Las relaciones entre Gaspar y su abuela paterna se deterioraron con el paso de los meses y los años, hasta limitarse a saludos protocolarios en las impajaritables reuniones familiares. Tal vez no se hubiera notado tanto si no fuera por el Niño Dios. Específicamente, por el Niño Dios que Gaspar personificó en novenas, fotos, videos, iglesias y obras de teatro cuando el aspecto, tamaño y edad ajustaban envidiablemente en el papel. Porque el barrigón alopésico de hoy fue, alguna vez, mono, bonito y angelical.
Si deportistas y artistas cuentan con manager, Gaspar tenía abuela. La señora contaba con una red en el circuito religioso local digna de envidia arzobispal. Vivía enterada de todas las representaciones navideñas con protagonistas de carne y hueso. Esto le permitió poner (literalmente) en múltiples pesebres a su nieto.
Pero la gente crece. El nene, por tierno que fuera, ya no clasificaba para Niño Dios. Aún así, la anciana y el nieto fueron mucho tiempo compinches en las fiestas familiares. El deterioro comenzó en la adolescencia del muchacho, cuando sus intereses a la hora de celebrar eran cada vez más lejanos de los de la matriarca.
A esas alturas se tomaba uno que otro vino a escondidas y al llegar a la mayoría de edad —un poco antes, siendo honestos— institucionalizó el consumo etílico, cada vez más exagerado, en encuentros familiares de fin de año. Su comportamiento, escandaloso y medio libertino, le quitó puntos frente a su antigua manager.
A medida que crecía, las cosas empeoraban. Llevaba la novia de turno a las reuniones, quien inevitablemente era víctima de miradas despreciativas de la abuela —y hasta de algún comentario envenenado—. Como nunca fue un gran estudiante coronó bachillerato a duras penas —eso tampoco ayudó— y tras ejercer como inútil un par de años optó por dedicarse a los negocios.
Voluntad tenía. Habilidad, no tanto. En los 90 vio una oportunidad cuando Colombia clasificó al Mundial de Estados Unidos. La abuela, para quien el fútbol era un poco de bobos en pantaloncillos corriendo detrás de una bola le advirtió que eso iba a terminar mal. La ignoró y compró mil pelucas del Pibe Valderrama. Aún no ha podido desenhuesarse de todas. A principio del siglo XXI le apostó buena parte de su capital a una pirámide. Nuevamente la abuela dijo que no era buena idea. Consejo ignorado y platica perdida.
Hacia el 2015 se dejó convencer de un amigo para invertir en un “infalible” negocio de pasteles de carne enpanelados, cuyo sabor resultó peor a como suena. Sin probarlos, la abuela pronosticó, acertadamente, que esa porquería nadie se la iba a comer. Así que en su última aventura Gaspar decidió ir a la fija. Consiguió plata prestada para meterle billete a unas bodegas grandes, bonitas, amplias y totalmente aisladas, porque su único acceso era un camino geológicamente inestable que rodó cerro abajo con el primer aguacero.
Gaspar ya era un tipo con esposa, hijos y obligaciones varias. Disparó sin éxito hacia todos lados sin obtener financiación, refinanciación, limosna o lo que fuera para poder abonarle algo a sus deudores. Esta vez, la física calle era lo que se veía como panorama inmediato para él y su familia.
En medio de la crisis, un día de julio tuvo que ir a donde la abuela. Esta lo recibió con el mismo tono seco, casi malgeniado, con el que lo trataba hace años. Sin ninguna ceremonia tomó un paquete recién envuelto y se lo entregó con 8 palabras. “Su papá me contó. Tome, esto es suyo”.
Esto era plata. Suficiente para pagar deudas. Totalmente sorprendido, de la boca de Gaspar salió un “Abuelita, esto es un milagro”.
“No ¿Usted cree que todo eso de Niño Dios era gratis? No señor. Sus papas no sabían pero yo sí. Guardé la plata porque supe que algún día la iba a necesitar. No para negocios chimbos, sino para una urgencia de verdad. Antes de ser un viejo medio calvo y feo, usted era mono y bonito. Y como ve, sirvió para algo”.
Pregunta al margen con alguna relación
¿Cómo se reconoce a un millenial (o posterior) en su relación con algún aparato portátil que utilice electricidad?
Por la cara de susto, sorpresa y desprecio al fracasar en su intento de recargarlo en vez de cambiarle las pilas.