir y se retiraría. ¿De acuerdo señor director? ¡De acuerdo señor escritor!

Escuchemos la declaración en mención. “Hace muchos años me separé. No tuvimos hijos. Pasé por el quinto piso hace rato y voy llegando al sexto. En redes sociales usaba un seudónimo que prefiero no divulgar, aunque ya esas cuentas no existen. No era un perfil falso, solo discreto. Con mis amigos virtuales intercambiábamos datos de literatura, películas y otras formas de arte. Para ellos yo era un aficionado a la cultura –realmente lo soy– pero nunca revelé mi identidad literaria. Tampoco era necesario.

Entre mensaje y mensaje comencé a tener contactos constantes con quien se identificaba como una mujer menor de 40. Del diálogo virtual pasamos al intercambio de imágenes y de este a una cita personal. En principio la cosa no pintaba bien. Al borde del fracaso total, le conté que PK y yo éramos la misma persona. La revelación tuvo éxito. Mucho éxito. Tanto que la dama y yo terminamos en una relación íntima. En el siguiente contacto virtual ella cambió el tono, anunció que la parte más privada de nuestro encuentro había quedado en video y pidió una enorme cantidad de dinero para que la pieza audiovisual respectiva no se divulgara a través de Internet.

Antes de cualquier cosa pedí ver el video. Sin entrar en detalles, debo anotar un par de puntos. Ustedes comprenderán que a mi edad ciertas características físicas pueden ser muy desagradables a la vista. Más cuando cuidar mi imagen personal nunca ha sido prioritario. Ahí es cuando uno se da cuenta para qué sirve la ropa. Otro: mi desempeño en las actividades de la película también son acordes con mi calendario. Es decir, lamentables. No solo por problemas técnicos, sino por otros atribuibles a la escasa pericia del piloto, o a que sencillamente ya olvidó como se hacían ciertas cosas. Uno no se da cuenta en el momento, pero cuando ve los toros desde la barrera es otra historia.

Esto para señalar que el video, más que una invasión a mi intimidad o algo inmoral es, básicamente, un atentado contra la estética. Tomé la decisión de no pagar y dejar que la dama y sus cómplices hagan lo que consideren conveniente y adecuado. Pero no estoy aquí para hacer denuncias. Estoy para pedirle disculpas a cualquier persona que tenga acceso a esa pieza audiovisual. Nadie se merece ver algo como eso. De verdad, qué pena con todos ustedes.”

Epílogo.  La identidad de PK se hizo pública, y durante un tiempo tuvo alguna atención de la gente hasta que otra noticia lo mandó al olvido. ¿Y el video? Muchos morbosos o curiosos lo buscaron. Algunos lo encontraron. Unos pocos lo miraron. Y de verdad ¡Qué pena con esa gente!


jueves, 19 de noviembre de 2015

La saga del pollo perfecto


Las razones por las cuales Eduardo estaba antojado son asunto de psiquiatras y psicólogos. Aquí nos limitamos a los hechos. Esa noche, el hombre quería pollo asado. El problema era de tesorería.  Fin de mes, poca plata. Y de familia porque aunque él era el antojado, ni modo de dejar por fuera del banquete a su mujer y sus hijos.

Los gastos del trasteo habían menguado el presupuesto. El tipo estaba estrenando apartamento y barrio. Lo bueno era que su memoria proyectaba una imagen del día de la mudanza. Un negocio cuyo letrero proclamaba el precio adecuado. Y con adicionales.

El pollo asado tiene estratos. El más alto corresponde a cadenas de restaurantes tradicionales, producción industrial, locales impecables, personal uniformado y domicilios centralizados a través del call center. A medida que baja el estrato desaparecen elementos. Los restaurantes son independientes. La producción está a cargo del solitario asador y la multifuncional cocinera. Los locales no son tan impecables. El personal se viste como quiere, limitado por las regulaciones sanitarias (a veces). Los domicilios entran por el celular prepago del dueño. Y cada cambio de estos va bajando el precio.

El negocio que recordaba Eduardo parecía carecer de domicilios, ser bastante flexible en la parte estética –tanto del personal como del local– e incluir opciones como “almuerzo” a precios sospechosamente cómodos. Se trataba de buscarlo. Así que el hombre se bajó del bus y empezó a callejear. 

Ahí fue cuando descubrió que si algo abundaba en su barrio eran los asaderos de pollo. De todos los precios y para todos los gustos. Fueron como dos horas calle arriba y calle abajo mirando menús o preguntando hasta que apareció el negocio de marras. La mesera-cajera-cocinera explicó que el pollo incluía papa y arepa. Como el hijo de Eduardo tenía su pelea particular con los tubérculos, el hombre pidió plátano.

Transcurrieron veinte minutos adicionales hasta que el pedido llegó convenientemente envuelto. ¿Cuánto es? ¡Cuánto! La cifra superaba la del letrero promocional. Le explicaron que el plátano era adicional. Que pena señora, no sabía, ¿será que lo podemos quitar? Claro señor, no hay problema

Problema no hubo, pero afán tampoco, 20 minuto más mientras se reorganizaba el pedido. Y a la hora de pagar, la infaltable pregunta ¿No tiene más sencillo? Los recursos del pollo formaban parte de un billete de 50 mil cuyo destino estaba milimétricamente repartido entre servicios públicos, mercado básico, y la cuota para la tía de los perfumes. 20 minutos más mientras el asador-mesero-mensajero consiguió cambio.

Cuando llegaron las vueltas Eduardo, afanado y preocupado por tener a su familia aguantando hambre, partió a paso presuroso. Creyó oír algo mientras se alejaba, casi al trote. Caminó bastante, porque el negocio era lejos de su casa. Llegó. Tarde, pero llegó. Abrió su morral y… no había pollo.

En el mostrador del negocio de marras reposaba su pedido, olvidado en medio del afán.

Esa noche, el pollo perfecto en la mesa de Eduardo mutó a huevos con cebolla y tomate improvisados por su recursiva esposa, complementados con arroz de la olla.

El antojo continúa.

martes, 17 de noviembre de 2015

Los talentos ocultos de Leonardo


El destino se manifestó a finales de la década de los 90. El mismo día en que se producía el estreno mundial de Titanic, también se dio el estreno absoluto de Silvi. Fueron muy diferentes. El de la película ocurrió en un glamoroso teatro, con alfombra roja, limosinas, fotógrafos y estrellas. El de Silvi, en la sala de partos de un hospital.

Cada debut, a su manera, trajo positivas consecuencias a los implicados. El del filme lanzó al estrellato a Kate Winslet y Leonardo DiCaprio, enriqueció a unos productores y garantizó premios y reconocimientos. El de la pequeña generó alegría entre parientes y amigos, y consolidó el trío de hijos de la familia con la presencia de la niña consentida.

Y se llamó Silvi –no Silvia, no Silvina, no Silvana– porque en opinión del flamante padres rimaba perfecto con el nombre de la abuela, Yovana. Pero Silvi Yovana quedó como referencia en el registro civil y la tarjeta de identidad, porque en su círculo cercano, mediano y lejano el segundo nombre nunca se usó.

La pequeña creció junto a cambios revolucionarios en la industria del entretenimiento. El video casero evolucionó hasta el DVD; los sistemas de televisión paga invadieron los hogares e Internet se convirtió en un canal para ver cine. Un día, por cualquiera de esto medios, “Titanic” ¡La película! captó la atención de la niña. Y a medida que pasó de niña a adolescente, el melodramático naufragio se le atravesó una y otra vez.

No sobra aclarar que el interés de Silvi por el filme de marras no tenía motivaciones náuticas, históricas o cinematográficas. Ella, al igual que millones de contemporáneas de todo el mundo, amaba platónicamente al protagonista. Y ella, al igual que millones de contemporáneas de todo el mundo, a medida que creció fue cambiando sus gustos por vecinos o amigos no tan meritorios, pero mucho más accesibles.

Entre tanto, el tiempo de estudiante de colegio terminó y, llego el momento de acceder a la universidad. Nunca fue gran estudiante, pero tampoco era mediocre. Era de esas niñas que cumplían sin destacarse, a veces con algo de trabajo pero nunca a nivel de desastre.

El asunto es que logró un desempeño aceptable en los exámenes de estado y en las pruebas de admisión de la universidad a la que aspiraba. El último obstáculo era la mitológica entrevista. Llegó con los temores heredados de mitos familiares e historias pasadas y presentes sobre interrogadores despiadados, errores fatales y detalles determinantes.

Iba, como no, disfrazada de ejecutiva, y previamente se había documentado de la actualidad  nacional e internacional. Sin embargo, algo no iba bien. Podía sentirlo. Hubo un momento en el cual Silvi dejó de mirar a su interlocutor y fijó los ojos en la pared detrás de él, con reproducciones de pinturas famosas. Una de ellas era La Monalisa.

El entrevistador notó que no lo miraban y para tratar de tranquilizar un poco a su nerviosa interlocutora le preguntó si le gustaba el arte. Silvi pensó que ese era el momento de ganar puntos y sin dudar un momento pronunció su sentencia de muerte académica.

- Sí señor, pero sobre todo La Monalisa, la que pintó Leonardo Di Caprio.

jueves, 12 de noviembre de 2015

Cómo jubilarse antes de tiempo


Se llama Eduardo. Es un profesional exitoso e independiente. Entre 30 y 40. Casa, carro, teléfono inteligente, vinos y postgrados. Aunque casado y con hijos, se creía joven. Hoy está cotizando geriatras, tomando agüitas y leyendo sobre tercera edad. Y todo por una pregunta.

Una mañana, Eduardo recibió el llamado de la democracia. Jurado de votación. El día de elecciones fue el primero en llegar. Ya en el pasado había cumplido esa función, normalmente acompañado de veteranos burócratas como maestros, secretarias u oficinistas. El mismo había trabajado alguna vez con el Estado.

Pero ese día el veterano era él. Compartía mesa con tres jóvenes - de esos que combinan trabajo y universidad - y con ella. Entre 20 y 24 años, cabellera larga, aspecto juvenil pero serio y un cuerpo que sin ser espectacular denotaba cuidado.
Ella era la presidenta, y asumió su papel con autoritarismo, repartiendo funciones e instrucciones. Los jóvenes intentaron, sin éxito, llevar la conversación más allá de las formalidades. Eduardo, por su parte, fingió indiferencia, aunque le pareció muy simpático que lo llamara “señor”.

Ocho horas son mucho tiempo. Entre voto y voto cada uno hizo un esbozo de su propia vida. Así, él supo que ella se llamaba Ester, que trabajaba en un banco, que estudiaba de noche, y ella supo que Eduardo había trabajado con el Estado. Y el caso es que llegó el momento del adiós.

Corrección. Era el momento de la inevitable cita con el destino. Nuestro profesional con carro se ofreció, generosamente, a transportar a sus compañeros de mesa. Y la providencia siguió pidiendo pista. Dos de los tres caballeros vivían cerca y un tercero tenía programado un encuentro en una tienda aledaña. En cambio ella dijo que sí, y en ese momento la seria presidenta comenzó a tomar cara de aventura extramatrimonial.

Mientras arrancaban, Eduardo, por iniciar conversación, le hizo un par de preguntas acerca de su trabajo. Ella respondió con monosilabos. Hubo un largo silencio. Y entonces vino la pregunta que tiene al sujeto en mención acostándose a las 8, usando gorro de lana y reservando cupo en los asilos de ancianos.

¿Y usted desde cuando se jubiló?

martes, 10 de noviembre de 2015

El deber cívico de orientar al turista


Visitante.– Buenos días, quisiera pedirle…
Local.– ¡No tengo plata!
Visitante.– No no, es que yo no soy de aquí y…
Local.– ¡Ya le dije que no tengo plata!
Visitante.– …y era para ver si usted me dice donde queda el museo.
Local.– Aaahh, claro.
Visitante.– Sí, el  museo.
Local.– El museo…
Visitante. – ¿El museo?
Local.– Eeeh, ¿cuál museo?
Visitante.– Usted sabe, el museo famoso de acá, el que promocionan en todo lado, el que tiene la colección esa de, de esas cosas históricas y muy importantes
Local.– Ah, ¡ese museo!
Visitante.– Sí, es que un amigo que es de acá me dijo que no me podía ir sin conocerlo.
Local.– ¿A su amigo?
Visitante.– No, al museo.
Local.– Pero por supuesto. Un visita por acá sin ir al museo es como si no hubiera venido.
Visitante.– Sí…
Local.– …, ¿Qué?
Visitante.– ¿Cómo llego?
Local.– ¿A dónde?
Visitante.– ¡Al museo!
Local.– Me hubiera dicho desde el principio. Présteme atención. Camine cuatro cuadras por esta misma hasta llegar a una plazoleta donde hay una estatua.
Visitante.– ¿De quien es la estatua?
Local.– … del tipo este, el de los libros de historia
Visitante.– Ah claro, ese tipo.
Local.–…bueno, en la plazoleta voltea a la izquierda. Al fondo va ver un edificio grande de colores, Camina  hacia allá y…
Local.– ¿Cuáles son los colores?
Visitante.– Colores de esos que tienen los edificios,
Visitante.– ¿Ahí queda?
Local.– …ahí no es. Tiene que voltear de nuevo a la izquierda y seguir caminando hasta encontrar una iglesia que tiene la estatua de un ángel en la puerta, justo al frente…
Visitante.– ¿Está el museo?
Local.– No, venden unas empanadas buenísimas, Se las recomiendo. Después de comerse su empanada camina tres cuadras más hacia el Norte y ahí sí.
Visitante.– Como sé cual es el Norte
Local.– El Norte es a la derecha
Visitante.– La derecha suya o la derecha mía.
Local.– La derecha mía o sea la suya cuando esté mirando para donde yo estoy mirando
Visitante.– Entonces voy tres cuadras a la derecha y ahí sí.
Local.–  Sí.
Visitante.– Llego al museo.
Local.– No, ahí encuentra una estación de Policía dónde puede preguntar, porque para decirle  la verdad, no tengo ni idea cuál es ese museo del que estamos hablando.

jueves, 5 de noviembre de 2015

Caballeros en retiro


Con justicia, hay que decirlo, el personal femenino ha ido ganando batallas en la lucha por igualdad de derechos frente al personal masculino. Sin embargo, hasta la feminista más recalcitrante tiene que reconocer que, en algunos casos, se les fue la mano. Y es que en la lucha por acabar con el machismo, arrasaron de paso su faceta positiva, la caballerosidad.

Por eso las mujeres de hoy pagan cuentas, cargan cajas, mueven muebles, abren las puertas, arreglan electrodomésticos, pintan mesas y destapan frascos. Claro, las de antes también hacían lo mismo, siempre y cuando no hubiera un caballero en la línea de fuego. Esas eran cosas de hombres, si los había.

Hoy en día, los tipos se descararon. Así, no es extraño ver un par de damas cargando 30 kilos de sofá de un lado a otro de la casa mientras el personal masculino las ignora, o en un caso de extrema generosidad les ayuda ...a abrir la puerta.

En defensa de los portadores de testosterona habría que decir que no es que no puedan o no quieran. Simplemente no se les ocurre. Una adecuada - y conveniente - combinación de respeto por sus semejantes femeninos y pereza bien administrada hacen que no hagan nada, a menos que se les pida.

En el otro lado, la mezcla es de sensibilidad y orgullo. El eterno femenino presupone que los hombre deben entender las cosas sin necesidad de que se las digan.

El resultado de esto suele ser una pareja incomunicada, y una mujer subiendo cajas al segundo piso mientras él ve fútbol en la televisión, o en el mejor de los casos vuelve a acomodar el tapete.
Existe otra situación. La típica es así. Un domingo cualquiera ella decide reorganizar los muebles del cuarto. Mientras el marido toma cerveza con sus amigos en la tienda, ella mueve mesas de noche, escritorios, tocadores y hasta la cama.

Cuando la esposa está empujando el tocador de guayacán hacia la ventana aparece él, quien se queda mirando a esa dama sudorosa y cansada, cuya musculatura se encuentra tensa como consecuencia del esfuerzo físico. Ella lo mira a los ojos y ve en ellos el brillo de un ayudante en potencia

Entonces él se acerca y le dice, con tono autosuficiente.

“Mi amor, mejor pon el tocador al lado del baño.”

Y arranca para el televisor.

martes, 3 de noviembre de 2015

Ese muchacho necesita enfocarse


Jairo Alberto nunca va. No acude a las reuniones familiares ni a los encuentros sociales. No pelea, pero se limita a lo estrictamente necesario. Así es en todas las facetas de su vida. El difunto tío Isaías lo decía constantemente: este muchacho necesita enfocarse.

Por eso, todos pusieron cara de sorpresa cuando se apareció en la fiesta informal de halloween organizada por la tía. Su presencia no era desinteresada. El hombre forma parte de las estadísticas de desempleo y se le ocurrió una manera sencilla de ganar unos pesos: manipular sentimentalmente a sus parientes con fotos de sus hijos disfrazados.

Para ello tiene una cámara muy sofisticada, aunque ignora la utilidad del 99 por ciento de sus botones, perillas, aplicaciones y demás artilugios. Sabe dos cosas. Que el modo automático toma buenas fotos, y que el lente tiene un botón que se mueve para enfocar manual o automático, el cual debe estar siempre, como no, en automático.

En la reunión familiar, la cosa pintaba bien de entrada. Tres o cuatro bebés que aún no alcanzaban el año caracterizados de peluches. Modelos ideales para fotos… como pudo constatarlo en los celulares de los presentes, en el grupo guasap de la familia y en todas las redes sociales antes de que pudiera sacar su propia cámara.

Plan B, buscar al más fotogénico. En este caso era un pequeño de cabello rubio y ojiazul. Jairo se acercó a la madre en plan de vendedor al tiempo que ella sacaba de su cartera… una cámara. Una cámara llena de botones y perillas, como la de él. Botones y perillas que ella empezó a manipular evidenciando un grado de conocimiento inversamente proporcional a la ignorancia de Jairo y su modo automático.

Bien, eliminados los bebés y los fotogénicos, quedaban los niños normales. Los traviesos, brincones, inquietos… insoportables. Aquellos que no posan, sino que corren, juegan y gozan. Y que pronto descubren un nuevo juego; dañarle las fotos al pariente. Así que los pocos que aceptan unos segundos de quietud se dedican a hacer caras, saltar, evadir la cámara, manotear y demás monerías que los padres tal vez quieran recordar, pero es poco factible que estén dispuestos a pagar por imágenes de las mismas.

Mientras Jairo manipula botones y perillas para tratar de congelar  –fotográficamente hablando– sus pequeños y movidos parientes, ocurre el milagro. Aparecen los  grandes.

Los grandes llegan en patota y van de pasada, camino a fiestas de grandes. Sus disfraces son alquilados, elegantes, costosos. Sensuales ellas, varoniles ellos. Todos a la moda. Complementados con maquillaje, muchas veces de salón. Este combo enorme de primos y primas adora la idea de quedar inmortalizados en alta resolución. Y tiene con qué pagar. Allí está la plata. Fotos individuales, fotos en grupo, fotos haciendo caras relativas a sus personajes, fotos coquetas. Media hora de clics que termina con la salida en masa hacia la fiesta. Jairo sonríe mientras hace cuentas.

Cuentas que mostraron ser alegres por un pequeño detalle técnico que el hombre solo descubrió al pasar los archivos a su computador. Todas las fotos estaban desenfocadas. En sus esfuerzos desesperados por ajustar el equipo para capturar –fotográficamente hablando– a los niños, había movido la perilla del lente que ponía el enfoque en manual.

200 fotos perdidas. La vida le dio la razón al tío Isaías. Jairo necesitaba enfocarse.

jueves, 29 de octubre de 2015

Cacarear 2.0


Hace miles de años, por razones que les dejo a los zoólogos y demás profesionales que sí saben de eso, algún antepasado del Gallus Gallus Domesticus, (hembra ella, para más señas) creó la Internet 2.0

No, no había redes sociales. No, no existía la WWW. No, no había radio, no había televisión, ni siquiera periódicos, Y la protagonista, por razones obvias, no era que tuviera muchos medios de expresión. Pero lo que hizo abrió el camino para lo que hoy en día se replica a través de millones de dispositivos entre computadores, tablets, teléfonos, televisores inteligentes, relojes y gafas. Cacarear

De ese histórico acto, cuya autora primigenia ha sido olvidada por la historia, queda un dicho popular que resume el estilo de vida del mundo moderno “lo importante no es poner huevos, sino cacarearlos”.

Los usuarios de la tecnología de información y comunicaciones no ponen huevos –creo– pero trabajan, se reúnen con amigos, recorren el mundo y recorren el barrio. Tienen hijos que nacen, crecen, cumplen años, hacen la primera comunión, desarrollan talentos, se gradúan como 20 veces y hacen monerías. Y siguiendo el ejemplo de nuestra gallina sus padres cacarean constantemente cada uno de estos momentos.

No es necesario aletear los brazos al ritmo del cocorocó. Miles de millones –un jurgo, mejor dicho- de textos, mensajes, fotos y videos en las plataformas le cuentan al mundo sobre rutinas, logros o gustos propios o familiares. Ahora, una cosa es contarle al mundo, y otra que el mundo haga caso. Lo que en un principio era divulgación de logros ha ido evolucionando a una competencia por acumular comentarios, “me gusta”, retuiteos, visitas, caritas felices o pulgares arriba. La meta es una sola: ser virales.

Eso de ser viral era como maluco hace años. Viral viene de virus, que suena a enfermedad contagiosa y epidemia. Pero ahora el sueño de cualquier usuario de redes sociales es competirle a los microbios. Que su mensaje, su foto, su video, se riegue por el mundo como la peste. Tener sus 15 minutos de fama (u 11, que es el promedio de un trending Topic en twitter (dato sacado de aquí, gracias Mario)

Ahora, hay gallinas que ponen y cacarean pero se dedican a otras cosas, mientras que otras necesitan que su ovíparo acto se difunda lo más posible para poder subsistir.  Aceptemos que este comportamiento es comprensible y necesario para quienes viven de un público como vendedores, polìticos, cantantes, actores y modelos. Pero en otro tipo de expresiones artísticas y laborales se supone que el huevo se defendía solo.

Ya no. Los escritores, directores de cine, escultores, pintores, teatreros, periodistas, fotógrafos, blogueros, médicos, investigadores, políticos, ingenieros, arquitectos y demás subespecies están obligados a armar tremenda bulla cada vez que producen algo y si la bulla incluye algún ingrediente escandaloso, preferiblemente sexual –un beso entre colegialas, bastante gente sexy medio empelota o una mujer desnuda sobre una bola de demolición– mucho mejor

Curioso mundo este donde todo el mundo quiere ser gallina.

Si no cacareas, no existes. 

martes, 27 de octubre de 2015

Invertir en el silencio


Por enésima vez, un vecino encara al joven. Por enésima vez, educadamente se le pide que baje el volumen de la música. Por enésima vez se le explica como el alto volumen afecta la calidad de vida, el sueño de la gente e incluso su salud. Y por enésima vez el interpelado, con su habitual desparpajo y su tono digamos, caribe, responde algo así como “pero vecino, no entiendo porque a ustedes no les gusta la alegría”.

Al igual que todos los residentes, el interlocutor de turno conoce la traducción: “voy a seguir oyendo música y solo la callaré si viene la Policia, aunque cuando esta se retire la música volverá”. El vecino pone cara de circunstancia, mira al joven directamente a los ojos y en tono solemne anuncia… “Yo no quería hacer esto, pero usted nos obligó”…

Y antes del desenlace, veamos los antecedentes. La mayoría de los habitantes del edificio son parejas cuyos hijos ya armaron su vida. La edificación pasó por etapa de niños, de adolescentes, de jóvenes y ahora está en etapa de adultos mayores.

Los adultos mayores prefieren la tranquilidad. La que reinó hasta cuando una familia compró apartamento para que su hijo estudiara en la capital. El joven resultó aficionado –como mostraba la evidencia de todos los fines de semana– a la música estridente hasta el amanecer, acompañado de amigos con gustos similares. Ahora, en honor a la justicia hay que decir que el hombre sería escandaloso, pero grosero no era. Ningún vecino o celador de los que se han turnado en hacerle el reclamo ha recibido respuestas agresivas o disonantes. Pero la música no baja.

Como las autoridades competentes solo solucionaban momentáneamente el problema, los vecinos, cansados, se reunieron en asamblea extraordinaria. Claro, había opciones legales que implicaban un buen pleito; largo, aburridor y costoso. Don Gómez, del 501, preguntó si se podía contactar a los propietarios del inmueble. La respuesta fue que los dueños, es decir los padres del joven, sencillamente no creyeron que su muchacho fuera tan irresponsable. Y Don Gómez no dijo más y durante unos días nadie lo vio por ahí.

Don Gómez, por cierto, parecía tener una posición económica bastante holgada. Él no hablaba mucho del tema con sus vecinos, aunque alguna vez soltó una máxima que resumía sus finanzas personales. “Plata invertida, pero bien”.

A propósito de Don Gómez, él es quien está frente a frente con el joven. El vecino es viejo, pero grande. Los amigos del joven acuden a  la puerta, porque perciben algo amenazante. Gómez,  con un movimiento rápido se corre hacia la derecha. Detrás de él aparece una mujer de edad indefinible, delgada, de aspecto frágil y rostro arrugado.  Minutos después los amigos del joven salen corriendo del apartamento para nunca volver. Y al interior solo se oye la cantaleta interminable de la señora, mientras que, de vez en cuando, el joven intenta intervenir, sin poder pasar de un “…pero mamá”.

Al día siguiente, en improvisada asamblea extraordinaria de vecinos el exrumbero pidió excusas, y se comprometió, lo que cumplió a cabalidad, a terminar sus jaranas semanales. Don Gómez no fue a la reunión. El viaje hasta el pueblo del joven, la búsqueda de su familia, la invitación a la capital para la madre, y la representación en la puerta del apartamento lo habían dejado cansado, y un poco menguado en sus ahorros.

Pero esa plata estuvo bien invertida.

jueves, 22 de octubre de 2015

Doña Tránsito no tiene la culpa


Esta es una típica historia de amor. Comienza con ese romance donde todo parece perfecto. Pero tarde o temprano alguna nube empaña el cielo azul de la pasión. Las nubes anuncian tormentas, lloviznas o, por lo menos, cambios en temperatura y visibilidad. Y el mundo almibarado de la pareja de turno comienza a tener sus gusticos amargos.

Los enamorados son Bogotá y su sistema de transporte público, Transmilenio. Los buses con carril exclusivo, paraderos fijos y tarjetas para pago de pasajes. Hace como 10 años, cuando el galán con ruedas llegó, la ciudad se rindió a sus pies y durante un breve periodo vivieron ese romance de película al que aludíamos en el primer párrafo.

No recordamos si los hechos ocurrieron durante la fase del feliz noviazgo, o cuando ya despuntaban los primeros problemas de pareja. Los buses del sistema no solo se mueven para transportar pasajeros. También deben hacerlo para trasladarse desde su parqueadero a donde comienza la ruta, para cuestiones técnico mecánicas, para cambiar de conductor, o por cualquier otra razón que debe ser completamente válida.

Cuando un bus en movimiento estaba fuera de servicio lo informaba a través de un letrero que decía, como no, fuera de servicio. Es la lógica de que en el baño de caballeros debe decir baño de caballeros; en la entrada, entrada, y en la entrada prohibida … prohibida la entrada.

Pero como en toda historia de amor, la lógica brilla por su ausencia. Aquí es donde entra la tercera persona, Tránsito. No la autoridad municipal de movilidad. Tampoco la “Actividad de personas y vehículos que pasan por una calle, una carretera (Drae, segunda acepción)”. Aludimos a las mujeres bautizadas con ese nombre que se refiere a la tradición católica de que la Virgen María hizo “tránsito” en cuerpo y alma al cielo.

Tránsito suena a mujer trabajadora. Y de la clase proletaria. Suele llevar un María –ver teología en párrafo anterior–. Difícil encontrar a Tránsito, candidata departamental al reinado nacional de la belleza; o a la doctora Tránsito, CEO o por lo menos vicepresidente de una multinacional. En cambio la señora Tránsito que labora en el servicio doméstico, tiene una peluquería, se dedica a la costura, presta servicios de enfermería a domicilio o atiende clientes en un almacén de telas suena más común.

Además, como no ocurre con su tocayo institucional, el nombre tiene un componente de eficiencia. Las historias de doña Tránsito solían ser positivas y elogiosas, hasta que a ese publicista, ese ingeniero, o a ese comité se le ocurrió la idea genial de reemplazar el letrero de “Fuera de servicio” por uno que dice “En tránsito”. Un ejemplo más de quienes creen que para solucionar un problema solo hay que cambiarle el nombre.

Hoy, estaciones abarrotadas en horas picos y buses tan demorados como llenos han convertido el romance inicial entre Bogotá y Transmilenio en un matrimonio por descarte. Hoy, cada vez que aparece –y es bastante seguido- un automotor con el consabido letrero el ciudadano no entiende, se exaspera, maldice, mira el reloj e interna o externamente desahoga todo su odio contra el sistema, la alcaldía, las autoridades y, sobre todo, contra ese bus que se dedica a pasear en vez de trabajar.

Tránsito se volvió sinónimo de la ineficiencia del sistema.

Doña Tránsito y sus demás tocayas no tienen la culpa. 


martes, 20 de octubre de 2015

Perdidos en el chaleco


Humberto es un tipo con suerte. En estos tiempos de desempleo él tiene tres puestos. Sí, tres. Claro que entre los tres a duras penas suma un poco más del mínimo, pero eso es otro cuento. El asunto es que este acaparador laboral ejerce simultáneamente como mensajero en una oficina de arquitectos, una concesionaria de carros y una agencia de chance.

El truco consiste en que como la ciudad es pequeña, las diligencias se suelen concentrar en el sector céntrico. Es más, muchas veces son en el mismo banco, la misma entidad estatal, o la misma cafetería. Además los horarios lo favorecen, pues los del chance inician labores a las ocho, la concesionaria abre a las nueve y los arquitectos llegan a sus oficinas hacia las 10.30.

Claro que su cómplice mayor es la tecnología. Los del chance le dieron celular, los de la concesionaria avantel y los arquitectos smartphone. Estos artilugios, además de convertir a Humberto en una especie de vitrina ambulante de sistemas de comunicación, le garantizan constante contacto con sus jefes sin necesidad de ir a la oficina.

El problema no es tener los aparatos. El problema es cargarlos, junto con la billetera, los esferos, el llavero, la pata de conejo, el monedero, el pañuelo, el maletín, el celular propio y los encargos de las secretarias. Inicialmente el equipo de comunicaciones iba dentro del maletín, pero la poca audibilidad amenazaba su estabilidad laboral. Luego optó por colocárselos en el cinturón, hasta que el peso excesivo le tumbó los pantalones en la fila del banco. Como trabaja en tierra caliente, el baño de sudor le hizo descartar desde la primera hora la idea de la chaqueta.

Fue precisamente ese día cuando pasó frente a la vitrina de los televisores y vio los chalecos de periodista. Originalmente concebidos para la pesca, no tienen mangas, pero en cambio abundan en bolsillos y cremalleras. Humberto vio en esa prenda la solución textil a sus angustias e invirtió en uno que contaba con 17 bolsillos distribuidos estratégicamente con sendas cremalleras.

Ahora, cuando suena un celular, mira el monedero. Recibe llamadas de avantel y contesta con la billetera. Trata de sacar monedas del otro celular para pagar el bus. Firma los cheques con las llaves y una vez iba a hacer una llamada con las medias veladas que le encargó la secretaria de la concesionaria.

Es que nunca, pero nunca, le acierta al bolsillo adecuado.

jueves, 15 de octubre de 2015

Cuestión de dignidad


Están ahí, parados en algún punto del centro comercial, al lado del teléfono, en la puerta del almacén, frente a la caseta de dulces, en la esquina suroriental del parque, sentados en la cafetería. Miran nerviosamente el reloj, y tratan de disimular su condición observando una vitrina, hojeando una revista, fumando un cigarrillo, consultando el teléfono o silbando despreocupadamente el tema de moda. Pero por más que lo intenten, es como si llevaran un letrero enorme en la frente: ME DEJARON PLANTADO.

Ya se pasaron los 10 minutos del trancón, los quince reglamentarios, la media hora de por ser a usted y la hora de por si acaso. Ya han observado detalladamente cuanto bus, buseta, taxi, o colectivo se ha detenido en tres cuadras a la redonda. Ya se hizo el repaso mental de las condiciones de la cita. Ya se verificó si esa era la esquina, el almacén, la caseta y la hora. Ya se intentó, - obviamente sin éxito - confirmar vía celular, whatsap, fijo, y... nada.

En ese momento ellos y ellas tratan de parecer normales. Pero saben que de todos los puntos cardinales miradas entre burlonas y compasivas los señalan. Saben que los tres viejos que toman cerveza en la tienda al aire libre cuchichean en voz baja sobre su suerte. Saben que la seriedad del policía de turno esconde una mueca burlona. Saben que el vendedor ambulante que les ha ofrecido tres veces una caja de chicles los tiene detectados

En ese momento ellos son los fracasados del mundo. Los que creyeron que eran importantes para esa persona. Los que consideraron que las sonrisas en la oficina, el colegio, la universidad eran algo más que mera cortesía. Los que vieron con el deseo un sentimiento inexistentes en quien no llegó. Los que caen una y otra vez en la misma ilusión fallida.

Y sin embargo esperarán hasta el último momento. Hasta cuando la calle se vaya quedando sola. Hasta cuando cierre la taquilla del cine. Hasta cuando el empleado de la cafetería les diga "Que pena pero vamos a cerrar". Y en ese momento, se levantarán despacio y sentirán deseos de gritarle al mundo que se acabó. Ya no más, Es suficiente. Es la última vez. Que se vaya para la....

Y cuando agarren a patadas al vendedor ambulante de los chicles, le rompan las botellas de cerveza a los viejitos en la cabeza o terminen en la permanente por echarle la madre al policía de turno tendrán sólo una explicación. Era cuestión de dignidad.