Joaquín es el hombre de la casa pero en versión posmoderna.
La traducción es que su esposa, Sandra, trabaja. Él se encarga de las
actividades del hogar, léase aseo, cuidado de los niños, cocina y compras, entre otros.
El hombre se graduó de amo de casa por cuenta del desempleo.
Ni él ni Sandra tienen la intención o el tiempo para meterle reflexiones de
igualdad de género al asunto. Simplemente esa es su vida. Es más. La jornada en
día laboral tiene un punto de giro que, objetivamente, clasificaría como
machismo. Incluso en su faceta defendible, como es la caballerosidad.
La tecnología ayuda. A punta de mensajes telefónicos Joaquín sabe
el momento exacto en que llega el bus que trae a su señora de vuelta al hogar. Y todas las noches –con luna o sin ella,
en tiempo seco, llueva, truene o relampaguee– está ahí para darle la mano a
Sandra, ayudarle a descender, saludarla con un beso y recorrer juntos los 150
metros que hay entre el apartamento y el paradero.
Guillermo no sabe nada de esto. No conoce a Joaquín, no
conoce a Sandra, no tiene problemas de
empleo, y ese día en particular se vistió de marrón (chaqueta) y azul (yin). Su
jornada transcurrió normalmente. La única novedad al salir fue esa leve
llovizna que refrescaba la noche.
Leve llovizna que en pocos minutos había evolucionado a
tremendo aguacero. Aguacero de esos que mueven la ciudad en cámara lenta. De
esos que convierten las calles en arroyos. De esos que reducen al mínimo el
campo visual de quienes se atreven a –o les toca– salir a la calle. Es decir de
esos en los que no se ve nada.
Guillermo tiene un problema adicional. O no lo tiene. No
tiene paraguas. A medida que el bus avanza y la distancia entre su destino y su
posición actual se reduce, la mente va diseñando estrategias para mojarse lo
menos posible.
Cuando restan pocas cuadras, comienza el operativo. El
hombre se levanta y rápidamente se ubica de primero en la puerta. No es un
capricho. La combinación de elementos como semáforos, tránsito, vehículos en la
calzada y velocidad del bus hacen que cada segundo sea invaluable. Bajarse de
primero o de segundo puede ser la diferencia entre cruzar la calle o quedar
atrapado en la acera, a merced de los elementos.
Por eso tuvo que empujarse un poco con otro pasajero. ¿O
pasajera? La verdad ni se fijó. El bus
para, la puerta se abre, una mano amiga le ayuda a descender, –detalle
cortés– lo atrae –detalle sospechoso– y
le da un casto beso en la boca –detalle desconcertante–.
Guillermo y Joaquín se miran a los ojos antes de reaccionar.
Como si acabaran de electrocutarse mutuamente, se sueltan y, en un movimiento
sincronizado dan un paso atrás. O mejor, un salto. Aunque la lluvia no ha
cedido un milímetro, a ninguno de los dos le importa si se moja o no. Y no
saben qué hacer o qué decir.
Sandra sí sabe. Entiende lo ocurrido en fracciones de
segundo. Pero no puede hablar porque está en medio de un incontrolable ataque
de risa. En la mano aún tiene el teléfono con el último mensaje que intercambió
con su esposo: “ya llego mi amor, recuerda, tengo la chaqueta marron y un
bluyin”.