martes, 3 de octubre de 2017

Lumbersexual de bajo presupuesto

Me acabo de enterar que yo soy un lumbersexual de camisa equivocada y barba imperfecta. Primero las aclaraciones capilares. Desde la adolescencia libré una tenaz batalla contra el vello. El vello que no salía. En tiempos en los que la masculinidad era directamente proporcional a los hombres de pelo en pecho, a mí me tocó ser una especie de depilado precursor. Y con respecto al bigote pasaron muchos años antes de que la sombra debajo de mi nariz fuera visible sin necesidad de lupa. O microscopio. Y ese tono mono que tiende a confundirse con la piel todavía no desaparece del todo.

Sobre la barba, después de 30 años sin afeitarme finalmente algo comenzó a notarse colgando de la cumbamba. Que pareciera un ratón muerto por efectos de una aplanadora era secundario. A medida que pasaron los años la melanina hizo mutis por el foro, con lo que ha habido un cambio fundamental. Ahora lo que remata la quijada parece un ratón albino muerto. Y sucio.

De patillas y el resto de la cara se habla en chino. Aquí chi y aquí no. Y asimétrica. Las veces que he intentado clasificar como barbudo el resultado ha sido un archipiélago irregular de manchas capilares dispersas por la cara. Que además tienden a crecer irregularmente. Es como si una parte fuera pasto de estadio y otra maleza de monte.  Ni modo. En nombre de una estética mínima, toca conformarse con el roedor fallecido.

Hablando de estética, carezco de toda autoridad moral para referime al tema. Sobre todo en la parte de vestuario. Vivo afectado por situación similar a la de aquel hombre al que todas las mujeres quieren vestir. No por intereses erótico afectivos, sino sencillamente ornamentales.

No es solo por la tendencia a andar descachalandrado, por el nulo interés en que las prendas utilizadas combinen entre sí, por el rincón donde yace olvidada la plancha y por la práctica sistemática de remiendos con esparadrapo. Es porque a todo lo largo de mi vida he considerado que la obligación de vestirse queda despachada con unos requisitos mínimos de proteger y tapar. Proteger el cuerpo del clima y los elementos, proteger a los demás de olores molestos, y tapar lo que por ley, convenciones sociales o sentido práctico debe estar tapado.

Y resulta que eso que yo llevo haciendo no sé cuántos años tiene nombre, tendencia, etiqueta, tribu urbana, hashtag, grupos en redes sociales y justificación sociológica. Que, y esta es la parte interesante, se supone que todas esas cosas les encantan a las mujeres. Por cierto que tengo que averiguar dónde hago el reclamo, porque mis índices de popularidad con las damas no han registrados mayores variaciones en los últimos tiempos.

Claro que justo es reconocer que no se cumplen todos los requisitos. Se supone que hay que usar camisa de leñador. Leñador canadiense, o sea de cuadros y de un paño grueso. Y de esas no tengo yo. En cambio sí dispongo de una abundante dotación de las que usan los que tumban monte por estos lares, que es básicamente cualquier prenda de vestir (camisa, camiseta, suerter, chaqueta) cuyo propietario no tiene la más mínima intención de volver a lavar, coser o someter a cualquier tratamiento higiénico o de mantenimiento. Y que pese a esos, se niega a hacer el tránsito a trapo.

La idea es que los lumbersexuales se llaman así porque en algún idioma - podría buscar el dato preciso en internet pero me da pereza- lumber significa leñador. Y que surgieron como una reacción a esa tendencia de la que se habló hace alguno tiempo, los metrosexuales, donde los caballeros se cuidaban tanto, más o mucho más en su aspecto personal que cualquiera de las damas. Que por esos retomaron un esteorotipo de macho machote. Y que como pasa con cualquier tendencia, antes, durante o después sirvió para que  los vendedores de camisas de leñador, los vendedores de jeans desgastados, los vendedores de botas y los expertos en peluquear barbas se llenaran de plata vendiéndole exclusividad a los cada vez más abundantes leñadores que no han tumbado un árbol en su vida.

Y parece que yo soy uno de esos. Pero de bajo presupuesto.

martes, 19 de septiembre de 2017

87 infracciones por 15 kilómetros. Todos somos responsables

No fue mucho tiempo. Más o menos 90 minutos.

La distancia tampoco era demasiado larga, un poco más de 15 kilómetros.

Pero les alcanzó.

El observador, que también era protagonista, contó 87.

87 infracciones a normas de tránsito.

De entrada se destaca lo igualitario del asunto.

Equidad de género en su máxima expresión.

Hombres y mujeres por igual ignorando las leyes vigentes.

En edad, predominio de la juventud.

Aunque como el universo también era de juventud predominante, no fue realmente una tendencia diferencial.

Tampoco es tan complicado como suena.

Eso sí, todos tenían un elemento en común.

Eran ciclistas o como se les dice ahora, biciusuarios.

En ejercicio, es decir pedaleando hacia sus respectivos destinos.

Por lo temprano de la hora (de 7 a.m a 8.30 a.m.) se presuponen destinos laborales o académicos.

Y… cuáles fueron las infracciones.

Básicamente tres.

Muchos no tenían casco.

Aunque, hay que ser justos, una parte de los infractores sí lo tenía.

Pero no estaba en la cabeza.

Estaba colgado del manubrio, sobre la parrilla, pegado al morral, colgado debajo de la barra.

Supongo que eso es lo que llaman tendencia.

La otra es una total ignorancia del concepto de semáforo.

Para muchos, este artefacto es una especie de árbol de Navidad encargado de mantener el espíritu de las fiestas vivos durante todo el año mediante un juego de luces.

Porque independientemente del color de turno, no paraban.

Hablar de irrespetar sería generoso. No se volaban el semáforo. Lo ignoraban.

Ignorancia que en algunos casos incluía cruces suicidas. Y el más suicida de todos, equidad de género. Sí, fue una mujer que evadió por centímetros al carro que casi la atropella.

La otra infracción reiterativa a lo largo del recorrido fue invadir las zonas que no son para ciclistas.

Porque esta historia transcurrió en un trayecto que, en su totalidad, tiene ciclorruta demarcada y delimitada.

En un andén donde está claramente señalado el espacio de los peatones, que más de una vez fue visitado por los ciclistas.

Con una calzada para carros, que más de una vez fue visitado por los ciclistas.

Con un carril de ida y otro de vuelta cuya orientación parecía carecer de importancia para algunos, que constantemente cambiaban al carril que iba en sentido contrario.

Si estaba ocupado o no, eso carecía de importancia.

Y esas no las conté entre las 87 infracciones.

No son 87 infractores, unos cuantos repitieron.

Y esta historia, que es real, pasó en los mismo días en que biciusuarios indignados clamaban por seguridad y protección contra robos y accidentes.

Y quien la narra es un ciclista que de puro desocupado decidió contar las infracciones que veía de parte de sus colegas.

Porque aquí no hay buenos y malos.

Todos somos responsables.

jueves, 14 de septiembre de 2017

Para eso es el jefe

A Parra no es que le haya ido tan mal. Sin embargo el hombre, en justicia, tiene méritos para subir más en la pirámide empresarial. Pero ha sido de malas. Siempre que se ha abierto una plaza adecuada a su conocimiento, capacitación y competencias, alguien se le ha atravesado.

El catálogo de personajes que se le colaron a Parrita –apelativo cariñoso– incluye tanto jóvenes bien preparados, como caballeros (y damas) que compensaban su escasez de conocimiento y experiencia con lazos de sangre o amistades claves.

O personajes equivalentes en edad, dignidad y gobierno que tenían eso. “Eso” era experticia en el tema requerido, es decir que sabían un poco más que Parra, lo que lo puso a él, siempre, en un tan honroso como inútil segundo lugar.

Y a medida que pasaron los años tuvo que conformarse con la S de subalterno, compensada por la E de estabilidad. Es que ni siquiera una palomita. Su vida laboral fue testigo de múltiples relevos con eficiencia inusitada y los cargos donde pudo clasificar como encargado siempre tuvieron titulares con salud de hierro, cero emergencias domésticas o reemplazos predeterminados.

Así que cuando llegó la hora se sumaron todos los elementos. El jefe de área llamado de urgencia a una reunión en el corporativo central –otra ciudad–. Un tema prioritario en la agenda que era del resorte directo de Parra.Y la supervisora que suplía las ausencias temporales del líder atendiendo el nacimiento de su primer hijo.

Pese a que la cosa fue más bien informal, el hecho cierto fue que el hombre quedó planillado como jefe de área encargado durante tres días. Situación casi rutinaria para algunos, pero trascendental para él. Esa noche casi no duerme pensando en esa breve bocanada de poder con la que al fin habría algún reconocimiento a una vida de trabajo serio y profesional.

Se lo tomó en serio. Se puso su mejor pinta, llegó temprano a la oficina y tomó posesión…de su cubículo de siempre, porque la brevedad del encargo no daba para reubicación. Ahora, lo de temprano es en serio. Minutos (130, para ser exactos) antes que cualquier otra persona.

La soledad se vio interrumpida por una llamada desde la recepción. El vigilante, porque ni siquiera la recepcionista había llegado, le informó que necesitaban con urgencia… ¡Al encargado del área! 

Mejor ocasión para ejercer su esporádico poder no había. Ordenó (sí, podía hacerlo) que le dieran acceso a la persona, sin importar que estuviera fuera del horario de atención al público. Y esperó pacientemente en su escritorio intrigado sobre cual de sus nuevas responsabilidades estaba a punto de estrenar.

Fue un poco desilusionante ver que el visitante no era un ejecutivo, un profesional o un experto. Pero fue más desilusionante la primera acción de Parra en su calidad de jefe de área encargado, que comenzó cuando el visitante llegó hasta su cubículo.

- ¿Cuál es la oficina del jefe?

- Yo soy el jefe, en que le puedo ayudar.

- ¿Pero esta es la oficina del jefe?

- No la oficina del jefe es esa.

- ¿Pero usted es el jefe encargado?

- Sí señor, que desea.

- Que me autorice entrar a la oficina porque al jefe se le quedó el cepillo de dientes.

martes, 12 de septiembre de 2017

El insulto perfecto

Es un hecho. Esa era la palabra. Esa es "la" palabra.

Se trata del sonido. Suena exactamente a “eso”.

Quien la escucha siente claramente la intención ofensiva de parte de la persona que la pronuncia, así el asunto no sea con él (el oyente).

Alguien, en alguna parte, tiene el mérito y los derechos de autor.

La idea tal vez no es original. Utilizar el nombre de una enfermedad para insultar.

Hay variantes clásicas. “ese tipo es un cáncer", por ejemplo.

Pero seamos honestos, cáncer es una ofensa elitista. Y hasta filosófica. Demanda una breve reflexión antes de sentirse injuriado.

Otras dolencias, más allá de su gravedad, definitivamente no tienen la sonoridad para clasificar como insulto.

O que tal interpelar a alguien con “usted es mucha hepatitis”.

O “usted es mucha fractura”.

O “grandísimo diabetes no se meta conmigo”.

Tampoco funciona en automático con las ETS (enfermedades de transmisión sexual).

“Venga y me lo dice en la cara, sífilis”… no convence.

Incluso la más temible de todas requiere contexto. Si a alguien le gritan ¡Sida! ¿Se sentirá injuriado? Talvez si le dicen “Acaba más que un sida”, o “es más dañino que el sida”.

Y ni hablar de la denominación científica y políticamente correcta de VIH. Imaginemos esto “¡No sea tan VIH!”.

En cambio, el nombre de esa enfermedad en particular es perfecto para efectos ofensivos.

Es más, combina con otros términos tradicionalmente utilizados con ese fin, incluyendo aquel aclamado universalmente como “la grande”.

Nos referimos, como no, a aquella cuya sigla corresponde en el mundo de la física a la potencia medida en caballos de fuerza.

Al unirla con la palabra que nos convoca, el resultado es casi musical. Tal vez musical al estilo de un rock pesado y discordante, pero musical, al fin y al cabo. 

No tengo idea de qué se necesita para ser Académico de la Lengua. Pero si es por aportes al lenguaje, postulo al que tuvo la idea.

O mejor, al que lo hizo por primera vez, porque existe una razonable posibilidad de que no haya sido un proceso, sino el resultado de un momento de efervescencia y calor.

Especulo que en un ambiente agresivo, movido por la rabia del momento, nuestro académico por méritos simplemente lo hizo.

Convirtió en insulto la que hasta ese día era solo una enfermedad contagiosa de origen bacteriano, que se transmite por vía sexual y se caracteriza por un flujo purulento de la vagina o de la uretra.

El insulto perfecto, sonoro, ofensivo, poderoso.

Esa era la palabra. Esa es la palabra.

O quien no se va a sentir injuriado cuando le dicen “gonorrea”.

jueves, 7 de septiembre de 2017

Sentarse: know how, experticia y competencia

(Basada en hechos reales)
…en serio 

Y cansado de tener que pelear cada dos meses con tesorería para que giraran el cheque del acueducto, el director de mantenimiento y servicios generales agendó una cita con el gerente. Con su habitual meticulosidad le presentó cinco propuestas diferentes para optimizar el consumo de agua en la fábrica, cada una debidamente sustentada en cifras que mostraban la recuperación de la inversión en el mediano plazo.

El gerente puso esa cara por todos conocida donde decía que esa inversión tenía más pinta de gasto. El director ya venía preparado y le vendió la idea de la prueba piloto en los baños que utilizaba el personal. De todas formas ya Secretaría de Salud les había puesto plazo para hacer ajustes en estas y otras áreas comunes, así que se despachaban tres, perdón, dos problemas en un solo viaje.

El tres fue una traición del subconsciente porque el director tenía intereses más allá de lo laboral con la recién enganchada profesional de sostenibilidad. De manera que no solo era vender un ahorro económico sino un compromiso con el planeta y, de pasada, la imagen de alguien que se preocupaba por el entorno para quien, léase profesional de sostenibilidad, estuviera interesada en comprarla.

Así que toda la grifería se cambió por su versión ahorradora y los sanitarios innovaron el tradicional sistema con uno basado en sensores, que de acuerdo con la presencia o ausencia del usuario activaba la descarga controlada de agua.

Eso decía la teoría.

Primero fueron los encargados de asear los baños, quienes evidenciaron que no siempre las descargas se realizaban de forma automática. Vino el personal de la empresa instaladora, e hizo los ajustes pertinentes. Y no hubo más reclamos hasta cuando el propio director, en misión no oficial, hizo uso de las instalaciones para descubrir que las descargas en automático funcionaban, pero mucho.

Es decir, que durante el proceso el más mínimo movimiento de parte del usuario activaba el sistema. Una encuesta entre caballeros confirmó que no era el único caso, Y aunque la parte profiláctica del asunto estaba por fuera de cualquier discusión, la mente del director anticipó un apocalíptico aumento en el consumo del agua, un gerente doblemente molesto por el doble gasto y la necesidad de tomar y justificar medidas poco sostenibles ante la profesional de sostenibilidad.

Nuevamente llamaron al personal de la empresa instaladora. Y este, -con todas las ropas en su sitio, se aclara- replicó el proceso de sentarse y levantarse. Con precisión de relojero, cada uno de los sanitarios respondió con una sola descarga de agua en el momento indicado.

Era la sentada del técnico contra la palabra de los usuarios permanentes. Y entonces fue cuando este planteó la solución. Solución que, ni en ese momento, ni ahora, ni después nadie ha sido capaz de aplicar, porque elevó a categoría de conocimiento especializado lo que hasta ese día era una simple flexión de rodillas y acomodar la parte anatómica correspondiente

“Mire doctor, lo que pasa es que aquí la gente no sabe sentarse”.

martes, 5 de septiembre de 2017

Llega el Papa. ¿Dónde me escondo?

Se avecinan tiempos en los que cada guasap, cada chat, cada trino, cada entrada, cada programa, cada titular, cada comentario, cada voz radial, cada imagen televisiva, cada texto estará centrado, condimentado, o por lo menos relacionado con Francisco, el que vive en Roma.

Y más allá del credo religioso, la orientación política, la opción sexual, el color de la piel, el equipo de fútbol, los gustos musicales, las preferencias alimenticias, las tendencias a la hora de escoger zapatos y la ideología en materia de medios de transporte, de esta no se salva nadie.

No importa si es tímido o extrovertido, optimista o amargado, sociable o aislado, taciturno o expresivo, responsable o desordenado, piados o impío, religioso o librepensador, elegante o deportivo, reservado o espontáneo, culto o ignorante. Si vive en cualquiera de las cuatro ciudades está a punto de ser tocado por la visita del argentino que viene del Vaticano.

No se trata de ninguna vinculación mística. Se trata de las vías cerradas, los horarios trastocados, los servicios que no se van a prestar, las actividades aplazadas y suspendidas porque Habemus Papa, pero acá.

Ahora que el aterrizaje pontificio está pídiendo pista, son muchos lo que se preguntan: “Y yo, que no tengo nada personal contra Francisco, el que viene en Roma, pero que sencillamente me es indiferente… ¿Dónde me escondo?”

La buena noticia es que el lugar existe. Es el mismo sitio que acoge a los renuentes del fútbol cada vez que juega la selección. Es esa locación donde se refugian –aunque ya no tanto– quienes no le ven trascendencia al reinado de Cartagena y su parafernalia novembrina. Es el santuario de los que no ven Geim of Trouns (GOT para los conocedores), no tienen favoritos en el reality de moda y los que se han perdido todo lo que no se pueden perder. 

La mala noticia es que nadie sabe exactamente donde queda. Y como no hay forma de apartarse de la manada, la opción es hacerle frente. En cuyo caso, el destino inexorable es perder. Y por muenda. Por lo que vuelve la pregunta inicial.

¿Y yo, que no estoy en modo Papa ni me interesa estarlo, qué hago? Lo máximo en lo que se le puede colaborar es con un par de indicaciones sobre aquello que no funciona: Uno, llamarse Francisco. Desde el más íntimo de los amigos hasta el más reciente de los conocidos se siente en la obligación de hacer comentarios pontificios al respecto. Arrancan con un inocente “Ah, como el Papa”; pasan por un creativo (?) “Ahora que viene Francisco el bueno” o por lo menos se sienten obligados a hacer la inevitable aclaración, “pero usted no es el Papa”.

Dos: intentar esconderse o aislarse. Si usted es un ermitaño con caverna en medio de las montañas y dieta de raíces e insectos; o un multimillonario con isla propia en medio del Pacífico esta es la opción ideal. Pero como usted y yo somos asalariados que pagamos arriendo, almorzamos corrientazo y usamos transporte público, adivine.

Sí, estamos emPAPAdos.

martes, 2 de mayo de 2017

martes, 25 de abril de 2017

El misterio de la lotería que no apareció

Un día Linares amaneció cansado de su trabajo rutinario, de sus jefes incoherentes, de los chistes predecibles y repetitivos de los compañeros de oficina y decidió hacer algo. 

El sujeto hizo una juiciosa evaluación de todas las opciones de "algos" disponibles. Miró su nivel educativo, edad y experticia y recordó los dos –casi tres- años que duró en la informalidad laboral. La  ecuación dio un SRTH. (si renuncia tiene h…).  Aunque su actual ubicación laboral no era ninguna garantía de estabilidad, tampoco se justificaba volar libre como el viento, a menos que hubiera pista de aterrizaje.

Evaluó entonces la posibilidad de iniciar su propio negocio. Recordó experiencias previas. La épica indigestión infantil cuando preparó mazapanes para vender en Navidad y se los comió todos sin haber comercializado el primero.  El desastre con los cosméticos que le trajo una prima de Miami para que se ganara unos pesos que jamás vio. Las 500 pelucas del pibe Valderrama que reposan  en algún rincón del pasado y de la casa, compradas en tiempos de pasión futbolística pensando en una avalancha de compradores que nunca llegó. Y la igualmente épica borrachera que arrasó con los insumos de ese bar que puso con algunos amigos en tiempos de juventud.

Descartadas la reubicación laboral y el emprendimiento, Linares opto por la tercera vía. Desde hace un año compra lotería. Un billete semanal. 10.000 pesos transferidos del rubro de postres y mecato, lo que se supone tuvo un efecto saludable. Porque los efectos sobre finanzas personales nunca se vieron. O al menos eso es lo que cree Linares.

La incertidumbre viene de una curiosa situación. El incipiente apostador no era demasiado meticuloso  al escoger el número. Simplemente preguntaba por el ganador más reciente y buscaba una cifra que no se pareciera demasiado. Casi nunca la recordaba hasta cuando revisaba, siempre sin éxito.

Esa semana, cuando llegó la hora de verificar, el billete no apareció. No apareció en su bolsillo, no apareció en la oficina, no apareció en la casa y no apareció en los lugares donde debía estar, ni en los lugares donde no debía estar. Tras dos días de búsqueda frenética la vida puso otras prioridades. Tampoco se acordaba del número, así que si había ganador o no iba a quedar para siempre en el mayor de los misterios.

¿O no? En la oficina trabajaba un mensajero. Nadie lo decía en voz alta, pero entre el personal circulaban dos recomendaciones. Ser especialmente cuidadoso en las cuentas  cuando las diligencias solicitadas involucraran la entrega de efectivo, y evitar dejar cosas pequeñas y valiosas sin supervisión mientras él estuviera en cerca. 

Y a su casa –la de Linares– iba periódicamente una señora a hacer labores de aseo y cocina. Solo había pasado de tres a cinco de veces y era perfectamente atribuible  a otras causas. Perdidas menores de objeto o de cantidades pequeñas de dinero. Nada grave, pero antes de que esta señora  llegara, esas cosas no habían pasado

El asunto es que poco después de la pérdida del billete el mensajero renunció sin dar mayores explicaciones. Y por esos mismos días la señora del aseo simplemente no volvió. Y aunque Linares no está seguro... primero, parece recordar que el billete de lotería estaba partido en dos fracciones. Segundo, tiempo  después, al pasar por un centro comercial, le pareció ver a la aseadora en un exclusivo almacén de ropa –exclusivo significa carísimo), en plan de compradora. Puede ser una equivocación, como esa vez que creyó reconocer al mensajero al volante de un auto europeo de último modelo.

No hay nada claro, pero a veces el  tipo se pone a  hilar delgado, tan delgado que por efectos de salud mental ha decidido venderse a sí mismo una idea. “Técnicamente solo se perdieron 10 mil pesos. Los mismos 10  mil pesos perdidos, semana tras semana durante un año de comprar billetes de lotería que… ¿No ganaron?”

jueves, 20 de abril de 2017

Tribulaciones de una tostada clandestina

Ese día Yeni estaba estrenando jefe. La autoridad llegó pisando fuerte y lo primero que hizo fue convocar una reunión de todo el equipo en la sala de juntas. A primerísima hora laboral, esa que más de uno –incluye a Yeni- utilizaba para despachar la primera comida del día.

El tráfico endemoniado había acabado hace tiempos con cualquier opción de desayuno en la casa. Apenas había tiempo de levantarse, despachar los niños, bañarse contrarreloj y salir a toda velocidad para marcar tarjeta a tiempo. La rutina era cumplir con el requisito que certificaba el cumplimiento del horario y luego dedicar de 15 a 20 minutos para romper el ayuno. Nada complicado para Yeni. Dos panes, tostadas o arepas y un café en leche.

Pero como ese día la autoridad debutante puso al personal a reunirse, no hubo tiempo. El hombre proyectó un documento kilométrico y arrancó a explicarlo. Había pasado una hora y apenas iba como en la décima de más de 100 diapositivas. El estómago de Yeni empezó a expresar su inconformidad con leves crujidos, que a ella le sonaban como explosiones.

Ella conocía su cuerpo, y sabía que solo era echarle un cafecito o un pancito para que la orquesta entrara en receso. Pero el líder no parecía tener entre sus prioridades ordenar la ronda de café y al ser DHC, (de hábitos desconocidos), la prudencia recomendaba no preguntar.

Un nuevo crujido la convenció de que era hora de clandestinizarse en asuntos alimenticios. El plan era sacar de su cartera la harina que su esposo le había empacado, partir un pedazo y calmar las tripas. Nadie se daría cuenta.

A menos que fueran tostadas de paquete. De esas que resuenan como lesión de futbolista al partirse, más en un ambiente dominado por el silencio apenas roto por la voz monocorde del jefe. Yeni lo dudó, pero el hambre pudo más. Tomó el alimento por los bordes, hizo fuerza… y no pasó nada. Hizo un poquito más de fuerza y nada. Hizo más fuerza y…

CRAAAAC. Yeni jura que eso sonó como edificio rajado por terremoto. Por un momento pensó que era el centro de todas las miradas, pero… Nada, nadie parecía haberse enterado. Todos seguían pendientes del líder.

Superado el primer escollo, solo quedaba echarse el bocado a la boca. Entre las cosas que nunca habían inquietado a la empleada en plan de desayuno, estaba la relación entre el sonido que uno oye cuando mastica, y el que captan los demás. Sabía de la existencia de alimentos que por su consistencia producían poco ruido mientras eran triturados por la muelamenta, mientras otros sonaban a pared atacada por taladro o sierra maderera en acción. Como la tostada que acaba de echarse a la boca.

Así que no se atrevió a morder, consciente de que la suerte que la acompañó al romper la hogaza no necesariamente se repetiría mientras mascaba. Más cuando masticar implicaba una sucesión de chas chas chas, mucho más evidentes que el solitario crac de la fase 1.

Optó por dejarle el trabajo a sus glándulas salivales, que se encargarían de ablandar el alimento hasta que los molares pudieran terminar la labor con la discreción que exigían las circunstancias. Justo en ese momento el nuevo jefe hizo una pausa, respiró profundo, pidió disculpas por su grosería y comentó algo acerca de quiero que ustedes me hablen de quienes son, “comencemos por usted, señorita”

 ¿Es necesario decir que señorita y Yeni eran la misma persona?

martes, 18 de abril de 2017

Rotos estrato 6

Como no tengo idea de cuánto vale un yin, hice lo que todos hacen cuando no tienen idea de algo y quieren posar de conocedores. Sí, busqué en la Internet. No mucho, alcancé a ver que hay unos que valen más de 300 mil pesos y otros que valen 45.

Le dejo a los expertos en mercadeo la profunda reflexión acerca de las diferencias de precios entre lo que a simple vista se ve como un pantalón azul en ambos casos. Claro que sí hay una diferencia y es que en algunos casos está roto. Deshilachado, con huecos, con tiras que le cuelgan, costuras que se ven, evidentes señales de uso.

Como es de esperarse y completamente lógico, el yin roto es de los más… caros. Y ese aspecto viejo, ajado y harapiento que dan los años viene de un proceso industrial cuyo resultado es un viejo recién envejecido. Vaya usted a saber cuál es la lógica de esto.

La última novedad es un pantalón que sí parece sacado del guardarropa de un reciclador que lo heredó de otro reciclador, con todo el respeto que me merecen quienes se dedican a esta noble profesión.

Aclaro que la referencia se debe a que el contacto constante con desperdicios genera un acelerado daño en las prendas de vestir. Es decir que se ven feos, desteñidos, rotos, gaminosos,

Referencia histórica. Gamín hoy en día evoca un tipo guache, malhablado y grosero. Hace unos años evocaba niños que además de las condiciones anteriores, vivían en la calle y se vestían con lo que podían, es decir harapos sucios, es decir pantalones como los que le dieron material a esta nota. Y tampoco eran de su talla. Porque me faltaba un requisito adicional de los gaminosos de última generación: que le queden grandes al usuario o usuaria de turno.

Ya suena bastante irracional que vendan prendas de vestir en esas condiciones, y suena mucho más irracional que haya gente que los compre. Y cuando uno cree que la estupidez humana llegó a su punto más alto entonces empieza a encontrar en la misma Internet instructivos (sí, en plural), escritos, con fotos paso a paso y en videos, sobre “cómo hacer tus propios bluyines rotos”.

Seré bruto, pero no entiendo cuál es el misterio de romper un bluyín, Cuando yo era niño rompí un montón, –y agréguele sacos, camisas, calzoncillos, camisetas y corbatas– sin ver ningún video o de conocer los 10 (sí, 10) pasos que anuncian en otro lado para obtener los pantalones de marras, que por cierto tienen un poco de nombres rebuscados los cuales, por respeto al idioma y pereza me abstengo de citar.

Algo no cuadra en un mundo donde es mucho lo elegante y lo fino deshilachar un pedazo de tela para mostrar pedazos de pierna –incluyendo versiones peludas, generalmente de caballeros– mientras que en determinados lugares o ambientes miran feo al que lleva un remiendo –ese sí legítimo tapahueco– o no lo dejan entrar basados exclusivamente en su forma de vestir.

Porque hemos llegado al extremo de estratificar los rotos. De ponerle clase social a los hilos deshilachados De volver fashion y trendy (palabras raras que creo significan moda) lo que hacen quienes no tienen opción. Pero sin meterle equidad al asunto. Quiero ver la discoteca, restaurante, gimnasio o bar de moda donde le den el mismo tratamiento a los pantalones rotos de una modelo y a los de un mendigo.

En alguna parte leí que hay dos cosas sin límíte, el Universo y la estupidez humana. Historias como esta de los yines me generan una duda ¿Será que el Universo tiene límites?

martes, 11 de abril de 2017

Un triste realidad

Hubiera querido decir que por motivos de descanso este blog no publicará nada en Semana Santa. O por motivos religiosos. Pero es por motivos de trabajo. Por el que sí pagan. Así que nos vemos en pascua (espero)

Tranquilo jefe, ya voooyyyyy.

jueves, 6 de abril de 2017

Yo pregunto, yo contesto

El periodista de turno habla con su fuente sobre cómo controlar el peso con una dieta basada en frutas y verduras. Si el entrevistado es un experto, por ejemplo un nutricionista, las preguntas serían algo así como esto: ¿Qué ventajas tiene para la salud restringir el consumo de harinas y aumentar el de frutas y verduras?  ¿Cuáles son las frutas y verduras más saludables?

Las preguntas parten del principio de que esta dieta es ideal. Pero a veces el interpelado se sale del libreto. Por ejemplo señala que estudios recientes cuestionan la tradicional satanización al consumo de grasas y harinas. Lo que podría esperarse es que ante la modificación en la idea original, la entrevista tome otro rumbo.

Pues no.

Aquí nos referimos a un estilo particular de periodismo. Aquel en el cual el periodista hace entrevistas donde la única respuesta que le sirve es la que él espera. En la que se dedica a manipular, acosar o silenciar a la fuente hasta que ella diga lo que él comunicador espera escuchar. Yo lo llamo periodismo de autoafirmación.

Aparece en cualquier área. En la cultura. Los reporteros altamente especializados montan sus entrevistas en un código casi que críptico, que solamente entienden él, la fuente y un selecto grupo de personas, todos intelectualmente privilegiados.

Así, en vez de simplemente consultar a un escritor sobre sus influencias, el entrevistador da la obra, el autor, la página y el párrafo de donde su entrevistado “sacó“ la idea. La cosa suena prepotente, pero es aceptable. El lío viene cuando el entrevistado niega la influencia. Vendrá una catarata de preguntas repletas de referencias para demostrar que él (el escritor) sí tiene esas influencias, aunque él (sí, el escritor) no lo sabía.

Otro escenario es cuando la fuente debe responder por algún hecho ilegal o inmoral.  Hasta ahí todo bien: los personajes  públicos y no tan públicos deben dar su versión de hechos que afecten a la sociedad. Pero en el periodismo de autoafirmación, la fuente está condenada de antemano y la entrevista solo sirve si hay un “mea  culpa”. Es una sucesión interminable de ataques disfrazados, camuflados como preguntas. Solo terminará cuando la fuente “confiese” o corte la conversación.

Este estilo no es novedoso. Mi memoria ubica ejemplos en transmisiones radiales de fútbol del siglo pasado. Era costumbre buscar a los protagonistas y hacerles preguntas relacionadas con su desempeño.  Con “diálogos” como los siguientes.

Periodista: Felicitaciones por la forma en que engañó al defensa.  Usted permaneció agazapado detrás y solo corrió para desmarcarse cuando presintió que venía el centro, lo que le permitió elevarse y cabecear para anotar el primer gol.
Futbolista. Sí, fue un bonito gol.
Periodista: ¿Y ahora qué viene? El próximo partido es fundamental para las aspiraciones de su equipo. Una victoria los pondría a las puertas de la clasificación pero una derrota los llevaría a una situación comprometida.
Futbolista: Hay que seguir trabajando... 

martes, 4 de abril de 2017

Recuerdos de los tiempos bárbaros

Por ahí he visto un comercial muy simpático, donde muestran la evolución del hombre, así, en masculino. Tres fases de cazadores y guerreros, la cuarta de un millenial… tomándose una selfie. Para no hacer publicidad gratis no doy detalles, aunque dejó el enlace.

El tema viene a la costumbre, en quienes superamos cierta edad, de evocar un pasado salvaje. No se trata de la prehistoria, la Edad Media o los tiempos del ruido. Son nuestros inicios profesionales.

Aunque supongo que existe un discurso equivalente para todos los oficios, me voy por uno que conozco: el magisterio. Entonces pongo cara de circunstancia y hablo de cuando “que marcadores ni que ocho cuartos, eso era con tiza de colores y tablero verde, tragando polvo y sacudiendo borradores”.

A medida que la conversación avanza a uno se le alborota la testosterona. “¡Cuál Power Point” !Eso era a punta de carteleras. Y solo para cosas muy excepcionales, con acetatos y retroproyector. ¿Que qué era eso? Unas hojas de plástico transparente donde se dibujaba o se montaban los textos con letra set. ¿Impresoras? ¡Cuáles impresoras! ¿Retroqué? Retroproyector. Una máquina que los proyectaba mientras se cambiaban, a mano limpia”.

De alguna manera el tono se va poniendo dramático. “Los mapas no estaban en pantallas, sino enrollados en el salón y teníamos que levantarlos colgarlos y desenrrollarlos. Y cuando se usaban había que enrollarlos de nuevo. Así aprendía la gente, sin tanta…"

(En ese momento ya está uno tan emocionado que empieza a utilizar palabras de esas que figuran en el diccionario pero no se recomiendan en determinados contextos. Por ejemplo en este blog. Además hoy son políticamente incorrectas. Así que vamos a utilizar expresiones explicativas para no herir susceptibilidades. Y lo acepto, nadie habla así.)

…así aprendía la gente, sin tanta ‘ayuda pedagógica perteneciente a un género tradicionalmente considerado más débil que otro’. Hoy en día no pueden hacer nada sin tener un aparato repleto de ‘artilugios y servicios descritos con una alusión a tendencias de género estereotipadas en amaneramiento’. Nosotros improvisábamos sin tanta ‘alusión al hijo una mujer poco amiga del aseo o que ejerce un oficio del que se dice es el más antiguo del mundo. Se puede eliminar la alusión al hijo’ tecnología”.

El discurso inevitablemente cierra con una oración despectiva hacia las generaciones actuales, Puede ser del tipo anecdótico “yo no vine a conocer un computador sino cuando llevaba 20 años de ejercicio profesional”; descriptivo-despectivo “ahora la gente ha perdido toda la recursividad”; de afirmación generacional “nosotros hicimos mucho con poco”; o regaño frontal “yo no sé de qué se queja la gente ahora”.

Y ahí es cuando el comentario del joven interlocutor de turno nos devuelve a nuestra anacrónica realidad

 “Que tiempos tan aburridos”.

jueves, 30 de marzo de 2017

Encuentro en la lluvia

Joaquín es el hombre de la casa pero en versión posmoderna. La traducción es que su esposa, Sandra, trabaja. Él se encarga de las actividades del hogar, léase aseo, cuidado de los niños, cocina y compras, entre otros.

El hombre se graduó de amo de casa por cuenta del desempleo. Ni él ni Sandra tienen la intención o el tiempo para meterle reflexiones de igualdad de género al asunto. Simplemente esa es su vida. Es más. La jornada en día laboral tiene un punto de giro que, objetivamente, clasificaría como machismo. Incluso en su faceta defendible, como es la caballerosidad.

La tecnología ayuda. A punta de mensajes telefónicos Joaquín sabe el momento exacto en que llega el bus que trae a su señora de vuelta al hogar. Y todas las noches –con luna o sin ella, en tiempo seco, llueva, truene o relampaguee– está ahí para darle la mano a Sandra, ayudarle a descender, saludarla con un beso y recorrer juntos los 150 metros que hay entre el apartamento y el paradero.

Guillermo no sabe nada de esto. No conoce a Joaquín, no conoce a Sandra,  no tiene problemas de empleo, y ese día en particular se vistió de marrón (chaqueta) y azul (yin). Su jornada transcurrió normalmente. La única novedad al salir fue esa leve llovizna que refrescaba la noche.

Leve llovizna que en pocos minutos había evolucionado a tremendo aguacero. Aguacero de esos que mueven la ciudad en cámara lenta. De esos que convierten las calles en arroyos. De esos que reducen al mínimo el campo visual de quienes se atreven a –o les toca– salir a la calle. Es decir de esos en los que no se ve nada.

Guillermo tiene un problema adicional. O no lo tiene. No tiene paraguas. A medida que el bus avanza y la distancia entre su destino y su posición actual se reduce, la mente va diseñando estrategias para mojarse lo menos posible.

Cuando restan pocas cuadras, comienza el operativo. El hombre se levanta y rápidamente se ubica de primero en la puerta. No es un capricho. La combinación de elementos como semáforos, tránsito, vehículos en la calzada y velocidad del bus hacen que cada segundo sea invaluable. Bajarse de primero o de segundo puede ser la diferencia entre cruzar la calle o quedar atrapado en la acera, a merced de los elementos.

Por eso tuvo que empujarse un poco con otro pasajero. ¿O pasajera?  La verdad ni se fijó. El bus para, la puerta se abre, una mano amiga le ayuda a descender, –detalle cortés–  lo atrae –detalle sospechoso– y le da un casto beso en la boca –detalle desconcertante–.

Guillermo y Joaquín se miran a los ojos antes de reaccionar. Como si acabaran de electrocutarse mutuamente, se sueltan y, en un movimiento sincronizado dan un paso atrás. O mejor, un salto. Aunque la lluvia no ha cedido un milímetro, a ninguno de los dos le importa si se moja o no. Y no saben qué hacer o qué decir.

Sandra sí sabe. Entiende lo ocurrido en fracciones de segundo. Pero no puede hablar porque está en medio de un incontrolable ataque de risa. En la mano aún tiene el teléfono con el último mensaje que intercambió con su esposo: “ya llego mi amor, recuerda, tengo la chaqueta marron y un bluyin”.

martes, 28 de marzo de 2017

El pantallazo

Sin demeritar a sus realizadores, ese programa no lo veía nadie.

No solo era su emisión a través del canal institucional, sino su desastroso horario - martes 11 p.m. - y la carencia de presupuesto para hacer una producción que llamara la atención de los televidentes.

Fue esa escasez desesperada de recursos la que llevó a la idea de entrevistar a algún profesional común y corriente, como si fuera una conversación de colega a colega, o de jefe a subalterno.

Eso implicaba un trabajo de uno o varios días, porque había que moverse en diferentes ambientes. Dicho de otra manera, necesitaba que la fuente fuera muy colaboradora, es decir, que fuera amiga. 

Así que la asistente de dirección le pidió a su novio, un ingeniero adusto, modesto y trabajador, que sirviera de conejillo de indias. Este aceptó por dos razones. Por amor y porque al fin y al cabo... ¡ese programa no lo veía nadie!

La cantidad de ridículos, desaciertos, torpezas y repeticiones que se produjeron en la grabación darían para un tomo en la historia universal del “chambonazo”. Dos semanas después el programa salió al aire, precisamente en la fecha en que se vencía un contrato que nunca fue renovado. Es decir, que también salió del aire. Pero el daño... ya estaba hecho.

Esa noche el ingeniero recibió cuatro llamadas telefónicas, y durante el mes siguiente tuvo que soportar desde comentarios inocentes hasta bromas pesadas, pasando por la inevitable comparación irónica con el actor de moda, el animador estrella y, como no, Amparo Grisales; y el escándalo callejero de un compañero que empezó a gritarle en plena calle: “¡Yo lo vi en televisión, yo lo vi en televisión!”

Su entrevista se volvió punto de referencia en la oficina donde la historia laboral se dividió en antes y después del “pantallazo”. Su jefe, quien nunca lo había tenido en especial estima, iniciaba cualquier petición con la frase “si su trabajo en televisión le deja tiempo...”

Se encontraba con un ex compañero de colegio, al que llevaba 10 años sin ver y la conversación siempre comenzaba con ...”yo lo vi que día en un programa”.

Lo presentaban a algún desconocido y este se quedaba mirándolo hasta que soltaba la inevitable pregunta “oiga, ¡usted no es el que salió una vez en...?”

Y el ingeniero, sonrojado, molesto y resignado solo atinaba a responder.

“Sí, pero esa vaina no la veía nadie”.

jueves, 23 de marzo de 2017

Amor en consulta

Patricia se había propuesto encontrarle pareja a su mejor amiga. Sandra. Sandra y Patricia eran psicólogas, compañeras de universidad, de aventuras y de anécdotas. Pero mientras la primera había formado hogar, Sandra seguía sola.

Y no era por falta de méritos. Más bien por exceso. Sandra era hermosa -ojo, no bonita, hermosa-, inteligente, bien organizada económicamente y con una clara visión de sus objetivos y metas en la vida. Es decir, el tipo de mujer que asusta al hombre promedio.

Para ella se necesitaba un personaje excepcional. Y Patricia tenía entre sus prioridades particulares encontrarlo. Una noche Patricia y su esposo recibieron la inesperada visita de Parmenio, un ingeniero de petróleos, amigo de infancia del cónyugue.

Tras años de permanencia en el extranjero había sido trasladado a Colombia. Y era -y aquí Patricia se empezó a interesar- soltero.

En la búsqueda de pareja para su amiga, e influenciada por su formación profesional, Patricia había diseñado un test de compatibilidad, que aplicaba de manera muy sutil a todos los potenciales aspirantes.

El resultado de Parmenio fue de 93 sobre 100. No cabía duda. Ese era.

Así que el paso siguiente fue organizar un encuentro “casual”. Las cosas transcurrieron positivamente. Sandra y Parmenio entablaron una animada conversación. Había química. Al final, lo previsible, Parmenio le pidió el teléfono a la sicóloga.

Dos días después, Patricia habló con su amiga, como quien no quería la cosa, para verificar el resultado de su trabajo como Cupido.

 - ¿Y te llamó Parmenio?

Un tono sospechosamente desconsolador acompañó el “sí” que sonó al otro lado de la línea.

- ¿Y se van a volver a ver?

- Sí, en mi consultorio.

 - ¿Cómo?

 - Quiere que sea su psicóloga, para que lo asesore en la búsqueda de su pareja ideal.

martes, 21 de marzo de 2017

Un fugaz instante de ilegalidad

Alonso es un tipo legal. Es decir que es de los que cumple la ley. La mayor parte de las leyes, la mayor parte del tiempo. Como no es un tipo viajado, ignora como funcionan las cosas en otros países. Pero aquí el asunto es así. Como quedar medio embarazado, citando al profesor Arnaldo.

Es más. El sujeto realmente se esfuerza. Sin ser necesaria la presencia activa de la autoridad. Pero a veces –muy pocas, insistimos– tiene sus deslices. Nunca de Código Penal, más bien de Código de Policía. O de normas básicas de convivencia.

Hablamos de botar un papel en la calle, de atravesar la vía por sitio restringido, de ignorar un semáforo por cuenta del afán, de decir algo en voz alta en zona prohibida, de no ceder el puesto en una fila a persona en condición especial, de poner a  funcionar el altavoz del celular en sitio silencioso, de subir en bicicleta a un puente peatonal…

Otro punto a favor de Alonso es que sus esporádicas incursiones por el campo de la ilegalidad casi nunca tienen lo que los abogados llaman dolo y la gente normal intención. Simplemente se despista un poco, se distrae y comete el desliz de turno. Y cuando puede lo repara.

Sin embargo, sus contravenciones nunca pasan desapercibidas. Siempre lo ve alguien. Quien lo ve no es autoridad competente. No es observador  neutral, No es peatón despreocupado. No. Es, cómo describirlo, ese personaje que siente la obligación moral de salvar al mundo. De hacer la diferencia. De iluminar a quienes se han desviado del camino políticamente correcto. De abstenerse del silencio cómplice ante los comportamientos reprochables de aquellos que no comparten su conciencia universal.

La vaina es una especie de  magnetismo. Alonso comete alguna falta menor y a pocos metros hay siempre un ambientalista, un cívico, un consciente, un ideólogo, un comprometido, un apasionado, un fundamentalista, un proactivo que no está dispuesto a quedarse callado.

En términos más criollos, el típico sapo que anda pendiente de los errores ajenos para echarle un sermón.

Así que cuando Alonso deja caer el primer  recibo de cajero automático del año (estamos en septiembre) una amable señora en tono irónico le indica donde está la caneca más cercana. Por una vez se olvida de poner el celular en vibrador en la iglesia  y ante el primer tono de llamada ya le están diciendo que respete. Pedalea cuesta arriba en el puente peatonal de 4 carriles donde el único peatón (y persona) presente le reprocha que no se baje de la cicla. Está despistado en el bus cuando alguien lo regaña por no cederle el puesto a la embarazada que ni siquiera había visto.

Y así sucesivamente. Cada vez que se equivoca alguien lo convierte en objeto de sanción social. Mientras el regañón de turno habla, los demás lo miran con cara de “por tipos como usted es que estamos así”. No hay defensa posible.  Ni siquiera intenta explicar que el normalmente no asume esos comportamiento, que él se preocupa por ser legal, que intenta ser socialmente responsable.

Nada que hacer. El mundo se divide en buenos y malos. Y Alonso es el malo por cuenta de un fugaz instante de ilegalidad… con un testigo políticamente correcto.

jueves, 16 de marzo de 2017

Dulce tragedia

Fueron tres meses de dulzura. 90 días recorriendo las calles en busca de presentes que expresaran, con sabor, los sentimientos que su boca era incapaz de decir.

Dejó la responsabilidad del sentimiento en un paquete de caramelos de leche. O en esa chocolatina suiza que encontró tras varias horas de camino por rutas desconocidas. Se convirtió en su rito particular. Sin habérselo propuesto tenía un compromiso. No dejaría pasar un solo día sin comprar sonrisas con algún detalle azucarado.

Porque estaba enamorado, pero no era capaz de expresarlo. Y un día, le sobró un confite después del almuerzo. Así que sin planear nada se lo entregó a ella, a la esquiva dama de ojos grandes, a esa que le había robado el corazón desde cuando la vio por primera vez.

Y le conoció la sonrisa. Y los ojos se vieron más grandes que nunca cuando simplemente dijo gracias. Una puerta se había abierto, y él no estaba dispuesto a cerrarla.

Así que del dulce pasó a los chocolates. Y de los chocolates a las almendras. Y de vez en cuando una cocada. Para él, lo importante era no parar. Sabía que algún día el gracias daría paso a algo más.

Por eso le aportó turrones, bocadillos, arequipe y hasta uno que otro bizcocho rematado en crema a la mujer de sus sueños. Ella, invariablemente, recibía el regalo, obsequiaba a su proveedor personal de postres una sonrisa y se retiraba a la oficina con el respectivo paquete en la mano. El sentía cada vez más complicidad, más cercanía, más ¿amor?

Y al cumplirse el día 90 del ininterrumpido surtido pasó lo que tenía que pasar. Cuando se encontraron en el pasadizo donde a diario se cruzaban su vidas, él le extendió un bocadillo veleño, cariñosamente envuelto en su cobertura vegetal.

Ella asumió una actitud diferente. Honesta, sincera, cariñosa. Llamándolo por su nombre, y mirándolo directamente a los ojos, le hizo la gran revelación.

“Sabes, hay algo que quiero decirte”.

Con el corazón haciendo redoble, una voz masculina asustada dijo en voz baja ¿qué?

“Soy diabética, y en mi casa están cansados de comer dulces. Por favor ¡no me regales más!”

martes, 14 de marzo de 2017

El tipo de la señal

Gervasio es un lector de esos que llaman voraz. Además tiene una singular habilidad, que es la de poder concentrarse en su libro en medio de cualquier ambiente, no importa lo ruidoso que sea. Pero no nació con esa destreza. La desarrolló. Esta es su historia.

Toca remontarnos a la infancia del caballero. El asunto es que cuando alguien en su casa escuchaba radio, sobre todo FM, solía tener problemas con la calidad del sonido, problemas que se solucionaban mágicamente para luego reaparecer.

Hasta que el abuelo estableció la relación causa-efecto. El viejo tenía un radio de tubos más viejo que él, cuya antena era un cable que se sujetaba a una puntilla en el techo. Y aunque el aparato sonaba como un cañón –y de hecho todavía lo hace- era como un cañón con gripa que periódicamente tenía sus momentos de nitidez.

¿Cuándo? Cuando Gervasio entraba al cuarto y se ubicaba ahí. Ahí era ese punto específico de la habitación que nunca se supo con exactitud dónde era, pero el asunto es que si él estaba ahí, el radio sonaba así, pero si se movía de ahí, el radio sonaba asa.

Gervasio estaba en esa edad donde todo era juego, y ese juego era divertido. Llegar y buscar ese punto –que podía ser abajo, arriba, al lado- en el cual las ondas hertzianas se purificaban en automático.

Pero el juego pasó a tarea cuando papá se apareció en casa con el primer televisor de antena portátil. Ya no era necesario hacer maromas cuadrando la antena en el techo, sino que el aparato tenía un sencillo captador de señal graduable sobre su estructura. Con lo cual las maromas no se hacían en el techo sino en el cuarto.

Y empezó el ritual de giro izquierda derecha, abra las patas –de la antena– cierre las patas, mueva el aparato y cuando todo parecía perdido Gervasio que entra al cuarto y…magia, imagen perfecta. Gervasio se aleja… imagen kaput, rayas y fantasmas atacan sin compasión.

Y sí la situación era aburridora para el por aquel entonces preadolescente, eso no era lo peor. Lo peor era que había múltiples lugares donde Gervasio podía ubicarse para mejorar la señal, pero ninguno, óigase bien, ninguno, le permitía ver la pantalla de frente.

En su capacidad de transmisor de ondas incidía la posición. Es decir que si por alguna razón quedaba de frente al televisor, este solo funcionaba cuando Gervasio le daba la espalda.

Durante un tiempo el tipo intentó fórmulas alternativas como contorsiones, el reflejo de la ventana o un espejo ubicado estratégicamente. Hasta ese día en el que, mientras su familia disfrutaba de esa telenovela que a él no le interesaba tomó una revista. De las revistas pasó a los periódicos, de los periódicos a los libros y hoy solo ve televisión muy excepcionalmente. Su contacto con el mundo es a través de la lectura. Donde sea.

 Aunque pasan cosas raras con el wi-fi cuando el hombre anda por ahí.

jueves, 9 de marzo de 2017

...Y subirán a los árboles

Algún estudio estadístico habla de un futuro en el cual a cada hombre le corresponderán siete mujeres. Frente a este dato, los optimistas se ven en una lujosa tienda en el desierto, acompañados de siete hermosas damas que mueven sus cuerpos perfectos al son de ritmos exóticos. Los pesimistas se ven trepados en un árbol, acosados por siete cazadoras sin desayunar

La experiencia actual de quienes tienen más de una mujer en su órbita personal favorece la visión del árbol sobre la del harén. Por ejemplo, está el amigo Julio. Aunque se trata de un cumplidor eximio del sexto mandamiento, su vida gira alrededor de cuatro mujeres.

Sí, cuatro. Su madre, doña Lida. Su esposa, Ligia. Su hija, Lida. Y su jefe, Marta.

Veamos lo que puede pasar cualquier viernes, cuando nuestro hombre llega a su casa después del trabajo, dispuesto a disfrutar de un merecido descanso de fin de semana.

Doña Lida, la madre, está en esa edad en la cual se sobrevalora la compañía de los nietos. Por eso, de vez en cuando, (ese sábado, por ejemplo) organiza unas onces e invita (notifica) a Julio para que este vaya con sus dos hijos. Y así lo plantea a su nuera.

Lida, la hija mayor, está en esa edad en la cual las amistades son la prioridad 10 y la familia es la prioridad menos 5, debajo del televisor. Por eso, inexplicablemente prefiere pasar la tarde de sábado caminando por el centro comercial y no en casa de la abuelita. Y así se lo plantea a mamá.

Marta, la jefe, está a punto de concretar un gran negocio. Y necesita a su mejor empleado. Pero hay que tenerlo todo listo el lunes a primera hora. Así que le pide a Julio que sacrifique el sábado por la tarde. Responsable como siempre, y desarmado ante la mezcla de autoridad e inocente coquetería de su superior, este acepta.

Ligia, la madre, esposa y nuera no desea cargar en su conciencia los gastos futuros de su hija en sicoanálisis, ni le interesa enfrentar la legendaria cantaleta de doña Lida. Así que responde a la rebeldía de su hija frente a la invitación sabatina con un “esperemos a su papá”.

Conclusión, Julio llega y descubre que tiene que dejar contento a todas las mujeres de su vida sin traumatizar a Lida, enfurecer a doña Lida, incumplirle a Marta o decepcionar a Ligia.

Ante una situación de esas, sólo le queda una alternativa.

Treparse al árbol más cercano.

martes, 7 de marzo de 2017

De horarios, precios y demás conocimientos personalizados

Existen personas –hombres, mujeres, jóvenes, viejos, profesionales, empíricos– que son verdaderos expertos. maestros, doctorados, eminencias en el complejo tema de los...  horarios.

¿Horarios? Sí, horas de apertura y cierre de mercados, bancos, consultorios, puntos de pago, joyerías, relojerías, panaderías, tiendas, centros comerciales, lavanderías, cafeterías, fiscalías, restaurantes y ferreterías.

Estos individuos conocen cual es el local de almacén de cadena que abre más temprano y el que cierra más tarde. Saben cuáles peluquerías funcionan los domingos y cuáles carnicerías tienen horario nocturno. Son capaces de obtener cualquier producto o servicio en primeras horas de la mañana o última hora de la noche.

Pero pregúnteles un precio. Tal vez tengan alguna idea, pero muy general. Digamos que manejan –en el mejor de los casos– un rango, un eso vale entre tanto y tanto. Y los tantos suelen ser bastante alejados el uno del otro.

En cambio, en otro extremo de la vida hay unos personajes que manejan a nivel de perito información relacionada con precios, costos y valores de una amplia gama de productos y servicios. Estos tipos saben en cuál de las cuatro tiendas de la cuadra la cebolla larga es más barata. Conocen un punto perdido de algún barrio ídem donde se consigue café de la marca X un 25 por ciento menos costoso que en cualquier otro sitio de la ciudad.

Tienen claramente identificada la panadería donde el pan vale igual pero es más grande. Al salir de compras jamás van a un solo establecimiento sino que recorren multitud de negocios, grandes y pequeños, adquiriendo casi que un solo producto en cada uno, siempre en la versión más económica. No es rebaja, es que eso es lo que vale ahí.

La condición mencionada no tiene que ver con la educación que hayan recibido, la capacidad intelectual, el estrato socioeconómico o el color de los ojos. Tiene que ver con ese asalariado que vive en inacabables jornadas de oficina, fin de semana incluido. De ese que está obligado a aprovechar cada minuto disponible para poder tener una vida sin implicaciones laborales. Para hacer diligencias y compras. Por eso la vida lo convierte en experto en horarios, cierres, aperturas, servicios extendidos y madrugones.

Al otro lado está el desempleado. Ese al que todo le falta menos una cosa. Tiempo. Como no tiene nada qué hacer y sus ahorros –cuando existen– se reducen día por día, desarrolla el mecanismo de conservación financiera. Busca la economía. Pasa día, tras día, hora tras hora recorriendo la cuadra, el barrio, la zona, la localidad, la ciudad en busca del mejor precio, que va almacenando en el disco duro de peinar, léase cabeza.

Podría pensarse en un sujeto ideal que combine las dos habilidades, pero ese personaje no existe. Se anulan mutuamente. El tipo de los horarios desaparece cuando aparece el tipo de los precios. Y viceversa. Aunque es posible que alguien haya ostentado las dos condiciones en distintos momentos de su vida, esto jamás ocurrió de manera simultánea.

Pierde el empleo, a ahorrar se ha dicho, obtiene empleo, a maximizar el tiempo. Así es la vida.

jueves, 2 de marzo de 2017

Jóvenes estafables y viejos de los otros

Uno de esos videos que circulan por las redes muestra un billete de 10 o 20 mil, ya no me acuerdo, que se supone es falso. El joven narrador en off –la voz permite inferir la edad– da una explicación sobre por qué el papel moneda será papel pero no es moneda, advierte sobre el número de serie, y todo iba bien hasta que remató con la siguiente perla. Algo así como “tengan cuidado que no vayan a estafar a nuestros papás o a  nuestros abuelos”.

Por aquello de la solidaridad –de años – acudo al expediente de la carta abierta, que es un desahogo público sin destino específico, (al que le caiga…). Básicamente se le señala de la manera más cordial y delicada al autor del video que es un, digo que se puede ir a, digo que tiene, digo que se pifió...

Porque que yo sepa, no son los padres los que le ponen una foto en línea y traje de Adán o Eva a un escritor invisible al otro lado de la línea solo porque se los solicitó con palabras bonitas. No son ellos los que transmiten en vivo y en directo cada instante de su vida y revelan sus secretos íntimos a través de un medio con 6000 millones de usuarios potenciales, lo que viene a ser un manjar para cualquier delincuente desprogramado, de esos que con unos pocos datos montan su operativo de tumbar incautos.

No recuerdo haber visto madres y abuelas entre ese grupo de modelos que dejaron sus pertenencias en manos de un grupo de tipos que habían visto por primera vez, y que no han vuelto a ver, porque se esfumaron con todo el material que les confiaron. Tampoco eran del siglo pasado las niñas –y esas si eran niñas – que cayeron en la trampa de un video viral cuando un conocido en línea y desconocido en persona les puso una cita, donde la sorpresa era que sus padres las estaban esperando.

A menos que hayan sido absolutamente precoces, no tienen hijos ni mucho menos nietos quienes se creen el cuento de algún encantador de futbolistas y terminan alojado en algún rincón de mala muerte en Argentina, esperando una oportunidad que jamás llegará para mostrar su talento con el balón. Claro que, justo es reconocerlo, en ese caso la credibilidad necesita del patrocinio de un adulto, cuando no de su apoyo entusiasta.

A mi poco popular productor de videos sobre falsificación de moneda lo invito a poner un mensaje poco claro con la palabra gratis a ver quién llama más, padres, abuelos o hijos. A ofrecer en las calles oportunidades maravillosamente sospechosas y verificar la edad de quienes no desconfían. Verá que la mayoría son futuros usuarios de cédula o por lo menos aún andan con su primera contraseña.

Reivindico el respeto que merecemos los adultos y viejos a que no nos traten de ingenuos. A nosotros no nos estafan tan fácil porque…ya nos estafaron. Decía el maestro José A Morales, “Yo también tuve 20 años”. No es lo que sabemos, es lo que ya nos pasó.

martes, 28 de febrero de 2017

El círculo del dato

Resulta que hace un par de años el presidente y fundador de la gran empresa estuvo en la inauguración de una sede en ese pueblo ubicado lejos de todo. El gran jefe quedó impresionado por la mística que le ponía al asunto el administrador regional. Tanto que, en un comportamiento inusual, antes de irse el cacao mayor le dejó a su subalterno su correo electrónico personal con la instrucción de “si algún día necesita algo, no lo dude”.

Pasaron 24 meses en los cuales el representante regional despachó los requerimientos organizacionales por el conducto regular, hasta que intervino la mano de Dios. Exageramos. No fue la mano de Dios sino la de su representante local, el sacerdote del pueblo, quien tuvo la idea de invitar a unos gringos de esos que llegan con plata para la comunidad y de incluir en el programa una visita a la sede local de la gran empresa nacional.

Resulta que uno de los americanos resultó aficionado al tema y le dio por formular un poco de preguntas técnicas relacionadas con el producto, la empresa y los antecedentes. Algunas tenían respuesta a la mano, pero otras requerían apoyo desde la matriz.

El administrador regional lo intentó por el conducto regular pero no logró nada, así que entendió que era el momento de estrenar el correo del gran jefe. Y nunca se supo por qué, pero en la mente del fundador y presidente la petición se volvió prioridad uno. Eso es complicado en cualquier día, pero es doblemente complicado si ocurre a las 9 de la noche en vísperas de un puente festivo. Y más cuando el patriarca empieza a delegar.

El gran jefe le rebotó el correo al vicepresidente administrativo, quien se lo pasó al vicepresidente técnico, quien inmediatamente convocó conferencia telefónica con los directores de área. Esto ocurre el viernes a las 11 de la noche. Tres de los directores de área tenían datos, pero dos de ellos debieron acudir a jefes de departamento. Estos ya no fueron tan fáciles de localizar, de hecho tres de ellos apenas dieron señales de vida el sábado.

Y como suele ocurrir, los que más se demoraron en aparecer tampoco tenían información, por lo que la tarea siguió bajando a los coordinadores, quienes coordinaron un mecanismo para dañarle el descanso a su equipo. A una parte del equipo,  porque algunos profesionales desaparecieron misteriosamente, se declararon en emergencia familiar o simplemente le pasaron la pelota a Gonzalez, solo que nadie sabía donde estaba Gonzalez en ese momento.

Pero como el dato era de vida o muerte – a ese nivel nadie sabía por qué o para quien–  había que buscar una alternativa. Y –ya es domingo en la mañana– la idea fue del jefe de Gonzalez. Un poco rebuscada... pero podía funcionar.

Había una persona que posiblemente disponía de la información pendiente. Esa persona era de muy difícil acceso, pero él sabía de alguien que tenía acceso directo. Lo había visto con sus propios ojos. Solo faltaba proceder.

Y fue así como el domingo en la mañana, el administrador regional de la sede que quedaba lejos de todo recibió una instrucción de la casa matriz: “Usted, que tiene el correo del presidente fundador… ¿será que le puede preguntar esto?"

jueves, 23 de febrero de 2017

Contáctelo …si puede

Ese personaje tiene múltiples opciones de contacto. Domicilio, lugar de trabajo, correo electrónico, teléfono fijo, teléfono celular, redes sociales. Así que conversar con él parece una actividad sencilla de esas que no demanda más tiempo del estrictamente necesario.

Falso.

Comencemos porque es un tipo ocupado, de esos que desaparecen de su casa antes de que salga el Sol y regresan cerca de la medianoche. No lo ven sus parientes cercanos, menos podrá verlo usted. Queda el lugar de trabajo, fortaleza inexpugnable con acceso restringido mediante tecnología de vanguardia (huella y tarjeta magnética); o sistema tradicional de vigilante bravo y recepcionista de aquí sin cita no pasa nadie. Y usted, claro, no tiene cita.

Tranquilo. Hoy en día las múltiples alternativas tecnológicas facilitan comunicarse con cualquiera, no importa lo lejos o aislado que esté.

Otra mentira.

Explico. La gente contestaba el teléfono fijo. Pero como ahora tiene celular, ya no. En el mejor de los casos tienen un contestador automático que nunca revisan. Porque para eso es el celular. Ese que tampoco contestan porque para eso son los mensajes de texto, esos que tampoco miran porque para eso es el whats app. Pero antes de profundizar en esta revolucionaria herramienta de incomunicación, veamos otras opciones.

La posibilidad de enterarse quien llama al celular permite al receptor abstenerse de recibir  (léase contestar) a menos que el que quiera ser recibido sea de entera confianza. El correo electrónico ya no se consulta porque para eso es el whats app. Las redes sociales apenas justifican un paso fugaz, donde solo se mira el video curioso, el meme, la foto del conocido y las solicitudes de contacto que se rechazan o aceptan en automático. Y los mensajes. ¿Cuáles mensajes?

Entonces todos los caminos conducen a whats app. Ese mundo perfecto en el que todos tienen acceso a todos en la palma de la mano, y donde dos chulitos son la afirmación incuestionable de que el destinatario lo miró.

¿Y?

Lo miró no significa que lo leyó, no significa que le importó, no significa que lo entendió y, lo más importante, no significa que lo contestará. Así que por ahí, tampoco.

Pero tranquilo. Todavía queda una opción. Demanda paciencia y algo de investigación. Todos tienen que estar en alguna parte en algún momento. Y usted puede estar ahí en ese momento. Cuando vea al personaje, grite. Lo más duro que pueda. El sujeto por lo menos volteará. Y tal vez le haga algún caso. Ojos y oídos, la última esperanza del incomunicado.

martes, 21 de febrero de 2017

Inaceptable en nombre de la estética

Porque es lo que no estoy dispuesto a tolerar; porque es aquello que me ofende, me desagrada, me molesta y se imprime en mi mente como mal recuerdo, evocación de pesadilla e imagen ofensiva, porque aquello que personalmente me agrede es…

Esperen, primero pongamos las cosas en contexto, como dicen ahora. Está muy bien eso de que la gente –bueno, una parte– deje su carro en casa o abandone el transporte público y se cambien a la bicicleta.

Es mucho mejor cuando el Estado se preocupa por crear una infraestructura para que el personal utilice sus vehículos de dos ruedas a tracción humana. De hecho, yo soy uno de esos, es decir que no hablo de lo que me contaron, o lo que rebotó en alguna cadena cibernética. Por eso me siento autorizado a decir que evidentemente la idea es buena… pero…

…pero las vías especialmente dotadas no están en el mejor de los estados cuando no son verdaderas ciclotrochas.

...pero muchos de los usuarios son tan o más patanes que cualquier energúmeno en carro, atarván en moto o chofer de bus en la peor de sus versiones.

…pero en ciertos horarios no solo hay que lidiar con una congestión digna del más bravo de los trancones, sino con ciclistas suicidas que se atraviesan a estilo kamikaze o se vienen en contravía jugando a la gallina, lo cual es muy complicado cuando la gallina (y por ende el que se tiene que quitar) es uno.

…pero las ciclorrutas son invadidas por peatones despistados; bicicletas que se ven como motos, andan como motos y estorban como motos; perros solos y otras bestias que sacan a pasear sus perros justo por ese tramo; y madres que ignoran la diferencia entre una cicla y un coche para bebé (no sabemos si el bebé está de acuerdo).

¿Pero saben que? Todo lo anterior se perdona. Son procesos de aprendizaje. En cambio lo que no es aceptable es ese espectáculo antiestético, desagradable y vulgar del joven ciclista que nos sobrepasa, y nos obliga a verle los calzoncillos.

No sé qué motivo, razón o circunstancia –gracias, profesor Jirafales – lleva a creer a las nuevas generaciones que la ropa interior es exterior. Tampoco sé por qué existiendo camisa, suéter, chaqueta u camiseta lo suficientemente largos, insisten en utilizar versiones cortas que dejan al descubierto aquella zona donde la espalda pierde su casto nombre y comienza otra zona que le ofrece al desafortunado ciclista de atrás, durante buena parte del trayecto, un panorama de, horror, calzoncillos de marca, estampados o de colores.

En nombre de todo lo que es sagrado, y de una mínima consideración estética, tápen eso, por favor.

jueves, 16 de febrero de 2017

Metamorfosis en el articulado

Todo termina cuando ella se baja del bus. Lleva una capa de base que camufla las no muy abundantes imperfecciones de piel. Sus labios destacan con una notoria aunque no exagerada aplicación de pintalabios, y sus ojos tienen ese toque de exotismo que se deriva de la combinación entre pestañina y sombras.

Pero el hombre que la mira fijamente hasta que desaparece de su campo visual no la admira por eso. La admira porque se trata de una mujer completamente diferente a la que 40 minutos antes se subió al vehículo se transporte público que los llevó desde la periferia al centro. Este tipo había visto actos similares, pero con un elemento común. Ellas –no ella, sino las otras ellas– iban sentadas. Pero era la primera vez que le tocaba una metamorfosis en vivo y en directo con la protagonista de pie.

El bus era un vehículo articulado, de esos cuyo centro es un eje giratorio  (que se mueve) con una especie de mesón donde se pueden apoyar algunas cosas. Ella, cuyo nombre quedó en la ignorancia del observador y por ende de las futuras generaciones, se apropió de un espacio en ese centro. un espacio mínimo. Ella no estaba sola. De hecho se acomodó en su rincón flanqueada por dos gorilas chateando, una señora con paquetes, tres estudiantes enmochilados  y un desfile de cantantes, vendedores y mendigos que se relevaron para amenizar la ruta.

Y aun así ella se dio maña para sacar un espejo de mano y una polvera con su respectiva almohadilla. Alternando, en una impecable coreografía, sus movimientos con los frenazos y arrancadas del bus, se aplicó con uniformidad la base en el rostro.

Lo más sorprendente vino a continuación. Sacó un lápiz. Un lápiz con punta. De esos que califican como arma punzante. Y lo manipuló mientras dibujaba líneas alrededor de la pupila. El hombre se tensionó a la espera de una tragedia que nunca llegó. Ella no engrosó el gremio de los tuertos. De hecho trazó con precisión digna de dibujante técnico sendas líneas alrededor de sus ojos. Procedimiento igual de arriesgado con otros aplicadores permitieron esbozar sombras, resaltar cejas y darle a las pestañas un aspecto curvado y coqueto.

A estas alturas  el mirón estaba con la boca abierta.  Y hablando de bocas, eso fue lo que vino después. Del bolso salió un kit de pintalabios y pincel.  Pintalabios de esos que están en la frontera entre chica sexy y payaso. Solo es pasarse un poquito de cantidad o ubicación para que los labios seductores y sensuales se conviertan en espectáculo de circo. Para rematar, el señor conductor acababa de descubrir que estaba por fuera de horarios, por lo que incrementó velocidad y giros inesperados. Pero nada. Imperturbable, la mujer de cara lavada que había abordado el vehículo terminó con precisión quirúrgica su proceso de latonería y pintura, como si estuviera sentada en el tocador de su cuarto.

El hombre, que una vez intentó peinarse con la mano en el bus y quedo como puercoespín la miró fijamente hasta que desapareció de su campo visual. Confirmado. Hay cosas que solo las mujeres pueden hacer.

martes, 14 de febrero de 2017

Acelere

En los últimos tiempos los días han transcurrido lentamente  para Julián. Cada día se ha extendido a escala kilométrica, desde esas primeras horas de la madrugada en las que el inexistente cansancio hace que abra los ojos antes de que el sol haga acto de presencia. El hombre vive uno de esos recesos laborales que van para largo. No le va tan mal. No tiene novia, esposa, amante o cosa parecida, sus amigos son escasos y nunca lo llaman, su madre es comprensiva y medio alcahueta y realmente no tiene nada que hacer.  Por eso cada minuto del día se le hace laarrrgooo.

Cuando el viejo radio reloj despertador que le ponía fondo musical a sus mañanas y le avisaba de que ya era hora de levantarse hizo corto, el hombre realmente se alegró. Algo para hacer ese día. Mentalmente planeó todas las actividades. Ir hasta la ferretería cercana—no, mejor una más lejana-. Volver a casa. Preparar los cables, reparar el aparato y ensayarlo cuidadosamente para dejarlo listo hasta el día siguiente.

De manera que se vistió para la ocasión con su pantalón roto, su camiseta desteñida y sus tenis sucios. Era la pinta diaria, muy diferente a la de las entrevistas de trabajo. La que permanecía lista para atender convocatorias que aún no llegaban. Inició su camino hacia la ferretería llevando en el bolsillo apenas lo necesario para pagar los repuestos. Total, tampoco existían rutas de buses, tampoco había afán y tampoco había plata.

Pero a punto de alcanzar su meta el celular sonó. Era de La Empresa. Esa que llevaba varios meses estudiando su hoja de vida. Esa que tenía el cargo perfecto para sus competencias y aspiraciones. Esa que había dado por perdida. Pero no. Necesitaban entrevistarlo ya. ¿A qué se refiere con ya? A que lo esperamos aquí en una hora. No puede ser otro día. El jefe se va de viaje hoy y lo necesita. Máximo en hora y media.

Media hora fue el tiempo que Julián se demoró en volver a casa al trote mar. Veinte minutos lo que tomó el baño, la afeitada y la lavada de dientes contrarreloj y cinco minutos la vestida idem para salir y 15 minutos para regresar a recoger las llaves, la billetera y el celular dejados atrás por cuenta del afán.

Apenas tenía tiempo. Tenía, porque ese bus, ese día, a esa hora se enredó en ese trancón que nunca aparecía en esa ruta. Así le constaba a Julian, usuario constante del mismo recorrido que siempre transcurría sin novedad, salvo ese dia, cuando tenía afán.

No supo como pero llegó apenas a tiempo para la cita. La buena noticia era que la entrevista fue una cosa formal, porque el puesto era de él. La mala era que necesitaban que se integrara al día siguiente. Y que había un larga lista de diligencias que normalmente se despachaban en una semana, pero él debía sacar adelante en una sola tarde. O en lo que quedaba de una sola tarde.

Así que a correr se ha dicho, de la salud a la caja de compensación al sitio donde expedían los certificados al examen ocupacional al sastre y al fotógrafo. Julián terminó agotado pero feliz ante un futuro laboral que finalmente se había despejado. Se fue a dormir con el cerebro puesto en el día siguiente, cuando se reportaría a primera hora en su nuevo trabajo. De hecho sí se reportó, pero tarde.  El radio reloj no funcionó.

Como iba a funcionar si había hecho corto y aunque Julián hizo muchas cosas el día anterior, jamás lo arregló.

jueves, 9 de febrero de 2017

Punto de información

El amigo Alfonso está condenado al movimiento. Y en lo posible irregular. Es decir en zig zag, como quien evade obstáculos o, en su caso particular, individuos. E individuas. Sujetos y sujetas, porque si permanece quieto por más de cinco segundos en cualquier lugar, o camina más de 50 metros en línea recta alguien le va a preguntar.

 ¿Preguntar qué? Indicaciones geográficas. Por razones que escapan a la comprensión del individuo, el mundo parece convencido de que él lo sabe todo, por los menos en materia de direcciones. Y de rutas. Y de ubicaciones específicas dentro de edificaciones varias con acceso libre al público. 

Entonces cuando permanece quieto en una estación de buses o de trenes o de aviones será constantemente interrogado sobre horarios, rutas, salidas, entradas, llegadas y servicios. Así su indumentaria en nada se parezca a la de un piloto, vigilante, conductor o despachador. Ni mucho menos –por razones absolutamente obvias– a la de una azafata o informadora. Por eso ya descartó la primera posible explicación: la ropa no es.

 Tampoco la cara. Su rostro no es el de un funcionario al servicio de una empresa de transporte encargado de la orientación al público, que pese a recibir apenas un salario mínimo asume con generosidad, pasión y entusiasmo su valiosa labor. Mejor dicho, cara de pobre no tiene. Tampoco de buena persona. Es más, en determinados contextos la gente le guarda cierta distancia. A menos, por supuesto, que requieran alguna información.

 El hombre porta una pinta de cachaco incuestionable. Su piel es blanca como la leche y cada pigmento grita su origen paramuno, pero en tierra cliente, –léase costas, rivera de río o piso térmico bajo– es constantemente interceptado por personas interesadas en ubicaciones de hoteles, sitios turísticos, restaurantes, balnearios, piscinas o en la forma más rápida y económica de llegar al mar. Ese mar que el aún no ha tenido la oportunidad de visitar.

 Le ha pasado tantas veces, en tantos escenarios, que ya ni siquiera se extraña. Mucho menos cuando muy educadamente confiesa su ignorancia sobre el dato consultado. Lo que ocurre entonces es que su interlocutor, en vez de dar las gracias e irse, se queda esperando. ¿Esperando que? Alfonso no tiene idea. Es como si el interrogador se negara a aceptar que el hombre no sabe la respuesta, y que algún extraño milagro o fuerza de la naturaleza lo llenará de sabiduría para absolverle sus dudas. Lo cual, por supuesto, nunca pasa.

 Al hombre le da hasta pena desilusionar tanta gente a diario, así que siempre intenta, por lo menos, orientarlos hacia alguien que sí pueda satisfacer los requerimientos. Lo curioso es que cuando se pasan al policía, al vigilante o al orientador, inevitablemente lo señalan en la distancia diciendo –Alfonso imagina– “él me mando a hablar con usted”. O algo así.

 A estas alturas Alfonso ya reconoció que ese es el punto. O mejor, que él es el punto. El punto de información.

martes, 7 de febrero de 2017

Compañías celestiales

Doña Martha, quien ya había superado el centenario, compensaba su escasa movilidad con 100 años de kilos acumulados. Pero la madre, abuela, bisabuela y tatarabuela conservaba una envidiable lucidez y conversaba sabroso, por lo que sus visitas siempre eran bienvenidas por parte de la abundante parentela. 

Eso sí, cada salida de Doña Martha Sofía implicaba un operativo logístico digno de un concierto gratuito de los Rolling Stones o de la posesión del presidente de los Estados Unidos.

El traslado incluía enfermera, cargadores, carro de transporte especial –o ambulancia en algunos casos – preparación previa de dos días y un equipaje surtido con muda de ropa, implementos de aseo, silla de ruedas, caminador, pipeta de oxígeno, medicamentos varios y bolsa para imprevistos.

Ella nunca estaba sola para esas lides. Los descendientes hasta la tercera generación habían montado un eficiente sistema de turnos que permitía disponer de por lo menos un familiar a cargo, sumado a los dos camajanes contratados para efectos de transporte (conductor y auxiliar). A eso se le suma el contingente celestial, pues Doña Marta Sofía era, en orden ascendente, devota de los ángeles, el santoral católico en pleno, el Sagrado Corazón y su insigne propietario y, por supuesto, la Virgen María.

Fruto de esa devoción su apartamento estaba surtido de imágenes sagradas en todos los tamaños, materiales, modelos y colores. Entre todos destacaba la Virgen de Guadalupe de un metro de altura traída de México. En el mismo viaje el sobrino también le había traído un sarape con la imagen de la Guadalupana, infaltable compañero de todas las salidas.

Y hablando de salidas, ese día se había programado una que coincidió con la llegada de una nueva enfermera. Muchacha bien intencionada pero novata, educada en la escuela profesional de hacer lo más inteligente para cualquier subalterno: caso.

Y caso hizo cuando preparó la maleta, y fue despachando todos los pasos del procedimiento, debidamente supervisada por el bisnieto de turno. Este le fue indicando cada uno de los elementos que conformaban el menaje de viaje, sin olvidar el sarape de la Guadalupana, que nombró al final de la lista con un “y no se le olvide la Virgen de Guadalupe que mi bisabuela no sale a ningún lado sin ella”.

Poco a poco fueron saliendo del apartamento hacia la ambulancia la doña, su muda de ropa, los implementos de aseos, los medicamentos planillados, la silla de ruedas y la bolsa para imprevistos. Camajanes, pariente y enfermera subían y bajaban hasta que todo estuvo listo.

Bueno, casi todo, porque la enfermera no llegaba. Más o menos 20 minutos después, apareció, agotada y sudorosa abrazada a la virgen. La virgen de Guadalupe traída de México, la de un metro de altura. La que trabajosamente había trasladado desde el apartamento donde, inocente, había un sarape con la misma imagen que no tenía la culpa de la confusión.

jueves, 2 de febrero de 2017

Conocí en la ciclorruta a...

Como estamos de Día sin Carro en Bogotá es una buena coyuntura para hablar de una serie de personajes que se han ido tomando tanto las vías diseñadas para los velocípedos como las otras (calzadas, parques… andenes). Como a todo señor, todo honor, comencemos por el pionero, el precursor, aquel que pedaleaba por la ciudad antes de que el asunto se pusiera de moda y que lo sigue haciendo. Hablamos de…

…el jardinero, que con su turismera (doble barra, preferencialmente), con la cortadora de pasto, la pala y el azadón amarradas a la barra, las demás herramientas sobre la parrilla y en la maleta recorre las calles en busca de trabajo al lado de…

…el hipster,  quien por alguna razón considera que una barba brinda más seguridad que un casco, desafía la física y la anatomía pedaleando con sus hiperestrechos pantalones y cuya bicicleta debe verse clásica pero recién comprada mientras comparte espacio con…

…la kamikaze, que también viene en versión masculina pero destaca como su género es igualmente apto y hasta mejor para hacer cruces suicidas, no respetar semáforos, serpentear entre carros en movimiento y, definitivamente, creerse inmortal mientras la ven pasar a toda velocidad, entre otros…

….el no quiero estar aquí, sobre todo usuario de ciclovía dominical que por aquello de que los opuestos se buscan hizo pareja con una avezada deportista quien lo arrastra cada vez que puede a pedalear, cuando el preferiría pasar su tiempo libre echando barriga frente al televisor. También admite rotación de géneros, lo que no ocurre con…

… el ama de casa tradicional que ya no camina a hacer sus diarias diligencias después de despachar a los hijos al colegio, sino que pedalea en su muy femenina bicicleta, con su muy ciclista pinta y su canasto artesanal que contrastan con…

… el astronauta, cuyas gafas polarizadas, casco protector, chaleco reflectivo, hombreras y rodilleras anatómicas (sumadas a cualquier dispositivo o artefacto inventado o diseñado por el hombre para proteger o destacar al ciclista) lo acompañan en su recorrido diario de cinco cuadras de la casa al trabajo y viceversa, sin alcanzar nunca velocidades como las de…

…el motorizado, que viene en distintos tamaños pintas y colores, desde el usuario de un moderno, silencioso y limpio –ambientalmente hablando– ciclomotor eléctrico; pasando por el que le adaptó un motor viejo, ruidoso y contaminante a una cicla; hasta el que anda en un vehículos que se ve como moto, anda como moto y suena como moto pero dicen que es una bicicleta, y suele ser un reto adicional para…

…el competidor, quien desde el momento en que sale de su casa está decidido a ser siempre el primero en la esquina, el primero en cruzar el semáforo, el primero en llegar (a donde sea) el que siente como un insulto personal cuando alguien lo rebasa y el que diariamente enfrenta y vence a decenas de rivales que jamás se enteran de que participaron en una carrera como…

… la alternativa, con su pelo de colores, sus tatuajes, sus piercings, su exótico morral, sus bluyines rotos y sus accesorios –ninguno de los cuales es un elemento de protección personal como casco o reflectivos– que pedalea de forma apasionada y comprometida como…

…el ideólogo, para quien cada pedalazo trasciende y es la afirmación de un propósito intelectual, ecológico, responsable y sostenible para garantizar la supervivencia de la especie, combatir el cambio climático y salvar al planeta  lejos de motivaciones materiales como las que mueven a…

…el mensajero, personaje clásico, solo que en tiempos de apps se caracteriza por llevar a manera de mochila una caja desproporcionalmente grande cargada de domicilios y por consultar constantemente –y en  movimiento­– su teléfono en busca de más trabajo, destreza apenas superada por…
  
…el acróbata, que cada vez que puede –y muchas en las que no debe– demuestra sus habilidades excepcionales mediante acciones como soltar el manubrio en movimiento, chatear mientras pedalea o zigzaguear entre carros y grupos de ciclistas como…

…los invasores, quienes andan en manada –entre más, mejor– y conversan animadamente mientras se movilizan y ocupan los dos carriles de la ciclorruta o una ciclovía completa, conversación distinta a la de…

… el monologuista, solitario ciclista quien mientras echa pedal echa carreta con un interlocutor invisible gracias a la magia de los manos libres encarnando ese fenómeno de nombres raros (simbiosis, sinergia, sincretismo) donde dos fuerzas, costumbres, actividades o tradiciones de juntan y, a veces, se caen por tratar de hacer dos cosas al tiempo.

…pero eso es otra historia.

martes, 31 de enero de 2017

Un ritual diario para Pablo

Hace varios meses que Pablo se levanta todos los días, se despereza, va al baño, cumple con ciertos procesos anatómicos inevitables, se afeita, se baña, se viste, se desayuna y sale a buscar empleo. Antes de la primera consulta en línea, de la primera ojeada al diario o de los kilómetros diarios de caminata chequeando avisos, haciendo consultas o visitando amigos con cara de si sabe algo me avisa tiene un ritual sagrado. Este se repite varias veces a lo largo de la jornada. Es imprescindible. Inevitable. Es algo así como el Ramadán para los musulmanes, la misa para los católicos, el baño en el Ganges para los hindúes o la consulta al smartphone de los milenials.

Pablo no es milenial, sino que pertenece a un modelo anterior. Por tanto uno de sus valores es la estabilidad laboral. Una vez culminó su carrera profesional, se vinculó a esa empresa en la que alcanzó a durar 16 años, 7 meses y tres días. Su salario no era particularmente alto, pero había peores. Además, era un tipo organizado con buen equilibrio entre ingresos y gastos. Había sobrevivido a un par de crisis en su trabajo y aunque no estaba blindado, tenía unas expectativas razonables de estabilidad laboral.

Hasta que un día se apareció un antiguo compañero de universidad con inclinaciones empresariales. Por eso lo llamaremos el Empresario Pedro. Un tipo emprendedor que había creado su propia empresa. Empresa de verdad, con inversionistas, capital, sede, clientes y señora de los tintos. Empresa de esas con futuro o mejor, proyección. Empresa de esas donde necesitaban a tipos como Pablo.

La cosa se fue dando poco a poco, como cualquier romance. Un encuentro casual, un comentario suelto, luego una cita más formal. Pedro exploró –en el buen sentido de la palabra– a Pablo. Es decir que indagó sobre su perfil laboral y condiciones hasta construir una propuesta. Salarialmente mejor y sazonada con el discurso de que esta es una empresa nueva, tenemos oportunidades de crecer, etc, etc, etc.

Como ya vimos, la experiencia previa de Pablo no incluía cambios de empleo. Por tanto –cual doncella inocente ante los embates de un Don Juan– fue presa fácil de la seducción profesional. Pero su novatada le pasó factura al no aplicar la norma básica de seguridad a la hora de los  cambios. No suelte lo que tenga hasta no asegurar lo otro.

Pedro culpó a la coyuntura económica internacional y puede que sea verdad. El asunto es que Pablo renunció y la anunciada plaza en la empresa de su amigo nunca apareció. Las consultas sobre el tema que en principio le respondían con “ya casi”, después con “tenemos que esperar un tiempo”, y luego con “estamos mirando” un día se acabaron porque sencillamente dejaron de responderle. Ahí fue cuando Pablo se dio cuenta de que se había quedado sin el pan y sin el queso.

De ahí en adelante él se levanta todos los días, se despereza, va al baño, cumple con ciertos procesos anatómicos inevitables, se afeita, se baña, se viste, se desayuna y sale a buscar empleo. Antes de la primera consulta en línea, de la primera ojeada al diario o de los kilómetros diarios de caminata chequeando avisos, haciendo consultas o visitando amigos tiene un ritual sagrado que se repite varias veces a lo largo de la jornada.

Insultar, mentalmente, e incluso en voz alta, con toda la fuerza de su corazón al empresario Pedro.