jueves, 30 de marzo de 2017

Encuentro en la lluvia

Joaquín es el hombre de la casa pero en versión posmoderna. La traducción es que su esposa, Sandra, trabaja. Él se encarga de las actividades del hogar, léase aseo, cuidado de los niños, cocina y compras, entre otros.

El hombre se graduó de amo de casa por cuenta del desempleo. Ni él ni Sandra tienen la intención o el tiempo para meterle reflexiones de igualdad de género al asunto. Simplemente esa es su vida. Es más. La jornada en día laboral tiene un punto de giro que, objetivamente, clasificaría como machismo. Incluso en su faceta defendible, como es la caballerosidad.

La tecnología ayuda. A punta de mensajes telefónicos Joaquín sabe el momento exacto en que llega el bus que trae a su señora de vuelta al hogar. Y todas las noches –con luna o sin ella, en tiempo seco, llueva, truene o relampaguee– está ahí para darle la mano a Sandra, ayudarle a descender, saludarla con un beso y recorrer juntos los 150 metros que hay entre el apartamento y el paradero.

Guillermo no sabe nada de esto. No conoce a Joaquín, no conoce a Sandra,  no tiene problemas de empleo, y ese día en particular se vistió de marrón (chaqueta) y azul (yin). Su jornada transcurrió normalmente. La única novedad al salir fue esa leve llovizna que refrescaba la noche.

Leve llovizna que en pocos minutos había evolucionado a tremendo aguacero. Aguacero de esos que mueven la ciudad en cámara lenta. De esos que convierten las calles en arroyos. De esos que reducen al mínimo el campo visual de quienes se atreven a –o les toca– salir a la calle. Es decir de esos en los que no se ve nada.

Guillermo tiene un problema adicional. O no lo tiene. No tiene paraguas. A medida que el bus avanza y la distancia entre su destino y su posición actual se reduce, la mente va diseñando estrategias para mojarse lo menos posible.

Cuando restan pocas cuadras, comienza el operativo. El hombre se levanta y rápidamente se ubica de primero en la puerta. No es un capricho. La combinación de elementos como semáforos, tránsito, vehículos en la calzada y velocidad del bus hacen que cada segundo sea invaluable. Bajarse de primero o de segundo puede ser la diferencia entre cruzar la calle o quedar atrapado en la acera, a merced de los elementos.

Por eso tuvo que empujarse un poco con otro pasajero. ¿O pasajera?  La verdad ni se fijó. El bus para, la puerta se abre, una mano amiga le ayuda a descender, –detalle cortés–  lo atrae –detalle sospechoso– y le da un casto beso en la boca –detalle desconcertante–.

Guillermo y Joaquín se miran a los ojos antes de reaccionar. Como si acabaran de electrocutarse mutuamente, se sueltan y, en un movimiento sincronizado dan un paso atrás. O mejor, un salto. Aunque la lluvia no ha cedido un milímetro, a ninguno de los dos le importa si se moja o no. Y no saben qué hacer o qué decir.

Sandra sí sabe. Entiende lo ocurrido en fracciones de segundo. Pero no puede hablar porque está en medio de un incontrolable ataque de risa. En la mano aún tiene el teléfono con el último mensaje que intercambió con su esposo: “ya llego mi amor, recuerda, tengo la chaqueta marron y un bluyin”.

martes, 28 de marzo de 2017

El pantallazo

Sin demeritar a sus realizadores, ese programa no lo veía nadie.

No solo era su emisión a través del canal institucional, sino su desastroso horario - martes 11 p.m. - y la carencia de presupuesto para hacer una producción que llamara la atención de los televidentes.

Fue esa escasez desesperada de recursos la que llevó a la idea de entrevistar a algún profesional común y corriente, como si fuera una conversación de colega a colega, o de jefe a subalterno.

Eso implicaba un trabajo de uno o varios días, porque había que moverse en diferentes ambientes. Dicho de otra manera, necesitaba que la fuente fuera muy colaboradora, es decir, que fuera amiga. 

Así que la asistente de dirección le pidió a su novio, un ingeniero adusto, modesto y trabajador, que sirviera de conejillo de indias. Este aceptó por dos razones. Por amor y porque al fin y al cabo... ¡ese programa no lo veía nadie!

La cantidad de ridículos, desaciertos, torpezas y repeticiones que se produjeron en la grabación darían para un tomo en la historia universal del “chambonazo”. Dos semanas después el programa salió al aire, precisamente en la fecha en que se vencía un contrato que nunca fue renovado. Es decir, que también salió del aire. Pero el daño... ya estaba hecho.

Esa noche el ingeniero recibió cuatro llamadas telefónicas, y durante el mes siguiente tuvo que soportar desde comentarios inocentes hasta bromas pesadas, pasando por la inevitable comparación irónica con el actor de moda, el animador estrella y, como no, Amparo Grisales; y el escándalo callejero de un compañero que empezó a gritarle en plena calle: “¡Yo lo vi en televisión, yo lo vi en televisión!”

Su entrevista se volvió punto de referencia en la oficina donde la historia laboral se dividió en antes y después del “pantallazo”. Su jefe, quien nunca lo había tenido en especial estima, iniciaba cualquier petición con la frase “si su trabajo en televisión le deja tiempo...”

Se encontraba con un ex compañero de colegio, al que llevaba 10 años sin ver y la conversación siempre comenzaba con ...”yo lo vi que día en un programa”.

Lo presentaban a algún desconocido y este se quedaba mirándolo hasta que soltaba la inevitable pregunta “oiga, ¡usted no es el que salió una vez en...?”

Y el ingeniero, sonrojado, molesto y resignado solo atinaba a responder.

“Sí, pero esa vaina no la veía nadie”.

jueves, 23 de marzo de 2017

Amor en consulta

Patricia se había propuesto encontrarle pareja a su mejor amiga. Sandra. Sandra y Patricia eran psicólogas, compañeras de universidad, de aventuras y de anécdotas. Pero mientras la primera había formado hogar, Sandra seguía sola.

Y no era por falta de méritos. Más bien por exceso. Sandra era hermosa -ojo, no bonita, hermosa-, inteligente, bien organizada económicamente y con una clara visión de sus objetivos y metas en la vida. Es decir, el tipo de mujer que asusta al hombre promedio.

Para ella se necesitaba un personaje excepcional. Y Patricia tenía entre sus prioridades particulares encontrarlo. Una noche Patricia y su esposo recibieron la inesperada visita de Parmenio, un ingeniero de petróleos, amigo de infancia del cónyugue.

Tras años de permanencia en el extranjero había sido trasladado a Colombia. Y era -y aquí Patricia se empezó a interesar- soltero.

En la búsqueda de pareja para su amiga, e influenciada por su formación profesional, Patricia había diseñado un test de compatibilidad, que aplicaba de manera muy sutil a todos los potenciales aspirantes.

El resultado de Parmenio fue de 93 sobre 100. No cabía duda. Ese era.

Así que el paso siguiente fue organizar un encuentro “casual”. Las cosas transcurrieron positivamente. Sandra y Parmenio entablaron una animada conversación. Había química. Al final, lo previsible, Parmenio le pidió el teléfono a la sicóloga.

Dos días después, Patricia habló con su amiga, como quien no quería la cosa, para verificar el resultado de su trabajo como Cupido.

 - ¿Y te llamó Parmenio?

Un tono sospechosamente desconsolador acompañó el “sí” que sonó al otro lado de la línea.

- ¿Y se van a volver a ver?

- Sí, en mi consultorio.

 - ¿Cómo?

 - Quiere que sea su psicóloga, para que lo asesore en la búsqueda de su pareja ideal.

martes, 21 de marzo de 2017

Un fugaz instante de ilegalidad

Alonso es un tipo legal. Es decir que es de los que cumple la ley. La mayor parte de las leyes, la mayor parte del tiempo. Como no es un tipo viajado, ignora como funcionan las cosas en otros países. Pero aquí el asunto es así. Como quedar medio embarazado, citando al profesor Arnaldo.

Es más. El sujeto realmente se esfuerza. Sin ser necesaria la presencia activa de la autoridad. Pero a veces –muy pocas, insistimos– tiene sus deslices. Nunca de Código Penal, más bien de Código de Policía. O de normas básicas de convivencia.

Hablamos de botar un papel en la calle, de atravesar la vía por sitio restringido, de ignorar un semáforo por cuenta del afán, de decir algo en voz alta en zona prohibida, de no ceder el puesto en una fila a persona en condición especial, de poner a  funcionar el altavoz del celular en sitio silencioso, de subir en bicicleta a un puente peatonal…

Otro punto a favor de Alonso es que sus esporádicas incursiones por el campo de la ilegalidad casi nunca tienen lo que los abogados llaman dolo y la gente normal intención. Simplemente se despista un poco, se distrae y comete el desliz de turno. Y cuando puede lo repara.

Sin embargo, sus contravenciones nunca pasan desapercibidas. Siempre lo ve alguien. Quien lo ve no es autoridad competente. No es observador  neutral, No es peatón despreocupado. No. Es, cómo describirlo, ese personaje que siente la obligación moral de salvar al mundo. De hacer la diferencia. De iluminar a quienes se han desviado del camino políticamente correcto. De abstenerse del silencio cómplice ante los comportamientos reprochables de aquellos que no comparten su conciencia universal.

La vaina es una especie de  magnetismo. Alonso comete alguna falta menor y a pocos metros hay siempre un ambientalista, un cívico, un consciente, un ideólogo, un comprometido, un apasionado, un fundamentalista, un proactivo que no está dispuesto a quedarse callado.

En términos más criollos, el típico sapo que anda pendiente de los errores ajenos para echarle un sermón.

Así que cuando Alonso deja caer el primer  recibo de cajero automático del año (estamos en septiembre) una amable señora en tono irónico le indica donde está la caneca más cercana. Por una vez se olvida de poner el celular en vibrador en la iglesia  y ante el primer tono de llamada ya le están diciendo que respete. Pedalea cuesta arriba en el puente peatonal de 4 carriles donde el único peatón (y persona) presente le reprocha que no se baje de la cicla. Está despistado en el bus cuando alguien lo regaña por no cederle el puesto a la embarazada que ni siquiera había visto.

Y así sucesivamente. Cada vez que se equivoca alguien lo convierte en objeto de sanción social. Mientras el regañón de turno habla, los demás lo miran con cara de “por tipos como usted es que estamos así”. No hay defensa posible.  Ni siquiera intenta explicar que el normalmente no asume esos comportamiento, que él se preocupa por ser legal, que intenta ser socialmente responsable.

Nada que hacer. El mundo se divide en buenos y malos. Y Alonso es el malo por cuenta de un fugaz instante de ilegalidad… con un testigo políticamente correcto.

jueves, 16 de marzo de 2017

Dulce tragedia

Fueron tres meses de dulzura. 90 días recorriendo las calles en busca de presentes que expresaran, con sabor, los sentimientos que su boca era incapaz de decir.

Dejó la responsabilidad del sentimiento en un paquete de caramelos de leche. O en esa chocolatina suiza que encontró tras varias horas de camino por rutas desconocidas. Se convirtió en su rito particular. Sin habérselo propuesto tenía un compromiso. No dejaría pasar un solo día sin comprar sonrisas con algún detalle azucarado.

Porque estaba enamorado, pero no era capaz de expresarlo. Y un día, le sobró un confite después del almuerzo. Así que sin planear nada se lo entregó a ella, a la esquiva dama de ojos grandes, a esa que le había robado el corazón desde cuando la vio por primera vez.

Y le conoció la sonrisa. Y los ojos se vieron más grandes que nunca cuando simplemente dijo gracias. Una puerta se había abierto, y él no estaba dispuesto a cerrarla.

Así que del dulce pasó a los chocolates. Y de los chocolates a las almendras. Y de vez en cuando una cocada. Para él, lo importante era no parar. Sabía que algún día el gracias daría paso a algo más.

Por eso le aportó turrones, bocadillos, arequipe y hasta uno que otro bizcocho rematado en crema a la mujer de sus sueños. Ella, invariablemente, recibía el regalo, obsequiaba a su proveedor personal de postres una sonrisa y se retiraba a la oficina con el respectivo paquete en la mano. El sentía cada vez más complicidad, más cercanía, más ¿amor?

Y al cumplirse el día 90 del ininterrumpido surtido pasó lo que tenía que pasar. Cuando se encontraron en el pasadizo donde a diario se cruzaban su vidas, él le extendió un bocadillo veleño, cariñosamente envuelto en su cobertura vegetal.

Ella asumió una actitud diferente. Honesta, sincera, cariñosa. Llamándolo por su nombre, y mirándolo directamente a los ojos, le hizo la gran revelación.

“Sabes, hay algo que quiero decirte”.

Con el corazón haciendo redoble, una voz masculina asustada dijo en voz baja ¿qué?

“Soy diabética, y en mi casa están cansados de comer dulces. Por favor ¡no me regales más!”

martes, 14 de marzo de 2017

El tipo de la señal

Gervasio es un lector de esos que llaman voraz. Además tiene una singular habilidad, que es la de poder concentrarse en su libro en medio de cualquier ambiente, no importa lo ruidoso que sea. Pero no nació con esa destreza. La desarrolló. Esta es su historia.

Toca remontarnos a la infancia del caballero. El asunto es que cuando alguien en su casa escuchaba radio, sobre todo FM, solía tener problemas con la calidad del sonido, problemas que se solucionaban mágicamente para luego reaparecer.

Hasta que el abuelo estableció la relación causa-efecto. El viejo tenía un radio de tubos más viejo que él, cuya antena era un cable que se sujetaba a una puntilla en el techo. Y aunque el aparato sonaba como un cañón –y de hecho todavía lo hace- era como un cañón con gripa que periódicamente tenía sus momentos de nitidez.

¿Cuándo? Cuando Gervasio entraba al cuarto y se ubicaba ahí. Ahí era ese punto específico de la habitación que nunca se supo con exactitud dónde era, pero el asunto es que si él estaba ahí, el radio sonaba así, pero si se movía de ahí, el radio sonaba asa.

Gervasio estaba en esa edad donde todo era juego, y ese juego era divertido. Llegar y buscar ese punto –que podía ser abajo, arriba, al lado- en el cual las ondas hertzianas se purificaban en automático.

Pero el juego pasó a tarea cuando papá se apareció en casa con el primer televisor de antena portátil. Ya no era necesario hacer maromas cuadrando la antena en el techo, sino que el aparato tenía un sencillo captador de señal graduable sobre su estructura. Con lo cual las maromas no se hacían en el techo sino en el cuarto.

Y empezó el ritual de giro izquierda derecha, abra las patas –de la antena– cierre las patas, mueva el aparato y cuando todo parecía perdido Gervasio que entra al cuarto y…magia, imagen perfecta. Gervasio se aleja… imagen kaput, rayas y fantasmas atacan sin compasión.

Y sí la situación era aburridora para el por aquel entonces preadolescente, eso no era lo peor. Lo peor era que había múltiples lugares donde Gervasio podía ubicarse para mejorar la señal, pero ninguno, óigase bien, ninguno, le permitía ver la pantalla de frente.

En su capacidad de transmisor de ondas incidía la posición. Es decir que si por alguna razón quedaba de frente al televisor, este solo funcionaba cuando Gervasio le daba la espalda.

Durante un tiempo el tipo intentó fórmulas alternativas como contorsiones, el reflejo de la ventana o un espejo ubicado estratégicamente. Hasta ese día en el que, mientras su familia disfrutaba de esa telenovela que a él no le interesaba tomó una revista. De las revistas pasó a los periódicos, de los periódicos a los libros y hoy solo ve televisión muy excepcionalmente. Su contacto con el mundo es a través de la lectura. Donde sea.

 Aunque pasan cosas raras con el wi-fi cuando el hombre anda por ahí.

jueves, 9 de marzo de 2017

...Y subirán a los árboles

Algún estudio estadístico habla de un futuro en el cual a cada hombre le corresponderán siete mujeres. Frente a este dato, los optimistas se ven en una lujosa tienda en el desierto, acompañados de siete hermosas damas que mueven sus cuerpos perfectos al son de ritmos exóticos. Los pesimistas se ven trepados en un árbol, acosados por siete cazadoras sin desayunar

La experiencia actual de quienes tienen más de una mujer en su órbita personal favorece la visión del árbol sobre la del harén. Por ejemplo, está el amigo Julio. Aunque se trata de un cumplidor eximio del sexto mandamiento, su vida gira alrededor de cuatro mujeres.

Sí, cuatro. Su madre, doña Lida. Su esposa, Ligia. Su hija, Lida. Y su jefe, Marta.

Veamos lo que puede pasar cualquier viernes, cuando nuestro hombre llega a su casa después del trabajo, dispuesto a disfrutar de un merecido descanso de fin de semana.

Doña Lida, la madre, está en esa edad en la cual se sobrevalora la compañía de los nietos. Por eso, de vez en cuando, (ese sábado, por ejemplo) organiza unas onces e invita (notifica) a Julio para que este vaya con sus dos hijos. Y así lo plantea a su nuera.

Lida, la hija mayor, está en esa edad en la cual las amistades son la prioridad 10 y la familia es la prioridad menos 5, debajo del televisor. Por eso, inexplicablemente prefiere pasar la tarde de sábado caminando por el centro comercial y no en casa de la abuelita. Y así se lo plantea a mamá.

Marta, la jefe, está a punto de concretar un gran negocio. Y necesita a su mejor empleado. Pero hay que tenerlo todo listo el lunes a primera hora. Así que le pide a Julio que sacrifique el sábado por la tarde. Responsable como siempre, y desarmado ante la mezcla de autoridad e inocente coquetería de su superior, este acepta.

Ligia, la madre, esposa y nuera no desea cargar en su conciencia los gastos futuros de su hija en sicoanálisis, ni le interesa enfrentar la legendaria cantaleta de doña Lida. Así que responde a la rebeldía de su hija frente a la invitación sabatina con un “esperemos a su papá”.

Conclusión, Julio llega y descubre que tiene que dejar contento a todas las mujeres de su vida sin traumatizar a Lida, enfurecer a doña Lida, incumplirle a Marta o decepcionar a Ligia.

Ante una situación de esas, sólo le queda una alternativa.

Treparse al árbol más cercano.

martes, 7 de marzo de 2017

De horarios, precios y demás conocimientos personalizados

Existen personas –hombres, mujeres, jóvenes, viejos, profesionales, empíricos– que son verdaderos expertos. maestros, doctorados, eminencias en el complejo tema de los...  horarios.

¿Horarios? Sí, horas de apertura y cierre de mercados, bancos, consultorios, puntos de pago, joyerías, relojerías, panaderías, tiendas, centros comerciales, lavanderías, cafeterías, fiscalías, restaurantes y ferreterías.

Estos individuos conocen cual es el local de almacén de cadena que abre más temprano y el que cierra más tarde. Saben cuáles peluquerías funcionan los domingos y cuáles carnicerías tienen horario nocturno. Son capaces de obtener cualquier producto o servicio en primeras horas de la mañana o última hora de la noche.

Pero pregúnteles un precio. Tal vez tengan alguna idea, pero muy general. Digamos que manejan –en el mejor de los casos– un rango, un eso vale entre tanto y tanto. Y los tantos suelen ser bastante alejados el uno del otro.

En cambio, en otro extremo de la vida hay unos personajes que manejan a nivel de perito información relacionada con precios, costos y valores de una amplia gama de productos y servicios. Estos tipos saben en cuál de las cuatro tiendas de la cuadra la cebolla larga es más barata. Conocen un punto perdido de algún barrio ídem donde se consigue café de la marca X un 25 por ciento menos costoso que en cualquier otro sitio de la ciudad.

Tienen claramente identificada la panadería donde el pan vale igual pero es más grande. Al salir de compras jamás van a un solo establecimiento sino que recorren multitud de negocios, grandes y pequeños, adquiriendo casi que un solo producto en cada uno, siempre en la versión más económica. No es rebaja, es que eso es lo que vale ahí.

La condición mencionada no tiene que ver con la educación que hayan recibido, la capacidad intelectual, el estrato socioeconómico o el color de los ojos. Tiene que ver con ese asalariado que vive en inacabables jornadas de oficina, fin de semana incluido. De ese que está obligado a aprovechar cada minuto disponible para poder tener una vida sin implicaciones laborales. Para hacer diligencias y compras. Por eso la vida lo convierte en experto en horarios, cierres, aperturas, servicios extendidos y madrugones.

Al otro lado está el desempleado. Ese al que todo le falta menos una cosa. Tiempo. Como no tiene nada qué hacer y sus ahorros –cuando existen– se reducen día por día, desarrolla el mecanismo de conservación financiera. Busca la economía. Pasa día, tras día, hora tras hora recorriendo la cuadra, el barrio, la zona, la localidad, la ciudad en busca del mejor precio, que va almacenando en el disco duro de peinar, léase cabeza.

Podría pensarse en un sujeto ideal que combine las dos habilidades, pero ese personaje no existe. Se anulan mutuamente. El tipo de los horarios desaparece cuando aparece el tipo de los precios. Y viceversa. Aunque es posible que alguien haya ostentado las dos condiciones en distintos momentos de su vida, esto jamás ocurrió de manera simultánea.

Pierde el empleo, a ahorrar se ha dicho, obtiene empleo, a maximizar el tiempo. Así es la vida.

jueves, 2 de marzo de 2017

Jóvenes estafables y viejos de los otros

Uno de esos videos que circulan por las redes muestra un billete de 10 o 20 mil, ya no me acuerdo, que se supone es falso. El joven narrador en off –la voz permite inferir la edad– da una explicación sobre por qué el papel moneda será papel pero no es moneda, advierte sobre el número de serie, y todo iba bien hasta que remató con la siguiente perla. Algo así como “tengan cuidado que no vayan a estafar a nuestros papás o a  nuestros abuelos”.

Por aquello de la solidaridad –de años – acudo al expediente de la carta abierta, que es un desahogo público sin destino específico, (al que le caiga…). Básicamente se le señala de la manera más cordial y delicada al autor del video que es un, digo que se puede ir a, digo que tiene, digo que se pifió...

Porque que yo sepa, no son los padres los que le ponen una foto en línea y traje de Adán o Eva a un escritor invisible al otro lado de la línea solo porque se los solicitó con palabras bonitas. No son ellos los que transmiten en vivo y en directo cada instante de su vida y revelan sus secretos íntimos a través de un medio con 6000 millones de usuarios potenciales, lo que viene a ser un manjar para cualquier delincuente desprogramado, de esos que con unos pocos datos montan su operativo de tumbar incautos.

No recuerdo haber visto madres y abuelas entre ese grupo de modelos que dejaron sus pertenencias en manos de un grupo de tipos que habían visto por primera vez, y que no han vuelto a ver, porque se esfumaron con todo el material que les confiaron. Tampoco eran del siglo pasado las niñas –y esas si eran niñas – que cayeron en la trampa de un video viral cuando un conocido en línea y desconocido en persona les puso una cita, donde la sorpresa era que sus padres las estaban esperando.

A menos que hayan sido absolutamente precoces, no tienen hijos ni mucho menos nietos quienes se creen el cuento de algún encantador de futbolistas y terminan alojado en algún rincón de mala muerte en Argentina, esperando una oportunidad que jamás llegará para mostrar su talento con el balón. Claro que, justo es reconocerlo, en ese caso la credibilidad necesita del patrocinio de un adulto, cuando no de su apoyo entusiasta.

A mi poco popular productor de videos sobre falsificación de moneda lo invito a poner un mensaje poco claro con la palabra gratis a ver quién llama más, padres, abuelos o hijos. A ofrecer en las calles oportunidades maravillosamente sospechosas y verificar la edad de quienes no desconfían. Verá que la mayoría son futuros usuarios de cédula o por lo menos aún andan con su primera contraseña.

Reivindico el respeto que merecemos los adultos y viejos a que no nos traten de ingenuos. A nosotros no nos estafan tan fácil porque…ya nos estafaron. Decía el maestro José A Morales, “Yo también tuve 20 años”. No es lo que sabemos, es lo que ya nos pasó.